Leyendas de kamakura

EL JIZO NEGRO DE YUIGAHAMA



En un pequeño santuario junto a la playa de Yuigahama se albergaba un espléndido jizo de piedra negra por el que los pescadores locales sentían una gran devoción. No pasaba un día sin que acudieran a ofrecer sus plegarias, con toda clase de ruegos y manifestaciones de gratitud por favores concedidos.

Cierta noche, todos los pescadores soñaron a la vez que un monje joven y apuesto se acercaba a su cabecera diciendo: "Después de habernos encontrado cada día durante muchos años, he venido a despedirme, pues debo marcharme a otro lugar". Tras estas palabras, el monje de¬sapareció.

A la mañana siguiente, no se hablaba de otra cosa en Yuigahama, y todos consideraron inexplicable el haber tenido ese sueño al mismo tiempo sin excepción alguna. Lo que les pareció más increible fue que el rostro del monje era idéntico al de jizo negro del santuario junto a la playa, de modo que su fe en la divinidad aumentó aún más.

Al poco tiempo de que esto sucediera, los monjes a cargo del santuario se encontraban en graves apuros económicos, de modo que se vieron obligados a vender el jizo negro, la imagen principal, que por su gran tamaño y calidad de piedra tenía considerable valor.

Un alto monje del templo Nanbutodai-ji, de Nara, que se encontraba en un peregrinaje para recolectar donaciones, fue a verlo tras haber escuchado acerca de las propiedades milagrosas de la estatua, y enseguida decidió comprarla; de modo que pronto quedó decidido su traslado a un templo que esa secta budista poseía en Kamakura, entre las montañas de Nikaido.

Cuando la gente del pueblo lo supo, entendió enseguida el significado del sueño, por lo que todavía aumentó más su afecto por la entrañable figura y su tristeza por la inminente partida.

El día elegido para trasladar el jizo amaneció muy nublado y pronto comenzó a llover a cántaros. Los pescadores, congregados con expresiones abatidas alrededor del santuario, decían entre susurros que hasta el cielo derramaba lagrimas en Yuigahama por la partida del jizo negro.

Pero cuando llegó el momento de mover la imagen de su pedestal, todos los intentos fueron en vano. Es cierto que era un jizo de tamaño bastante superior al habitual, pero esto no justificaba que varios hombres fuertes no lograran desplazarlo un milimetro.

Parecia que el ljizo se negara a abandonar el pequeño santuario, en el que habia recibido el afecto del pueblo durante largos años. Tras un buen rato de esfuerzos, los hombres encargados de mover la imagen transpiraban profusamente, mientras que los pescadores, agrupados junto a la entrada, rezaban con devoción, convencidos de estar presenciando un nuevo milagro.

Fue entonces cuando apareció un monje muy alto y fomido, de mirada adusta, cuyo rostro quemado por el sol y entrado en años Ie daba el aspecto de un veterano monje peregrino.

Al tiempo que ofrecía echar una mano, se cargó con facilidad la imagen al hombro y se puso en marcha con paso ligero en dirección a Nikaido, seguido por todos los que habían presenciado lo acontecido, que no cabían en sí de asombro.

Caminó y caminó sin detenerse hasta que depositó el jizo negro en su nueva morada y, antes de que nadie pudiera darle las gracias, el monje desapareció sin dejar rastro .


Todos se postraron ante la imagen milagrosa, considerando al monje peregrino un enviado de Buda para hacerles saber que, pese a la resistencia del jizo, su deseo era que fuera venerado en el nuevo templo.

Desde entonces, fue visitado par un creciente número de peregrinos, entre ellos la gente de Yuigahama, por la que el jizo negro continuó mostrando una especial predilección.