El Sacrificio que apagó el Lanín
Dicen los mapuches que cada montaña tiene su dueño, su Pillan, un espíritu que
guarda sus tesoros y la protege de los grandes abusos. El Pillan vive en la
cumbre desierta hasta donde nadie se aventura, pero baja para recorrer sus
caminos, cuidar los animales del bosque y asomarse a la orilla de los lagos o a
la puerta de los valles, donde termina su reino. Cuando el Pillan se enoja, un
viento amenazante comienza a agitar las copas de los arboles, expulsando el
silencio y reuniendo las nubes. Cuando castiga, provoca tormentas, derrumbes,
erupciones... Y calamar la ira de un Pillan a veces exige sacrificios
inolvidables.
La tribu del cacique Huanquimil vivía hace mucho tiempo en el valle de Mamuil
Malal, contra la ladera norte del Lanin, donde los pehuelches se levantan
enhiestos y oscuros como centinelas, donde crecen los amankays como una sorpresa
repetida y corren las maras entre la espesura.
Una vez, un grupo de muchachos recorría el bosque buscando caza, siguiendo las
huellas de un huemul. Decididos, con el carcaj y el cuchillo bajo el manto de
lana y seguidos por los perros, iban subiendo la ladera.
- Seguro que se fue para el torrente – dijo uno – allí lo atraparemos. – Y sin
mas palabras marcharon, optimistas, siempre hacia arriba, siguiendo la
rastrillada que circunda la montaña.
Sus pasos se hicieron sigilosos al acercarse a la cascada. Era un arroyito,
apenas un hilo de agua que bajaba desde la cumbre, donde piedras o ramas caídas
formaban aquí u allá pequeños estanques, donde el bosque perdía toda rudeza,
tapizado de musgo y adornado de flores.
Ocultos y en silencio, esperaron al huemul. Después de un rato que pareció muy
largo, el animal llego al claro y se puso a beber delicadamente el agua
transparente. Los muchachos apuntaron sus flechas, pero los perros, inquietos se
les adelantaron y espantaron al ciervo, que se escapo rápidamente ladera arriba,
buscando el refugio de los arboles.
Y comenzó la persecución. Los perros olfateaban la huella y corrían, erizados,
mientras los cazadores se separaban, subiendo por distintas sendas, para
acorralar a la presa. A veces el huemul se detenía y luego, asustado, volvía a
escaparse, siempre trepando montaña arriba, su única vía libre.
Ya estaban muy alto cuando lo atraparon, cuando arrinconaron contra las grandes
peñas al animal ya sin resuello. Así pudieron clavarle sus cuchillos, temblando
ellos también, sin aliento para gritar el triunfo, con el corazón batiendo como
el parche de un Kultrun y las pantorrillas dolorosas.
Una vez recuperados, miraron a su alrededor antes de comenzar el descenso. No
conocían ese sitio, nunca habían subido tan alto por las laderas del Lanin, y el
paisaje había perdido su aspecto familiar. Ya no había arboles, con hongos
sembrados a sus pies; ya no se veían mas pájaros ni flores; aquí y allá se
encontraban los huesos blancos de algún animal muerto; el suelo rocoso no se
escondía bajo la alfombra de hojas, de frutos, de ramitas... se desnudaba,
barrido por un viento helado que no tenia ya donde enredarse. La montaña entera
parecía depurarse en silencio y blancura.
Cierto desasosiego los hizo interrumpir el descanso y desear estar de vuelta en
su ruca, con el fuego encendido y el olor del asado deshaciéndose en humo...
Entonces se levantaron y comenzaron el descenso, arrastrando el cadáver montaña
abajo.
Antes de que el cuerpo del huemul fuera desollado y su carne deshuesada y
salada, el volcán empezó a humear, amenazante. Y esa misma noche, acostados,
todos sintieron en sus cuerpos el temblor de la montaña y escucharon el retumbar
se sus entrañas.
Así comenzaron días de angustia para la gente de Huanquimil. El humo nubló el
cielo y no se vio mas la luz del sol, la tierra caliente temblaba bajo los pies
de los mapuches, una lluvia de cenizas caía sobre los sembrados. De nada
sirvieron las rogativas, las ofrendas... Como podría aplacarse la furia del
Pillan? La machi recurrio a las cortezas de Coihue, pero las escrituras
resultaron ambiguas. Entonces se recluyo dos días para meditar, aislada en una
grieta, envuelta en su grueso manto y alimentándose solo de tallos de niolkin.
Volvió de su retiro ensombrecida por l revelación: solo una ofrenda calmaría al
Pillan, y pedía el mayor tesoro de Huanquimil, su hija Huilefún.
- Debe llevarla arriba el mas joven y valiente de los Koná - agrego la machi.
Cómo lloraron los huanquimiles! Pobre huilefun, tan hermosa, que no terminaría
de crecer!
- No puede ser, no puede ser!! – gritaba su madre, desesperada.
Pero el feroz sacrificio debía cumplirse.
Hermanas y primas vistieron y arreglaron a Huilefún, que, callada, las dejaba
hacer.
Ellas le trenzaron el pelo, la arroparon en un manto nuevo y se lo sujetaron con
un broche de Llanka. Así se presento ante todos los que se habían reunido para
despedirla, mirando con ojos tristes a los muchachos, pensando si seria este o
aquel el encargado de acompañarla arriba.
Se adelanto Quechuán y dijo:
- yo te llevo, Huilefún. Y llego el momento de la despedida. El sonar de los
Kultrunes ahogo el sollozo de Huanquimil; su mujer, con el cabello cortado,
corrió hasta Huilefún para darle el ultimo abrazo y prenderle en el pecho su
mechón de duelo. Después Quechuan le dio la mano a la muchacha y se los vio
desaparecer y aparecer alternativamente, camino arriba, hasta que sus siluetas
se perdieron en la montaña encapotada de humo y de cenizas.
Quechuan y Huilefún subieron sin hablar la cuesta del Lanin. Les faltaba el
aliento por el esfuerzo y de a ratos se sentaban a descansar sobre las rocas. A
medida que subían el calor se hacia insoportable, y tenían que taparse la cara
con el manto para no respirar el aire cargado de ceniza.
Cuando Huilefun no pudo mas, Quechuan la sentó sobre sus hombros. Así llegaron
hasta el borde del cráter.
- Ya podes volverte, Quechuan – dijo muy bajito Huilefun.
Quechuan bajo a la muchacha pero no la soltó. La rodeo con sus brazos y le dijo:
- Yo me quedo con vos – y beso los labios calientes de Huilefun.
Se sentaron juntos, abrazados debajo de sus mantos, que habían unido. Hasta que
algo los cubrió de improviso, una sombra en medio de las sombras. Eran las alas
de un cóndor, que, poderoso, se abalanzo sobre la pareja y arranco a Huilefun de
los brazos de Quechuan. Aprisionándola con sus garras la levanto en el aire,
sobrevoló la cima y la dejo caer en la boca humeante del cráter.
Mientras Quechuan corría cuesta abajo, un aire húmedo y frío invadio la montaña,
al tiempo que caían los primeros copos. Fue la nevada más grande de que se tenga
memoria, duro tantos días que ya nadie recuerda cuantos. Constante, blanca,
mansamente, la nieve cayo sobre el cráter sepultando para siempre su fuego
milenario, enfrío la montaña para salvarla del incendio y cubrió la tierra
mapuche con su blanco mantel protector.
Cubierto de nubes o reluciendo al sol, el viejo Lanin es la montaña más
importante de Neuquen. Su cúpula asimétrica, siempre brillante de nieve, atrae
de inmediato la mirada y nadie la deja atrás sin darse vuelta para verlo por
ultima vez. Sereno, inconmovible, se yergue por sobre el esplendor de bosques de
suelo ceniciento y lagos de playas oscuras, vagos recuerdos de antiguos
incendios.