Relatos cortos de antiguas culturas

R. Benito Vidal

 

EL JABALÍ NEGRO Y EL OJO HERIDO

En los umbrales del templo que emergía en medio de la densa niebla rojiza y verde que surgía de entre las grietas y escabrosidades que se abrían en lo más alto del monte de los dioses egipcios, del olimpo divino donde hibernaban las deidades en aquellos tiempos en que todavía estaban preocupados por organizar la vida de sus fieles terrestres que se movían sobre sus desérticos territorios, las márgenes de su río sagrado, con inseguridad y torpeza; en los umbrales del gran templo, alargado como si quisiera tocas los cielos, la mansión del propio Ra, que parecía brotar del propio abismo que terminaba en el gran cráter del vo1cán adormecido por las súplicas populares a las grandes deidades; en los umbrales del templo, precisamente de ese templo, umbrales solitarios y húmedos, descansaba el sacerdote de Isis que, antes de penetrar en el mismo, echó una mirada hacia atrás como si algún ser invisible siguiera sus pasos. Al no contemplar a nadie a sus espaldas se perdió en las tinieblas que comenzaban tras la gran puerta tachonada de oro y cobre enverdecido por la humedad y el paso del tiempo.

Thasennuf era el sumo sacerdote de aquel templo, el único ministro que estaba en contacto directo con las divinidades que albergaba aquel recinto de santidad y quizá de superstición, aquel lugar prohibido a los hombres impuros, a aquellos que tenían los pies sucios del estiércol del mundo, a aquellos seres inmundos, sucios, que tanto temor guardaban dentro de sí cuando lo contemplaban, en los días claros, difuminado allá en lo alto, allá a lo lejos de sus bulliciosas y renegridas ciudades.

Los sacerdotes de ínfima categoría, a su paso por los grandes salones de suelos brillantes de lapislázuli, se le acercaban solícitos y se inclinaban ante él que, solemne, hierático, poseído de sí mismo, alto, alargado, de cabeza rapada casi hasta la sangre y ojos refulgentes y brillantes como diamantes negros, les despreciaba, ni siquiera se dignaba mirar los e, incluso, cuando alguno de ellos le asediaba más de lo conveniente, lo apartaba de su lado con un brusco movimiento de sus brazos o de una seca patada.

— ¡Alejaos, impuros jumentos sin alma alguna!

Los siervos le sonreían aduladores y se separaban de él.

Thasennuf estaba lleno de soberbia y pensaba que tenía su espíritu tan albo como la alargada túnica que cubría todo su amojamado cuerpo, que descendía desde sus hombros acariciando su piel. Era soberbio y estaba lleno del linaje que ni tan sólo tendrían los faraones, los reyes del Nilo, en el futuro porque en aquellos tiempos todavía no se habían clasificado los hombres en nobles y plebeyos, sino solamente en dioses y hombres. Él mismo se consideraba una de las deidades más sólidas que existían en el cielo porque era el único ser, dentro de aquella morada divina, que detentaba mayor poder incluso que algunos dioses menores, porque su estirpe descendía de dioses, porque su origen surgió de la condescendencia que tuvo el propio Ra con una hermosa mujer extraída de las cloacas de la miserable ciudad ribereña, porque el mismo dios del Sol, padre de todos los dioses, le había concedido una inteligencia superior que la de todos ellos, inteligencia que le conducía directamente a la posesión de una astucia sin igual con la cual oprimía y manejaba los poderes de las divinidades menores que, al estar en inferioridad de condiciones, se prestaban a su manipulación.

Por todas estas causas Thasennuf se dirigía al tabernáculo principal donde moraban sus deudos con el fin de retarlos en el conocimiento y sabiduría que él guardaba en sus pensamientos y que ellos, distraídos en cosas más banales, ignoraban.

El sacerdote, ante el gran altar en forma de gruta estalactítica  cuya ojiva se perdía en la negrura de la bóveda del templo, extendía sus brazos al aire en actitud de orgullosa súplica, en actitud que más parecía reto que oración. Entre la colosales formaciones calcáreas ennegrecidas por los humos espesos que surgían de cientos de velones de grasa de solipedo que estaban encendidos aparecía un retablo circular de malaquita orlado del oropimente de los alquimistas en cuyo centro se movía, por efecto de los trémolos de la luz artificial, la cabeza ignota esculpida en oro de una hembra de cuya cabellera surgían en todas las direcciones cardinales diminutas culebras de lenguas bífidas y ojos brillantes, verdosos como las esmeraldas, que destellaban rayos de luz multicolor cual si fueran los venablos de los cazadores en busca de la presa.

Thasermuf, con voz potente y los ojos en blanco, trémulo por la soberbia que invadía todo su ser, reprochaba más que suplicaba a la divinidad:

“¡Oh tú, diosa de los cazadores de la región de Buto! ¡Oh tú, cadáver entre todos los cadáveres de la región de Mendés! ¡Y tú, diosa Shutet de las Estrellas Fijas! ¡Vosotros, en fin, divinidades que llegáis trayendo vuestras ofrendas más pan y cerveza! ¿Sabéis vosotros por qué fue ofrecida la región de Buto a Horus?” —aquí la voz se engalló mucho más y abrió los ojos para que por ellos, con sus destellos furibundos, saliese todo el orgullo que guardaba en su interior y que reprochaba a los dioses aludidos. Si no lo hubiese hecho así quizá hubiese reventado su espíritu por una sobrepresión de vanagloria y altanería. Sonrió siniestramente y de inmediato añadió, entré una mueca de regodeo—: “Yo lo sé; pero vosotros, ¡vosotros no lo sabéis!”

El silencio tronó en medio de la tétrica bóveda.

El sumo sacerdote rompió la quietud de la mansión divina y desde los más profundos abismos surgió, helada, una carcajada llena de hermetismo, como surgida del dolor. Cuando todo el lugar quedó en silencio de nuevo Thasennuf explicó:

—Ra dio esta región a Horus para resarcirle de la herida sufrida por su ojo, helo aquí.

En el olimpo el padre de todos los dioses, Ra, revivió la escena mitológica y escupió la sentencia:

—A causa del modo de obrar de su madre para con él, al hijo de Isis, en verdad, le ha sucedido una calamidad.

Ra envió a un emisario para que Horus, el dios resplandeciente y rapaz, se presentase ante él. Cuando estuvo uno

frente al otro, el primero le dijo:

—Déjame ver lo que ha sucedido a tu ojo.

Y lo miró.

Delante de él se extendía la pradera inmensa, verde e idílica, paisaje paradisíaco propio de las divinidades. El agua corría cantarina por ágiles arroyos y los árboles fruta les ofrecían sus frutos dorados cerca del cauce transparente y fresco. Las nubes altas se difuminaban como suaves rebaños de corderillos lechales sobre el manto azul celeste que rezumaba paz.

Ra, señalando con su dedo índice el bucólico escenario divino, dijo a Horus:

—Mira hacia allí; vigila a ese jabalí negro.

El dios-halcón no se había enterado de la presencia de semejante bestia, surgida indudablemente de las profundidades más abyectas del averno. Cuando lo hizo vio al cerdo negro, de colmillos retorcidos, mirada inyectada en sangre y odio, de cuello poderoso y alto y hocico achatado del que se des prendía un vapor rojo que le salía por las narices a ráfagas iracundas. Estaba todo cubierto de cerdas negras cual crines de caballo que le daban un aspecto avieso.

Horus, aterrado porque conocía la aversión que sentía el endriago por él bajo cuya fuerza había tenido que sufrir ya, le vigilaba sin descanso. Pero el funesto jabalí negro, su dando por cada uno de sus pelos, corría a su encuentro. Iba dejando tras de él un rastro de terror y de sevicia.

Horus lanzó una mirada de auxilio hacia el dios Sol, pero la divinidad giró su rostro y le dejó abandonado a su suerte.

— ¿Por qué? —preguntó.

—El destino ni los dioses lo pueden torcer —repuso Ra.

El jabalí negro, furiosísimo, haciendo temblar la tierra bajo sus pezuñas, quemando con sus carnicoles la hierba  verde que pisaba, llegó hasta Horas, se abalanzó hacia él y lo hirió en la cara con los grandes colmillos que salían por las comisuras peludas de su hocico entreabierto.

El dios apenas se pudo defender, rodó por las escalinatas marmóreas del panteón y quedó. tendido sobre la hierba verde, junto a los macizos de rosas y rododendros que adornaban la morada divina. Con ambas manos se tapaba la cara, más bien los ojos, y su sangre manaba por entre los dedos.

Horus fue atendido por sus servidores y cuando la herida estuvo restañada, las vestimentas rojas de sangre sustituidas por otras nuevas e impolutas, fue en busca de Ra y le dijo:

—Ven a ver el golpe que Seth ha dado a mi ojo.

EL dios Sol, acompañado de su cohorte, hizo entrar a Horus hasta sus aposentos privados y luego contempló todo el daño que le ocasionara el Mal, encarnado en la figura de un jabalí negro.

Mientras tanto era tan grande el dolor que tenía que soportar Horus y tan grande la desesperación que ello le producía, que tuvo que retirarse de su presencia, asistido por unas

sirvientas nubias, de pie oscura como el cobre batido y oscurecido por el calor. Desapareció gimiendo por las altas  puertas batientes de sus aposentos divinos. Ra quedó afectado por la fechoría que tuvo que presenciar ante él y sobre todo por el sufrimiento que tuvo que contemplar en el semblante del dios-halcón. Por eso, dirigiendo sus palabras al séquito de dioses que le acompañaban en Lodo momento, recomendó:

—Encontradle un lugar seguro para que pueda curar su herida, pues Seth, convertido en jabalí negro, acaba de asestar un golpe muy rudo al ojo de Horus.

Y compadeciéndose del herido y hablando con gran solemnidad, como juez que impartía la justicia, dirigiéndose a las divinidades siempre presentes, les dijo:

—Ese jabalí negro no inspira a Horus sino repugnancia. Pero yo os juro que Horus renacerá a la salud. Ah! Qué repugnancia inspira a Horus ese jabalí negro!

Y así se cumplió la voluntad del padre de todos los dioses, del padre del cielo, porque sus órdenes se convertían de inmediato en leyes naturales. Y la felicidad tomó al paraje paradisíaco que era su morada eterna.

Más tarde, cuando ya había transcurrido una eternidad, cuando Horus llegó a ser el propio hijo de Ra, los dioses del séquito del padre recordaron el juicio dictado por él y le ofrecieron, en sacrificio expiatorio, toros, Ovejas y puercos.

La vida divina prosiguió y Horus se unió a Isis y tuvo con ella cuatro hijos. “He aquí los nombres de los hijos que tuvo Horus: Duatmutf, Hapi, Mestha y Kebhsennuf, e Isis es su madre.”

El dios-halcón, reclamando la promesa que Ra le hizo a causa del mal que le ocasionara el jabalí negro, le pidió a su padre:

 —¡ Concédeme los dos gemelos divinos de Buto y los dos gemelos de Nekhem! ¡Oh dioses! En verdad, en verdad han nacido en vuestros cuerpos y conmigo permanecen hasta el final de los tiempos!

Y entonces la diosa Isis encomendó a Buto, la nodriza de Horus y de Bubastis, a sus hijos para librarlos de la ira, la envidia y el devastador aliento que arrojaba en forma de simún para destruir todo lo que hallaba a su paso el dios Tifón el fratricida que metiera los restos de Osiris en un cofre que arrojó al Nilo.

Y cuando Ra concedió su petición divina e irritada que hiciera a su hijo para salvaguarda de sus propio linaje, Horus se calmó y le dijo:

—Entonces se calmará el Huracán de Fuego, reaparecerá la Tierra en su nuevo esplendor y su nombre misterioso será

Horus - de - la - Tableta - de - Esmeralda -

Y Thasennuff, con su poder de videncia y su relación directa con los dioses, frente al altar de la gigantesca caverna que lo mismo alcanzaba las profundidades sísmicas como las alturas celestiales, recitó poseido por el orgullo y la presunción:

—Yo conozco los espíritus divinos de la región de Buto, en verdad; sus nombres son: Horus, Mestha y Hapi. Los otros son los espíritus del Nekhem.

El sumo sacerdote Thasennuf volvió a recorrer los largos corredores que conformaban el laberinto secreto de los subterráneos del templo. Estaba agitado y su corazón latía con fuerza, lleno de ira insatisfecha porque, a pesar de que quiso dar una lección a las divinidades menores sobre sus conocimientos de las intrigas celestiales de las que ellos no se enteraban, Ra y su hijo Horus le apartaron de su camino, de sus mentes, en la confección de los sacros sucesos ocurridos allá en la Llanura Universal donde discurren sus existencias inacabables.

En su carrera por los lóbregos pasadizos que conducían al pie del principal tabernáculo que se erigía en la parte preferente del templo, tras el cual se hallaban sus aposentos, se decía Thasennuf que él tenía guardado en su seso, en su memoria, los misterios que encerraban las tierras de Nekhem, al igual que tuvo las de Buto, y consideraba que aquella información era una excelente baza que le ayudaba a permanecer en su posición privilegiada Junto a los dioses, que, vagos, holgazanes e indolentes, preferían ignorar cualquier novedad que pudiera desequilibrar su situación placentera en el reino de los cielos

El sacerdote, tocado con su larga y alba túnica que le cubría su cuerpo hasta los pies, componiendo premeditados pliegues que le daban mayor prestancia y solemnidad a sus actos luciendo su cuero cabelludo aceitado con los óleos sagrados y los collares de oro, gemas y piedras preciosas que lucia en tomo a su cuello como signo de su dignidad, abrió los brazos en falsa actitud de súplica desesperada y, clavando sus penetrantes pupilas en medio de la carátula de oro que titilaba en lo alto de la gruta abovedada, grito a los dioses su sabiduría diciendo:

“ Yo conozco los misterios de Nekhem!, en verdad. He aquí a Horus parido por su madre, por medio de las Palabras de Potencia, en medio del océano celeste. Hacedme saber

cuál ha sido la decisión que en cuanto a mí habéis tomado y en cuanto al camino que detrás de vosotros... Yo la encontraré buscándola...”

A la enfurecida Isis el olimpo, la morada de los dioses, ya no le pareció tan paradisíaco y bucólico, porque a su hijo, “en verdad, le había sucedido una calamidad”. Su brío y su dolor se tradujeron en una metamorfosis de su bondad en in quina y sed de venganza, su placidez en un deseo de uso permanente de sus poderes extraordinarios que como diosa, madre de dioses, poseía. Y enlazó sus virtudes como divinidad mayor con sus debilidades como madre de cualquier humano, de ser divino alguno, atronando con su voz cristalina pero firme la presencia de Sebek:

—¡Que me traigan aquí mismo a Sebek, Señor de los Pantanos!

Cuando llegó el demandado, la diosa le ordenó que se

pusiera a pescar en los pantanos y “entonces se puso a pescar

Sebek y pescó peces”.

Al tiempo la diosa Isis se trasladó, cruzando los cielos y los mundos inferiores, hasta una preciosa quinta que poseía en los albores del universo y, mandando trasladar hasta él a Horus, derramó sobre su cuerpo sus poderes esotéricos y le hizo crecer hasta que se hizo adulto.

Sebek, el Señor de los Pantanos llenos de cañas, después de haber consumido varias jornadas en la pesca, dirigiéndose al olimpo y presentándose ante los dioses, entre los que se hallaba ya la propia Isis, expresó, cuando la propia diosa exigió noticias del encargo que le había hecho:

—He aquí que he venido y que he encontrado bajo mis dedos las huellas de su paso... Y las he encerrado en una red muy fuerte.

Sosegadamente Ra, el dios del Sol, viendo la labor que había realizado el Señor de los Pantanos, se acercó a él y sin hacerle caso alguno se dirigió a su cohorte de dioses y declaró:

— el momento en que estén los peces en poder de Sebek, pues es él quien ha encontrado en el País de los Peces los brazos de Horus!

Y levantando sus brazos con las palmas de sus manos mirando a la Tierra determinó su propia voluntad divina diciendo:

—Una región de lagos será establecida en el lugar de la red de Sebek...

Y pronunció aquella sentencia porque en la fuerte red que encerrara el Señor de los Pantanos los restos —las huellas— de Horus, que se extendían a sus pies, se habían hallado sus brazos entremezclados con las demás parte de su cuerpo desmembrado.

Entonces Ra, lleno de sentimiento, se compadeció de Horus e Isis, se inclinó hacia el macabro hallazgo y, mientras quitaba el velo de la cara de primero, ordenó:

—Que sean llevados sus brazos al País de los Peces. Y se haga ‘con motivo de las fiestas del primero y quince del mes”.

Y así los servidores y servidoras nubias tomaron la reliquia y formando una procesión divina la transportaron hasta su destino.

Pero antes de partir, Ra volvió a colocar el velo sobre el rostro de Horus y dirigiéndose a la comitiva fúnebre les ordenó:

—Como residencia de sus brazos daré a Horus la ciudad de Nekhem. Solamente allí, en la ciudad de Nekhen será quitado el velo de su cara ante sus brazos.

Y añadió, imprimiendo a sus palabras toda la fuerza de su poder, palabras que se convirtieron en un designio inexorable:

—¡Se apoderará de sus enemigos durante estas fiestas! Quizá debido al agradecimiento de Horus por la designación de aquellas tierras como de su patrocinio y de anuncio de su futura victoria sobre sus enemigos, se escuchó en me dio de aquel salón de dioses su voz que solicitaba de su padre tal vez su última deprecación:

—Déjame, pues, llevar conmigo a Daumutf y a Kebhsennuf, para que puedan llegar a ser los servidores deL dios tutelar de Nekhem y guarden mi cuerpo.

Ra respondió:

— ¡Te concedo lo que pides! Serás en Nekhem recibido, lo mismo que lo fuiste en Senket, y los cadáveres de tus enemigos estarán a tu merced.

Horus, el dios halcón, transfigurado, dijo:

—¡Mira! ¡ Ora están cerca de ti, ora cerca de mí! Cuando su voz resuene llamando a los espíritus divinos de Nekhem, escuchad con atención las órdenes de Seth.

Y la comitiva fúnebre partió hacia el País de los Peces, hacia Nekhem, porque Ra, su padre y el de todos los dioses, le había otorgado allí su poder y arrojado a sus enemigos bajo el poder del Mal, del Maligno, del dios Seth.

Horus, al alcanzar su destino, expresó a sus conductores:

—Tras mi muerte, pueda yo, por mi parte, ser introducido entre los espíritus divinos de Nekhem...

Y Thasennuf, el sacerdote soberbio, inteligente y astuto, el contacto directo de los dioses egipcios, el que se consideraba fiel intérprete de sus actos, sus palabras y sus deseos, ante el altar, en presencia de sus señores, completó la frase de Horus:

son Horus, Kebhsennuft y Daumutf.

Y la noche, o la luz, o las palabras, o quizá la propia Historia, se hizo en aquel umbral de la entrada de los dioses y fueron sembradas por las opimas y fértiles llanuras —Buto y Nekhem— que heredaron Horus y sus cuatro hijos.

Y el día habría de llegar que el poder de las tinieblas y de la oscuridad lo allanaran todo.

FIN