Relatos cortos antiguas culturas

R. Benito Vidal

 

EL HOMBRE DE PIEDRA

La partida de cazadores de búfalos, lejos, muy lejos de su poblado, que se arremolinaba junto a una enorme hoguera junto a las aguas del caudaloso río que beneficiaba su territorio, extendía sus gruesas pieles de osos sobre la hierba húmeda por el relente de la noche y se disponía a dormitar Pero antes, alrededor de la pira ritual que esparcía su chisporroteo sonoro sobre sus cabezas y sus penachos que llegaban hasta el final de la espalda hechos con la pluma del águila real, fumaba su última pipa de la paz y de la concordia para que sus dioses fueran benignos con ellos. Se la pasaban de unos a otros mientras sus ojillos se llenaban de lágrimas a causa del humo acre y espeso, de ramas verdes, que les llegaba con las ráfagas del último viento del día.

Eran los tiempos en que la muerte no existía sobre la Tierra, ni las dolencias, ni nadie sabía qué era el Manto de Piedra.

El hechicero, que siempre acompañaba a los guerreros en estas partidas de caza para conjurar la buena suerte en la aventura, alzó su mirada al cielo y, aprovechando la reunión ceremonial, habló con intención aleccionadora:

—Hace mucho tiempo el hombre solía decir que si uno recordaba las historias que se le transmitían, éstas le harían fuerte.

— por qué nos cuentas eso? —preguntó el jefe de la partida rebuscando en su memoria algo esotérico que acaeciera a él o a su padre que le pudiera servir de referencia de su raza.

Y claro, no lo halló. Era el tiempo en que aún los tres mundos estaban muy confundidos, en los que el hombre no sabía muy bien con quien tenía que convivir, en los que dioses, animales y humanos podían ser parientes. Monstruos e indios intervenían en el quehacer cotidiano de todos ellos, entremezclándose.

—Día llegará —expresó el chamán— en que la riqueza del hombre, y su fuerza, se hallará en sus ancestros, en sus antepasados, en los que las historias creadas por ellos, en su vida común, en su relación con los dioses, se conviertan en los pilares que sustenten nuestra civilización, en los que “incluso una pequeña parte de las historias mantendrá fuertes a él y a sus hijos de forma que podrían enfrentarse a cualquier cosa que les presentara el futuro.”

Los cazadores apenas si entendieron estas palabras, por lo que determinaron, una vez apagada la gran pipa. echarse a dormir para recuperar fuerzas y el ánimo que les condujera, al día siguiente, con éxito a la cacería de los bisontes en la gran llanura.

La Luna se apagó y el gran disco solar iluminó de nuevo totalmente la gran isla sujeta al cielo por las cuatro sogas cardinales que sostenían los dioses.

La vida, aletargada por la noche y la oscuridad, revivió con la claridad del día. El poblado que se extendía en el amplio meandro que el río hacía perezosamente sobre la gran llanura estaba embargado por la duda y la ansiedad, por el temor. La expedición de caza que saliera del poblado hacía más de veinte lunas no había regresado. Los parientes de los cazadores se inquietaban y hablaban entre ellos con agitación. Estaban preocupados y algunos, sobre todos los ancianos y las mujeres, estaban enfurecidos, por que decían que habían sido abandonados a su suerte y no llegaban al poblado con carne fresca para su sustento y pieles secas y curtidas para librarse de la intemperie y la humedad.

—Los dioses los confundan con los alacranes y la pezuña de coyote los aplaste por abandonarnos a la miseria —se lamentaba la anciana hechicera, que con el paso del tiempo se convertiría en la Abuela Araña.

No entraba dentro de sus mentes primitivas que a sus cazadores les hubiese ocurrido algo irreparable, porque la muerte, como se ha dicho, no existía, no sabían qué podía ser. Pensaban que quizá alguna tribu desconocida de hombres feroces los habían capturado, obligado a darles el producto de su caza y reducido a la esclavitud.

Un joven muchacho, fuerte como el roble de junto al pantano donde se amarraba a los impuros para que purgasen sus majes a la luz de la Luna, del relente y del tórrido Sol, soportando las torturas que le infringían en sus pantorrillas y sus muslos la legión de mosquitos que habitaban en las putrefactas aguas; un muchacho de cinta al pelo brillante por la grasa de cuervo con que lo untara y que estaba dispuesto en la próxima primavera para iniciarse en los rituales que debía superar para convertirse en guerrero, se apesadumbraba por que entre el grupo de cazadores perdidos se hallaba su padre. Desde su silencio observaba a sus mayores en sus parloteos ineficaces y absurdos. Pensaba que algo tendrían que hacer para recuperar a sus deudos. Por eso, levantándose de su re tiro, se acercó al consejo de ancianos y les dijo:

—Voy a buscar a mi padre...

Ellos le reprocharon mudamente su osadía. Aunque uno de ellos, dejando aparte su pipa, le preguntó:

— cómo lo harás? ¿Adónde te dirigirás?

—Marcharon por donde se pone el Sol. Seguiré sus huellas, como me habéis enseñado, y lo encontraré —expresó firmemente el muchacho.

Las sonrisas tímidamente irónicas de los ancianos se convirtieron en una carcajada ofensiva.

—Cruzarás las montañas, vadearás los ríos, pisarás la mala hierba, evitarás toda clase de culebra, bestia y la sabandija maldita para llegar hasta él. ¿Tendrás la fuerza del bisonte para luchar con quien ni siquiera conoces?

—Te perderás y no volverás jamás.

—Lo hallaré —confirmó con tozudez el muchacho.

Y claro, no lo halló. Era el tiempo en que aún los tres mundos estaban muy confundidos, en los que el hombre no sabía muy bien con quien tenía que convivir, en los que dioses, animales y humanos podían ser parientes. Monstruos e indios intervenían en el quehacer cotidiano de todos ellos, entremezclándose.

—Día llegará —expresó el chamán— en que la riqueza del hombre, y su fuerza, se hallará en sus ancestros, en sus antepasados, en los que las historias creadas por ellos, en su vida común, en su relación con los dioses, se conviertan en los pilares que sustenten nuestra civilización, en los que “incluso una pequeña parte de las historias mantendrá fuertes a él y a sus hijos de forma que podrían enfrentarse a cualquier cosa que les presentara el futuro.”

Los cazadores apenas si entendieron estas palabras, por lo que determinaron, una vez apagada la gran pipa. echarse a dormir para recuperar fuerzas y el ánimo que les condujera, al día siguiente, con éxito a la cacería de los bisontes en la gran llanura.

La Luna se apagó y el gran disco solar iluminó de nuevo totalmente la gran isla sujeta al cielo por las cuatro sogas cardinales que sostenían los dioses.

La vida, aletargada por la noche y la oscuridad, revivió con la claridad del día. El poblado que se extendía en el amplio meandro que el río hacía perezosamente sobre la gran llanura estaba embargado por la duda y la ansiedad, por el temor. La expedición de caza que saliera del poblado hacía más de veinte lunas no había regresado. Los parientes de los cazadores se inquietaban y hablaban entre ellos con agitación. Estaban preocupados y algunos, sobre todos los ancianos y las mujeres, estaban enfurecidos, por que decían que habían sido abandonados a su suerte y no llegaban al poblado con carne fresca para su sustento y pieles secas y curtidas para librarse de la intemperie y la humedad.

—Los dioses los confundan con los alacranes y la pezuña de coyote los aplaste por abandonarnos a la miseria —se lamentaba la anciana hechicera, que con el paso del tiempo se convertiría en la Abuela Araña.

No entraba dentro de sus mentes primitivas que a sus cazadores les hubiese ocurrido algo irreparable, porque la muerte, como se ha dicho, no existía, no sabían qué podía ser. Pensaban que quizá alguna tribu desconocida de hombres feroces los habían capturado, obligado a darles el producto de su caza y reducido a la esclavitud.

Un joven muchacho, fuerte como el roble de junto al pantano donde se amarraba a los impuros para que purgasen sus majes a la luz de la Luna, del relente y del tórrido Sol, soportando las torturas que le infringían en sus pantorrillas y sus muslos la legión de mosquitos que habitaban en las putrefactas aguas; un muchacho de cinta al pelo brillante por la grasa de cuervo con que lo untara y que estaba dispuesto en la próxima primavera para iniciarse en los rituales que debía superar para convertirse en guerrero, se apesadumbraba por que entre el grupo de cazadores perdidos se hallaba su padre. Desde su silencio observaba a sus mayores en sus parloteos ineficaces y absurdos. Pensaba que algo tendrían que hacer para recuperar a sus deudos. Por eso, levantándose de su re tiro, se acercó al consejo de ancianos y les dijo:

—Voy a buscar a mi padre...

Ellos le reprocharon mudamente su osadía. Aunque uno de ellos, dejando aparte su pipa, le preguntó:

— cómo lo harás? ¿Adónde te dirigirás?

—Marcharon por donde se pone el Sol. Seguiré sus huellas, como me habéis enseñado, y lo encontraré —expresó firmemente el muchacho.

Las sonrisas tímidamente irónicas de los ancianos se convirtieron en una carcajada ofensiva.

—Cruzarás las montañas, vadearás los ríos, pisarás la mala hierba, evitarás toda clase de culebra, bestia y la sabandija maldita para llegar hasta él. ¿Tendrás la fuerza del bisonte para luchar con quien ni siquiera conoces?

—Te perderás y no volverás jamás.

—Lo hallaré —confirmó con tozudez el muchacho.

El jefe de la tribu le ordenó:

—Aun así debes quedarte en el poblado. Carecemos de hombres que luchen por nosotros, que nos traigan comida y paz. Tú has de ser el primer guerrero de la nueva era que hará valer nuestras vidas y nuestra dignidad. Porque los que teníamos nos han sido infieles.

—No estoy aún iniciado... —puso por excusa el valeroso indio.

—Mañana te iniciaré, mañana serás un adulto.

—Pero...

— ordeno que te quedes aquí! Eres la salvación de la tribu! Y ahora retírate! Mañana, con el rocío del alba, comenzarán los ritos de tu iniciación.

Pero el muchacho aquella misma noche, cuando la Luna se escondió, tras el nubarrón que avanzaba por el norte pro metiendo lluvia, se encomendó a Hermanos Gemelos de la Guerra y se alejó del poblado. Cuando el Sol apareció tras las montañas, él ya estaba escalando la primera cima que obstaculizaba su camino y rompiendo sus pupilas en busca de la huella de su padre y sus amigos. Muchos ocasos de Sol tuvo que contemplar antes de alcanzar el pico nevado de un agreste monte desde donde se alcanzaba a ver el maravilloso valle que se extendía a sus pies. Para llegar hasta él sabía que tendría que descender por un escarpado e inclinado paraje cubierto de un espeso bosque de gigantescos árboles de hojas prietas y oscuras que se enredaban con los enormes bejucos que pendían de las alturas. Comenzó su descenso animado más por su terca voluntad que por sus fuerzas y energías. Cuando más fatigado estaba de luchar contra el medio que le era cruelmente hostil se detuvo un momento al creer escuchar, algunas brazas más abajo de donde se encontraba, como si una pedriza de rocas se desmoronara en el vacío. Alarmado, miró y vio entre los troncos de dos grandes abetos una ingente pila formada con piedras de mediano tamaño. Pensó que aquello era la señal que dejaran los cazadores de su tribu para señalizar el camino de vuelta o un altar votivo que construyeran con el fin de honrar a sus dioses protectores. Inició marcha hacia el lugar y contempló con tenor cómo aquel montón de rocas se movía, se levantaba y..

Delante de él, y ya pisando la hierba de la pradera, caminó el muchacho atraído por el vuelo de los buitres que coronaban con sus círculos un determinado paraje junto al incipiente bosque que se iniciaba en la ladera de la montaña. Cuando se aproximó al lugar donde las aves de rapiña comían, el joven pudo contemplar con tenor cómo en una amplia área de terreno yacían, despedazados, los hombres de su tribu que componían la partida de caza. Dio un grito gutural y amenazador para ahuyentar a los buitres y éstos salieron despavoridos, graznando y tapando, por un momento, el Sol.

El espectáculo que se vio obligado a presenciar el indio fue horrible y asqueroso. Pensó que jamás pudo imaginar que un hombre fuera tan horrendo por dentro, mostrando sus entrañas a los demás. Como no sabía lo que era la muerte agarró los cuerpos, de uno en uno, y los sacudió para despertarlos de su sueño, pero ninguno de ellos despertó. Al emplearse más a fondo y con más energía con el cuerpo de su padre y ver que no conseguía nada, trató de abrirle la boca y meterle en ella restos de comida que halló en uno de sus cos tales de piel de gamo que halló esparcidos por entre los cuerpos. Luego le acercó a los labios el cuenco de cuerno de bisonte que previamente había llenado de agua del río que discurría por allí mismo, y el líquido resbaló por la barbilla y el pecho del cazador sin tragar una sola gota. Desesperado porque su padre no despertara del sueño profundo en que se sumiera, lo tomó con fuerza por el pecho y con las dos manos lo agitó en el culmen de la exasperación hasta que quedó totalmente rendido. Luego, dejándole descansar sobre la húmeda y verde hierba de la pradera, miró al cielo y aulló al Sol, henchido de dolor, con chillidos guturales, mesándose los cabellos grasosos y llenos de barro, como hace el coyote llamando a la Luna en las noches frías.

De entre el espeso bosque de abetos y pinos de hojas diciduas surgió la figura esquelética y débil de un hombre que se arrastraba hacia el muchacho que persistía en su reproche

casi divino. Seguramente acudía al encuentro del mismo reclamado por los lamentos rituales y tristísimos que llenaban el lugar, y agrandados por el eco que encontraba en las montañas y que los devolvían mezclándose todos en un batiborrillo gangoso y horripilante.

El aparecido tocó la espalda del muchacho que, aterrado, se volvió y se topó con el hechicero de la tribu que había sido dado por desaparecido junto con los cazadores. Este reflejó en su rostro deforme y herido la alegría que le daba el verse frente a un habitante de su tribu, a alguien conocido.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó el muchacho—. ¿Por qué duermen?

El hechicero repuso:

—Duermen un sueño del que no se pueden despertar. Ni por los hechizos ni por la comida abren los ojos.

— sido la garra del oso, los dientes del jaguar el que los ha roto?

—No, no.

— es qué tu triaca mágica no sirve para nada?

—Ante este sueño, no.

— el Gran Semental de Bisonte quien los atropelló...?

El chamán explicó:

—El Hombre de Piedra, él fue.

Y narró cómo un gigantesco hombre cubierto por un gran manto hecho con pedazos pequeños de pedernal apareció, por la noche, en pleno ritual del fuego y les atacó.

—De nada les valieron a los guerreros sus flechas y sus ondas porque el Hombre de Piedra soportaba con facilidad los ataques de los más aguerridos. Con un palo mágico que llevaba en la mano fue abatiendo uno a uno a todos los de la partida —dijo el mago, quien seguidamente añadió—: Yo no caí porque, en medio del barullo y de los gritos de los caza dores, pude escurrirme hacia ese bosque —y lo señaló— y me escondí en una madriguera de raposas que hallé detrás de unos matorrales espinosos y de datadura al que no se acercan ni os puercos espines.

El hechicero le dijo al muchacho que el gigantón de piedra, con el palo mágico que le acompañaba a todas partes, les sacaba los hígados a los cazadores y se los comía, ya que sólo se alimentaba de ellos.

El joven indio, escuchando esta narración, recordó el montón de piedras que vio en el escarpado bosque y cómo las mismas se irguieron tomando forma humana y desapareciendo entre unos matorrales, de los cuales brotó en un aletear sonoro y desesperado una perdiz que sobrevoló las copas de los árboles. Y dijo:

—Lo he visto —señaló la ladera de la montaña por la que había llegado y añadió—: Allí lo vi. Gracias a que salí corriendo, porque si no...

El chamán le dijo que había que regresar a casa, que los cuerpos de los cazadores, comidos por las alimañas salvajes, volverían de nuevo a la Tierra, que en la tribu todo volvería a ser lo mismo. El joven, entristecido, aceptó y, conociendo el fin que había tenido su padre, comprendió que era el momento de regresar a su hogar y olvidarse de toda aquella pesadilla. Caminaron juntos y escalaron la cordillera que se ex tendía hasta perderse en el horizonte, mirando con frecuencia a su alrededor por si en cualquier momento aparecía el Hombre de Piedra y los sorprendía. Cuando llegaron a la cumbre de la montaña se detuvieron a descansar brevemente para recuperarse del esfuerzo que habían realizado. Sentados estaban sobre unos riscos bajo la sombra de un cedro, cuando el rumor de unos pasos, el aleteo de un urogallo y el seco so nido de unas ramas que se rompían les hizo ponerse en alerta. Por aquellos barzales por los que había saltado la hermosa ave asomó una profusión de plumas coloreadas que iba avanzando hacia ellos. El muchacho se preguntó qué clase de ave del paraíso y de qué tamaño sería para tener una penacho tan revuelto, de tanto colorido y tan grande. Pero cuando salva ron el matorral ambos individuos se dieron cuenta de que aquel airón de plumas era el tocado que llevaba sobre su cabeza un desconocido hombre que caminaba semidesnudo y

decidido. Se saludaron los tres guardando sus recelos y el recién llegado les dijo que era un guerrero de la tribu que se alzaba allá abajo en el valle y que iba en busca del Hombre de Piedra, ya que el Consejo de Ancianos le había encomendado una misión muy importante.

El chamán le dijo que él 1° había visto y que había dormido a todos los cazadores de su tribu y luego se había comido sus hígados.

—Nadie hay que los sepa despertar —dijo el muchacho.

—Ni yo con mis hechicerías he podido abrirles los ojos. Ni mis cataplasmas de hierbas ni mis conjuros han servido para curar sus heridas.

El guerrero extranjero dijo:

—Nadie lo puede hacer. Están muertos.

Como ignoraban qué significaba lo que decía pidieron explicaciones.

—Es e fin de la vida. Los hombres se reúnen con los espíritus del cielo. Acabáis de conocer a la Muerte.

Ante los ojos sorprendidos de los dos viajeros el guerrero dijo:

—Cuando el Hombre de Piedra llega a un lugar con él llega la Muerte. Antes de él no la conocía nadie —y les relató la historia—: Un día, muy lejano, según cantó & hechicero de mi aldea, apareció en estas montañas (y en otras muchas parece ser) un hombre monstruoso, un gigante deforme y Heno de cicatrices que, contemplando cómo un cazador mataba a un ciervo con la flecha que tenía un cuyují en la punta, se hizo para abrigarse un gran manto con piedras de pedernal. Del mundo de donde venía se trajo un palo mágico que le servía para cruzar los barrancos, para buscar su comida favorita, que son los hígados humanos, y para cambiar su forma a voluntad. Nos dijo el hechicero que suele tomar ka forma de anciana para acercarse a las aldeas con el fin de raptar indios y comerles el hígado.

— cómo salta los barrancos? —preguntó el muchacho.

—Lanza el palo al aire y forma un puente que une las dos orillas y cuando ya ha pasado el

puente desaparece y el palo  retorna por los aires a sus manos

  —¿Y no hay nada que se pueda hacer contra él?-preguntó el muchacho con ira—: Yo quiero venganza!

El guerrero, serenamente y con cautela , dijo:

—Esa es mi misión —y explicó seguidamente- El chamán de la aldea asegura que puede ser destruido por mujeres enfermas de luna, que estén menstruando, y por eso me ha mandado  a mí para que trate de encontrarlo y atraerlo hacia la aldea donde se le prepara una trampa mortal.

Y efectivamente, cuando el Hombre de Piedra, atraído por los tres amigos, siguió el camino hacia la aldea, decidió convenirse en anciana, pero como ellos ya sabían quién era, avisaron al Consejo de Ancianos que se acercaba el monstruo y entonces ellos decidieron mandar a su encuentro a siete mujeres enfermas de luna.

Hombre de Piedra, conforme iba pasando sucesivamente por delante de cada mujer, se iba debilitando cada vez más y ante la séptima Cayó en tierra y vomité sangre. En aquel momento las siete mujeres, armadas con estacas puntiagudas, se acercaron a 41, le desproveyeron del manto de piedras y golpearon su cuerpo con gran saña.

Los pobladores de la aldea se dieron cuenta de que Hombre de Piedra no había muerto y, aprovechando su estado de postración, se le acercaron y encendieron sobre su cuerpo una gran hoguera.

En ese momento Hombre de Piedra se volvió a sus agresores y les dijo:

—No temo a la muerte porque sé que mi espíritu sobrevivirá —y añadió lleno de comprensión—: A pesar del daño que me acabáis de hacer no os guardo rencor alguno. Y para demostrároslo os voy a enseñar canciones y rituales que os ayudarán en la caza, la siembra y las guerras.

Desde el interior del fuego comenzó Hombre de Piedra a cantar y los aldeanos memorizaban sus canciones. Luego murmuró conjuros para curar enfermedades y ellos, sobre todo el chamán del pueblo, los aprendieron.

Al fín su voz se acalló, no surgió nada más del fuego por que sólo quedaban cenizas. Los hombres de la aldea las rastrillaron y entre ellas encontraron un trozo de pintura roja, que convirtieron en un amuleto sagrado, porque la usaban cuando repetían las palabras y hacían las ceremonias que Hombre de Piedra les había enseñado.

El muchacho y el chamán se despidieron de sus amigos, tras haber visto por sus propios ojos tales prodigios. Se llevaron con ellos los rituales que habrían de traer la prosperidad a su tribu, pero también se llevaban un nuevo concepto de la vida: la propia Muerte, que ellos, hasta entonces, desconocían.

FIN