LA BUENA MAGIA DE GENTE PEQUEÑA

Y ALTO HOMBRE CON CABEZA DE

CALABAZA

Eran los tiempos en que “todas las tribus veneraban religiosamente a Loak lshto-hoola-aba, el gran benéfico, supremo, santo Espíritu del Fuego que reside, según creen, encima de las nubes y en la Tierra entre la gente pura. Es con ellos el único autor del calor, la luz y toda la vida animal y vegetal”.

Por tanto se estaba viviendo en aquellas llanuras del sudeste la época dorada, candorosa y nostálgica de los espíritus buenos. El hombre carecía de maldad porque los contornos donde se desarrollaba su existencia eran más propicios para la bondad.

Por ello, en aquellas extensas comarcas se establecieron unos seres sobrenaturales de carácter bondadoso y festivo que, aun poseyendo la propiedad de ser invisibles, de cuando en cuando se manifestaban realmente a los pobladores de las llanuras, introduciéndose incluso en el interior de sus tribus para llevarles la alegría, unas veces, la salud otras o pasarles un poco de sus mágicas prácticas para curar sus enfermedades y llevar la prosperidad a las mismas.

De esta guisa estaban las cosas, cuando dos muchachos de piel rojiza y cráneo dolicocéfalo que pertenecían a una de las tribus más pequeñas que se extendían en los márgenes del Gran Río, más allá de la inmensa pradera donde se cazaba el Gran Rumiante, descubrieron algo muy insólito, que jamás habían visto, que se estaba desarrollando ante ambos, que estaban escondidos y permanecían silenciosos detrás de un espeso macizo de aliagas espinosas que les servía de observatorio.

Salieron de su villorrio decididos a conocer los aledaños de su territorio, dispuestos a seguir el curso ascendente del Gran Río con el fin de hallar un lugar que fuera propicio para vadearlo y alcanzar el otro margen, desértico, feraz y lleno de caza, sin duda porque nunca había sido pisado por huella humana alguna. La excusa de los muchachos era la de abrir nuevas rutas de expansión para su tribu, pero, en realidad, lo que les animé a meterse en aquella aventura era el ansia de conocer mundo, lugares distintos a los que conocían hasta la saciedad desde que nacieron, el afán de quitarse de encima la protección paterna y del consejo de ancianos y usar su propia iniciativa, a la que no tenían derecho hasta que el hechicero y los más viejos de la tribu decidieran hacerlos adultos.

Eran Muchacho Fuerte y Muchacho Alto, lo cual no quiere decir que el primero fuera un enano y el segundo un enclenque. Lo que con el nombre se definía era la característica que más saltaba a la vista cuando se les veía por primera vez.

Cargaron los dos muchachos sus morrales de piel de venado, cosidos con tiras de piel de liebre, con suficiente tasajo y grano de maíz, pedernal y el fruto algodonoso del pochote, y se lanzaron a su portentosa aventura de remontar el Gran Río hasta alcanzar su nacimiento —aunque ése no era el fin oficial de su viaje— y luego ya verían. Llevaban también terciados en su espalda un rudimentario arco y el carcaj lleno de flechas de pedernal. Todo daba la impresión de que su viaje iba ser largo y prolongado el tiempo que iban a pasar lejos de la tribu.

—Si se nos acaba la comida, cazaremos —dijo Muchacho Fuerte.

—No podemos. No somos aún cazadores —repuso el otro—. El chamán y los ancianos nos castigarían por hacer algo que sólo está reservado a los adultos.

Muchacho Fuerte se sonrió ladinamente y expresó:

—Por tantas cosas nos podrían castigar... y más si conocieran nuestros propósitos de no volver nunca más a la tribu. Además cazar con trampa el armiño de las nieves, con la onda al gavilán y con un susto al gazapillo en su madriguera son juegos de niños. Y eso es lo que vamos a hacer nosotros.

Los dos compañeros siguieron caminando por unas sen das que cada vez se hacían más tortuosas, estrechas y empinadas. Sus cuerpos sudaban gratamente porque de inmediato se refrescaban en las vivas aguas cristalinas que descendían con estrépito e impetuosidad hacia la llanura.

Muchacho Alto, en medio de su ascensión, cuando ya habían gastado en su viaje más de veinte jornadas, escuchó muy sorprendido, allá en la lejanía que se extendía hacia poniente, un murmullo de voces, que él identificó como el griterío de un grupo de niños que juegan para arrebatarse algún juguete. Así se lo expresó a Muchacho Fuerte y ambos coincidieron que allí ocurría algo, que sin duda se debía de asentar un villorrio donde viviría un grupo organizado de indios como ellos. Puestos de acuerdo, ambos amigos se dirigieron hacia el lugar con el ánimo muy intrigado y con el deseo de ponerse en contacto con los humanos que allí residían. Con forme se iban acercando al lugar de su destino, el griterío y las voces iban aumentando en intensidad y nitidez, de modo que los dos muchachos pudieron deducir que aquellos sonidos no correspondían fielmente al tono y agudeza de voz que tiene un niño. Aunque los sonidos eran aflautados y penetrantes, poseían una modulación que más bien concertaban con el crascitar del cuervo. Por ello, ambos se fueron acercando sigilosamente al lugar de la reunión y, previniendo cualquier eventualidad, se refugiaron detrás de un enorme macizo de aliagas silvestres todavía verdes.

—Son enanos, Gente Pequeña —dijo Muchacho Alto.

— Y cómo gritan!

—Juegan como niños. Saltan unos sobre otros y ruedan sobre la hierba fresca.

En efecto se trataba de unos hombrecillos que andaban desnudos, solamente cubiertos en parte por un largo cabello que les llegaba más debajo de su cintura. Muchacho Fuerte calculó que podían medir algo más de tres palmos de estatura.

Reían y jugaban delante de sus ojos, no sabiéndose observados por nadie, tirándose de los cabellos retozando sobre el césped que cubría y riendo mucho , y llamándose mutuamente entre ellos sin ninguna clase de pudor.

Muchacho Alto dijo entonces, con cierta preocupación, a su amigo:

-Deben ser la gente pequeña salvaje de la que se habla en las leyendas que narra el hechicero de nuestra tribu.

-Esos malignos duendes que roban niños- dijo el Muchacho Fuerte.

-No son malignos. Dijo el chamán que los roban para convertirlos en curanderos y sanadores dándoles parte de sus poderes mágicos- opuso el otro.

-Pero también dijo- corrigió el Fuerte- que cuando se enfadan pueden ser terroríficos y devastadores- y añadió-: asi que , amigo, salgamos de estos lugares con la rapidez del rayo de fuego y sigamos nuestro camino y olvidemos dónde y cómo los hemos visto, porque aseguran los ancianos que la Gente Pequeña amenaza a los que los ven con fulminarlos si cuentan su encuentro.

-Invariablemente, verles es un presagio de muerte- sentenció Muchacho Alto.

Ambos muchachos siguieron caminando durante varias jornadas hasta que dejaron atrás de sí el nacimiento de Gran Río y cuando alcanzaron la extensa pradera que se extendía delante de ellos, óptima y abundante en caza , en la que obtuvieron un par de becadas por el procedimiento de la liga viscosa, se detuvieron para descansar y reponer fuerzas comiéndose los dos pájaros. Era la primavera. Muchacho Alto estaba dedicado a hacer fuego para asar las aves mientras Muchacho Fuerte las desplumaba. Los dos estaban atareados y sus tripas agradecían el cercano banquete que intuían. En ese momento, el primero levantó la cabeza y descubrió detrás de un bosquecillo repleto de olmos y eucaliptos la cumbre  achatada de una gran colina que aparecía blanca como si estuviese nevada.

—Es demasiado baja para estar cubierta por la nieve—dijo Muchacho Alto.

—Y en primavera —añadió Muchacho Fuerte—. Vayamos a contemplar este fenómeno de la naturaleza.

Y Muchacho Alto, mientras caminaban en dirección a la montaña nevada introduciéndose en el bosque, decía ilusionado:

—Grandes cosas hemos de ver en nuestro dilatado viaje; fenómenos que se han de contar a los ancianos y los hechiceros al calor de la hoguera.

—Y lo que Alguien Poderoso...

—...el bondadoso Hombre Solo...

-...nos puede enviar para hacernos sabios.

Anduvieron largo trecho en dirección a la montaña blanca y conforme se iban acercando a ella se daban cuenta que aquel manto que la cubría se movía como si fuese el agua en un barreño expuesto al viento. Por eso ambos muchachos se miraron con la interrogación en los ojos y continuaron su marcha. Cuando se acercaron más a la planicie nevada se percataron del espectáculo que se desarrollaba ante ellos. Cansa dos y admirados, se sentaron sobre unas losas de granito que salían de la tierras y estaban bañadas por la sombra que proyectaban unos centenarios nogales de enormes copas.

—¿Quién iba a pensar...? —se dijo el Muchacho Fuerte sonriendo levemente.

—Observemos, pero que no nos vean. Los yunwi tsunsdi, La Gente Pequeña, tienen muy mal carácter; si se enfadan, como hemos visto, son terroríficos —expresó el otro.

Desde su escondrijo vieron cómo una multitud inmensa de pequeña gente salvaje, que roban niños, se vestía con diminutas túnicas blanquísimas e inundaban con su presencia nerviosa la meseta, donde celebraban todos los años una gran fiesta congregándose todos en ella. Era tal el número de hombrecillos que había que desde lejos daba la impresión de que la gran colina estaba cubierta por la nieve.

Cuando más enfrascados estaban contemplando el espectáculo que les ofrecían estos geniecillos, fueron acorralados por una multitud de dios que les apresaron y con movimientos rápidos y seguros les maniataron. Les preguntaron si se habían perdido, pues tenían la costumbre de rescatarlos de     las desérticas montañas y reintegrados a sus propias tribus.

Al contestar los muchachos que nada les había ocurrido, que viajaban por conocer su mundo, fueron escoltados hasta un villorrio donde los iniciaban en una serie de encuentros mágicos. Vieron cómo las serpientes, bajo su conjuro, se convertían en ceñidores para sus cinturas y cómo las tortugas se transformaban en muelles asientos, cómo la comida aparecía mágicamente y cómo un indio de una tribu desconocida, apresado tal que dios en el villorrio, al ser dejado en libertad quiso llevarse los alimentos a su casa y se convirtió en polvo y cenizas.

Los dos muchachos estaban atemorizados con lo que vieron y porque sabían que el ver a la Gente Pequeña era presagio de que La  muerte estaba cerca.

Estos geniecillos burlones decidieron, antes de conducirlos a sus hogares, prepararlos como hechiceros para sus tribus. Lo primero que tenían que hacer era someterlos a una       ceremonia de iniciación donde los muchachos tendrían que probar su valía para llegar a ser sanadores. Para ello los condujeron hasta una cueva profunda donde habitaban los tres espíritus que tienen que verificar la veracidad y realidad de sus dotes. Les llevaron ante una gran mesa de pedernal donde descansaban un cuchillo, un manojo de hierbas venenosas y otro de hierbas de medicina buena. Luego les dijeron:

—Elegid.        

Por separado los dos muchachos eligieron de modo que el uno no sabía lo que había escogido el otro.

—El cuchillo —dijo Muchacho Fuerte cuando le tocó el turno, que vio en ello una posibilidad de tener un arma para defenderse en la primera ocasión que tuviere.

—Las hierbas de medicina buena —dijo el Alto con más sagacidad.

Muchacho Fuerte fue recluido en su choza tras ser informado de que la elección que había realizado denotaba una gran crueldad y que, por tanto, nunca podría ser formado como hechicero Lo que al joven poco importó.

A Muchacho Alto le dijeron

—Si hubieras elegido las hierbas venenosas hubieras carecido de discernimiento y no hubieras podido curar a otros. Pero tu elección te da derecho a ser formado como hechicero.

Lo prepararon durante tres días en los secretos de la sanación y en los ritos del advenimiento de los dioses. Cuando consideraron que ya estaba preparado le recomendaron:

—Muchacho Alto, nunca cuentes a nadie lo que has aprendido aquí y no uses tus nuevos poderes curativos hasta que alcances la mayoría de edad.

Entonces los de la Gente Pequeña escoltaron a los dos muchachos hasta cerca de su tribu, con lo cual habían acabado con su extraordinaria aventura. Pero antes de dejarlos solos se dirigieron a ellos con una indiscutible recomendación:

—Os advertimos que no contéis dónde habéis estado hasta que hayan pasado tres semanas.

Los muchachos, al despedirse de Gente Pequeña, asintieron con la cabeza y se dirigieron a su poblado, que se extendía en medio de aquella pradera en la que estaban penetrando.

Tanto Muchacho Fuerte como Muchacho Alto, tan pronto como fueron atisbados por sus deudos, fueron recriminados y reprendidos por su propia familia, por el consejo de ancianos y por los chamanes. Les atosigaban y acosaban para que declarasen lo que habían visto, pero ellos se retraían. Pero al tercero o cuarto día que tuvieron que soportar el asedio moral y físico de sus gentes, Muchacho Fuerte no pudo resistir más y contó a los hechiceros de la tribu y a los ancianos toda la aventura que habían pasado en el país de Gente Pequeña. Con la revelación todo el mundo quedó en paz y tranquilidad; los comentarios se extendieron incluso hasta la tribu vecina. Pero Muchacho Fuerte, al poco tiempo, una mañana fue hallado muerto en su choza. Sus padres y sus gentes le lloraron larga y amargamente y el consejo de ancianos dispuso que los hechiceros preparasen todo el rito de la inhumación de uno sus congéneres. Quedaron atónitos cuando Muchacho Alto les dijo:

—El tuvo la culpa y vosotros por apremiarle a que contara sus vivencias. No hizo caso del aviso que ellos le hicieron y lo pagó con la vida.

Muchacho Alto, desde la muerte de su amigo, deambuló por los alrededores de su territorio, adentrándose a veces en parajes desconocidos para su tribu y un poco alejados de ella. En una de esas caminatas el muchacho, escalando un diminuto altozano, halló encima del mismo una extraña grieta de la cual salía humo claro. Se acercó a él y calentó tunados sus manos y sus pies con el calor que el mismo despedía,  puesto que discurría sobre la gran pradera el invierno. En ese  momento recordó que Gente Pequeña, en su iniciación como futuro chamán, le habían hablado de los poderes curativos            que tenían los humos claros que despedían los nunnehi, seres inmortales que vivían debajo de la tierra y que no era másque el humo de las chimeneas de sus hogares.

Muchacho Alto sabía también que estos inmortales podían vivir bajo las aguas del lago y en el cielo, y se felicitaba por haber encontrado uno de sus poblados, porque se decía que algo de ellos podría aprender. Buscó por los alrededores un hueco u orificio, o una losa que hicieran de puerta para poder entrar en su mundo. Pero antes de que pudiera encontrarla se le apareció un extraño personaje que       le preguntó:

    ¿Qué buscas?

    Muchacho Alto, ante la impresión, no pudo articular palabra alguna y se le quedó mirando como un tonto.

    El otro le explicó:

—Soy un nunnehi, un inmortal y éste —señaló el altozano— es mi hogar. Somos espíritus benévolos que nos entristecemos cuando contemplamos los sufrimientos de vosotros los mortales.

 

El recién llegado era un hombre muy alto, que tenía la cabeza en forma de calabaza y carecía de pelo.

El muchacho dijo:

—Me llamo Muchacho Alto y un día seré el hechicero de mi tribu. Estoy muy contento porque os he hallado y espero que me dotéis con vuestra sabiduría.

El inmortal le miró con curiosidad y le dijo:

—Un día visitaremos vuestra tribu y os llevaré el con suelo al que lo necesite. Te lo prometo —calló un momento y repentinamente preguntó—: ¿Hay con frecuencia baile en tu pueblo?

—Ya lo creo —contestó el joven.

—Es que nos encanta el baile. Por eso debéis ser afortunados —dijo el inmortal y luego añadió—: Y ahora déjanos en paz, amigo; un día os llamaré yo, sin que me busquéis.

El inmortal desapareció bajo el montículo humeante y Muchacho Alto tomó a su vida habitual en su tribu.

En uno de los bailes que se organizaron alrededor de la hoguera en el poblado del joven un día aparecieron unas cuantas bellas mujeres de tipos esbeltos y cubiertas sus cabezas con amplios pañuelos de colores. Bailaron con varios hombres hasta destrozarse los pies y, cuando la noche comenzaba a aparecer sobre la gran pradera, huyeron de la fiesta en busca de sus lejanas casas. Varios de los bailarines que las tuvieron en sus brazos quedaron enamorados y las siguieron discretamente con el fin de ver dónde moraban para poder invitarlas nuevamente. Pero esas mujeres, que no eran más que nunnehi disfrazados de mujer para poder asistir al baile que les hechiza, al entrar en el lago, o en un acantilado rocoso, o desaparecer debajo mismo de la tierra, dejaron des concertados y desilusionados a los indios enamorados.

Un día, como prometió a Muchacho Alto el inmortal con quien habló, se acercó una comitiva de ellos, con su apepinada cabeza calva y su elevada estatura, a su poblado y, reuniendo junto a la hoguera a todos sus habitantes, les hablaron:

—Estamos compadecidos y entristecidos al contemplar la vida de sufrimiento y penalidades que tenéis que soportar. Por eso hemos decidido daros una oportunidad para que os trasladéis a nuestro mundo, donde nunca enfermaréis ni jamás envejeceréis.

El indio más anciano habló por todos:

—¿Y qué debemos hacer para ello? ¿Cómo debemos comportamos?

Los nunnehi dijeron:

—No tenéis más que ayunar durante siete días y siete noches.

Y se marcharon.

A la séptima noche volvieron los inmortales a la aldea. Reunieron de nuevo a todos sus habitantes y preguntaron quiénes habían cumplido con el precepto que les dieron. Pronto se dieron cuenta de que la mayoría de ellos no habían cumplido con la palabra dada y no habían terminado el ayuno. Dirigiéndose a ellos, sentenciaron los inmortales:

—jVosotros quedaros atrás! ;No vendréis con nosotros!

Luego se dirigieron a los pocos que cumplieron la orden, Muchacho Alto y dos más, y les invitaron a que les siguieran. Los condujeron hasta una montaña cercana —que se llama Pilot Knob— donde los hicieron pasar a través de una sólida roca para que entraran en su reino.

Allí Muchacho Alto conoció la inmortalidad y frustró las esperanzas que un día pusieron los de Gente Pequeña para que se convirtiera en hechicero de su tribu.

Los indios que no ayunaron quedaron en su villorrio esperaron vanamente la vuelta de los inmortales, los nunnehi, para que les dieran una nueva oportunidad de habitar su reino de felicidad.

FIN