Cuentos de Kamakura
EL CASTIGO DE YAZAKAFUDO
A principios de la
era Edo, en el pequeño templo de Kazo-in, en el recinto del templo de Jokomyo-ji,
en el valle de Izumigayatsu, vivió un monje llamado Eirinbo que sentía una
terrible adversión por el abad y le llevaba la contraria siempre que podía, de
modo que era un verdade¬ro problema.
La situación empeoró con el tiempo. Cierta noche, Eirinbo tuvo una fuerte
discusión con su superior y decidió marcharse para siempre, aunque antes prendió
fuego al templo.
Cuando el abad despertó en plena noche y sintió el olor de la madera quemada, se
levantó desesperado te¬miendo no estar a tiempo de salvar la imagen de Yazaka-fudo,
la divinidad principal del templo. El viejo monje se dirigió a la mayor
velocidad que le permitían sus cansadas piernas hacia el salón donde se
encontraba, ya envuelto en llamas, y logró rescatar la venerada figura, aunque
sufrió quemaduras tan graves que murió pocos días después entre tremendos
dolores.
Cuando las autoridades indagaron sobre las circunstancias en que se produjo el
fuego, enseguida sospe¬charon de Eirinbo y comenzaron su búsqueda.
Pocos días después, un campesino encontró a Ei¬rinbo en cuclillas al borde de un
campo y se apresuró a informar a los funcionarios. Al contrario de lo que el
campesino temía, el monje fugitivo no sólo no huyó sino que no se movió ni un
milímetro de la posición en la que lo había hallado ni cuando se lo llevaron al
calabozo.
Ni tampoco después Eirinbo se movió, permaneciendo todos los días que tardó en
comparecer ante el juez en la más completa inmovilidad sin emitir una sola
palabra, lo que intrigó mucho a quienes se encontraban a su alrededor.
Sin embargo, tras recibir la sentencia pudo hablar por primera vez. Según su
propio relato, después de prender fuego al templo salió corriendo para ocultarse
en las montañas, cuando, de improviso, se le apareció Yazakafu-do. Sin ninguna
contemplación, lo agarró por el pescuezo y lo lanzó con fuerza al suelo,
atándolo después con una soga invisible y dejándolo abandonado al borde del
campo.
Pasó muchas horas intentando librarse de la misteriosa cuerda, pero cuanto más
se movía más fuertes parecían hacerse los nudos. Y esta cuerda desapareció en el
preciso instante en que Eirinbo recibió la sentencia, recuperando también el
habla.
El monje confesó su delito y fue condenado a morir en la hoguera. Y dicen que
hasta el último momento se comportó con admirable valentía y dignidad.