Relatos de los mitos de Cthulhu (I)
H. P. Lovecraft y otros
ÍNDICE
La escuela de
Lovecraft, por Carlo Frabetti (al final de página)
Los mitos de Cthulhu,
por August Derleth
La llamada de Cthulhu,
por H. P. Lovecraft
El regreso del brujo,
por Clark Ashton Smith
Ubbo-Sathla, por
Clark Ashton Smith
La piedra negra, por
Robert E. Howard
Los perros de
Tíndalos, por Frank Belknap Long
Los devoradores del
espacio, por Frank Belknap Long
El morador de la
oscuridad, por August Derleth
LA ESCUELA DE LOVECRAFT O LA DIALÉCTICA DE LA AMBIGÜEDAD
Ocurre a menudo con los autores malditos, relegados durante años (con frecuencia
hasta bastante después de su muerte), que cuando de un modo u otro son
«descubiertos» todo el mundo intenta apropiárselos.
Despreciado durante mucho tiempo por la crítica oficial como un mediocre
discípulo de Poe, y hoy universalmente reconocido como uno de los maestros
indiscutibles de la literatura fantástica, tanto los exegetas de la ciencia
ficción como los pontífices del «realismo fantástico» y los oráculos de la
cultura de la droga reclaman a Lovecraft como ilustre precursor; gnósticos,
teósofos y ocultistas lo alinean en sus filas, y la escuela psicoanalítica
junguiana ve en su narrativa la ilustración literaria de sus postulados. Y lo
más curioso es que puede que todos tengan razón, al menos en parte. Incluso sus
detractores, aunque no quienes le ignoraron o desestimaron la importancia de su
obra.
Pues en la narrativa lovecraftiana hay un tal cúmulo de elementos heterogéneos,
con frecuencia contradictorios, que, personalmente, dudo mucho que se pueda dar
de ella una interpretación unívoca, como a menudo se ha intentado.
De los numerosos estudios sobre Lovecraft y su escuela —la mayoría
superficiales, meramente descriptivos o divagatorios, y hasta tendenciosos— debo
recomendar vivamente al lector interesado en profundizar en el tema (pese a lo
antiestratégico que resulta hacer propaganda de la competencia) los extensos
prólogos de Rafael Llopis a su antología de los Mitos de Cthulhu y al ciclo de
aventuras oníricas de Randolph Carter (ambos publicados por Alianza Editorial).
La alusión no es del todo desinteresada, ya que las conclusiones de Llopis me
servirán de excelente pretexto para ilustrar mi tesis sobre la ambigüedad
lovecraftiana.
A lo largo de sus análisis, Llopis compara acertadamente la típica estructura
narrativa lovecraftiana con los ritos iniciáticos y las experiencias
psicodélicas; sostiene que la lectura de Lovecraft comporta una liberación de la
necesidad reprimida de vivir experiencias fantásticas, por lo que su efecto es
psicológicamente saludable, y que, gracias a su capacidad «evocadora de lo
arquetípico», la obra de Lovecraft resulta básicamente progresiva. Afirma,
además, que al manifestarse y liberarse a través del arte, se evita que esta
reprimida tendencia hacia lo numinoso cristalice en mitos o en actitudes
ideológicas irracionalistas, y que los cuentos de Lovecraft no comportan una
evasión de la realidad puesto que no pretenden hacernos creer que lo que en
ellos se narra es real.
Si bien en general estoy bastante de acuerdo con Llopis, opino que algunas de
sus afirmaciones entrañan más de un equívoco, por lo que creo conveniente, si no
refutarlas, al menos matizarlas:
La no pretensión de verosimilitud no es condición suficiente para determinar la
índole no evasiva de una obra. Varias de las consideraciones de Llopis sobre la
narrativa lovecraftiana podrían aplicarse, por ejemplo, a los tebeos de
Superman; tampoco en éstos se pretende convencernos de que exista un superhombre
volador, y constituyen asimismo una forma «artística» de gratificar el ansia de
experiencias fantásticas. Sin embargo, los tebeos de Superman son básicamente
evasivos, alienantes y reaccionarios, en función del esquema de valores que
proponen y de su defensa implícita de la moral vigente.
Del mismo modo, en la narrativa lovecraftiana abundan los elementos
reaccionarios, en la medida en que refleja y fomenta determinados prejuicios
(los raciales y los clasistas, por ejemplo), en la medida en que propugna
solapadamente una determinada concepción ético-estética («Nulla estética sine
ética»), en función de su maniqueísmo subyacente. (Todo esto es especialmente
cierto si por «narrativa lovecraftiana» entendemos no sólo la obra del propio
Lovecraft, sino también la de sus seguidores.)
Es verdad que, tal como afirma Llopis, una lectura «distanciada» de Lovecraft
puede resultar a la vez reveladora, liberatoria y revulsiva, y por ende
beneficiosa. Pero también la visión «distanciada» de un spaghetti-western, un
spot publicitario o el más tópico filme de terror puede ser revulsiva, sin que
ello impida que dichos productos sean básicamente evasivos, y que de hecho, a
gran escala, cumplan una función alienante.
En la medida en que la narrativa lovecraftiana revela alegóricamente la
inestabilidad de las apresuradas racionalizaciones sobre las que se asienta
nuestra civilización; en la medida en que nos recuerda que no hemos superado en
absoluto lo irracional, sino que nos hemos limitado a darle la espalda (que por
cierto es la mejor manera de quedar a su merced); en la medida en que invita al
lector a asomarse a los pozos de su inconsciente... en esta medida la narrativa
lovecraftiana es progresiva. Pero en la medida en que fomenta ciertos
prejuicios, en la medida en que invita a la evasión por el ensueño (Lovecraft
era un onirómano contumaz, y he podido comprobar personalmente que muchos de sus
lectores también lo son), en la medida en que asume el maniqueísmo de una moral
intransigente y regresiva... en esta medida es indudablemente reaccionaria, y su
lectura acrítica, superficial, comporta una evasión de la realidad.
En mi opinión, pues, la narrativa lovecraftiana es intrínsecamente ambigua, por
no decir contradictoria. Y en este sentido sigue siendo válido, hasta cierto
punto, el compararla con los alucinógenos, que pueden servir tanto para «ampliar
el área de la consciencia» (Ginsberg) como para embotarla.
En cualquier caso, la ambigüedad, contradictoriedad y conflictividad de la obra
de Lovecraft y su escuela son las de nuestro tiempo, y en cuanto a su casi
multitudinario éxito actual, desgraciadamente no puedo estar de acuerdo con
Jaques Bergier cuando dice: «Si finalmente Lovecraft encuentra la acogida que
tanto había esperado, es debido a que entre muchos de nosotros la imaginación se
ha despertado.» Lo que se ha despertado en muchos de nosotros es más bien el
miedo lovecraftiano ante un entorno cada vez más hostil, cada vez más aberrante
tras su máscara de racionalismo. Lovecraft no sólo es el inspirado juglar del
inconsciente colectivo, sino también, y principalmente, de la neurosis
colectiva. Y de ahí, precisamente, su extraordinario interés, su rara
fascinación y su indudable importancia cultural.
Tal vez convenga aclarar, para el lector no iniciado (y nunca mejor dicho lo de
«iniciado», tratándose de la escuela de Lovecraft), que los Mitos de Cthulhu no
sólo no constituyen el desarrollo sistemático de una mitología perfectamente
configurada (como nos advierte el propio Derleth en su introducción), sino que
ni siquiera forman un ciclo delimitado y elencable. Prácticamente toda la obra
de Lovecraft está relacionada directa o indirectamente con los Mitos, y efectuar
la lista completa de los relatos de otros autores que han continuado la
tradición sería casi tan difícil como llevar a cabo la bibliografía exhaustiva
de una determinada temática fantástica. Aun hoy día se escriben y publican
relatos incluibles en los Mitos. Incluso en España hay aficionados que
ocasionalmente publican en fanzines y revistas especializadas como Nueva
Dimensión pequeñas aportaciones a la mitología lovecraftiana.
Y es que, de hecho, los Mitos constituyen una temática (o subtemática, si se
prefiere) más de la narrativa fantástica. Una temática abierta y susceptible de
evolución, con sus «precursores» (equívoca palabra que sólo me atrevo a usar
entre comillas), sus clásicos, sus subproductos y sus innovadores. De ahí que
bajo el título Mitos de Cthulhu puedan publicarse, y de hecho se publiquen,
antologías diferentes.
La recopilación llevada a cabo por August Derleth (que presentamos en tres tomos
independientes de los que éste es el primero) no tiene, por tanto, la menor
pretensión totalizadora, ni siquiera paradigmática. Pero se trata, eso sí, de
una exposición amplia y representativa de los Mitos, a cargo de la persona más
indicada para esta tarea: el más directo colaborador de Lovecraft tanto en vida
de éste como postumamente, y el hombre que más ha contribuido a la difusión de
su obra y la de sus seguidores.
La excelente versión de Francisco Torres Oliver, auténtico especialista en la
materia, contribuye de forma inestimable a transmitir al lector hispanoparlante
la peculiar fascinación del lenguaje lovecraftiano, y la introducción del propio
Derleth sitúa de manera escueta pero precisa el fenómeno literario de los Mitos.
Sólo queda pedir disculpas a los completistas por la inevitable publicación de
algunos relatos de los que ya existían versiones en castellano. Era la única
forma de ofrecer íntegra a nuestros lectores la antología más autorizada y
representativa sobre uno de los fenómenos culturales más sugestivos e
inquietantes de nuestro tiempo.
CARLO FRABETTI