El regalo de Nguenechén
Desde que Nguenechén los puso en el mundo, los mapuches veneraron el Pehuén, la
araucaria patagonica, el árbol extraordinario que se yergue solamente en las
laderas y los valles del Neuquen. Debajo de su sombra generosa, junto al grueso
tronco, se reunían los grupos a rezar, brindaban sus ofrendas de carne, sangre y
humo, y colgaban de sus fuertes ramas regalos de agradecimiento.
El invierno, muy crudo, estaba durando demasiado, y la tribu se había quedado
sin recursos: los ríos estaban helados, los pájaros habían emigrado y los
arboles esperaban la primavera. La tierra se encogía debajo de la nieve. Muchos
resistían el hambre, pero los chicos y los viejos se morían. El gran Chau no
escuchaba las plegarias, también Él parecía dormido...
Entonces se tomo una medida desesperada: el toki decidió que los jóvenes se
dispersaran, que se fueran lejos hasta encontrara alimentos, que cada cual
buscara, por donde le pareciere, bulbos, bayas, hiervas, cualquier grano o raíz,
y los trajeran al campamento.
Hubo un muchacho que, muy alejado de su ruca, recorría una región de montañas
arenosas y áridas, barridas sin tregua por el viento. Volvía hambriento y
aterido, con las manos vacías y la vergüenza de no haber encontrado nada para
llevar a casa cuando, después de una loma, un viejo desconocido se le puso a la
par.
Caminaron juntos un buen rato, y el muchacho le hablo de su tribu, de sus
hermanitos, de los enfermos, de los que tal vez ya no volvería a ver cuando
llegara.
El viejo lo miro con extrañeza y le pregunto:
- No son suficientemente buenos para ustedes los piñones? Cuando caen del Pehuen
ya están maduros, y con solo una cápsula se alimenta una familia entera.
El muchacho le contesto que siempre habían creído que Nguenechén prohibía
comerlos, que resultaban venenosos y que, además, aprecian tan duros...
Entonces el viejo le explico que a los piñones había que hervirlos en mucho agua
o tostarlos al fuego, y que en invierno había que enterrarlos para preservarlos
de la helada. Y apenas le hubo dado estas indicaciones, se alejo.
El muchacho siguió su camino pensando en lo que había escuchado: Era posibles
que la comida hubiese estado siempre al alcance de la mano? Acaso no sabían
todos, desde siempre, que no se puede comer el árbol sagrado?
Apenas llego al bosque busco bajo los arboles, entre la helada, allí donde en
verano crecen las pequeñas violetas amarillas, todos los frutos que encontró, y
los guardo en su manto. Corriendo como podia, los llevo ante el Toki y le contó
las instrucciones del viejo.
El jefe escucho atentamente, se quedo un rato en silencio y finalmente dijo:
- Ese viejo no puede ser otro que Nguenechén, nuestro gran Chau, que bajo otra
vez para salvarnos. Vamos, no desdeñemos este regalo que nos hace.
La tribu entera participo de los preparativos de la comida. Muchos salieron a
buscar mas piñones, se acarreo el agua y se encendió el fuego. Después tostaron,
hirvieron y comieron las semillas dulces el fruto dorado. Fue una fiesta
inolvidable.
Se dice que, desde ese día, los mapuches nunca mas pasaron hambre. Inventaron
las tortillas de harina de piñón y la chicha que llamaron Chawü. E inauguraron
una tradición: el gran viaje de recolección de principios del otoño, cuando
grandes grupos se reunían en los bosques de Pehuén a juntar la reserva para el
invierno y agradecían a Nguenechén haberlos salvado de la hambruna.
Y todos los días, a la hora de rezar, cuando un mapuche se para frente al sol
naciente y extiende hacia el su mano limpia y abierta, lleva en ella una ramita
de Pehuen y dice:
A ti que no nos dejaste morir de hambre,
A ti que nos diste la alegría de compartir,
A ti te rogamos que no dejes morir nunca al Pehuen,
El árbol de las ramas como brazos tendidos.