El mesón con muchos
pedidos
(Chumon no oi ryori ten)
Dos jóvenes caballeros, ataviados a la manera
de soldados ingleses, cargando con resplandecientes escopetas a la espalda y
acompañados de dos hermosos perros como osos blancos, iban andando entre las
montañas pisando hojas secas.
— No he visto nunca una montaña tan
espantosa como ésta. No se ve ningún pájaro ni animal. Me da igual apuntar a lo
que sea, sólo quiero pegar unos tiros cuanto antes — decía uno.
— Sería emocionante disparar dos o
tres tiros en el tierno costado de algún ciervo u otro animal. Dará unas vueltas
y finalmente caerá abatido.
Ya se habían adentrado bastante en
las profundidades de la montaña. Tanto que, incluso el cazador experto que les
acompañaba, desorientado, se les había perdido de vista. Era una montaña tan
enorme que los dos perros como osos blancos sintieron vértigo, empezaron a
ladrar y, tras escupir espuma, cayeron muertos.
— ¡Ah! He perdido dos mil
cuatrocientos yenes —dijo uno de ellos, examinando los párpados del perro para
asegurarse de que se encontraba sin vida.
—Y yo dos mil ochocientos — dijo el
otro, ladeando la cabeza.
— Creo que debemos volver — dijo el
primero de ellos, que se había quedado un poco pálido, mirando al otro.
—Yo estoy pasando frío y me muero de
hambre; también me parece mejor que volvamos.
— Bueno, hasta aquí hemos llegado. De
regreso, podemos comprar algunas aves de caza a diez yenes en el albergue de
ayer.
— También tenían liebres. El caso es
regresar con alguna pieza. Entonces, volvemos, ¿no?
Al tomar esta resolución, se dieron
cuenta de que no sabían qué camino seguir. El viento arreciaba con fuerza
resonando entre los árboles y la hierba. Las hojas se mecían con un ruido seco.
— ¡Qué hambre tengo! Desde hace un
rato me duele la barriga.
— ¡A mí también! Ya no tengo
demasiadas ganas de andar.
— Yo tampoco. ¿Qué podríamos hacer?
Me apetece comer algo.
— Es verdad, ¡vaya apetito!
Así iban hablando los caballeros
entre el susurro de las hojas. En esos momentos, al volverse hacia atrás, vieron
una magnífica casa de estilo occidental. En la entrada había el siguiente
letrero: "COCINA OCCIDENTAL, MESÓN EL GATO MONTES".
— ¡Mira, justo lo que buscamos! ¡Qué
avanzados andan por estos lugares! ¿Entramos?
— ¡Eh! ¿No es un poco raro? De todas
formas, podrán servir alguna comida, ¿verdad?
— ¡Claro que sí! Eso es lo que pone
en el letrero,¿no?
— ¡Venga, entremos! Yo estoy que me
muero de hambre.
Se quedaron parados delante de la
entrada, que estaba construida con azulejos blancos de cerámica de Seto1. En
verdad, era imponente. Y ante la puerta de cristal, con letras doradas, allí
estaba escrito: "NUESTRAS PUERTAS ESTÁN ABIERTAS A TODO EL MUNDO. ENTREN SIN
REPARO".
Ambos se alegraron mucho al verlo y
dijeron: —¿Qué te parece? Todo acabó saliendo bien. A pesar de lo que nos ha
pasado hoy, ahora tenemos suerte. Parece una posada, pero supongo que nos
atenderán, aunque sea sólo para comer.
—Imagino que así será. Eso debe
significar: "Entren sin ningún reparo", ¿no?
Empujaron la puerta y entraron.
Enseguida apareció un pasillo. En el revés de la puerta de cristal, en letras
doradas, estaba escrito lo siguiente: "SON ESPECIALMENTE BIEN RECIBIDAS LAS
PERSONAS JÓVENES Y ENTRADAS EN CARNES".
Ambos se alegraron mucho al ver este
letrero.
— ¡Oye, tú! Aquí dice que nos
recibirán muy bien.
— ¡Claro!, nosotros respondemos a
esas condiciones.
Al seguir avanzando por el pasillo,
vieron una puerta pintada de color azul claro.
— Esta es una casa muy rara, ¿por qué
habrá tantas puertas?
— Es de estilo ruso. En los lugares
fríos y en las montañas todas las casas son así.
Cuando iban a abrir aquella puerta,
arriba, en letras doradas, decía lo siguiente: "LES ROGAMOS SEAN COMPRENSIVOS,
PUES EN ESTE MESÓN HAY MU CHOS PEDIDOS".
— Debe ser muy famoso, a pesar de
estar entre las montañas.
— Eso parece. Incluso en las avenidas
de Tokio hay pocos restaurantes grandes.
Diciendo esto, abrieron esa puerta. Y
en el reverso estaba escrito: "COMO HAY MUCHOS PEDIDOS, LES ROGAMOS TENGAN
PACIENCIA".
—Pero, ¿qué significa todo esto? Los
caballeros fruncieron el ceño.
— Uhm. Seguramente quiere decir que,
como tienen demasiados pedidos, habrá que esperar mucho tiempo.
— Será eso. Bueno, mejor que pasemos
enseguida al comedor.
— Sí, y que nos sentemos pronto a la
mesa.
A todo esto, una vez más apareció
otra molesta puerta. Al lado estaba colgado un espejo y bajo él había un cepillo
de largo mango. En la puerta, en letras rojas, estaba escrito lo siguiente:
"ROGAMOS A LOS CLIENTES SE PEINEN BIEN Y DESPUÉS SE QUITEN EL BARRO DEL
CALZADO".
— Esto es el colmo. Antes, en la
entrada, al estar entre montañas, pensé que sería una sencilla tasca.
— Es un restaurante de muy estricta
etiqueta. Seguro que de vez en cuando viene gente muy distinguida.
Allí los cazadores se peinaron bien y
se quitaron el barro de los zapatos.
Entonces, tan pronto como dejaron el
peine sobre la tabla, éste se desdibujó y desapareció y, al instante, les llegó
una ráfaga de aire. Sorprendidos, se arrimaron el uno al otro. La puerta se
abrió de pronto y pasaron a la siguiente habitación. Deseaban comer rápidamente
algo caliente y reponer energías; sin embargo, pensaban que todo este asunto ya
pasaba de castaño oscuro. En aquella puerta, de nuevo, había escrito algo
extraño: "DEJEN AQUÍ LAS ESCOPETAS Y LAS MUNICIONES". Y al mirar al lado, había
una tarima negra.
— Ya veo. No es correcto comer
llevando armas.
— No, lo que pasa es que siempre
vendrá gente muy distinguida.
Dejaron las escopetas y el cinturón
de piel sobre la tarima.
Pero apareció una puerta negra con
otro letrero más: "TENGAN LA AMABILIDAD DE QUITARSE LOS SOMBREROS, LOS ABRIGOS Y
LOS ZAPATOS".
— ¿Qué hacemos? ¿Nos los quitamos?
— ¡Qué vamos a hacer si no!
— Sin duda aquí viene gente muy, muy
importante.
— Ya estarán dentro.
Se quitaron los sombreros y los
abrigos, y los colgaron en las perchas. Después, se descalzaron y siguieron
hacia delante. En el reverso de la puerta estaba escrito lo siguiente: "DEJEN
AQUÍ LOS ALFILERES DE CORBATA, LOS GEMELOS, LAS GAFAS, LOS MONEDEROS Y TODOS LOS
OBJETOS METÁLICOS Y PUNZANTES QUE TENGAN". Al lado de la puerta había una
magnífica caja fuerte abierta, pintada de negro. Incluso estaba provista de una
llave.
— ¡Ah! Parece que usan algún aparato
eléctrico para cocinar y los objetos metálicos son peligrosos. Pero lo de los
objetos punzantes, ¿por qué será?
— Es verdad. De todas maneras,
tendremos que volver aquí para pagar la cuenta, ¿no?
— Eso parece.
— Seguro que es eso.
Se quitaron las gafas, los gemelos y,
metiéndolo todo en la caja fuerte, la cerraron con llave.
Avanzaron un poco más y se
encontraron otra puerta, delante de la cual había una vasija de cristal. Allí
estaba escrito: "ÚNTENSE BIEN EL ROSTRO, LAS MANOS Y LOS PIES CON LA CREMA DE LA
VASIJA".
En efecto, en la vasija había crema
de leche.
—¿Qué significará esto de tener que
untarnos con crema?
—Será porque hace mucho frío fuera y
dentro de la habitación se está caliente. Es una protección para que no se nos
agriete la piel. En cualquier caso, seguro que hay gente muy importante dentro.
Quizá podamos hablar con alguien de la aristocracia.
Los dos se untaron bien la crema en
el rostro, las manos y, después de quitarse los calcetines, también en los pies.
Y como todavía sobraba, mientras hacían como si se la untaban en la cara, ambos
se la comían a lametadas. Cuando a toda prisa abrieron la siguiente puerta,
estaba escrito: "¿SE HAN UNTADO BIEN LA CREMA? ¿TAMBIÉN EN LAS OREJAS? Y allí
también había otra pequeña vasija con crema.
— Es verdad. A mí se me ha olvidado
untarme las orejas. Es peligroso que se agrieten las orejas. El dueño de este
mesón está en todo.
— Bah, se preocupa por cosas sin
importancia. Quiero comer algo pronto, pero este pasillo parece no tener fin.
Nada más decir eso encontraron la
siguiente puerta ante ellos: "ENSEGUIDA ESTARA LA COMIDA. NO LES HAREMOS ESPERAR
MAS DE QUINCE MINUTOS. PRONTO SERA EL MOMENTO DE COMER. ROCÍENSE RÁPIDO LA
CABEZA CON EL PERFUME QUE ESTA EN EL FRASCO".
Delante de la puerta había un
reluciente frasco de perfume. Los dos se echaron buenos chorros en la cabeza de
la loción, que, por cierto, tenía un aroma muy parecido al vinagre.
— Este perfume apesta a vinagre. ¿Por
qué será?
— Será por equivocación. Quizá la
sirvienta esté resfriada y se confundió.
Abrieron la puerta y pasaron
adelante. En el reverso de esta puerta estaba escrito con grandes letras:
"PERDONEN LAS MOLESTIAS POR HABERLES HECHO TANTOS PEDIDOS. ESTO ES TODO.
SAZÓNENSE BIEN EL CUERPO CON LA SAL DE LA VASIJA".
Efectivamente, allí había una
magnífica vasija azul de cerámica de Seto llena de sal. En esta ocasión,
sobrecogidos, se miraron las caras bien untadas de crema.
— Todo esto es muy extraño — dijo
uno.
— ¡Y que lo digas! — dijo el otro.
— Lo de "muchos pedidos", quiere
decir que son ellos quienes nos los hacen.
— Es verdad. Y además, la idea que
tengo yo de un mesón occidental es que no sirven de comer, sino que se les
cocina a los que vienen. Entonces, en resumidas cuen... cuen... cuentas, no...
no... nosotros...
Empezaron a temblar y ya no podían ni
articular palabra.
— Entonces, no.. .no.. .nosotros...
¡aaah!
— ¡Huyamos!
Uno de los caballeros, temblando,
trató de empujar la puerta de atrás, pero no pudo moverla ni un poco.
Al fondo todavía quedaba otra puerta
con dos grandes cerraduras plateadas en forma de tenedor y cuchillo en la que
estaba escrito lo siguiente: "BIEN, HAN SUFRIDO MUCHAS MOLESTIAS. YA ESTA TODO
LISTO. PUEDEN PASAR ADENTRO". Para colmo, por el ojo de la cerradura se veían
unas pupilas azules que les contemplaban.
— ¡Aaah...!
Los dos seguían temblando
desesperados.
— ¡Aaah...!
—
Presas del pánico, empezaron a
llorar. En esos momentos, tras la puerta, se oyó a alguien murmurar lo
siguiente:
— ¡Qué le vamos a hacer! Ya se han
dado cuenta y no se han rociado de sal.
— ¿Qué esperabas? La culpa la tiene
todo lo que ha escrito el jefe. ¡A quién se le ocurre decir: "Perdonen por
haberles hecho tantos pedidos"! ¡Qué tontería!
— No importa. De todos modos, a
nosotros no nos darán ni siquiera los huesos.
— Cierto. Pero si ellos no entran
aquí es responsabilidad nuestra.
— Vamos a llamarles. Llamémosles.
Oigan, apreciados clientes, vengan rápido. Adelante, bienvenidos. Ya hemos
lavado los platos y la ensalada está aliñada. Sólo queda que ustedes se mezclen
bien con las verduras y les serviremos en blanquísimos platos. Vengan rápido.
— ¡Venga, pasen! ¿O es que no les
gusta la ensalada? En ese caso, vamos a encender el fuego y les freiremos en la
sartén. De todos modos, ¡vengan rápido!
Ambos se sentían tremendamente
angustiados y arrugaban sus rostros como papeles viejos. Se miraron y,
temblando, lloraban ya sin voz. Desde el interior se oían unas risas ahogadas.
De nuevo gritaron:
— ¡Adelante, pasen! Tanto llorar se
les va a ir la crema que tan bien se han untado. (Bienvenido, enseguida le
sirvo). ¡Venga, pasen rápido!
— ¡Les estamos esperando! El jefe ya
se ha puesto la servilleta, tiene el cuchillo en la mano y les espera
relamiéndose.
Los dos lloraban, lloraban y
lloraban. En esos momentos, escucharon unos ladridos. Sus dos perros como osos
blancos rompieron bruscamente la puerta y entraron de un salto en la habitación.
Los ojos que les contemplaban por el agujero de la cerradura desaparecieron en
el acto. Los perros, tras dar unas vueltas alrededor de la habitación, volvieron
a ladrar con fuerza.
De pronto, se arrojaron sobre la
siguiente puerta, que se abrió violentamente y los dos perros penetraron como
volando. Al fondo de esa puerta, en medio de las tinieblas, oyeron unas voces
extrañas y un crujido. La habitación desapareció como el humo y los dos,
temblando de frío, se encontraron de pie en medio de la hierba.
Al mirar a su alrededor, encontraron
allí sus enseres, las chaquetas, los zapatos, las carteras, los alfileres de
corbata, etc., que estaban colgando de la rama de un árbol o desparramados junto
a las raíces de otro. Empezó a soplar el viento, las hierbas se mecían
suavemente, las hojas susurraban y los árboles resonaban. De repente, los perros
regresaron ladrando.
— ¡Señores, señores! — gritaba
alguien tras ellos.
— ¡Eh, estamos aquí! ¡Venga rápido! —
gritaron, recobrando el ánimo al instante.
El experto guía, cubierto con su
sombrero de paja, llegó hasta ellos abriéndose paso entre las hierbas. Y en
tonces, por fin, pudieron sentirse a salvo. Se pusieron a comer los dango2 que
les había traído y, tras comprar por diez yenes algunas aves de caza, volvieron
a la ciudad. Sin embargo, aunque llegaron a Tokio y tomaron un baño caliente,
sus rostros, que en aquellos momentos de pánico se habían retorcido como papeles
viejos, no volvieron a recuperar su color de antes.
1 Una de las cerámicas japonesas más
famosas.
2 Bolas de arroz cocido y amasado,
ensartadas en una brocheta de bambú y endulzadas con jarabe.