HAINUWELE, LA HIJA DE LA FLOR

 


Los hechos acaecieron en tiempos remotos y cálidos, cuando sobre la Tierra gobernaba despóticamente una anciana -la Anciana- que mandaba sobre los dema, hombres, cuando éstos no eran aún procreadores ni mortales, cuando en la Tierra se debatía si atravesar o no el umbral de los tiempos.
Sucedió que habitaba entre las nueve familias de los hombres prehistóricos, conocidos mayormente por los dema, un hombre soltero y sin hijos a quien se le conocía entre todas las tribus -nueve- que poblaban el mundo como Ameta.
Era el hombre un gallardo cazador apreciado de todos por sus maneras altivas y su sagacidad en el momento de perseguir y cobrar una pieza abatida por su arma. Iba un día primoroso, de aquellos que emergían del horizonte llenos de luz y tibieza, de caza acompañado, como siempre, de su perro, cuando éste oteó el rastro indeleble de un cerdo peludo o un jabalí, que es el antepasado más lejano y primario que tienen los cerdos. El can se dio a su persecución y lo fue acorralando hasta tenerlo prácticamente reducido junto a las aguas oscuras y llenas de la flor de loto de un estanque. El animal, acosado y sin otro recurso de defensa para zafarse de su cruel perseguidor, se lanzó en medio del verdoso y aromático líquido rodeado de plantas y de flores silvestres y, hundiéndose en él ya que apenas si sabía nadar, se ahogó.
Ameta, que vió cómo el verraco ofreció su vida a cambio de no dejarse atrapar, se dijo que aquello novia a ser óbice para que él cobrase su pieza y disfrutara de su victoria.
El cazador Ameta persistió largamente hasta que pudo extraer del estanque florido el cuerpo del animal que, desesperado, encontrara en él la muerte. Cuando consiguió, sudoroso y con la rabia, el insulto y la blasfemia a flor de piel, rescatar al ani- mal se dio cuenta que en su hocico llevaba una fruta extraña, y digo que era una fruta extraña para ellos ya que era completamente desconocido el coco, que tal era, entre aquellas nueve tribus que ocupaban aquel paradisíaco paraje de clima tropical y espeso follaje.
Ameta, sin saber lo que hacía ni para qué servía aquel fruto de corteza dura como la piedra, tomó el coco y lo colocó en uno de los estantes de su cabaña, cubriéndole con un trozo de sarga ajada y rnugrienta, en un lugar tal que desde su hamaca de dormir podía distinguirlo perfectamente y preguntarse repetidamente para qué podría servir aquello, por- que fruto todavía no sabía que era aquel objeto que parecía vegetal.
Arneta al fin fue vencido por el sueño, a la madrugada, y en medio de su ensoñación se le apareció un extraño hombre, una especie de mago, que le ordenó diciendo con voz enérgica:
-¡Planta el coco que tienes cubierto en la estantería y que ya está germinando!
La primera idea que bailó dentro de la cabeza de Ameta fue la orden que recibiera del hombre mágico que le hablara en sueños y por eso, incluso antes de desayunarse, plantó el coco en la profundidad de la tierra.
Al cabo de tres días ernergio de entre los terrones de la tierra un cocotero que crecía enormemente y al cabo de tres días más se llenó de flores.
El pobre Ameta se ilusionó con la dádiva del extraño personaje y quiso aprovecharse de ella tratando de tomar las flores y fabricarse con ellas un néctar delicioso que, a juzgar por la belleza de aquéllas, el licor debía resultar exquisito.
Para coger las flores de lo alto de la copa del cocotero el afortunado cazador se subió al cocotero y en su penosa escalada resbaló ligeramente y , con el afán de no caerse, se asió férreamente a una de las ramas del árbol y se cortó un dedo yendo a caer la sangre sobre una de las hermosas flores que llenaban la copa del cocotero.
Arneta, quizá un poco decepcionado por no haber conseguido su objetivo, marchó a su casa con el fin de curarse la herida por la que manaba sangre. Ya vendado el dedo y casi curado, cuando volvió al cocotero al cabo de tres días, con idéntica intención que tuviera cuando recibió la herida, vio con asombro que su sangre se había mezclado con el polen de la flor y que de esta mezcla había brotado una imagen. Su cara estaba ya plasmada y al cabo de tres dias más surgió el tronco. Después, ante la gran intriga del cazador hindú, al cabo de tres días más su sangre vertida se había convertido en una muchachita.
Ameta volvió, preocupado y ansioso por saber cómo acabaría aquel hecho mágico, y de nuevo en medio de su sueño se le apareció el magnífico y extraño personaje que no suplicaba sino ordenaba como un gran señor. Y le dijo:
-¡Envuelve a la muchacha del cocotero en un paño y llévala a tu casa!
El cazador, asustado y turbado ante la tamaña aventura que estaba viviendo y sin ánimo para desobedecer a un per- sonaje tan extraordinario que había entrado en contacto con él, se la llevó a su casa y lo primero que pensó es que si iba a tener bajo su cargo a una muchacha, a un ser viviente bellísimo, lo primero que debía de ponerle era un nombre. Y eso fue lo más fácil, no tenía que discurrir mucho, porque la muchacha era de donde había sido hallada. Y la llamó Hainuwele, que significa ramo de cocotero.
Los asombros de Ameta no terminaron con este hecho sino que las maravillas seguían, ya que al cabo de tres días la muchacha se había convertido en una verdadera mujer en edad núbil, apropiada para casarse. Pero Hainuwele, para asombro e incluso temor del cazador indio, no era como las demás muchachas, porque cuando realizaba sus necesidades orgánicas aparecían objetos preciosos, de gran valor; lo que aprovechó el hombre para enriquecerse con la presencia de la extraña criatura.
Por aquel entonces se celebró en la tierra un gran baile que duró nueve noches, al que asistieron las nueve grandes familias de los hombres que la habitaban.
En estas danzas los participantes formaban una espiral de nueve círculos, sólo bailaban los hombres y lo hacían por la noche. Las mujeres, que no tomaban parte en la gran danza, se sentaban en el centro mismo del círculo y ofrecían a los danzarines hierbas medicinales para masticar. Hainuwele, como cualquier otra mujer, brindaba esta hierba a los hombres que se movían a su alrededor, componiendo gestos cadenciosos y monótonos.
Al anochecer del segundo día, las nueve familias se reunieron en otro lugar bastante alejado del primero, pues los bailes no podían celebrarse dos días seguidos en el mismo sitio. Corno era costumbre, los hombres volvieron a colocar a Hainuwele en el centro del círculo para que les proporcionara -en todo momento las hierbas medicinales. Pero ocurrió algo insólito en aquellos lugares y en aquellos tiempos. La tradición se rompió. Cuando pedían los danzarines hierba a la muchacha, ésta en vez de darles el narcótico les daba coralina, planta marina de gran poder vermífugo que agradó mucho a los hombres. Y no fueron sólo los bailarines los que acudieron a pedir hierba a Hainuwele sino también los propios espectadores, produciéndose aglomeraciones de gentes que deseaban aquella alga que tanto les deleitaba, siendo la única mujer que era solicitada por la clase de obsequio vegetal que ofrecía. Y así terminó la gran danza del segundo día con los albores de la aurora que empujaba a las sombras de la noche para que huyeran y se escondieran en sus escondrijos rocosos.
La noche siguiente y las ulteriores la gran danza progresó y, en diversos y distintos lugares, se fueron formando las espirales de nueve círculos formadas por hombres y las mujeres repartían sus hierbas que aquellos mascaban. Sin embargo, Hainuwele cada noche obraba un milagro, cada noche repartía cosas más bonitas y preciosas.
La tercera noche, fueron platos de porcelana china lo que ofreció a los hombres. La cuarta, igualmente platos pero más grandes todavía. La quinta noche ofrecióles grandes machetes para utilizar en la selva. La sexta, repartió cajas de cobre labrado. La séptima noche les dio pendientes de oro, y la octava, repartió batintines, campanillas de oro. La novena noche ya no tuvo Hainuwele ocasión de repartir ningún beneficio más porque todos los acontecimientos se precipitaron 'dirigidos por la envidia, y fueron desarrollándose como se contará a continuación.
Los regalos que hacía cada noche Hainuwele a los danzarines despertaron entre ellos unos profundos recelos. Estaban, a pesar de los beneficios que obtenían de ella, celosos de Hainuwele y decidieron matarla.
En la última noche del gran baile ceremonial, los hombres, como si no ocurriera nada, con toda normalidad, colocaron a Hainuwele en el centro del círculo y en medio de éste cavaron un grande y profundo hoyo que el candor y la inocencia de la muchacha le impidieron pensar con qué malas o buenas intenciones se realizó la huesa.
Cuando la danza comenzó los hombres, con sus movimientos lentos y circulares, iban empujando imperceptiblemente a la muchacha hacia la cima hasta que, inexperta y dócil, cayó en su profundidad. Al momento el canto agudo e hiriente de tres cantores ahogó los gritos de terror que lanzaba Hainuwele mientras caía en el fondo oscuro del hoyo preparado como su sepultura por los envidiosos hombres, los insatisfechos dema. Rápidamente, y sin dar tiempo a la muchacha a reaccionar, llenaron la poza de tierra y continuaron el baile sobre la tierra, asentándola y compactándola con el pisar numeroso, pesado e inacabable de los danzarines que, en la superficie, bailaban sus danzas rituales y perpetraban impunemente un crimen. Cuando la aurora, en la madrugada, cubrió los cielos oscuros y las estrellas se escondieron en sus refugios diurnos el baile se dio por terminado y todos, danzarines, espectadores y mujeres, se dirigieron a sus casas, con la conciencia tranquila, o no tan tranquila porque las malas obras inquietan las mentes más retorcidas y cierran las bocas y quitan la alegría de los hombres,.y todos regresaron a sus cabañas mudos, sin hablarse, tan siquiera sin mirarse.
Ameta, el padre de Hainuwele, inútilmente esperó horas, el día entero, a que regresara a su hogar la hija adoptiva. Vio cómo los hombres pululaban por el poblado y nadie sabía dar razón de dónde se hallaba la muchacha. Pero no la quiso dar por perdida y, armándose de valor para recibir cualquier mala noticia y del coraje propio de un hombre que frecuentemente se enfrenta en los bosques con anima- les salvajes y sangrientos, acudió al lugar donde se realizara el baile de la novena noche, transido por el dolor que le causaba la idea de que Hainuwele hubiese muerto, alguien la hubiese matado.
Ameta llegó al lugar y vio la tierra todavía tierna del hoyo cubierto y, quizá por el mago de sus sueños o por propia iniciativa y decisión, se puso a quitar la tierra del hoyo cuando, al fin, llenos de sudor su rostro y su cuerpo y de tierra sus brazos y sus piernas desnudas, halló el cadáver de Hainuwele postrado en el fondo de la poza. Sacó el cuerpo inánime de la muchacha y, tal vez por temor a la venganza de los dema, que al conocer que había sido desenterrada la quisieran hacer desaparecer definitivamente incluso quemándola, descuartizó el cadáver y fue enterrando sus restos en diversos lugares anónimos alrededor del lugar en que la hallara. Enterró todo su cuerpo por partes excepto sus brazos que, en señal de sumisión y quizá de solicitud de venganza, los llevó a la Anciana, aquella venerable y sabia mujer que gobernaba y mandaba despóticamente sobre los dema, los hombres prehistóricos, que los dominaba.
De las partes enterradas de Hainuwele florecieron plantas y tubérculos, objetos desconocidos aún en aquellos tiempos en aquella tierra, y constituyeron el alimento principal de los indígenas.
Arneta rnaldecía a los hombres, a los dema, porque le sustrajeron el cariño y la presencia de su hija y la Anciana les odiaba, les guardaba rencor por el simple hecho de que habían matado, porque en aquel mundo jamás se había matado a nadie usando de la violencia.
La Anciana, que odiaba y tenía que castigar a los hombres, decidió construir una puerta valiéndose de los nueve círculos en espiral que correspondía a la formación de danzarines. Con ellos construyó una gran puerta. Ella colocó junto a aquélla un tronco encima del cual se subió y desde allí decidió dirigir el siguiente ritual:
La Anciana, que llevaba en sus manos los brazos corta- dos de Hainuwele, reunió a los hombres, los dema, en la otra parte de la puerta y se dirigió a ellos diciendo:
-No quiero seguir viviendo aquí, entre vosotros que habéis matado. Hoy os abandonaré. Y ahora todos,tenéis que acercaros a mí, atravesando esta puerta. Los que pasen seguirán siendo hombres, los que no pasen tendrán otro destino.
No hubo ningún hombre que no tratara de atravesar la puerta en forma de espiral, pero no todos los consiguieron. Los que fracasaron se convirtieron en animales o en espíritus. Este es el origen de los cerdos, ciervos, pájaros, peces y de los demás numerosos animales que pueblan la Tierra
A los hombres que llegaron a la puerta y la consiguieron atravesar, la Anciana los azotó con los brazos de Hainuwele.
Así, la muerte tocó a todos los hombres, como a las plan tas, de las que ya no podían prescindir. PERO AHORA PODÍAN CASARSE.
Después de cumplido este ritual que dio carácter humano al hombre, la Anciana se retiró al monte de los muertos. Quien quiera hallarla debe morir y atravesar ocho montañas.
                                                                    Fin