CUENTOS DE KENJI MIYAZAWA # 9
El pequeño ganso
(Kari no doji)
Traducción: Elena Gallego Andrada
Al sur del desierto de Taklamakan1, junto a un pequeño
manantial rodeado de sauces, estaba yo sentado almorzando unas gachas. En esos
momentos, llegó un peregrino entrado en años y también se sentó a comer. En
silencio, nos hicimos una sencilla reverencia.
Como había viajado medio día sin cruzarme con nadie,
aunque acabé de almorzar, no me sentía con muchos ánimos para alejarme del
manantial y del peregrino. Durante unos instantes, me quedé mirando sin querer
el movimiento de su pronunciada nuez. Deseé hablar con él, pero en su semblante
se reflejaba tal paz que no me atreví a importunarlo.
Entonces, descubrí tras la fuente un pequeño santuario
sintoísta. Era tan diminuto que un geógrafo o explorador habría podido
llevárselo como muestra. Pintado recientemente en rojo y dorado, ante él, como
detalle curioso, había una humilde banderola.
Como vi que el anciano parecía estar acabando su
almuerzo, me decidí a preguntarle:
— Disculpe, ¿sabe usted a quién está consagrado este
santuario?
El anciano, por su parte, también parecía estar
deseando hablar conmigo. Dos o tres veces afirmó con la cabeza en silencio y,
cuando acabó de comer, con voz baja, dijo:
— A cierto pequeño.
— ¿Ah, sí? ¿A qué pequeño?
— Se dice que a un pequeño ganso — explicó y, tras
recoger sus utensilios, el anciano se agachó, cogió agua de la fuente y tomó un
trago.
— Cuando uno oye "el pequeño ganso", tiene la
impresión de que es una historia de tiempos remotos, pero no es así; se trata de
un pequeño ganso que, no hace mucho tiempo, cayó de los cielos en esta región.
Han construido santuarios como éste en muchos lugares, también al otro lado del
desierto.
— ¿Caído de los cielos, dice? ¿Hizo algo malo y cayó
como castigo?
— No sabría decirlo, las gentes de por aquí cuentan
una historia. Quizá sea cierta.
— ¿A usted qué le parece? Si no tiene prisa, ¿podría
contármela?
— No, prisa, no tengo. Pero sólo le podré contar lo
que he oído:
"En Sasha2, al oeste de este desierto, vivía un hombre
llamado Kei Suriya. Se decía que venía de una familia noble pero, como estaba
arruinado, llevaba una vida retirada junto a su esposa. El se dedicaba a copiar
su-tras y ella a tejer telas. Una madrugada, Suriya caminaba por el campo
acompañado de su primo, que llevaba una escopeta. Sobre el terreno se podían ver
las piedras, de un hermoso color azul, y el cielo blanquecino anunciaba una
cercana nevada.
Suriya le preguntó a su primo si no podría dejar de
matar seres vivos por diversión.
Este le contestó con gran frialdad que no.
— Eres muy cruel. ¿Qué significan para ti las
criaturas que hieres y matas? La vida es lo mejor que tenemos todos los seres —
acabó dilucidando Suriya.
— Puede que tengas razón y puede que no. Me da igual,
para mí es muy divertido. Así que dejémonos de sermones; eso está bien para los
antiguos monjes. Mira, allí hay unos gansos. Voy a dispararles — dijo con la
escopeta dispuesta.
Suriya se quedó de pie, observando fijamente la hilera
de grandes gansos negros. Entonces una afilada bala negra atravesó el pecho del
que encabezaba el grupo. El ave se tambaleó y, en un instante, las llamas
abrasaron su cuerpo. Lanzó un terrible grito de dolor y cayó abatida.
Otra bala atravesó el pecho del segundo. A pesar de
eso, los demás no trataron de huir. Al contrario, entre llantos desgarrados y
gritos de dolor, rodearon a los gansos heridos.
El primo de Suriya disparó una tercera bala y una
cuarta. En total, seis balas que hirieron a seis. Sólo el último, el más
pequeño, quedó ileso. Los seis gansos, estremeciéndose y gritando de dolor, se
fueron acercando por el cielo; el más pequeño les siguió llorando pero, a pesar
de eso, en ningún momento se desordenó la recta fila que formaban.
En esos momentos, Suriya se quedó atónito; sin saber
cuándo, los gansos se habían transformado en figuras humanas que volaban
envueltas en ardientes llamas, gimiendo y retorciéndose de dolor, hasta que
descendieron, seguidas de un precioso niño.
Suriya tuvo la sensación de que había visto a ese niño
en alguna parte. La primera figura que tocó tierra fue un anciano de barba
blanca. Mientras se derrumbaba consumido por el fuego, juntó sus manos, ya en
los huesos, y se postró ante Suriya desbordado de aflicción.
— ¡Suriya! ¡Suriya! Por favor, cuida de mi nieto
—suplicó con gritos desgarrados. Por supuesto, Suriya, se acercó corriendo.
— Está bien, cumpliré vuestro deseo. Pero, ¿quiénes
sois?
Uno tras otro, habían descendido los demás gansos
envueltos en fuego. Entre ellos había una joven mujer adornada con joyas,
abrasándose en una enfebrecida llama. Tendió su mano hacia el niño, que corría
llorando junto a ella.
— Nosotros pertenecemos a una familia del cielo. Como
en el pasado cometimos una falta, nos convertimos en gansos. Ahora, acaba de ser
expiada y debemos regresar. Sólo mi pequeño nieto no podrá venir con nosotros.
Los lazos del destino le han unido a ti. Te ruego que lo críes como si fuera tu
propio hijo — suplicó el anciano.
— Os lo prometo. He comprendido bien vuestras
palabras, y podéis estar tranquilo porque velaré por él —repuso Suriya.
El anciano, que había juntado las manos y se había
postrado en el suelo para acompañar su petición, en unos instantes fue consumido
por el fuego sin dejar rastro.
Suriya y su primo, con la escopeta al hombro, se
quedaron de pie, pasmados, preguntándose si no habría sido un sueño. Pero
después el primo dijo que su escopeta todavía estaba caliente, faltaban algunas
balas y, en el lugar donde todos se habían arrodillado, estaba la hierba
tronchada. Además, allí se encontraba el niño.
—A partir de hoy, eres mi hijo. Anda, no llores más.
Tu madre y tus hermanos se han ido a un maravilloso país. Ven conmigo — dijo
Suriya, dirigiéndose a él. Suriya regresó a su casa atravesando silenciosos y
desiertos campos cubiertos de piedras azules, y el pequeño le seguía sin cesar
de llorar.
Consultó con su esposa respecto al nombre que le
pondrían al niño, y ambos reflexionaron durante tres o cuatro días. Durante ese
tiempo, la historia se propagó por toda Sasha, y como ya toda la gente le
llamaba "el pequeño ganso", también Suriya acabó por llamarle así".
El anciano peregrino se tomó un respiro. Con la vista
fija en el musgo que crecía a mis pies, dibujé con nitidez en mi mente aquellas
extrañas figuras bajadas del cielo, consumiéndose tristemente entre ardientes
llamas. El peregrino se quedó un rato mirándome y, después, siguió su relato:
—"Al final de la primavera, los sauces florecen
radiantes en las praderas de Sasha. Es indescriptible cómo deslumhra la blancura
luminosa del hielo desde las lejanas montañas, mezclada con el fulgor de los
rayos de sol. Los árboles frutales se balancean ligeros y las alondras dibujan
cristalinas olas en el cielo.
El niño pronto cumplió seis años. Un atardecer de
primavera, Suriya fue a la ciudad con él. Bajo las pesadas nubes color púrpura
pasó revoloteando la sombra de un murciélago. Los niños la persiguieron con un
largo bastón al que habían atado un cordel.
—"¡El pequeño ganso! ¡El pequeño ganso!",
Exclamaron al unísono, tras echar el palo y unir las
manos para formar un corro alrededor de padre e hijo. Suriya se echó a reír, y
los niños siguieron con su estribillo:
—"El pequeño ganso, caído a Suriya del cielo".
Y uno de ellos agregó en broma:
—"Pequeño ganso abandonado, ¿cómo sigues por aquí en
primavera?".
Todos los niños estallaron en grandes carcajadas y, de
repente, una pequeña piedra golpeó la mejilla del pequeño ganso.
— ¿Por qué le tratáis así? ¿Acaso os ha hecho algo
malo? No se deben lanzar piedras a nadie ni en broma — reprendió Suriya al
grupo, para proteger a su hijo.
Con gran barullo, los niños se acercaron corriendo
para consolar al pequeño ganso y pedirle perdón. Uno de ellos se sacó del
bolsillo unos higos secos y se los dio.
Entretanto, el pequeño ganso no había dejado de
sonreír y, al final, Suriya también volvió a reír, perdonó a los niños, y ambos
emprendieron el camino de regreso.
—"Estoy muy admirado de que antes no lloraras", dijo
Suriya en medio de la paz del atardecer, teñido de pálidos amarillos ágata.
Entonces, el niño se abrazó a su padre y le preguntó:
—"Papá, mi abuelo recibió siete balazos ¿verdad?".
El anciano peregrino se quedó observándome. Yo también
me quedé con la mirada fija en sus ojos empañados de lágrimas... Y siguió
narrando:
"Cierta noche, el niño se agitaba en su cama, incapaz
de conciliar el sueño.
—"Mamá, no puedo dormir", dijo.
La mujer se acercó y le acarició el cabello en
silencio. La mente del niño, completamente extenuada, era como una temblorosa
red blanca en la que flotara una gran luna rojiza en cuarto creciente. Alrededor
parecían crecer los brotes de helecho real, y surgió un objeto blando y cuadrado
que se fue expandiendo hasta convertirse en una horrible caja.
La madre se quedó muy preocupada al sentir la frente
del niño ardiendo. Suriya juntó sus manos sobre el Sutra que estaba copiando.
Después se levantó y ayudó a levantarse al niño, le sujetó la vestimenta con una
faja de cuero rojizo, y salieron fuera. Las casas cercanas a la estación ya
tenían la puerta cerrada y, bajo el cielo estrellado, los tejados formaban una
línea negra.
En ese momento, el niño oyó el ruido de una corriente
de agua.
—"Papá, ¿el agua corre por la noche?", preguntó tras
pensar unos instantes.
—"Sí, por la noche también. Tanto durante el día como
de noche, el agua no cesa de fluir, salvo en los terrenos planos", respondió
Suriya mientras contemplaba una gran estrella azulada llegada del otro lado del
desierto.
En el acto, el niño se serenó por completo y deseó
volver junto a su madre.
—"Papá, ¡regresemos a casa!", dijo, tirándole de la
manga. Cuando cruzaron el umbral, la madre, que les había estado esperando,
cerró la puerta tras ellos. El pequeño ganso se acostó sin desvestirse y cayó en
un profundo sueño".
Después, el anciano peregrino me contó la escena
siguiente:
"Un día, Suriya y su hijo estaban sentados a la mesa.
Entre la comida había dos tencas cocinadas con miel. La madre sirvió una a cada
uno.
—"No quiero comerla", dijo el niño. A lo que la madre
repuso:
—"¡Con lo buena que está! Déjame tus palillos". Con la
ayuda de éstos, la madre partió el pescado en pequeños trozos.
—"¡Cómelo! Está muy bueno", le animó.
El niño se quedó mirando el perfil de su madre
mientras troceaba el pescado y, sin saber por qué, de repente, un insoportable y
extraño sentimiento de melancolía y tristeza inundó su corazón. Se levantó al
instante, salió disparado como una flecha y, dirigiendo su mirada al cielo
cubierto de blancas nubes, empezó a llorar a voces.
—"¿Qué le ocurre?", preguntó la madre sorprendida, y
Suriya, inquieto, dijo:
—"Voy a ver". Mientras la madre esperaba en la puerta,
el niño dejó de llorar y se puso a reír de pronto.
En otra ocasión, Suriya pasó con su hijo por un
mercado de caballos y había un potrillo mamando. Entonces llegó el mercader
ataviado con un rústico mantón negro, separó al potrillo de su madre, lo ató a
otro potro y, sin mediar palabra, hizo ademán de llevárselos. La mamá del
potrillo se asustó y empezó a relinchar, pero el mercader se llevó presto a los
dos potros. Cuando iba a doblar la esquina, el potrillo levantó de repente una
de sus patas traseras para espantar una mosca posada en el vientre.
El nifio lanzó una mirada furtiva hacia la pupila
marrón de la mamá del potrillo y, de repente, se abrazó a su padre y se echó a
llorar. Entonces Suriya, en lugar de reprenderle, cobijó la cabeza del pequeño
bajo la ancha manga de su kimono para consolarle. Tras alejarse de aquel
mercado, fueron a sentarse en la orilla de un río sobre la verde hierba.
Suriya le ofreció unos albaricoques y, con gran
dulzura, le preguntó:
— "¿Por qué has llorado antes?", a lo que el niño
respondió:
—"¡Porque querían llevarse el potrillo a la fuerza,
papá!".
—"Tratándose de caballos es normal. Como ya se ha
hecho mayor, debe trabajar solo", explicó el padre.
—"¡Pero todavía estaba mamando!", replicó el niño.
—"Si se queda siempre junto a su madre, no aprenderá a
defenderse solo", añadió Suriya, a lo que el pequeño replicó de nuevo:
—"Pero, papá, tanto a la mamá como a su potrillo les
harán transportar pesadas cargas y les llevarán a peligrosas montañas. Después,
cuando a sus dueños les falten alimentos, se los comerán".
Según el anciano peregrino, Suriya aconsejó al pequeño
ganso no hablar como una persona mayor, como sin darle mucha importancia al
asunto; pero, en realidad, sentía algo de temor ante el niño llegado del cielo.
Cuando cumplió doce años, Suriya le internó en una
escuela laica en la capital, que estaba algo alejada de su casa. La madre
trabajaba sin descanso en su telar para costear la escuela y el dinero para sus
gastos.
Al acercarse el invierno, cuando las cumbres
montañosas estaban cubiertas de nieve y las hojas de las moreras, secas y
amarillentas, empezaban a caerse, cierto día el pequeño ganso volvió a casa sin
avisar. Su madre le vio llegar por la ventana y salió a su encuentro. Suriya
continuó copiando un Sutra, como si no se diera cuenta de nada.
—"¿Cómo así has vuelto?", preguntó intrigada, a lo que
él respondió:
—"Mamá, quiero trabajar contigo. No puedo perder
tiempo estudiando".
Con un poco de recelo de molestar a su esposo, la
madre dijo:
—"¿Por qué hablas así, como si fueras una persona
mayor? Debes regresar cuanto antes a la escuela, estudiar y convertirte en
alguien de provecho. Eso es lo mejor para todos".
—"Pero, mamá, ¡mira tus manos! Están secas y
estropeadas. En cambio, las mías... ¿Por qué debe ser así?", insistió, pero ella
no se dio por vencida:
—"No debes preocuparte por eso. A todo el mundo se le
secan las manos al envejecer. En lugar de pensar así, harías mejor volviendo a
la escuela y estudiando. Mi gran ilusión es que consigas hacerte un gran hombre.
Si tu papá se entera, te reñirá. ¡Venga, regresa pronto!
El niño, triste y abatido, cruzó el jardín y llegó al
camino. Pero, como se quedó allí parado, la madre salió y le acompañó un trecho.
Cuando llegaron a una zona pantanosa, la madre decidió volver a casa, no sin
antes repetirle:
—"Venga, regresa rápido a la escuela". El niño se
quedó parado, mirando distraído hacia la casa, y la madre, una vez más, tuvo que
volver sobre sus pasos. Cogió una caña, hizo una flauta con ella y se la dio a
su hijo.
Por fin, se puso en marcha. En la lejanía, entre los
fríos estratocúmulos y las cañas agitadas por el viento como fondo, su figura
pronto se fue haciendo más y más pequeña. De repente, se oyó un batir de alas, y
un grupo de gansos atravesó el cielo. El corazón de Suriya, que los vio a través
de la ventana, latió con fuerza. Había llegado la estación fría.
Cuando el crudo invierno pasó, brillaban los brotes de
sauce y la bruma vagaba vaporosa como agua dulce suspendida sobre la arena del
desierto. El ciruelo y el al-baricoquero se cubrieron de blancas flores, y las
hierbas y arbustos reverdecieron. Hasta donde llegaba la vista, las crestas
opalescentes de las nubes cubrían el cielo.
En aquella época, a cierta distancia de Sasha, se
comenzaron a exhumar las ruinas de un gran templo antiguo sepultado en la arena.
Entre ellas apareció un muro intacto con una pintura de "Los tres niños
celestiales"3, y toda la gente se mostró de acuerdo en opinar que uno de ellos
parecía vivo.
Un día de espléndido sol, Suriya se dirigió a la
capital, visitó al tutor de su hijo para presentarle sus respetos y entregarle
tres piezas de tela rústica como muestra de gratitud. También le expresó su
deseo de pasear durante medio día con el niño.
Padre e hijo deambularon por los barrios animados.
—"¡Hoy el cielo está de un azul precioso! Tú tienes
justo la edad de desear volar hacia las alturas y valerte con tus propias alas,
¿no?", dijo el padre, como sin darle importancia, mientras caminaban.
Pero el pequeño ganso replicó compungido:
—"¡Oh, papá! Yo quiero quedarme contigo, no deseo ir a
ningún lugar". Suriya se echó a reír.
—"Por supuesto, en el gran viaje de la vida, las
personas no podemos volar solas hacia la inmensa luminosidad del cielo", añadió,
a lo que su hijo le hizo una extraña pregunta:
—"No es eso, papá. No quiero ir a ninguna parte. Nadie
está obligado a partir ¿verdad?".
—"¿Qué quieres decir con esas palabras?", se
sorprendió el padre.
—"Pues... que nadie necesita dejar su hogar y partir a
la fuerza, ¿no es cierto?".
—"Uhm. Sí, creo que tienes razón", respondió Suriya
perdido en sus pensamientos.
Atravesaron la plaza de la ciudad y, poco a poco,
llegaron a las afueras donde no había más que desierto. Cerca de allí
encontraron una profunda excavación, a cuyo alrededor se había reunido una gran
cantidad de gente. Suriya y su hijo también descendieron para ver las ruinas.
Allí se encontraba el antiguo muro de "Los tres niños celestiales", cuyas
figuras se distinguían a la perfección pese a que estaba descolorido. A Suriya
le dio un vuelco el corazón y sintió que algo enormemente grande y pesado se
abatía sobre él desde el lejano cielo.
—"¡Qué maravilla! Es tan perfecto que da algo de
miedo. Yo diría que este niño celestial se parece algo a ti, ¿no crees?",
comentó, tratando de ocultar su miedo, y volviéndose para mirar a su hijo. En
ese momento, el niño empezó a desmayarse sin dejar de sonreír. Suriya,
estupefacto, se apresuró a abrazarle.
—"El abuelo me está reclamando", murmuró el niño como
en un sueño, entre los brazos de su padre.
—"¿Qué te pasa? ¡No nos dejes!", gritó Suriya
desesperado.
—"Papá, te pido que me perdones", —dijo el niño con un
hilo de voz. —"En una vida anterior fui tu hijo, y este muro lo pintaste tú,
pero nuestro rey fue asesinado por un rey enemigo cuando la pintura estuvo
acabada. Nosotros éramos monjes budistas pero, cuando el rey enemigo quemó el
templo, nos vimos obligados a escondernos bajo ropas seglares durante dos días.
Entonces, yo me enamoré y pensé en dejar de ser monje". Entretanto, la gente se
había congregado a su alrededor y comenzó a correr de boca en boca la
exclamación: —"¡El pequeño ganso, el pequeño ganso!".
Los labios del niño se movieron de nuevo con suavidad
como diciendo algo más, pero Suriya ya no logró entender sus palabras". Esto es
todo lo que sé de la historia.
Parecía que el anciano peregrino debía seguir su ruta,
y yo sentí gran pena por la inminente separación.
— Le agradezco de todo corazón que me haya contado
esta preciosa historia — dije, levantándome y juntando las manos — Aunque nos
hayamos encontrado aquí, a la orilla de este manantial, en medio del desierto,
pienso que nuestro breve encuentro no se trata de algo pasajero. Parece que no
somos más que dos viajeros cuyos caminos se han cruzado de forma fortuita, y no
sabemos nada el uno del otro. Pero no es imposible que nos volvamos a cruzar a
lo largo de la luminosa ruta hasta encontrar el descanso supremo. Por el
momento, me despido con gran respeto. Adiós.
A su vez, el anciano peregrino me saludó sin palabras.
Parecía que quería decirme algo, pero se quedó en silencio. Y, de repente,
reanudó su camino con paso lento sobre la árida tierra en la misma dirección por
donde yo había venido. Yo también me puse en marcha, en sentido contrario, por
el solitario campo pedregoso con las manos unidas en señal de oración.
1 Situado en China.
2 Ahora, Yarkand. 126
3 Descubierto en 1907 por el arqueólogo y explorador
inglés Mark Aurel Stein (1862-1943). Se deduce que la fotografía de esta
pintura, publicada en el "Diario de viaje" (1912) de Stein, inspiró este relato
a Kenji Miyazawa.