Relatos cortos de antiguas culturas

R. Benito Vidal

 

LOS TRES SOBERBIOS

Había un ser orgulloso de sí mismo que se llamaba Vucub-Caquix. Y éste tenía dos hijos llamados Zipacná y Cabracán, cuya madre era Chimaltmat.

Eran los tres soberbios que ocupaban la Tierra cuando ésta y el cielo ya existían, pero aún estaba cubierta la faz del Sol y de la Luna, cuando todavía no estaban creados nuestros primeros padres.

La soberbia de Vucub-Caquix era tal que decía de sí mismo:

—Yo soy el Sol, la claridad, la Luna. Grande es mi esplendor. Por mí caminarán y vencerán los hombres. Porque de plata son mis ojos, resplandecientes como piedras preciosas, como esmeraldas; mis dientes brillan como piedras finas, semejantes a la faz del cielo. Mi nariz brilla de lejos como la Luna, mi trono es de plata y la faz de la Tierra se ilumina cuando salgo frente a mi trono. Así, pues, yo soy el Sol, yo soy la Luna. Así será porque mi vista alcanza muy lejos.

Zipacná, por su parte, creó en una sola noche seis grandes montes con los que jugaba a la pelota y decía, poseído de sí mismo:

—Yo soy el que hizo la Tierra!

Cabracán movía los montes y hacía temblar las montañas grandes y las pequeñas colinas. Y le satisfacía decir:

—Yo soy el que sacudo el cielo y conmuevo toda la tierra!

Los dos hijos disputaban a su padre la grandeza.

Pero Vucub-Caquix, a pesar de las palabras que recitaba sobre el mundo, no era el Sol, se vanagloriaba únicamente de sus plumas y riquezas, y su vista sólo alcanzaba el horizonte y no se extendía sobre todo el universo. Su única ambición era engrandecerse y dominar sobre los demás seres. Por eso sobrevino sobre la Tierra el diluvio. Éste fue el principio de su derrota, el fin de la gloria de Vucub-Caquix. por que el Corazón del Cielo Huracán, justo e inapelable, había resuelto la muerte y destrucción de los tres soberbios a manos de dos verdaderos dioses encarnados en dos simples muchachos que llegaron a la Tierra desde el cielo.

Los encargados de hacer justicia comprendieron la orden y se dijeron:

“No está bien que esto sea así, cuando el hombre no vive todavía aquí sobre la Tierra. Así, pues, probaremos a tirarle con la cerbatana cuando esté durmiendo; le tiraremos y le causaremos una enfermedad, y entonces se acabarán sus riquezas. sus piedras verdes, sus metales preciosos, sus esmeraldas, sus alhajas de que se enorgullece. Y así lo harán todos los hombres, porque no deben envanecerse por el poder ni la riqueza.”

Y se echaron a caminar en su busca con las cerbatanas al hombro.

Vucub-Caquix tenía un gran árbol que se llamaba nance, cuyo fruto muy pequeño y muy sabroso y aromático le gustaba mucho. Todos los días acudía allí y se subía a lo alto de la copa del árbol. Los dos dioses descubrieron que aquélla era su comida y se pusieron al acecho! esperándole escondidos entre la maleza. Llegó el soberbio y directamente se encaramó en lo alto del nance para comer de aquellos frutos diminutos. Allí mismo fue alcanzado por los tiros certeros de las cerbatanas de los dioses que le dieron en la quijada y le hicieron caer desde lo más alto del árbol.

Uno de los dos justicieros se lanzó sobre el cuerpo caído del poderoso para apresarle pero éste, doblándole “el brazo desde la punta hasta el hombro”, se lo arrancó. Y se fue pan su casa llevando la extremidad del dios consigo y sosteniéndose con una mano la quijada, cuyo dolor le atormentaba.

Chimalmat, su esposa, al verlo llegar presa del dolor y la agitación, le preguntó qué había ocurrido. El le respondió:

— ¿Qué ha de ser, sino aquellos dos demonios que me tiraron con cerbatana y me desquiciaron la quijada? A causa de ello se me menean los dientes y me duelen mucho. Pero yo he traído su brazo para ponerlo sobre el fuego. Así que se quede colgado y suspendido sobre el fuego, porque de seguro que vendrán a buscarlo esos demonios.

Mientras tanto los dos jóvenes dioses escogidos por el propio Corazón del Cielo iban al encuentro de una pareja de ancianos, muy viejos y humildes, muy encorvados y que tenían los cabellos completamente blancos. Eran Gran Jabalí Blanco y Gran Pisote Blanco; en realidad, eran la pareja creadora en aquella primitiva etapa del mundo de antes del nacimiento de nuestros primeros padres.

Los muchachos les pidieron a los dos viejecitos que Les ayudaran a rescatar el brazo de uno de ellos que estaba en poder de Vucub-Caquix, que ellos les acompañarían a su casa y se harían pasar por sus nietos, porque sus padres ya estaban muertos, y que les ayudarían a pedir limosna, “pues lo único que sabemos hacer es sacar el gusano de las muelas”. De esa forma el poderoso los vería como a dos muchachos corrientes y podrían estar presentes para aconsejarles en todo momento.

Así lo convinieron. Se pusieron en camino y llegaron hasta la casa de Vucub-Caquix, donde sentado en su trono gritaba a causa de dolor de muelas.

Los dos abuelos dijeron al señor que iban en busca de alimentos, que aquellos dos jóvenes eran sus nietos con los que repartían la comida que les daban.

El poderoso, mientras tanto, se moría de dolor y les rogó que le ayudaran, a lo que contestaron los ancianos:

—¡Oh, señor, nosotros sólo sacamos el gusano de las muelas, curamos los ojos y ponemos los huesos en su lugar!

—Está muy bien. Curadme tos dientes, que verdadera mente me hacen sufrir de día y de noche, y a causa de ellos y de mis ojos no tengo sosiego y no puedo dormir. Así, pues, tened piedad de mí, apretadme los dientes con vuestras manos.

—Un gusano es el que os hace sufrir. Bastará con sacar esos dientes y poneros otros en su lugar.

Vucub-Caquix se resistió a desprenderse de los dientes porque “sólo así soy señor y todo mi ornamento son mis dientes y mis ojos”.

Los ancianos le dijeron que le pondrían en su lugar otros hechos con hueso molido.

El poderoso aceptó.

Le sacaron los dientes y en su lugar le pusieron granos de maíz blanco que le brillaban dentro de la boca. Sus facciones decayeron de inmediato y ya no parecía señor. Luego le curaron los ojos reventándole las niñas “y acabaron de quitarle todas sus riquezas”.

Así murió Vucub-Caquix y también su esposa Chimalmat. El médico se apropió de todas sus riquezas, esmeraldas y piedras preciosas, que habían sido su orgullo en la Tierra.

Los dos ancianos, como se ha dicho, eran dos seres maravillosos y con su poder volvieron a pegar el brazo arrancado en el hombro del joven dios.

Una vez ejecutada la primera orden de Corazón del Cielo, ambos muchachos se dirigieron en busca del hijo ma yor de Vucub-Caquix, el llamado Zipacná.

—Yo soy el creador de las montañas —decía Zipacná.

Se estaba bañando a las orillas de un río. Había matado a cuatrocientos muchachos porque quisieron engañarlo y enterrarlo vivo en un gran hoyo que construyeron como pago a la ayuda que él les prestó en la edificación de una gran casa que se estaban haciendo.

Zipacná se pasaba los días junto a la orilla de los ríos buscando pescados y cangrejos con los que se alimentaba, pues ésta era su única comida. Durante el día se dedicaba a la busca de su alimento y por la noche se echaba los montes a cuestas.

Los dos jóvenes dioses al ver dónde residía su debilidad se pusieron en seguida a fabricar una figura con forma de cangrejo muy grande. Valiéndose de ramas, de hojas de plantas y de una concha de piedra confeccionaron el gran crustáceo que llevaron hasta la falda de un gran cerro llamado Meauán, donde habían decidido matarlo. Luego fueron al encuentro de Zipacná, se acercaron a él y le pregunta ron adónde iba, a lo que él repuso que no iba a ningún lugar sino que estaba procurándose la comida de todos los días, que consistía en pescado y cangrejos, pero que todavía no había encontrado ninguno y hacía ya dos días que no comía y estaba hambriento. Ellos le contestaron:

—Allá en el fondo del barranco está un cangrejo y ¡bien que te lo comerías! Sólo que nos mordió cuando lo quisimos coger y por eso le tenemos miedo. Por nada iríamos a cogerlo.

— ¡Tened lástima de mí! Venid y enseñádmelo, muchachos —rogó Zipacná.

Los otros se negaron y le indicaron el camino que debía hacer para no perderse:

—Sigue por la vega del río y llegarás al pie de un gran cerro, allí está haciendo ruidos en el fondo del barranco.

Zipacná les rogó que le acompañasen y les ofreció a cambio decirles dónde había muchos pájaros para que ellos los abatieran con sus cerbatanas. Su humildad convenció a los dioses y se aprestaron a acompañarlo con la condición de que ellos no descenderían al barranco ni se acercarían al gran cangrejo porque les mordió cuando intentaron hacerlo. Así lo hicieron. Llegaron al fondo del barranco y allí, tendido sobre su costado, estaba el cangrejo mostrando su concha colorada.

Zipacná al verlo saltó de alegría mientras decía:

— ¡Qué bueno! ¡Quisiera tenerlo ya en la boca!

Se acercó al enorme crustáceo y trató de cogerlo pero no podía. El animal se escapaba de él escondiéndose en una angosta cueva, de su misma medida, que se abría a los pies del monte.

Los muchachos le preguntaron desde lejos:

—¡Lo cogiste?

—No —contestó—— porque se fue hacia adentro, aunque poco me faltó para ello —y añadió dispuesto a no perderse la comida Creo que sería bueno que yo penetrase donde se esconde para cogerlo.

Así lo hizo, “pero cuando ya casi había acabado de entrar y sólo mostraba la punta de los pies, se derrumbó el gran ce no y le cayó lentamente sobre el pecho”.

Nunca más volvió Zipacná y fue convertido en piedra.

Al pie del gran monte llamado Meauán fue vencido el primero de los hijos de Vucub-Caquix, aquel que, según la antigua tradición, hacía las montañas, el segundo de los soberbios.

Pero los dos verdaderos dioses que enviara Corazón del Cielo debían terminar su misión y acabar con la soberbia que impusieron el señor y sus dos hijos sobre la Tierra. Con esa intención se encaminaron los des muchachos en busca de Cabracán, el segundo de los hijos de Vucub-Caquix y Chimalmat y el tercero de los soberbios.

— ¡Yo derribo las montañas! —decía.

Huracán, el Corazón del Cielo, recordó a los muchachos:

—Que el segundo hijo de Vucub-Caquix sea también vencido. Esta es nuestra voluntad. Porque no está bien lo que hace sobre la Tierra, exaltando su gloria, su grandeza y su poder, y no debe ser así. Llevadle con halagos allá donde nace el Sol.

Los dos muchachos obedecieron y fueron al encuentro de Cabracán. Este se ocupaba en sacudir las montañas dando terribles golpes con sus pies sobre la tierra, con los que aquéllas se abrían y se desmoronaban.

Los jóvenes dioses, al encontrarlo, le preguntaron que adónde iba. El les contestó:

—A ninguna parte. Aquí estoy moviendo las montañas y las estaré derribando mientras haya sol y claridad.

Y fijándose en los dos muchachos les inquirió con cierta desconfianza:

— ¿Qué venís a hacer aquí? ¿No conozco vuestras caras? ¿Cómo os llamáis?

Ellos contestaron:

—No tenemos nombre. No somos más que tiradores con cerbatana y cazadores con liga en los montes. Somos pobres y no tenemos nada que nos pertenezca, muchacho. Solamente caminamos por los montes pequeños y grandes, muchacho. Y precisamente hemos visto una gran montaña, allá donde se enrojece el cielo. Verdaderamente se levanta muy alto y domina la cima de todos los cerros. Así que no hemos podido coger ningún pájaro en ella —y cambiando radical mente su conversación le preguntaron—: Pero, ¿es verdad que tú puedes derribar todas las montañas, muchacho?

Cabracán, muy interesado y lleno de vanidad, quiso saber más e inquirióles:

-¿De veras habéis visto esa montaña que decís? ¿En dónde está? En cuanto yo la vea la echaré abajo. ¿Dónde la visteis?

—Por allá —indicaron—- por donde nace el Sol.

El les rogó:

—Mostradme el camino.

Los otros contestaron:

—No puedes ir sólo. Has de ir con nosotros.

—Bien. Pues acompañadme —dijo Cabracán.

Los muchachos le explicaron:

—Tenemos que llevarte en medio de nosotros: uno irá a tu mano izquierda y el otro a tu mano derecha, porque tenemos nuestras cerbatanas y si hubiere pájaros les tiraremos.

Y así lo hicieron. Caminaban alegres probando sus cerbatanas los dioses y cuando tiraban no usaban las pellas de barro endurecido sino que con sus propios soplos abatían a las avecillas que revoloteaban sobre las copas de los árboles. Cabracán al contemplar su destreza quedó perplejo y admirado.

Cuando llegó la noche, los tres caminantes se detuvieron en un claro del bosque que surcaban e inmediatamente los dos muchachos buscaron leña e hicieron un gran fuego. Se sentaron alrededor del mismo los tres y, sacando los vengadores de sus alforjas los pájaros que mataron durante el día, se dispusieron a asarlos. Cabracán les observaba percatándose de que los dos muchachos no estaban dispuestos a repartir su comida con él. Un poco mohíno, se recostó sobre una roca y desde ella contemplaba los movimientos ágiles de sus compañeros de viaje.

Ellos seguían asando pájaros en el fuego pero, en un momento en el que no eran observados por Cabracán, tomaron uno de ellos y, una vez asado, lo untaron completamente con una tierra blanca, con yeso, y se lo guardaron en el zurrón. Y cuchichearon entre los dos diciendo:

—Le daremos esto para que se le abra el apetito con el olor que despide. Este nuestro pájaro será su perdición. Así como la tierra cubre este pájaro por obra nuestra, así dare mos con él en tierra y en tierra lo sepultaremos.

Y el otro le contestó dirigiendo la mirada al tercero de los soberbios:

—Como el deseo de comer un bocado es natural en el hombre, el corazón de Cabracán está ansioso.

Mientras se iban asando todos los pájaros, éstos se iban dorando al cocerse, de forma que la grasa y el jugo que se escapaban al derretirse con el fuego despedían un aroma delicioso que abría más y más el apetito del soberbio, que sentía unas terribles e inaguantables ganas de comérselos o, al menos, probarlos. La boca se le hacía agua, bostezaba hambriento y la baba y la saliva le caían viscosas sobre su pecho, corriéndole por él a causa del excitante olor de las aves asadas.

Sin poder resistirse más, Cabracán les preguntó lleno de ansia:

— ¿Qué es esa vuestra comida? Verdaderamente es agradable el olor que siento. Dadme un pedacito.

Era la ocasión que estaban esperando los dos muchachos. Con disimulo sacaron de su zurrón el pájaro que habían preparado para él y se lo dieron.

— ¿Está rico?

El soberbio les miró con gula y asintió con un gesto de su cabeza. Pero en seguida se dio cuenta de que su hambre había sido saciada con tan magra comida. Se encontró satisfecho y no le dio importancia.

 

En cuanto se hizo de día emprendieron de nuevo los tres hombres su camino en dirección a la gran montaña que se hallaba al Este, por donde sale el Sol. Para entonces a Cabracán ya se le habían aflojado las piernas y las manos, “ya no tenía fuerzas a causa de la tierra con que habían untado el pájaro que se comió, y ya no pudo hacerles nada a las montañas, ni le fue posible el derribarlas”.

Los dos jóvenes dioses, viéndolo caído sobre la tierra, se abalanzaron sobre él y lo amarraron fuertemente. Luego le ataron los brazos sólidamente detrás de la espalda, sujetándole también con una soga de esparto los pies y el cuello y, una vez lo tuvieron inmovilizado, cavaron allí mismo una fosa profunda y lo enterraron vivo.

De esta forma fue vencido Cabracán, el tercer soberbio, sentenciado por la voluntad del sereno y justo Huracán, el Corazón del Cielo, que no permitía que ningún señor se envaneciese con riqueza y con poder usando sus propios dones que no les pertenecían.

 

FIN