(Comentario del traductor J.J.)
La variedad de los
animales que participan activamente en los cuentos es muy grande, pero entre
ellos destacan algunos que aparecen con mayor frecuencia. Uno de estos animales
es el zorro, o la zorra, a veces solo y a veces en relación con otros animales
como tejones, serpientes, etc.; contrariamente a la habitual visión del zorro
que ofrecen las fábulas occidentales, para Japón la astucia maligna se convierte
en ingenio y la rapacidad en otras cualidades más positivas.
En la tradición china el zorro es un animal, al igual que en Occidente, astuto y
peligroso, de vida extraordinariamente larga, durante la cual va adquiriendo
poderes mágicos como el de transformarse en diversas cosas o personas, siendo
uno de sus disfraces predilectos el de hermosa mujer que trae problemas a los
hombres. Evidentemente, hay excepciones tan notables como Ren, la zorra
encantada de She Jiji (siglo VIII). Junto a este aspecto maligno existe también
otro muy semejante al de los duendes occidentales, traviesos y enredadores.
Sin embargo, los zorros japoneses suelen estar caracterizados por el ingenio,
apareciendo habitualmente en los cuentos como presencias divertidas o benignas.
en este caso un par de encantadoras zorritas.
Muchas gracias amigo J.J.!
cariños de Limara®
Cuento japones
LA SEÑORA ZORRA Y EL
LEÑADOR
Hace mucho tiempo vivía en una aldea situada a los pies de una montaña un
anciano leñador tan pobre de dinero como de familia, pues había enviudado mucho
tiempo atrás y desde entonces vivía solo en su choza. Podríamos pensar que la
soledad y la pobreza habían hecho del anciano un hombre triste y amargado, pero
no era así. Cada mañana nuestro hombre cogía su hacha2 y se marchaba a la
montaña, donde recogía leña durante todo el día para volver al anochecer
cargando un enorme haz.
Un buen día volvía el leñador a su casa, tan cargado como siempre, cuando vio,
entre las parras, algo que saltaba. Se acercó un poco y se dio cuenta de que era
una pequeña zorrita de ojos grandes y mirada encantadora, que intentaba una y
otra vez alcanzar un racimo de uvas. Pero eran en vano todos los esfuerzos del
cachorrito, pues era muy pequeña para la altura del racimo.
—Pobre pequeña —dijo el leñador— eres todavía dema¬siado chiquitina
para alcanzarlas, y también para separarte de tu madre. Ten, toma, antes de que
te hagas daño —siguió diciéndole aquel buen hombre al tiempo que cortaba el
raci¬mo y se lo daba—; pero debes prometerme que volverás enseguida con tu madre
y tus hermanos. Hala, venga, date prisa, no vaya a verte algún cazador o
alguien que te pretenda comer.
Tan sólo cuando vio al cachorro desaparecer con el racimo entre los dientes, el
viejo leñador continuó su camino. Pero la zorrita no se fue y, escondida entre
los arbustos y las piedras, le siguió durante un buen rato hasta que, temiendo
adentrarse demasiado por terrenos desconocidos, se detuvo y, desde la cumbre de
una colina, le vio alejarse mientras pensaba cómo demostrarle su agradecimiento
por el favor que acababa de hacerle.
Pasó algún tiempo y el leñador siguió su vida de trabajo sin perder su alegría,
a pesar de la dureza que suponía el trabajo de cortar y cargar leña. Un día se
dio cuenta de que necesitaba algunas cosas y se encaminó por la mañana temprano
al mercado, que estaba en una aldea no demasiado cercana. Se entretuvo todo el
día entre el bullicio del mercado y emprendió el regreso a casa con la tarde ya
avanzada. Como no quería que le sorprendiese la noche a medio camino, procuró
darse prisa. Cuando el sol empezaba a ponerse, y tras un recodo del camino, se
encontró con la pequeña zorrita que le estaba esperando junto al camino; a pesar
de la poca luz la reconoció en seguida, pero como no podía entretenerse si no
quería tener un mal encuentro con bandoleros o con las Criaturas Peludas,
decidió no entretenerse habiéndola. Sin embargo, el animalillo le siguió durante
un trecho y, después, empezó a cruzarse una y otra vez delante de sus pies.
—Pero bueno, —dijo una de las veces, en que casi tropezó con ella— ¿se puede
saber qué haces? Parece como si me qui¬sieras decir algo. A ver, ven que te coja
y me dices lo que sea—. Naturalmente, la zorrita no se dejó coger, pero tampoco
escapó—. Me parece, me parece, que tú quieres llevarme a alguna parte. Está
bien, te sigo.
Eso era precisamente lo que quería el animalito que, al instante, se metió por
unos senderillos cada vez más enrevesados y ocultos, sin dejar de volverse para
asegurarse de que el leñador seguía sus pasos. A pesar de lo difícil de los
caminos por los que le llevaba la zorrita y la poca luz que quedaba ya, el
anciano ni se perdía ni se retrasaba. Así llegaron a la guarida de la familia de
la cachorrita. A la entrada jugaban sus hermanitos, que no parecieron extrañarse
ni mucho ni poco ante la presencia del desconocido, grande y casi invisible por
la oscuridad creciente.
—Vaya, vaya, mi pequeña amiga, ¡me has traído a tu casa!; es una invitación muy
cortés por tu parte.
Estaba hablando todavía cuando vio sobre un cojín plano a la Señora Zorra
acostada. A simple vista pudo darse cuenta de que estaba enferma, a pesar de lo
cual se incorporó y saludó con toda cortesía.
—Mi hija —dijo después de los saludos— me ha contado lo amable y bondadoso que
fue usted cogiéndole las uvas, y deseaba agradecérselo personalmente, pero, como
estoy enferma, no he podido ir. Sin embargo, no es correcto retrasar
la demostración de nuestra gratitud; por eso me he permitido enviar a mi pequeña
para que le esperara junto al camino. Espero no haberle causado molestia alguna.
—Es para mí un honor inesperado tener el placer de conocerla, Señora Zorra, pero
nada hay que agradecer, salvo su gentil invitación.
Pasaron un buen rato en estas y otras amabilidades semejantes; el leñador se
encontraba muy a gusto allí, pero no quería demorarse más, pues los caminos eran
peligrosos por la noche3.
Cuando ya se estaba despidiendo de la Señora Zorra, ésta sacó de debajo del
cojín una caperuza roja y se la dio.
—Es una nadería que quizás pueda serle útil en algún momento. Tiene algunas
virtudes muy peculiares y hay que tratarla con cuidado, como sin duda va a hacer
usted.
Se despidieron y la zorrita le llevó de nuevo al camino. Llegó a su casa sin
encontrar problemas ni con salteadores ni con fantasmas.
A la mañana siguiente, el leñador se levantó como todos los días y, como todos
los días, se dispuso a ir al bosque, pero cuando salió de su casa se dio cuenta
de que hacía fresco y pensó que sería un buen momento para estrenar el regalo de
la Señora Zorra. Así lo hizo y apenas se puso la caperuza oyó:
—Parece que los fríos se adelantan este año.
—Sí, pero todavía nos quedan días de sol.
Pero, por más que buscó a su alrededor, no había nadie que mantuviese semejante
conversación cerca; se quitó la caperuza y, ante su sorpresa, dejó de oír las
voces. Pensando que sería el sonido de la brisa entre las ramas, se volvió a
poner la caperuza dispuesto a iniciar su trabajo. Tan pronto como lo hizo las
conversaciones volvieron a dejarse oír, y no era una o dos, sino muchas. Así
comprobó el anciano que la caperuza le permitía oír y entender las
conversaciones no sólo de los pájaros, a quienes había oído charlar sobre el
tiempo, sino también de las plantas y los demás animalillos del bosque. Claro
que también había entendido a la Señora Zorra sin llevar la caperuza, pero había
sido porque le había hablado en lenguaje humano; con la caperuza, por el
contrario, les entendía cuando los animales y las plantas hablaban su propio
idioma.
Desde ese día, ir a cortar leña dejó de ser un trabajo para el leñador, pues
gustaba de oír lo que decían las criaturas del bosque; aquellos sonidos, entre
los que había vivido tantos años, cobraron un nuevo sentido. Descubrió que las
grullas son sabias, que conversan sobre Buda y cosas espirituales que son
difíciles de entender para los hombres; que los gorriones son traviesos y
decidores; que los halcones hablan igual que los samurais; y que los ruiseñores
cantan, precisamente, lo que siempre han creído los hombres: canciones
melancólicas de amor. Los bambúes son bondadosos y refinados; los pinos en sus
charlas semejan antiguos generales, fuertes y con muchos años sobre sus
cortezas; los lotos se entienden bien con las grullas; y los crisantemos tienen
alma de poeta. Las margaritas son charlatanas; las peonías, aristócratas; la
hiedra, sibilina; y la flor del cerezo, valiente4.
Era hermoso oírles a todos menos, quizás, a águilas y hortensias5, pero
especialmente a los simpáticos gorriones y a los sesudos cuervos. Así se le
pasaban las horas al anciano leñador sin enterarse ni del tiempo ni del
cansancio del trabajo. Una de esas mañanas, mientras cortaba leña, oyó a un
grupo de gorrio¬nes piar al alejarse volando:
—¿Sabéis que la hija del hombre más rico del pueblo está enferma?
No pudo el leñador oír el resto de la conversación, pues se alejaron
rápidamente, y ya sabemos todos a la velocidad con que los gorriones van de acá
para allá. Sin embargo, posados en una rama justo encima del anciano estaban
dos hermosos y cabales cuervos. Y uno de ellos le preguntó al otro:
—¿Es cierto, mi querido amigo, lo que van diciendo esos insensatos?
—Así parece, mi respetado colega —contestó el segundo cuervo.
—Según yo sé —intervino un tercero posándose en la rama con pesado aleteo— la
pobre niña está así por culpa de una maldición.
—Ciertamente —dijo el segundo cuervo—, así lo aseguran los cuervos más ancianos.
—¿Quién ha podido maldecir a la pobre criatura?
—Parece ser que su padre ha construido un granero muy grande junto al
alcanforero.
—¿Aquel hermoso alcanforero? —graznó con añoranza, que al leñador le pareció de
amores, el primer cuervo.
—Sí, aquél. Lo malo es que como el granero es tan grande, está oprimiendo
demasiado al árbol y éste, en venganza contra el padre, ha enfermado a la niña;
una niña encantadora, por otra parte.
Después cambiaron de conversación y, finalmente, acordaron ir a otro árbol para
contemplar un paisaje que, según el primero de los cuervos, era bellísimo en
aquella época.
Sin embargo, nuestro hombre no tenía el ánimo para paisa¬jes, pues le había
dejado muy preocupado oír que una niñita estaba enferma. Creo recordar que ya
hemos dicho que era persona sumamente bondadosa, y por supuesto no podía
quedarse de brazos cruzados ante tal situación; así que se encaminó directamente
a la casa del rico del lugar. Efectivamente, allí estaba el alcanforero y, a su
sombra, un enorme granero. Era un árbol espléndido, añoso y fuerte, pero ahora,
a simple vista, se apreciaba que estaba enfermo; con las hojas lacias, las
ramas quebradas y, envolviéndolo, un aire de tristeza. Buscó al padre de la
niña y dueño del alcanforero que, como podemos suponer, estaba sumamente
preocupado; por eso, cuando el leñador le dijo que quizás pudiera ayudarle a
recuperar la salud de la niña, el buen padre se entusiasmó y le prometió
compensarle de mil maneras si lo conseguía.
—No quiero nada, salvo que me permitas pasar la noche en tu jardín, y mañana te
podré decir con toda seguridad si podemos hacer algo por tu hija.
Permitió eso y hubiera permitido cualquier cosa con tal de poder ayudar a su
niña; llevaba muchos días junto a su colcho¬neta6 y empezaba a desesperar. Toda
la familia se alegró, como cabe imaginar, y se alteraron todos tanto que el
leñador se llegó a preguntar cómo podría decirles que no se podía hacer nada, si
tal era el caso. Llegó la noche y todos entraron en la gran casa, todos menos el
leñador, naturalmente. Esperó hasta la medianoche, cuando toda la aldea dormía;
entonces se puso la caperuza y escuchó. Pasó largo rato sin oír nada, y ya
comenzaba a impacientarse, cuando el alcanforero se quejó:
—Cada día me haces más daño, ¡ay!, estás demasiado lleno, no lo resistiré mucho
más tiempo —se lamentaba el árbol hablando con el granero, que, lógicamente, no
le contestaba.
Hasta entonces el leñador tan sólo había oído a los animales y a las plantas, ni
una sola vez se le ocurrió intervenir en sus conversaciones, así que no sabía si
podía hablar con ellos, pero valía la pena probar.
—Buenas noches, Señor Alcanforero, —saludó cortesmente— le ruego me disculpe si
le causo alguna molestia, pero he oído sus quejas y me pregunto si acaso se
deben al granero que tiene a su lado.
—Sí, es por su culpa, está tan repleto, es tan grande, que me está matando. Por
eso, para vengarme de su dueño, he hecho que la niña enfermara.
—¿Podría entender que si le quitasen tan molesto edificio la niña sanaría?
—Por supuesto, pero ¿quién puede hacer que el ricachón quite de aquí su granero?
Cuando amaneció, el leñador se presentó ante el desesperado padre y le contó lo
que ocurría. Ni que decir tiene que el rico ordenó quitar el granero
inmediatamente y que a los pocos días la niña jugaba bajo el alcanforero,
rebosando los dos salud y alegría.
Aunque nuestro leñador no quería recibir recompensa alguna, tanto y tanto
insistieron los padres de la pequeña en ofrecérsela, que hubiera sido una
imperdonable descortesía no aceptarla. Y fue tan grande la que le dieron los
padres de la niña que pudo vivir siempre sin tener que trabajar, aunque siguió
yendo al bosque todos los días a escuchar a los animales; no olvidó entonces
llevar a la Señora Zorra y a los zorritos mucha pasta de soja, que como todo el
mundo sabe es la comida favorita de los zorros7, y que ayudó a que la Señora
Zorra se recuperase de su enfermedad.
2 El hacha japonesa recibe el nombre de ono. Esta herramienta, así como la hoz,
kama, y las dedicadas a la trilla, tonfa y nunchaku, forman un grupo de
instrumentos agrícolas que, por las necesidades defensivas del campesinado, se
convirtieron en armas sin variar su forma, mediante el desarrollo de técnicas
específicas dentro de las artes marciales.
3 Ya vimos en el volumen I la situación social que generaba el bandidaje por las
rutas japonesas y la creencia en espíritus atormentados que habitaban en parajes
solitarios haciendo más peligrosos esos caminos.
4 He procurado dar en este párrafo uno de los sentidos simbólicos que la
cultura japonesa otorga a grulla, halcón, bambú, pino, loto, peonía, hiedra y
flor de cerezo. Su simbología es más profunda y variada, como tendremos
ocasión de ver.
5 Animal y flor que entre otras, como la lechuza, tienen unas connotaciones
supersticiosas de mala suerte.
6 En las casas japonesas no existe la cama tal y como la entendemos en
Occidente; son colchonetas más o menos gruesas que durante el día permanecen
enrolladas y cuando son necesarias se extienden en el suelo.
7 La pasta de soja es un alimento habitual en la cocina japonesa, y forma parte
de una gran cantidad de platos como la sopa roja de miso (pasta de soja
fermentada con sal y levadura, es más bien un desayuno), el tofit (pasta
blanquecina semejante al queso fresco, elaborada a base de soja), y el shoyo
(salsa marrón hecha de soja fermentada, usada como condimento del pescado crudo
y las legumbres confitadas o hervidas).