EN LAS TIERRAS DEL POTOSI (BOLIVIA)





Capitulo I

Era de ver a Martin Martines el día de su salida de Sucre. Sus
botas charoladas reverberaban a la luz del sol; sus diminutos
espolines dejaban oir apenas un suave tintín cuando andaba por el
patio o habitaciones de la casa disponiendo algunos arreos de su
silla de montar; llevaba un pantalón de amarilla tela que hacía
feo
contraste con el negro luciente de sus botas; su delgado poncho de
largos flecos pendía descuidadamente de sus hombros; su sombrero
de
jipi-japa con el ala levantada por delante dejaba entrever por encima
de la oreja la punta de un barboquejo puesto por su madre, pero que
no queria usarlo por parecerle poco gracioso; un gran pañuelo de
crema escarlata redeaba su cuello formando un rosón hacia
adelante.
En suma, mostraba una indumentaria todo lo menos apropiada para un
largo viaje por regiones inclementes, y a lo suma pasadera para ir de
paseo a cualquier valle próximo.

Con todo, Martin parecía muy animado. Aquella mañana se
levantó de
cama más temprano que de costumbre, impaciente que le trajesen de
la
posta la mula que el día anterior alquilara para su viaje. Por
fin,
había llegado el día de su partida. Por fin, iba a irse a
Llallagua,
a esa tierra opulenta y soñada, donde sabiá que se ganaba el
dinero a
manos llenas, y de donde esperaba regresar al cabo de un tiempo a
deslumbrar a sus amigos con su largueza.

Un sol de primavera, luminoso y caliente, brillaba sobre las
blancas paredes y los techos rojos de la casa. En un rincon del
patio, una mata de madreselvas, que estaba a medio trepar en un pilar
próximo, movía rato a rato sus floridos festones, como diciendo
adiós
a Martin, y un pajarillo, posado sobre el alero, daba, a intervalos
regulares, sus agudos gorjeos, como si también se le despidiese.

Pero Martín poco o nada se fijaba en este bello asunto que le
ofrecía la Naturaleza, pues con el afán de su marcha, más
iba su
pensamiento a la mula esperada u otros objetos prosaicos referentes a
su viaje.

Cuando le llamaron al comedor, negóse a comer, no obstante las
insinuaciones de su madre, el pedazo de asado y los huevos fritos que
ella le hiciera preparar, y apenas bebió a sorbos, como
maquinalmente, el café que le sirvieron.

Llegó el postillón de la posta con la mula. Era un animal
greñudo
y amojamado, con las costillas haciendo relieve por bajo del
estropeado pellej, el labio inferior colgante, en ademán de
desaliento, y, por añadidura, con una protuberancia, a punto de
reventar, sobre el lomo. Martín sufrió y aun se indignó ante
semejante espectáculo; pero no habia más recurso que
conformarce. Ya
sabía él con las postas de Sucre no hay que tener exigencias.
Ensillose, pues, a la mula con lentitud y mal, pues, además de que
ella ensayaba mordiscos y coces, Martín, nada experimentado en la
operación de ensillar convenientemente una caballería, pudo
apenas, y
sólo con la ayuda del postillón, llenar medianamente tal
operación.

Luego, a última hora, notando que sus alforjas estaban
sumamente
pasadas y voluminosas, trató de aligerarlas sacando de ellas
varias
cosas; pero su madre, cuya mano cariñosa había hecho caber
allí
buenos pollos y botellas de vino, hízole oportunas reflexiones
sobre
la necesidad que tendría de esos menesteres en el camino, hasta
que
al fin le redujo a llevarlos.

Por fin, llegó la hora. Martín, no sin cierta emoción,
dio el
abrazo de despedida a su madre, que lloraba de verle partir por vez
primera a tierras lejanas; montó con torpeza y dificultad, y
salió de
casa caballero en su flaca mula, cuyos cascos resonaron profundamente
sobre las losas del zaguán.

Entretando, el sol continuaba reverberando con viveza, la
madreselva meciéndose suavemente al soplo del aire cargado de su
fuerte aroma, y el pajarillo posado sobre el tejado, siempre
gorjeando con su vibrante voz.


AUTOR JAIME MENDOZA

Capitulo II

Era una mañana radiante. La campiña de Sucre, rojiza y
polvorienta, reverberaba bajo la inmensa bóveda azul. A través de
ella, culebreaba el camino carretero del Norte. Veíanse, diceminadas
en sus contornos, casuchas de labriegos, algunas de las cuales
mostraban banderolas blancas en señal de que allí habia chicha para
aplacar la sed de los caminantes. Por el ancho camino pasaban, con
dirección a la ciudad, tropas de borricos cargados de comestiblesy
arreados por indios de montera negra, poncho rojo y calzones blancos.
Las indias, con la gruesa lliclla, en la que llevaban grandes bultos
cargados a la espalda, conducían en sus manos grandes cantaros con
leche o platos colmados de sabrosa nata.
Al tardo paso de su desmirriada mula avanzaba Martin lentamente,
dejando atrás la ciudad y mirando delante el camino onduloso que en
grandes curvas iba a perderse a su frente. El postillón, caminándo
tras él, tocaba de cuando en cuando su pututu, del que salia siempre
la misma nota, una nota prolongada y monótona que los ecos repetían a
lo lejos. Martin trataba a ratos de hacer correr a su mula; pero el
trote seco e inmisericorde de ella, le obligaba a continuar
nuevamente paso a paso. Luego, el joven concluía por soltar las
riendas, y con la cabeza inclinada distraídamente, dejábase arratrar
por sus pensamientos. Pensaba en su madre, a quien acababa de dejar
llorando; en su pueblo natal, que ya no vería en algún tiempo; en
Lucía, una grandiosa muchacha que la noche anterior le había jurado
por la trigésima vez que nunca le olvidaría, y, en fin, en todo lo
que iba dejando atrás. Sentía, por lo mismo, cierta tristeza; pero
luego reanimábale la idea de que estaba yendo a una tierra riquísima,
donde esperaba que le iría muy bien y de donde regresaría pronto.
Recordaba continuamente a su amigo Máximo Godoy, quien le había
contado tales cosas de aquella tierra, que llegó a ser una obsesión
en el marchar allí lo más pronto. El no era, ciertamente, un hombre
audáz y aficionado a aventuras extraordinarias; pero le gustaba vivir
holgadamente, y como para vivir holgadamente se necesitaba dinero, y
el dinero no abundaba en las arcas de su casa, Martín se hizo la
cuenta de que lo que más le convenía era hacer lo mismo que Máximo
Godoy, esto es, ir a trabajar a Llallagua para volver de alli con los
bolsillos llenos. Recordaba también como había conocido a Godoy en el
colegio, un muchacho pobre, desarrapado y decididamente bruto. Y,sin
embargo, pasados algunos años, volvió averlo hecho un señor, hablando
de grandes negocios y manejando fajos de billetes de banco. ¿Cómo los
había adquirido? Muy fácilmente: en Llallagua. ¡Llallagua! Desde
entonces, para Martín, Llallagua vino a ser una fascinación,algo así
como el país de Ofir, un país fantástico y deslumbrante, donde no
había más que extender la mano para retirarla colmada de monedas de
oro. ¿Por qué el no podía hacer lo mismo que Godoy, quien siendo casi
un idiota se había hechon rico en un periquete? Martín era estudiante
del tercer año de derecho; mas bajo el influjo de sus nuevas ideas,
resolvió despedir el derecho hasta mejor ocasión y dedicarse de lleno
a sus propósitos. con la elocuencia que le inspiraba su empeño, no le
fué difícil convencer a su madre de que lo que se proponía era lo
mejor que se podia hacer, y muy pronto pudo adquirir, mediante los
esfuerzos de ella, los recursos necesarios para su viaje. Tampoco fué
difícil una carta de recomendación de un amigo influyente para el
gerente de la Compañía de Llallagua; y con esto y con la cabeza llena
gratas iluciones, se lanzó camino adentro de sus deseos. Ya se veía
Martín, como su colega Máximo godoy, invitando valientes copas de
champagne a sus amigos, llevando en los dedos anillos con piedras
brillantísimas y mandando a su novia obsequios que le hiciesen
palidecer de gusto y de admiración. ¡Cómo iba a gozar a su regreso!
¡Cómo iba a llamar entonces la atención de los demás!.

De pronto, la mula se detuvo, y de seguida dobló sus rodillas y se
acosto en la tierra.
Era que la presión causada por la silla sobre el tumor de su lomo
lo iba mortificando a lo sumo, y quiso aliviarse echándose al suelo,
sin tener en cuenta al caballero.
Este, interrumpiendo tan bruscamente en sus pensamientos, se
atolondró, y apenas tuvo tiempo de sacar los pies de los estribos
para hacerse a un lado y no ser aplastado por el cuerpo del animal.
El postillón declaró que la mula tenía ese hábito fe´simo de
recostarse en tierra; que asimismo lo había hecho con otros viajeros,
y que, por lo mismo, había que ir con mucho tiento.
Con lo cual, Martín ya no tuvo tranquilidad para seguir
entregándose a sus anteriores pensamientos, y prosiguió el camino
atento solo a que la mula no le hiciese una nueva jugada. En sus
exasperaciones echaba pestes contra el postero de Sucre, que le había
sometido a tal tortura, y deseando llegar de una vez a La Punilla,
que era la siguiente posta, donde debía cambiar de animal.
Pero la suerte siguió maltratándolo.
Cuando llegó a La Punilla, negáronse a darle animal,con pretexto
de que el correo debía pasar luego y tendría que ocupar todos los
animales de la posta. Martín no sabía que hacer. Inútil fue exhibiese
ante el postero las más expresivas consideraciones sobre los grandes
perjuicios que le acarreaba aquella tardanza. El postero le oyó como
oir llover, y en poco estuvo que Martín, armandose de inusitada
energía, emprendiese a bofetones con aquel flemático jayán, a la
manera de otros viajeros.
Felizmente llegó el correo, y como el conductor advirtiese los
apuros del joven, le tuvo, sin duda, lástima, pues hizo que se le
diese el animal que reclamaba. Martín, muy agradecido para aquel
hombre, regalóse con abundantes tragos de vino, y siguió el viaje en
su compañía. Por su parte, el conductor, complacidocon las
demostraciones del joven y su aire ingenuo y suave, prometióle que en
las siguientes postas le haría proporcionar inmediatamente bestias de
viaje; con lo cuál el joven comprendío que lo que más le conveniá era
no desprenderse del correo, bien que el iba por lo regular a galope,
y Martín podía apenas seguirlo.
Efectivamente en la otra posta, llamada Fisisculco, dieron
inmediatamente a Martín la mula que necesitaba, pues el conductor
había acudido a la superchería de decir que el joven iba muy apurado
desempeñando una comosión prefectural.
Pero Martín no conto con lo difícil de su empeño de ir al paso del
correo. Apenas pudo llegar con él al pueblejo de Moromoro, donde
estaba la cuarta posta. Sentíase deshecho con aquel caminar galopante
pasando como una exhalación por breñs y quebrados, y ya no quería
sino dar descanso a sus molidos huesos. A Moromoro llegaron al
atardecer, y como de allí debía continuar el correo caminando toda la
noche, Martín se horrorizó ante esa idea, y no tuvo más remedio que
despedirse de su compañero y quedarse a pasar la noche en la posta de
Moromoro, donde con dificultad le proporcionaron una pésima cama
cuyas incomodidades fueron, sin embargo, tolerables para Martín, en
razón de su cansancio.
Al día siguiente, nuevas dificultades para seguir el viaje. En la
posta no había más animales que la mula, aun más desgraciada que la
del tumor, pues su espalda era una sucesión de horrorosas mataduras.
Martín protestaba.
El postero, un viejo de luenga barba gris, le hizo las más
curiosas reflecciones sobre la escasez de forraje, sobre la carencia
de acémilas y sobre el completo descuido de las autoridades para
atender debidamente el servicio de postas, concluyendo en seguida por
invitar un trago de singani en la misma copa en que acababa aquél de
beber, y que, naturalmente, rechazó este.
Martín, indignado ante el cinismo del viejo, tuvo que salir de la
posta a buscar en el pueblo un animal de alguno de los lugareños.
Afortunadamente, pudo coseguir uno. Era un caballito sin herraduras y
de aspecto salvaje, por el que debió pagar un flete subidísimo, y que
durante el camino a la siguiente posta le dió no pocos sustos, pues
se espantaba y saltaba como un cabrito. Martín comprendió en aquella
ocasión que cabalgando en animales de tan variada ídole, debía sufrir
quien sabe qué percances, él que hasta entonces no había hecho ningún
ejercicio de equitación.
El cuadro de la naturaleza había variado por completo. Ahora ya no
veía Martín las amenas perspectivas del día anterior. La vegetación
se hacía más raquítica; ya no se veía mas que uno que otro árbol, y
en cambio se presentaban áridas serranías, pampas de aspecto desolado
y, en general, una perspectiva monótona y desesperante. En este día,
el viajero anduvo primeramente por una planicie inmensa cubierta a
trechos de menudo pasto; siguió por una angosta quebrada flanqueada
de sombríos peñascos; ascendió por una cuesta enpinada; bajó, pasó
por una serie interminable de escabrosos desfiladeros y, por último,
volvióa ascender otra cuesta que terminaba en una yerma meseta, donde
la esperaba un nuevo huésped, al que no estaba familiarizado, y que
debió acompañarle por bastante tiempo: eñ viento.
El viento cantaba allí su eterna canción. Silbaba entre los
pajonales de las alturas de karakara, formaba a la distancia
remolinos de polvo que se levantaban en grandes espirales
blanquecinas, azotaba a las peñas solitarias que se destacabann a lo
lejos simulando castillos fantásticos, chasqueaba entre las aristas
de las rocas, metíase lúgubremente entre sus hendiduras produciendo
fúnebres aullidos, resbalaba sobre las aterciopeladas praderas, y se
perdía bramando, y volvía a aparecer, y subía y bajaba, y se
retorcía, y gritaba incansable, petente, frío, insistente, siempre
movible y siempre tenaz, como si fuese el único señor despótico de
aquella agria región.
Con las primeras rachas de viento voló el sombrero de Martín, y
fue necesario que el postillón corriese una larga distancia para
recogerlo. Recién entonces, dió el joven razón a su madre, que con
tanta solicitud había puesto el barboquejo al sombrero, y ya en
adelante no dejó de usar el importante adminículo.
En la posta de Karakara quedó Martín muy sorprendido de que,
contra todo lo que esperaba, el postero le diese con mucha facilidad
el animal que hubo pedido; de manera que pudo seguir adelante sin
dilación ninguna; pero en Ocurí, la siguiente posta, volvieron a
presentarse los inconvenientes. Allí, los encargados del servicio de
posta, que eran indios, estaban todos borrachos y no hicieron caso
ninguno del viajero, y aun sinestarlo habría pasado lo mismo, pues ya
se sabe que los indios de las postas se mueven únicamente bajo el
estimulo de los palo, y Martín estaba muy lejos de acudir a semejante
recurso. No tubo, pues, más que quedarse a pernoctar en Ocurrí. Fue
una noche atroz. El maltrecho viajero tenía frío y hambre. Acogióse a
un cuarto de la posta donde por único menaje habían dos poyos de
barro para servir de mesa y de cama. Dificilmente consiguió que le
diesen un par de cueros de oveja para recostarse; y en cuanto a
alimentos, daba la imposibilidad de conseguir ni un poco de caldo
caliente, tuvo que recurrir a sus alforjas, y esta fue la segunda vez
que a Martín dio también razón a su madre, que tan ahincamente había
puesto en las alforjas los pollos y el vino, que le supieron a
maravilla y reconfortaron en mucho su atribulado organismo.
Al día siguiente, cuando Martín, tiritando de frío hace en
aquellas alturas inclementes, solicitó el animal que necesitaba,
tampoco le hicieron caso. Los indios, que durante la noche habían
seguido bebiendo el alcohol con agua, estaban unos completamente
embriagados, y otros durmiendo. Fue necesario que Martín, por consejo
de un poblano, recurriese al corregidor del lugar, y únicamente con
la intervención de este personaje, que hizo lujo de su poder en los
indios, pudo conseguir una mala bestia, en que siguió
melancólicamente su viaje.
Por la tarde, llegó a otro pueblo, Macha, donde estaba la última
posta que debía tocar, pues el resto del camino a Llallagua tenía que
hacerlo pasando por los pueblos de Pocoata y Chayanta, en lso que no
había sevicio de postas en ese tiempo.
Por su fortuna, halló Martín en Macha una benévola acogida en el
postero del lugar, un viejo bonachón que se avino sin mucho trabajo a
las insinuaciones del joven, proporcionándoleun buen mulo y un
postillón que debían conducirlo hasta Llallagua.
Martín respiraba. Ya había viajado más de treinta leguas y no le
faltaban sino unas veinte para llegar a Llallagua. Y sobre todo ya no
tendría que ver en adelante con las malditas postas, que le dejaron
un recuerdo detestable. Y al madecirlas, el viajero no se fijaba para
nada en que, dadas las grandes dificultadesde viabilidad en Bolivia,
hoy mismo subsistentes en vastas circunscripciones de su territorio,
las postas, con su pésimo servicio y todo, constituyen uno de los
pocos medios, y, en ciertos casos, el único, de acceso y salida en
las poblaciones mediterráneas del país.
Al otro día muy temprano proseguía su marcha el viajero. Ahora su
vista se recreaba sobre extensos alfalfares y cabadales bajo riego,
entre los que pasaba el camino. Aun llegó a ver algunos arbolitos, y
se sorpredió gratamente divisando a lo lejos un sauce gigantesco que
cobijaba bajo sus agobiadas ramas una casa de campo. Temprano pasó
por el pueblo de Pocoata, pueblo de sangrientos recuerdos históricos
y de viejas leyendas. El viajero debió atravesarlo de extremo a
extremo. En sus deciertas calles no vio mas habitantes que un perro
con cara de hambre y un viejo encorvado y sucio que caminaba
claudicando. La iglesia, de altas y blancas bóbedas, estaba a punto
de derruirse. Cuando Martín salió de entre el callado caserío, le
pareció que había pasado sobre el cadaver de un pueblo.
Tarde de noche llegó a Chayanta. Aquella jornada había sido de mas
de quince leguas y atravesando por tremendas cuestas y laderas en las
que bastaba un paso en falso para despeñar al caminante a barrancos
que estaban ha centenares de metros. El postillón contó a Martín cómo
habían perecido allí gentes y animales, y Martín no se atrevía ni aun
a mirar el fondo de los precipicios.
Al llegar a Chayanta, Martín sentíase tan rendido, que no pensaba
sino en recostarse a descansar. Mas la población estaba sumida en el
sueño, y no había donde albergarse. Por fín, después de andar mucho
por las calles, vió una puerta de cuyas hendeduras emergía un poco de
luz. Llegóse allí y preguntó a los que le abrieron donde era la casa
del corregidor, pues pesaba alojarse allí. Se lo indicaron, y tuvo
andar nueve calles para llegar a dicha casa, ante cuya puerta estuvo
llamando más de media hora, y como no había trazas de que le
abriesen, no tuvo mas remedio que volver a la única tienda con luz
que había encontrado, y allí pidió por favor que se lo hospede. No le
hicieron buena cara las gentes que allí estaban, que eran dos mujeres
indias y un arriero que tocaba un charango. Habláronce en aimará, y
concluyeron por decir en quechua a Martín que no tenian donde
alojarlo. Martín pensaba si no tendría que tirarse en media calle a
descansar; pero, con el frío que hacía, tuvo miedo, y de nuevo
insistió, e insistió tanto, que al fin lo dejaron entrar a la tienda
sus inhospitalarios moradores. No había más gentes que las dos indias
y el arriero. Tomaban chicha, mascaban coca y hablaban siempre en
aimará. Martín , para congraciarse con ellos, regalóles casi el resto
de provisiones que le quedaban en las alforjas, consistentes en
azúcar, té y singani. Con esto varió la situación. Pronto le bridaron
un vaso de chicha, que Martín bebió con avidez, pues se moría de sed.
El arriero se encargó de poner en seguridad y con bastante forraje al
mulo del viajero, y las mujeres le prepararon, por medio de lanudos
cueros de oveja y de llama, una cama que, si no era del todo limpia y
cómoda que hubiese deseado, por lo menos le sirvió para abrigar y dar
descanso a su cuerpo.
Martín estaba ya solo a cuatro leguas de Llallagua. He aquí lo que
le alentaba y le hacia disimular los trabajos y sinsabores por los
que iba pasando. Al día siguiente llegaría por fin a su destino, y ya
no más indios, mulos ni corregidores, ya no más precipicios, ni
hambre, ni cansanci, ni hastío. Pensando en esto, se durmió arrullado
por el cuchicheo de las mujeres que, por consideracióna el, habían
resuelto hablar en vos baja, mientras el arriero había cesado de
tocar su charango.
Apenas amanecía cuando despertó a Martín una voz desolada. Era el
postillón, que había venido a avisarle que el mulo se había escapado.
Martín, lleno también de desolación, recordó que el arriero se
comprometió por la noche a asegurar el mulo; pero el postillón le
dijo que había sido pura oferta, que el arriero no hizo tal cosa, que
el mulo no tuvo qué comer, y que, forzosamente, acometido por el
hambre, se corrió. ¿Qué hacer? No había más remedio que el mismo
postillón fuese en alcance del macho, y así lo hizo.
Pero pronto pasó toda la mañana y vino el mediodía, y el postillón
y el mulo no reaparecían. Martín vagaba tristemente por las calles de
Chayanta en afanosa espera. Un vecino le hizo notar con sorna que,
seguramente, el mulo no pararía hasta llegar "a sus pasos", lo mismo
que el postillón, y que se debía perder la esperanza de volver a ver.
Con esto, a Martín no le quedó sino buscar otro animal. Mas ¡cuánto
trabajo le costó encontrarlo! Dirigióse al cura, al corregidor y a
cuantos pudo. El cura le dijo que aquel mismo día debía ir en su
mula a confesar a un agonizante. El corregidor adujo la excusa de que
sus animales estaban sin herraduras, y que no las había en el pueblo.
Y así los demás. Por fin, un trajinante se dejó enternecer por las
insinuaciones del viajero, y consintió en dar su mula con la
condición de que se la devolviese el mismo día que llegase a
Llallagua y se le pagase el cuadruplo del flete ordinario. Martín
naturalmente accedió a todo. Yhe aquí de nuevo al viajero montando
dificultosamente a la bestia para salir de Chayanta y hacer la
última jornada de su accidentado viaje. Martín llevaba pésima
impresión del lugar. Chayanta, el país del oro, le pareció un pueblo
de mendigos. Como en Pocoata, lo que mas vió fue solares, polvo e
inmundicias. Sus habitantes le parecieron unos cuantos indios
sórdidos, miserables, que ni siquiera tenían mulas para darlas a los
trajinantes

Capitulo III

Caía el sol. un viento fuerte, que aparecía acometido de inmensa
furia, soplaba sin descanso en la yerma llanura por donde caminaba
Martín en su flojísima mula. Columnas de polvo, que formaban enormes
espirales que se extendían y perdían en las alturas, se mostraban a
cada momento, ondulaban, corrían con vertiginosa rapidez, atravesaban
los caminos, ascendían a las colinas, se hundían en las
profundidades, y daban vueltas por todas partes, como si estuviesen
empeñadas en danza colosal. Las zarzas de los contornos se sacudían
con el viento, zumbaban y se estiraban, como si quisiesen abandonar
la tierra en que nacieran. Había agudos silbidos entre los pajonales
y las piedras esparciadas en la pampa. Había como suspiros enormes
lanzados por toda la tierra. Había alaridos, sollozos, cánticos
inenarrables. Era la feroz y poderosa sinfonía que entona el viento
en esas soledades.
Martín, que caminaba contra el viento, sentía venir a azotarle la
cara aquellos soplos furiosos que parecían rechazarle lejos de la
tierra inhospitalaria, adonde iba con tanto ahinco. La falda de su
leve sombrero se batía sin cesar contra la copa con una interminable
sucesión de golpes secos y rápidos; su poncho, cuyos flecos
despeñados se agitaban, acusaba propensiones de abandonarle
batiéndose a manera de una vela. Y su pañuelo de seda, asimismo,
evolucionaba sin descanso en derredor de su cuello con su flotante
rozón, que tan pronto estaba atrás como a los lados. Martín taconeaba
sin desmayo contra los ijares de su mula, un animal sumamente lerdo
que parecía no poder avanzar contra el viento. En aquellos momentos
maldecía Martín sus pequeños espolines, que no causaban impresión
ninguna en la bestia. En vez de tan ridículos adminísculos, él habría
querido ahora llevar puñales en los tacones. Por lo demás, Martín
estaba hacho un desastre. Sus botas de reluciente charol, ahora
completamente ajada, habían perdido todo su brillo y estaban
salpicados de barro; su pantalón empezaba a desgarrarse por distintas
partes; su sombrero había adquirido una forma extravagante. Y en
cuanto a su propio cuerpo, Martín sentíalo horriblemente sucio. El
polvo se la había metido por todas partes. Sus ojos estaban
enrojecidos bajo su acción; por la boca tragaba y escupía tierra. Su
negra cabellera ya no era negra. Sus orejas eran depósitos de
aquella. Y hasta en los más íntimos rincones de su cuerpo se le había
metido la tierra.
Y el viento seguía soplando con una constancia y vigor indomables,
achando siempre con nubes de aquella tierra impía al asendereado
viajero.
Martín se hallaba admirado a la vez de estar rabioso. Parecíale
notar no sé qué de inteligente y de intencional en el bravío
elemento. Aquella furia, aquel tesón, aquel encarnizamineto del
viento llegaban a maravillarle y promovían íntimamente en su alma un
sentimiento de protesta que a ratos se manifestaba en forma de
vulgares interjecciones.
Pero, ha aquí Llallagua.
Martín se aproximó lentamente al grupo de edificios que ya desde
varios kilómetros de distancia había estado divisando. Una plazotela
rodeada de casas con techos de calamina y paja fue lo primero que se
afreció a su vista. En el frontis de una de estas casas vio un
letrero que decía en grandes caracteres: Hotel. Junto a la puerta
estaba un grupo de personas que parecían observar con curiosidad al
viajero. Martín llegóse al grupo y preguntó al que parecía un mozo si
no había en el hotel un cuarto para alojarse. Contestole el otro que
todas las "piezas" estaban ocupadas. Y como el joven insinuase se le
indicara en qué otra parte podía encontrar alojamiento, de pronto uno
de los que formaban el grupo se desprendío de él y vino al encuentro
de Martín, extendiéndole la mano al mismo tiempo que le decía:
—¡Hola, Martín! ¿cómo te va? Me alegro de verte... ¿Ya no me
conoces? ¡Mírame, hombre!
Martín le estrechó la mano, miróle con mucha fijeza, pero no le
reconoció.
—Soy Emilio Olmos. ¿Ya no me conoces?
—¿Emilio Olmos?- se decía Martín buscando entre sus recuerdos.
El otro insistió:
—Soy Emilio Olmos... aquel que en el colegio les enseñaba a
ustedes tantas picardías. ¿No te acuerdas? Aquel que una vez le robó
su cigarrera al profesor...
—¡Hola, Emilio!— prorrumpió Martín cayendo en la cuenta, —¡si, te
reconozco!... pero ¿es posible que estés tan cambiado?
En efecto, Martín, al reconocer a su antiguo camarada de colegio,
hallóle muy desfigurado. Hacía varios años que no le había visto, y
aun perdío el recuerdo de su nombre. Ahora le causó admiración ver
aquel muchacho, a quien conociera como un adolecente imberbe y
fresco, convertido en un mozo rollizo, de barba poblada e inculta, de
líneas salientes, y en general de una fecha que aparentaba mucha más
edad de la que realmente tenía.
Hablánronse con mucha animación y luego Emilio invitó a Martín
alojamiento en el propio cuarto que ocupaba en Llallagua.
Fueron allí. Salieron de la plazotela y se dirigieron al grupo de
casuchas dispuestas sin orden ni concierto en las proximidades.
Emilio detúvose ante la puerta de una de ellas, abrióla y dijo:
-Entra, querido, entra. Aquí te alojaras conmigo.
Desensillóse la mula, que fue inmediatamente devuelta a Chayanta,
y Emilio hizo que preparasen desde luego una taza de te para su
amigo, mientras este trataba de sacudirse de la tierra que llevaba
encima.
Estaban en un cuarto estrecho y lóbrego. En un lado se veía un
catre con la cama revuelta. Junto al catre, hacía la cabecera, estaba
un cajón de madera vacío, a modo de velador, sobre el que se veía una
botella en cuyo cuello estaba metido un cabo de vela. Allí mismo
estaba también un bacín con restos de orina y reciduos de cigarro, y
codeándose con el dos vasos en que habían restos de cerveza. Desde
luego este detalle causó repulsión en Martín, pero la disimuló
llevando sus ojos a otra parte. Pendientes de clavos en las paredes,
se veían algunas prendas de ropa cubierta de polvo. En un rincón, una
maleta entreabierta dejaba asomar puntas de pañuelos, de ropa blanca
y de otros menesteres también muy empolvados. Un santo colocado sobre
una repisa apenas se podía distinguir a consecuencia del polvo que le
cubría. El polvo campeba por todas partes, sobre todo en el techo y
las paredes. Fuera se oía soplar el viento con un aullido prolongado
y lúgubre. Una ventanilla sin vidrios y a cuyos marcos se había
pegado, en lugar de aquéllos, un lienzo blanco, apenas podía resistir
a los embates del viento, y dejaba pasar por sus junturas y a través
del lienzo un polvillo fino que se esparcía en la habitación.
Martín, sentado sobre la cama, pues no había otros asientos, contó
a su amigo el objeto de su viaje y varios de los percances que le
ocurrieron. Emilio, luego de escucharle con atención exclamó:
—Entonces, ¿has resuelto cortar tus estudios?
—Sí, pero sólo temporalmente.
—Es raro. Recuerdo que en el colegio te distinguías mucho, y
supongo que en la facultad continuarías lo mismo.
Martín repuso suspirando:
—Necesito dinero, y sé por Máximo Godoy que aquí se gana con
facilidad.
—¡Segun!... Sí tú sabes andar con la viveza que tenías en el
colegio, es seguro que te irá bien y mucho mejor que a Godoy.
—Lo malo es que soy completamente ignorante en asuntos de minas.
—¡Qué importa! Eso se aprende en dos trancos.
—Espero que me ayudarás.
—Ya lo creo. Desde luego la carta de recomendación que me has
mostrado te va ha servir de mucho. Hay que aprovechar.
Callaron. Emilio, con los ojos clavados en Martín, pareció
reflexionar profundamente. Este, después de una gran pausa, dijo:
—¿Cómo es eso de los contratos? Godoy me ha hablado mucho sobre
ese asunto y me decía que ahí está el mejor medio de ganar harto y
pronto.
—Justamente yo estaba pensando en esto. ¿Querrías tú firmar un
contrato?
—Si la cosa es tan buena como dice Godoy...
—Oye— interrumpió Emilio, -no te atengas mucho a lo que dice
Godoy... Godoy no es más que un lechero... En cambio yo te daré datos
precisos. ¿Quieres ponerte en mis manos?
—¡Cómo no!
—Bueno, pues. Ya verás cómo te saco yo en este asunto.
Y con verbo fácil y expresivos gestos Emilio explicó a su amigo lo
que en las minas significaba un contrato en aquellos tiempos,
diciéndole que no era más que un simple arrendamiento hecho por la
Compañía al contratista de un punto tal o cual de las minas, en el
que el arrendatario podía explotar a su gusto el metal que pudiese
para entregarlo luego a la administración por un precio determinado
de acuerdo con las condiciones que se estipulasen.
Desde luego Martín notó que lo dicho por Emilio no era lo mismo
que lo dicho por Godoy; mas como él mismo tenía pésima idea de la
capacidad intelectual de éste, se atuvo a las explicació de aquél.
Por ejemplo: Godoy le había dicho que cualquiera podía ganar en los
contratos, y Emilio pronunció un enfático "segun" que no hizo ninguna
gracia en Martín.
—¿Y yo deberia pedir un contrato, no teniendo preparación ninguna?-
insinuó Martín tímidamente.
—¡Por qué no! Para ser contratista no hay necesidad de estar muy
versado en materias de minas. Godoy sabía menos que tú... y ya ves...
Martín insistió aún sobre sus diferencias en minería; pero Emilio,
que lo facilitaba todo, no obstante haber lanzado aquel "segun",
volvio a engolfarse en largas explicaciones sobre este tema y
convenció a Martín de que, en efecto, lo que más le convenía era
tomar un contrato en Llallagua.
—Ve mañana mismo al gerente —exclamó—; yo te indicaré esta noche
cuál será el contrato que debes pedir. Tú presentarás tu carta de
recomendación y obrarás ni más ni menos conforme a mis indicaciones.
¿Comprendes?.
Entonces Martín hizo notar su estropeado traje y propuso que sería
mejor esperar al arriero que traía su equipaje, y que, según sus
cálculos, debía llegar a Llallagua al día siguiente. Así se
presentaría de un modo conveniente al gerente, pues mostrándose tal
mal traído como estaba, temía no ser atendido
Emilio hizo una mueca y repuso:
—¡Cómo se ve que vienes de Sucre! Lo que es aquí no se de
importancia al traje. Pero, en fin, si tú quieres esperar, esperemos.
Mientras tanto te iré instruyendo sobre lo que tienes que hacer.
Iremos a dar una vuelta por las minas, pues conviene que al gerente
te presentes como muy conocedor de ellas.
Martín asintió, aunque aquello de presentarse como muy conocedor
de las minas, para él, que estaba de llegar a ellas, le pareció
bastante aventurado.
Después de todo, Martín estaba satisfecho. Veía que sus asuntos
tomaban un buen sesgo y que sus cálculos no saldría fallidos. El
encuentro con Emilio le parecía providencial. Sus palabras, su
espontaneidad y su desparpajo le hicieron magnífica impresión. ¿Qué
habria hecho sin tan oportuna ayuda? Cierto era que a momentos le
venía la desconfianza. Al oir la facilidad con que se despachaba
Emilio, se preguntó si aquello no sería una farsa. ¿Era Emilio serio?
¿O era simplemente la continuación del antiguo bribón del colegio?
Hubo un momento en que se le ocurrió fijamente esta idea y empezó a
mirar con recelo el miserable menaje del cuarto.
Pero Emilio, como si adivinase los pensamientos de Martín exclamó:
—Es natural que te extrañe la indigencia de este cuarto; pero
debes saber que yo resido en Uncía, en un pueblo que está a más de
una legua de aquí. En Llallagua sólo estoy precariamentecon motivo de
mis negocios.
Y, a su vez, Emilio contó su vida a Martín. Hacía como dos años
que residía en esos lugares. Había pasado por toda clase de oficios y
empleos, sin excluir los más íntimos. En la actualidad era rescatador
y estaba contento. Le iba bien. Sí, tan bien, que hasta podía
habilitar a varios contratistas. Luego, Emilio debió también explicar
lo que significaba "habilitar" y lo que significaba ser rescatador; y
aunque la explicación no fué suficientemente clara, Martín se hizo la
cuenta de que, Si Emilio habilitaba a otros, era claro que estaba aún
mejor que Godoy, y que ser rescatador debía ser tan ventajoso y quizá
aún más que ser contratista.
Por la noche los dos amigos fueron a comer al hotel. Emilio hizo
allí la presentación de Martín a los concurrentes. Había allí gentes
de extranísimas cataduras para los ojos del recien llegado. Vio que
abundaban los sacos de cuero, las bufandas de lana de vicuña, las
gorras y las polainas. Pero, sobre todo, dos tipos fijaron la
atención de Martín. Era el uno un señor maduro, de rostro colorado y
bonachon, de cuya boca salía con frecunecia la palabra panizo, y una
de cuyas manos se sepultaba a cada momento en uno de los bolsillos
del pantalón para reducir una hernia que tenía en la ingle izquierda.
El otro era un joven pecoso, de dicción y ademanes de roto(chileno),
que estaba empeñado en hacer sonar un gramófono que chirriaba de un
modo vergonzoso.
Emilio invitó unas copas de koktail antes de sentarse a la mesa.
Un joven de saco de cuero y de polainas, que estaba medio ebrio,
empezó a llenar de agasajos a Martín. Emilio, que conversaba con el
señor de la hernia, dijo, refiriéndose a Martín, y pensando quizás
recomendarlo, que se trataba de un "distinguido intelectual" de
Sucre. Al momento el otro exclamó:
—¿Intelectual dice usted? Entonces se va por una
taco.
—Ahora me explico por qué usted no se ha ido por ahí..
—¡Claro! Y asimismo usted... Querido Emilio, ni usted ni yo somos
intelectuales, y por eso estamos bien.
—Nunca he pretendido, y por eso estamos bien.
—Y hace bien. aquí no vale eso. Aquí lo que vale es el panizo.
El joven del gramófono se aproximó cimbrándose, porque estaba
borracho, y pidió champagne.
Uno de los concurrentes exclamó:
—Oiga, Varela, ya no pida mas champagne... Ya hemos tomado mucho.
Mejor comamos...
—¡Champagne!- gritó el borracho dando un puñetazo en el mostrador,
donde varias botellas y vasos hicieron chilin.
Sirvieron el champagne, que no era otra cosa que una sidra
mezclada con algunas sobras.
El joven Varela, empinando la copa, daba frecuentes vivas a Chile,
seguidos siempre de la pintoresca palabra de Cambronne.
Emilio llamó aparte a Martín y le dijo:
—Ahí tienes un contratista.
—¿Ese?— contesto Martín admirado, señalando a Varela..
—Ese. Ya ves si ganará bastante plata para derrochar de este modo.
—¿Cómo le vendrá a costar esto?
—Lo menos unos trescientos pesos.
Martín dijo para sí:
—¡Dios mío! Tresientos pesos hachados así. ¡Cuánta plata!
Cuando comían, sentados todos en derredor de una misma mesa,
Varela insultó de un mod soez a uno de sus comensales que bno quería
acceder a su empeño de tomar mas champagne. El injuriado, un hombrón
maziso, pero contrahecho, contestó, tratando de remedar el acento
del borracho:
—Pobre roto...¿No te acordáis Calama? Alli no érais mas que un
cargador. En Bolivia te la das de guapo. Aquí te vastís de caballero,
y porque tamac champaña querís ser mac de lo que sos.
Varela hizo relucir un agudo puñal, con el que trató de lanzarse
sobre su contendor; pero la inmediata intervención de los demás lo
contuvo. Las injurias continuaro por un buen rato, sin que valiesen
para nada las excitaciones del hotelero. Los gritos, las carcajadas y
los puñetazos sobre la pobre mesa atronaban la sala. Emilio se reía
de buena gana. Martín estaba asombrado y un si es no es receloso.
Pronto oyó que su amigo le decía a media voz:
—Esto es de casi de todas las noches. Pero lo curioso es que nunca
se dan ...¿Por qué no les dejarán pegarse? ¡tontos!
El hombre de la hernia, que estaba sentado a la izquierda de
Martín, habíale hablado largo y tendido durante la comida.
—A los hombres inteligentes como usted -decíale- les va bien en
todas partes. Usted hará mucho aquí.
Luego ofrecióle recomendarlo en la Gerencia de la Compañía; díjole
tener allí mucha influencia y que ya había hecho dar magníficas
colocaciones a muchos.
Emilio, a quien no se le escapaban esas palabras, codeaba a cada
momento a Martín.
El antiguo agasajador de Martín, sentado al frente y más borracho
que antes, levantaba a cada momento su copa, dirigiéndole melosos
brindis.
Martín estaba sofocado. Sentíase dentro de su ambiente de cocina,
de cigarros y de bebidas alcohólicas. ¡Qué de nuevas impresiones iba
experimentando cada día! recordaba sus noches anteriores en que había
dormido sobre cueros de oveja, sus ejercicios de equitación en los
animales de las postas, sus vicisitudes. Ahora en cambio, estaba en
un sitio abrigado, halagado por los demás. ¡Estaba en Llallagua! Y,
sin embargo, en aquellos momentos, al hallarse en el comedor sentía
un aimpresión invencible de asco. Quizá también venía a su
imaginación el apacible ambiente de su casa, la imagen de su madre y
las cultas maneras de las gentes que antes tratara. Ahora ya no había
eso. Pero Martín había llenado su deseo: ¡estaba en Llallagua!
De regreso al alojamiento, había que disponer una cama para Martín.
Emilio consiguió un colchón prestado de la vecindad. Pusiéronlo en
el suelo sobre una manta, y formaron, por medio de cuento pudieron
haber en la mano, incluso el poncho de Martín, una cama, en la que
éste se acostó sin más preámbulos, incitado por los cansejos de
Emilio y de su propio cansancio.
Emilio, una vez acostado Martín, púsole todavía por encima todas
las prendas de ropa que colgaban de las paredes, con lo que se formó
una montaña que divirtió mucho a ambos. Al mismo tiempo decíale:
—Querido hay que abrigarse. Aquí hace un frío horroroso y es fácil
coger una pulmonía. Lástima sería que el futuro contratista se
malogre.
—Creo que no sentiré frío- decía Martíbn tiritando.
—Pues si, a pesar de cuanto llevas encima, aun lo sientes, tendras
que venirte a mi cama, donde nos calentaremos uno a otro.
A su vez, Emilio se acostó en su lecho, que había estado sin
tender, y desde allí continuó conversando con Martín. Dábale sabios
consejos sobre la manera de vivir en las minas. Díjole que allí
abundaba una casta de farsantes, de infidentes y de viciosos, con los
que había que tener mucha cautela.Luego continuó haciéndole
circunstanciadas explicaciones sonbre los trabajos mineros y sobre
todo lo que debía saber para hablar sin embarazo cuando se presentase
al gerente de la Llallagua solicitando el contrato proyectado.
Una hora después, todavía hablaba Emilio; pero un suave ronquido,
que venia de la otra cama, le anunció que su amigo había concluído
por dormirse.
La noche se deslizaba tranquila, pero no callada. El viento
continuaba zumbando contra las rústicas paredes de las casas y los
techos de paja brava, ya tan habituados a él. Al pasar por los
resquicios y al chocar contra los ángulos, formaba una gran variedad
de notas agudas, graves, veladas, sonoras, quebradas o continua. Y
estas notas agudas, reuniendose unas con otras. producían acordes
prolongados a lo infinito y llenos de una salvaje y doliente arminía.
Hacía ya algunas horas que Martín dormia a pierna suelta, cuando
de pronto se desperto sobresaltado. La habitación se había iluminado
tenuemente con el cabo de la vela colocado en la botella, y a su
velada luz vió Martín que la puerta estaba entreabierta y que
entraban al cuarto unos hombres de facha estrafalaria, cargados de
sacos misteriosos, que lo fueron depositando en un rincón. Luego
sintió un rápido cuchicheo. Los hombres tornaron a salir, y Emilio,
en calzoncillos, cerró la puerta. ¿Qué era aquello? Martín no sabía
explicárselo, y para salir de dudas, se incorporó y habló a Emilio.
—No te asustes -dijo éste;- esos hombres que acabas de ver, son
unos infelices mineros que me han traído un poco de metal. No tienen
otra manera de hacer su pequeño comercio.¡Pobrecitos!
Y, de seguida, Emilio explicó a Martín cómo muchos de los que
vendían estaño tenían que hacerle sus respectivas entregas en altas
horas de la noche para evitarse dificultades.
—¿Qué quieres? —añadió;— los obreros, en estos lugares, se hallan
tan maltratados, que forzosamente tienen que acudir a ciertos medios
para mejorar su situación. Ellos trabajan hasta matarse, y ven que se
les paga una miseria que de ningún modo corresponde al exceso de
actividad que han empleado. Pues bien, entonces se pagan a sí mismo
vendiendo el producto de su trabajo al que mejor les retribuye. ¿No
es esto muy justo? A mí me parece que sí. ¿Tú has leído libros de
socialistas y de anarquistas? ¿No? Pues léelos. Allí está la
confirmación de lo que digo. Pero, aun sin necesidad de eso, tú eres
suficientemente avisado para comprenderme. La cuestión de la
propiedad, tú lo sabes, está aún por resolverse. ¿De quién es la
tierra? ¿De quién son, por ejemplo, las minas? De todos. Sólo por
abuso, unos cuantos se apoderan de este patrimonio común. Ellos son
los verdaderos ladrones. Los obreros trabajan y deben gozar del
producto de su trabajo.
Era de ver a Emilio aquella noche haciendo desde su cama, la
apología del obrero ladrón.
Marín, quizá riéndose íntimamente, oyó estas y otras cosas que le
decía su amigo, sin pensar, naturalmente, en contradecirle. Y cuando
Emilio concluyó su larga exposición, Martín se persuadió más que
nunca que aquello era robo, nada más que robo, por mas que su amigo
le adornase con nombres más o menos altisonantes.
—Ahora —repuso Emilio—, espero que tú serás muy reservado sobre
lo que has visto, pues, de lo contrario, comprometerías a muchos
infelices y aun a mí mismo.
—¡Bah! —esclamó Martín— ¿cómo crees que pudiese yo cometer alguna
indiscreción? Aunque no fuese tu amigo, bastaría el hecho de estar
hospedado en tu casa para ser reservado.
—Y, por otra parte, creo haberte demostrado que, al obrar como
obran los obreros, están dentro de la justicia y la razón. Ojalá tú
llegases a abrigar esta misma convicción.
—¡Ojalá! — repuso Martín, y a poco volvió a dormirse, y soñó que
veía a todos lados caras patibularias, que seguramente debían ser las
de los infelices obreros de que tanto le había hablado Emilio.


Capitulo IV

Conforme a lo convenido, Emilio y Martín decidieron hacer una
larga jira por las minas apenas se levantaron de la cama. No
entrarían al interior de ellas; pero Martín, con las explicaciones de
Emilio, empezaría a conocerlas por fuera. La ascensión allí era de
una legua mas o menos desde la casa de Emilio.
Hacía un tiempo magnífico. El viento soplaba ahora con escasa
fuerza, por más que a ratos diese muestras de desatarse. El sol de la
mañana lucía soberbio en un cielo donde no se veía ni una nubecilla.
Los dos paseantes caminaban con lentitud, porque Emilio temía que
Martín, por su falta de costumbre en aquellas altitudes, fuese
atacado del sorocche.
Martín veía a su frente una serranía árida y nada atrayente. Era
la del gran mineral de Llallagua con que tanto había soñado.
Bajo la viva luz del sol, veíase brillar en el camino una
infinidad de partículos metalíferas. Ya eran guijarros incrustados de
concreciones que reflejaban el sol, ya era la misma tierra sembrada
de moléculas luminosas.
—Esta tierra es tan rica —dijo Emilio,— que aun cuando alces sólo
un puñado de ella, siempre hallarás cierta proporción de metal.
—¿De oro?— preguntó Martín con codicia.
—De estaño, que es lo mismo, pues que lo uno se adquiere con lo
otro. Aquí el estaño está en todas partes: en el seno de la tierra y
en su superficie, en la arena, en las piedras, en el agua...
—¿Y en el aire?— añadió Martín con buen humor.
—También, y, por ende, en la ropa de las personas, en su piel, en
sus pulmones, en su estómago. . .
—¿Y en su cerebro?
—En su cerebro sobre todo. Hay muchos en que el estaño produce tal
obsesión, que bien se puede decir que tienen el cerebro de puro
estaño.
—Cierto.
A medida que avanzaban, descubría Martín nuevos puntos de vista.
La montaña que le señalaba su compañero como el gran macizo en que
estaba el principal núcleo de las minas, se iba descubriendo y
destacando más próxima y distinta. El camino que seguían se dibujaba
a lo lejos en grandes zig-zag que se encaramaban hasta la cúspide. El
gran cerro mostraba sus profundas arrugas que denunciaban su vejez.
Enormes farellones hacían contraste con aquéllas, empinándose sobre
el cerro como gigantescas verrugas. Y en las rugosidades, y los
farellones, y los flancos, y las pendientes, se divisaban agujeros
junto a los cuales había montones de tierra y rocas. Emilio señaló a
Martín los dos más gran-
des desmontes, el uno de color azulado y el otro blanquecino,
diciéndole que eran la dos minas más importantes de Llallagua:
La Azul y La Blanca,
Habían subido una pequeña, pero empinada cuesta, y descansaron por
un buen rato. Junto a un grupo de casas muy próximas, se veían
tendidas en el suelo varias carpas, en las que habían porciones de
una tierra negruzca que varias mujeres revolvían.
—Es el metal lavado que van haciendo secar— dijo Emilio.
De cuando en cuando, pasaban junto a los paseantes hombres,
mujeres o niños, siempre muy sucios. Sus rostros, bajo una capa de
tierra negra, parecían pintados con carbón. Martín, mirando una de
estas figuras, exclamó:
—¡Cuánto polvo hay en estos lugares!
—¡Ya lo creo! Este es el país del polvo.
Nadie se libra de él. El polvo es el rey. Es como un símbolo. La
misma industria se reduce a hacer polvo. . .
—Pero ¿es que esta gente nunca se lava?
—¿Ni para qué se va a lavar? Fíjate en ese hombre que está con una
máscara negra. Si se la saca a fuerza de agua y jabón, en media hora
volverá a estar lo mismo. Aquí ya nadie se cuida de lavarse. Van con
su polvo a cuestas. Duermen y comen con él. Ese otro hombre que
parece con guantes negros, dentro de poco engullirá sus alimentos,
ennegreciéndolos con sus propias manos.
Continuaron andando. Martín veía en las proximidades del camino
casuchas de mineros hechas de piedras y barro torpemente
conglomerados, con techos de paja y con puertas tan bajas, que, para
trajinar por ellas, había que doblarse por completo.
Junto a varias de estas casas se veían mujeres sucias, chiquillos
semidesnudos, perros, cerdos, gallinas y aun Jumentos, todos en
amigable compañía. Luego, avanzando algo más, se veían boquerones
abiertos-en las rocas, negros, siniestros, amenazadores, pero dejando
notar que en su seno también rebullía la vida.
—¿Aquellas son cuevas?— preguntó Martín.
—Sí, son cuevas.
—Y parece que están habitadas.
—Ya lo creo: como que constituyen una de las habitaciones humanas
más disputadas.
—¡Pero ahí las gentes deben vivir como fieras! ¿Es que no se
abastecen las casas?
—No las hay para todos. Y aun habiéndolas, los mineros suelen
preferir esas cuevas, porque las casuchas que muy difícilmente hacen
construir los patronos son tan mal hechas, que es
un tormento vivir en ellas.
Efectivamente, más adelante se divisaban filas de cuartos pequeños
y bajos, de los que sólo algunos llevaban techos de calamina o paja.
Algunos, a guisa de techo, mostraban telas remendadas sostenidas
sobre sus paredes con estacas y con piedras.
Otros no eran sino solares. De todos modos, la gente pululaba en
ellos. Oíanse los chillidos de los niños y los gritos de las mujeres.
El humo salía en tenues columnas de tan pobres viviendas.
Los paseantes volvieron a sentarse. Habían ya subido una gran
parte del cerro. Las minas se veían más próximas. El camino que
acababan de recorrer se perdía a lo lejos, hacia las faldas del
cerro, como una faja blanquecina y estrecha, sembrado a trechos por
los transeúntes, que, a la distancia, apenas parecían puntos. El sol
continuaba brillando con admirable limpidez. Los techos de calamina
de las casas distantes lanzaban reflejos ofensivos a los ojos. Por
sobre las cabezas de los dos amigos, a una altura enorme, pasaban los
cables del andarivel arrastrando sus negras vagonetas.
Pronto estaban contemplando desde cierta distancia la bocamina de
La Azul. Había allí escaso movimiento. Lo que más se oía era el ruido
del andarivel y el frecuente resonar de las carretillas que salían de
la mina cargadas de fragmentos de peña y de tierra, y conducidas por
hombres que echaban esos fragmentos al desmonte.
—Esa es la caja (piedra metalifera) —dijo Emilio;— allí también
hay estaño.
—Y entonces, ¿cómo lo echan así?
—Porque como el estaño está ahí en menor proporción, no vale la
pena de sacarlo, y prefieren siempre lo más rico.
De La Azul, pasaron rápidamente hacia las minas que se escalonaban
hasta la altura. Cada una consistía en un agujero al que seguía por
fuera un terraplén, y por abajo un montón mas o menos grande de
tierra y piedras extraídas de las entrañas terres tres. En tomo se
veían casuchas de triste aspecto, y gentes siempre muy sucias
ocupadas en sus respectivas faenas. Veíanse también tropas de burros
y llamas, en los que se cargaba el metal explotado.
En la mina La Blanca volvieron a descansar los paseantes.
Martín gozaba viendo el extenso panorama que desde aquel sitio se
desarrollaba hacia abajo y al frente. El cerro, casi vertical en sus
alturas, a medida que los ojos bajaban por sus pendientes,
iba extendiéndose en líneas mas o menos oblicuas hasta formar a sus
plantas una llanura que se desplegaba con leves inflexiones hasta el
río de Catavi. En la banda opuesta de este río se veían
enfiladas serranías áridas y rojizas, detras de las cuales aparecían
otras y otras hasta cerrar el horizonte en cuyo confín adquirían un
tinte violado que encantaba a Martín.
Y el sol continuaba pomposamente claro, el cielo sin una nube, y
el viento, siempre contenido, sólo a ratos daba resoplidos fuertes
que levantaban torbellinos de polvo que, por un momento, turbaban la
diafaqj^ad del ambiente.
Emilio sacó de su arrobamiento a Martín señalándole un grupo de
mujeres en el terraplén de La Blanca.
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen?— preguntó Martín.
—Son las palliris. Trabajan. Ya lo ves.
En efecto, trabajaban. Sentadas sobre el suelo helado, formando
grupos más o menos pintorescos, vestidas de trajes policromos,
inclinaban la espalda y movían con monótona regularidad uno de los
brazos armado de un martillo que hacían caer sobre los trozos de
piedras metalíferas que sostenían con el otro brazo. Su oficio
consistía en reducir a diminutos pedazos los grandes trozos que los
mineros extraían del interior de la tierra.
Había entre ellas viejecitas cuyas manos temblorosas esgrimían el
martillo con torpeza, dándose frecuentes golpes en los dedos.
Había mozas, varias de arrogante aspecto pero siempre sucio,
trabajando, por lo general, con aire de mala gana. Había aun
chiquillas de diez o doce años que eran las que trabajaban con más
entusiasmo y actividad. Las más llevaban los dedos vendados o
mostrando al aire feas llagaduras ocasionadas por el martillo o las
piedras. Muchas tenían los labios verdosos y los carrillos abultados
por la coca que iban mascando. Unas estaban con la espalda cubierta
de rebozos rojos, verdes, amarillos o de otros colo-
res; otras no llevaban mas que una manteleta inmunda o algún andrajo
sobre el cuello. Todas tenían el rostro pintarrajeado por el polvo
que se desprendía del metal desmenuzado. Formaban series de figuras
grotescas, que inspiraban, al mismo tiempo, risa, compasión,
repugnancia y rabia. Lo que más impresionó a Martín fue ver junto a
varias de estas mujeres, que eran madres, sus pobres hijos, criaturas
de uno o dos años, con las cabecitas envueltas en pañuelos
ennegrecidos, con la cara empolvada, los miembros ateridos y sentados
al lado de sus madres, a las que parecían ver trabajar con gran
entretenimiento.
Sonaron algunas campanadas, y al momento se levantaron las
mujeres, sacudiéronse las polleras y se dispersaron en distintas
direcciones.
Era la hora del almuerzo.
Los paseantes ya no tenían tiempo de ir a almorzar al hotel, del
que se habían alejado más de una legua, y entonces Emilio dispuso que
irían a una ranchería vecina donde tenía conocidos que les podían
atender.
Caminando por confusos vericuetos, Emilio condujo a Martín hasta
una depresión del cerro en que había un grupo de habitaciones humanas.
—¡Hola, mi amigo Sánchez!— exclamó, parándose a conversar con un
minero viejo que se había asomado a una puerta.
Díjole que venían sin almorzar él y su compañero, y que les
hiciese preparar un buen asado y huevos. El minero llamó a su mujer,
y le encargó que hiciese lo indicado. Luego invitó a los jóvenes a
pasar a su vivienda. Era un cuartucho que, en su mayor parte, estaba
ocupado por una cama inmunda. Una infinidad de cacharros se veía en
el suelo. En un rincón, un grueso haz de cebollas estaba sobre un
montón de patatas. De una estaca clavada en la pared pendía un
cordero descuartizado, cuyos múscu-
los rojos y grasas blancas causaban antojo en Emilio, que declaró
sentía mucha hambre. Había también clavados a las paredes ahumadas
mecheros, barrenos y otros útiles. Los muros y el techo, cubiertos de
hollín y de polvo, daban fúnebre aspecto a la vivienda.
La mujer de Sánchez entró armada de un cuchillo y cortó un buen
pedazo de aquella carne que iba excitando el apetito de Emilio.
Este dijo a su amigo.
—Bueno, ya has visto una habitación de minero, habitación que, es,
a la vez, cocina, despensa y dormitorio. Ahora, mientras nos preparan
el asado, vamos a dar una vueltecita por las otras
casas.
Las otras casas que visitaron eran, sobre poco más o menos, del
mismo corte que la de Sánchez, siendo varias aún más miserables, y
constituyendo asquerosos chiqueros en que estaban confundidos hombres
y animales. A una de ellas ni aun les fue posible entrar, porque el
suelo estaba ocupado por una sola cama en la que dormían cuatro
mineros juntos. El uno roncaba con furia, sin que sus compañeros se
diesen por entendidos. Otro había arrimado la terrosa cabeza contra
la boca de su vecino que, profundamente dormido, daba resoplidos
silbantes. El cuarto abrió los párpados en el momento que pasaban los
dos amigos, hizo ver sus globos oculares rojos y soñolientos, y luego
los volvió a cerrar para seguir durmiendo.
Emilio dijo:
—Estos son los que trabajan veinticuatro horas.
—¿Hay quienes trabajan venticuatro horas?
—SÍ; y también treinta y seis.
En otra casucha, recostado entre un montón de harapos, estaba un
hombre solo, de rostro abotagado, tosiendo con frecuencia, y
escupiendo en el suelo, en las paredes y en la cama esputos ahumados
o nauseabundos.
—¿Cómo estás. Arce?— díjole al entrar Emilio.
—Siempre lo mismo— respondió el minero con apagada voz.
—Y tu mujer y tu hijo ¿dónde están? ¿Cómo te dejan tan solo?
—Mi mujer ya está aburrida de verme padecer, y no quiere ya ni
verme... Mi hijo ha ido a Panacache, a la fiesta.
—¿A Panacache? ¡Qué atrocidad!
Cuando salieron, Emilio dijo:
—Ese es un enfermo atacado del "mal de las minas". No tiene
remedio. Efectivamente, su mujer debe estar aburridísima, porque esa
enfermedad suele prolongarse bastante. Su hijo estará divirtiéndose
en Panacache.
—¿Que es eso de Panacache?
—Un poblejo de esos donde van todos los años, en romeria, los
mineros de estos lugare. El hijo de ese hombre, como te digo, debe
estar ahora bebiendo y bailando. Se habrá gastado un dineral para
comprar sus disfraces. Es el lujo de estas gentes.Gastan hasta su
último peso por vestirse de diablos, de monos y osos, beber y hacer
beber a otros, brincar días enteros en los campos y pueblos y llenar
de atenciones y comestibles a los curas.
—Pero es una iniquidad lo que hace el hijo con el padre enfermo,
dejándole así, solo y desamparado.
—Al contrario. El debe estar en la seguridad de que va haciendo
una buena obra. Esperará que con su peregrinación ha de conseguir que
sane su padre. Este mismo debe abrigar esa esperanza. Esa es la fe.
Llegaron al pie de un gran peñasco que se elevaba sombrío y casi
verticalmente. A sus plantas se veía una enorme oquedad a cuyos lados
se había levantado unos muros de piedra para formar una casa. La
misma peña le servía de techo. Una puerta y una ventana se destacaban
con mucha regularidad en el muro.
Allí vivían dos familias numerosas.
—Esto se llama El Convento —dijo Emilio.— Ahí ves una transición
de la casa a la cueva. Hemos visto ya las casas puras como la de
Sánchez. Esta otra es medio casa y medio cueva. Vamos un poco más y
veremos las cuevas puras también.
En efecto, a pocos pasos se veía la peña horadada a diferentes
alturas por agujeros mas o menos grandes y profundos, en los que
trajinaban gentes y bestias. Uno de estos agujeros estaba tan
alto, que debía ser difícil el acceso a él; pero se veía que estaba
habitado, pues algunas figuras humanas atisbaban por allí como por
una ventana.
Emilio entró e incitó a Martín a entrar a ia primera cueva. Para
hacerlo tuvieron que andar a gatas, y dentro de la cueva se daban
frecuentes golpes en la cabeza y la espalda al querer enderezarse.
Una mujer cocinaba tranquilamente entre un montón de yaretas y
mondaduras de patatas. Ni aun la distinguió Martín, a consecuencia de
la obscuridad y del humo. Cuando salió, tenía la ropa, las manos y la
cara tiznadas de negro; después de lo cual no quiso mas repetir tales
pruebas.
Sánchez apareció anunciando que el asado y huevos estaban
preparados, y los Jóvenes volvieron a la casa del minero a tomar ese
sencillo desayuno.
Tomáronlo fuera, al aire, a la luz, poniendo sobre sus rodillas
los platos. A Emilio le supo muy bien su ración. Entre bocado y
bocado hablaba con Sánchez.
—¿Qué es de tus hijos?
—Están en su punta.
—¿Y tú?
—Entraré esta tarde. Estoy de punta de noche.
—Punta —dijo Emilio a Martín— es el trabajo correspondiente al día
o a la noche. Hay una punta de día y otra de noche, que comprende a
los trabajadores que tienen faena de doce horas.
Martín exclamó, dirigiéndose al minero:
—¿Y estás contento con el trabajo de las minas?
—¿Qué vamos a hacer? Para vivir hay que trabajar.
—Me figuro que no será muy divertido estar ahí dentro, en el
interior de la tierra, sin ver la luz...
—A veces es mejor que estar aquí afuera. ¿No es verdad, D. Emilio?
Así es. Sobre todo en la estación lluviosa y en el invierno,
muchos mineros prefieren las profundidades de las minas a sus
asquerosas pocilgas, donde el frío, el viento, la lluvia y la nieve
les disputan el terreno y les combaten sin tregua. Figúrate que a las
casas se entra diariamente el agua, filtran las paredes, el suelo es
un charco, y aun cuando vuelve el buen tiempo, ya el sol y el aire no
pueden desecar pronto 1^ humedad de estas mazmorras; de modo que sus
moradores huyen de ellas yéndose a los campos o entrando a las minas.
—De todos modos, yo preferiría cualquier cosa a permanecer en esos
antros.
—¡la... ja... ja...! —prorrumpió Sánchez.— Tiene miedo el
viracoche.
—Sin embargo —añadió Emilio,— te conviene conocer el interior de
las minas. Debes entrar allí en la primera ocasión.
—Procuraré no hacerlo.
—¡Phs!... Es lo mas sencillo. No tendrás mas que andar; con algún
tiento, agarrado del mechero, en esos subterráneos. Es de suponer que
irás con guías, y ellos te indicarán los malos pasos, los piques, las
gradientes. Aquello es sólo una serie de galerías. Cierto es que a
veces hay que echarse, y pasar, arrastrandose como una serpiente, por
lo angosto y bajo de algunas comunicaciones. En Llallagua están las
minas muy mal laboreadas, y por eso se ven esas casas que perjudican
la explotación. Cuando
entres tú allí verás las vetas y sabrás lo que son la guía, la
llusoka, etc., como ya sabes lo que es la caja. Verás también a los
barreteros horadando las peñas con la barreta o haciéndolas volar con
la
dinamita; a los apiris acarreando la tierra; a los torneros, a los
chivatos, a los pongos, Al pasar por su lado te saludarán con
avemarias o con maldiciones a su suerte y a la hora en que les parió
su madre. Es de suponerse que no tendrás la desgracia de que te caiga
una aisa o te alcance un tiro de dinamita, o que te derrumbes en un
cuadro. Sería lamentable. He visto muchas veces hombres degollados
por las aisas. He visto piernas y dedos volados por la dinamita...
Así como he visto personas reducidas a un
poco de grasa, por una caída a un cuadro de una altura de dos cientos
metros...
Pocos momentos después los paseantes emprendían el regreso a
Llallagua, con la panza llena y magnífico humor.
Emilio, al despedirse del minero, díjole:
—Oye, Sánchez, ¿y cuándo arreglas esa deudita?
—En esta semana sin falta.
—¡Hombre! no te descuides.
—Pierda cuidado, D. Emilio.
Y Emilio, volviéndose a Martín, le dijo:
—Es uno de mis deudores. A ver qué tal metal me entrega...
Cuando bajaban, Emilio señaló a su derecha una bocamina próxima,
exclamando:
—¿Ves esa mina? Se llama Quimsachata, Fíjate en ella. Es la que
vas a pedir en contrato.
Martín miró con detención aquel agujero, encontrándolo tan torbo y
sombrío como los otros que ya había visto. Sin embargo, esa era la
mina que le debía dar la plata y la satisfacción.






Capitulo V

De regreso a Llallagua, encontróse Martín con el arriero que traía
su equipaje; de modo que ya podía sacarse su desgarrado pantalón y
sus ajadas botas, y vestirse convenientemente para presentarse al
gerente de la Compañía.
Además, había el Joven tenido tiempo de muñirse de todos los
conocimientos mas urgentes para salir bien librado en su empeño.
Emilio se preocupó con ardimiento de prepararle. Aun, por la noche,
siguieron hablando desde sus camas sobre el mismo tema: contratos,
peones, metal en bruto, trabajadores, planillas, Quimsachata, etc.,
etc.
Martín estaba contento. Le parecía ya ser contratista y estarse
embolsando bonitas sumas de dinero, como habían hecho otros. Aquello
iba a ser una ganga. Hizo bien de creer a Godoy y lanzarse a
Llallagua. Cierto era que sufrió muchísimo en el viaje y las cosas
que empezaba a ver no eran muy alucinantes; pero ¿qué importaba?
¿Para qué era pensar en cosas tristes teniendo a la vista un
espléndido negocio? De esta manera, el joven, con el entusiasmo de
sus veintitrés años y con el egoísmo del hombre que quiere ser feliz,
se entregaba a sus gratos pensamientos.
Emilio, de su lado, esperaba con impaciencia la resolución del
asunto de su amigo. La firma que vio al pie de la carta de
recomendación le daba plena confianza en el éxito buscado. Quizá él
había hecho ciertos planes acerca de su amigo, planes que no creyó
aún conveniente exponerle, pero que en su tiempo los desarrollaría en
provecho de ambos.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, Martín se encontraba en
Catavi en la casa de la administración. Emilio le acompaño hasta la
puerta, y convinieron en que le esperaría fuera, pues
no convenía que él se presentase, por no estar en buenas relaciones
con el gerente.
Por desgracia, Martín no pudo ver de inmediato al gerente.
Dijéronle que estaba en cama, y el joven no tuvo más remedio que
esperar. Emilio le había dicho que no parase hasta no encontrar con
dicho personaje, y Martín quería seguir textualmente las indicaciones
de su amigo.
Parado junto a un pilar, en una esquina del patio, miraba a cada
momento su reloj. Un criado le había indicado la puerta del
departamento del gerente, y el joven se apostó cerca de ella. A uno
de los costados del patio estaban las oficinas del cajero y del
contador, donde estos señores trabajaban a aquellas horas en completo
silencio. Al otro lado, hacia un ángulo que probablemente daba a la
cocina, se oían voces femeninas que rumoreaban a ratos. Con
frecuencia salía de allí un criado pequeño, cruzaba el patio, entraba
al departamento del gerente, y volvía a salir, siempre con la noticia
de que éste aun no estaba "visible". Un enorme pavo andaba por el
patio hinchándose y deshinchándose sin descanso. Parecía estar
furioso. Avanzaba con paso mesurado hasta cerca a Martín, inflábase
casi hasta reventar, y después de hacer grotescas piruetas, se
retiraba poco a poco, para volver a repetir la misma operación con
una regularidad desesperante. Martín le miraba con repugnancia.
Y entretanto, el gerente no parecía. Martín contemplaba la cerrada
puerta restregándose las manos de frío y de impaciencia. Algunas
personas también habían venido en busca del gerente, pero todas se
dieron media vuelta al saber que "aun no estaba en pie", según les
decía el criado. Por su parte, Martín estaba decidido a no abandonar
su posición mientras no verse con el "señor gerente".
Iban a ser las doce, y ya pasaban dos horas desde que Martín
esperaba. El cajero y el contador, seguidos de otros empleados,
salieron de sus oficinas y abandonaron la casa. El criado continuaba
haciendo frecuentes excursiones de la cocina al comedor y de éste a
las habitaciones del gerente. El pavo continuaba fastidiando con su
terquedad feroz a Martín.
Por fin, se abrió la puerta tan contemplada y en sus umbra-
les apareció la figura de un caballero delgado, de pequeña estatura,
de ojos vivos y de luengo bigote.
Martín dijo para sí: "Este debe ser". Luego avanzó hacia el
caballero, y haciéndole una profunda reverencia, preguntó si tenía el
honor de hablar con el "señor gerente".
Contestóle el caballero con una señal de asentimiento, y entonces
Martín le entregó la carta que traía a la mano. Leyóla rápidamente el
gerente, y de seguida invitó a Martín a que pasase al escritorio.
Allí, después de ofrecer un asiento a Martín, le dijo:
—El señor Lens, amigo mío muy estimado, me recomienda a usted.
Estoy a su servicio.
Martín agradeció. Sentíase un tanto embarazado; pero procurando
dominarse, declaró, en una exposición correcta, aunque algo difusa,
su vivo deseo de trabajar en la Compañía, brindando todo el tesón y
actividad de que estaba poseído para ponerlos al servicio de ella.
—¡Muy bien! —exclamó el gerente;— no dudo de las aptitudes de
usted. ¿Y, seguramente, ya habrá estudiado usted el puesto que le
conviene? Dígamelo, para ver. . .
Entonces Martín lanzó resueltamente su proposición para tomar en
contrato la mina Quimsachata, siguiendo punto por punto las
instrucciones de Emilio.
El gerente, mientras hablaba Martín, consideraba, retorciéndose
los bigotes, el aspecto entre ingenuo y embarazoso del joven, su
dicción correcta, su traje de ciudad puesto irreprochablemente y sus
maneras distinguidas.
Luego, cuando concluyó Martín, hizo el gerente una pausa, pareció
reflexionar detenidamente; mas de repente clavó sus ojo? sobre el
joven y le preguntó de sorpresa:
—Usted ha venido de Sucre, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Y es de suponer que recién habrá conocido usted las minas.
Martín estuvo a punto de afirmar, de conformidad a las
indicaciones de Emilio, que ya era conocedor de minas, pero se sintió
cortado; venció en él su hombría de bien, y declaró que efectivamente
era la primera vez que las había visto.
—Entonces —repuso el gerente— yo no le aconsejaría pensar en ese
contrato que me indica usted. Podría perjudicarse y salir perdiendo.
Para trabajar en estas cosas, hay que conocerlas de cerca.
Martín expuso que contaba con la ayuda de personas "muy
entendidas". Pero el gerente replicóle:
—NÍ aun así. Esas personas pueden engañarle. Usted mismo, como
interesado, debería estar familiarizado con sus cosas. ¿No es así?
—Es así, señor.
—Lo mejor que podemos hacer, señor Martínez, es lo siguiente: yo
le daré una tarjeta para el administrador del ingenio de Catavi, y
usted hablará con él y acordarán sobre la colocación que más le
convenga.
Martín agradeció, y el gerente tomó una tarjeta, escribió
rápidamente algunas líneas y se la pasó con mucha finura al joven.
Este volvió a agradecer, y comprendiendo que no tenía más que
hacer en aquel sitio, se despidió del amable caballero y salió de la
casa, no poco avergonzado por lo que le había pasado, y más aún por
la cara que iba a poner ante Emilio, que debía estarle esperando
impaciente.
—¡Caramba! ¡que has tardado harto!— le dijo éste al verlo. — ¿Y
qué tal?
Martín le contó lo ocurrido y le enseñó la tarjeta.
—¡Bah!. . . hemos fracasado — exclamó Emilio.
Estaba furioso.
Fueron caminando un gran trecho en silencio; luego se detuvo y
exclamó:
—Lo de siempre. Si hubiese ido cualquier rotito a solicitar, el
contrato, al momento lo obtiene. Pero ¡tú!... Tú que hablas bien y
que estás elegantemente vestido. . . En realidad, yo creo que tu
traje te ha perjudicado.
Después, mirando con desdén la tarjeta, continuó:
—Ahora el gerente te pelotea contra el administrador de Catavi,
que es un bestia. Allí sí no me comprometo a acompañarte.
—Pero, al menos, dime dónde está el ingenio — insano Martín con
humildad.
—¿Piensas ir allí ahora mismo?
—Sí. ¿No estaría bien?
—Pero ¡hombre! son las dos de la tarde: ¿te has olvidado de que
tenemos que almorzar?

Capitulo VI

Aquella misma tarde se hallaba Martín entretenido en ir y venir
junto a ]a puerta del ingenio de Catavi. El portero le había dicho
que el administrador se hallaba muy ocupado, y mientras tanto que se
desocupase, resolvió el joven pasearse por aquel sitio contemplando
el cuadro que le rodeaba.
Había un continuo trajín de carretas, muías y personas. Enfiladas
cerca a la puerta estaban diez carretas con sus muías enganchadas,
que, paradas en actitud fatigada y triste, parecían reflexionar en su
suerte. Los carreteros, sucios y sudorosos, salían del ingenio
cargados de sacos repletos de barrilla, que depositaban en las
carretas. El capataz, montado en su muía, llevando un cinto del que
pendían una pistola y un puñal, calzado de botas que le cubrían hasta
los muslos y ostentando unas espuelas enormes, dirigía la operación.
Una multitud de gente, sobre todo de chiquillos, hormigueaba entre
las carretas. Algunas mujeres, sentadas junto a montones de frutas,
de pan y de ollas y platos con diversos manjares, ofrecían sus
mercancías a los transeúntes y cuidaban de que las muías que pasaban
con frecuencia por su lado no las pisasen. Desde lejos, un continuado
chillido de maderas y fierros, ^ue parecían estarse lamentando,
anunciaba que se iba acercando otro convoy. Los acarreadores de la
barrilla se apresuraban: veíaseles agobiados bajo el peso de los
sacos, caminando casi de carrera, bañados en sudor, jadeando, sin
sombreros, algunos con la cabeza envuelta en trapos asquerosos y
todos con la cara y los vestidos colmados de tierra. Alzábase un
ruido infernal. Los gritos de las mujeres, los chillidos de los
chicos, las blasfemias de los carreteros, los relinchos de las mu
las, los latigazos, el chirrido de las carretas que se acercaban, el
rumor del ingenio, todo formaba un concierto ensordecedor.
Martín contemplaba distraído el espectáculo, y a cada momento
trataba de limpiarse del polvo que, al levantarse en nubes espesas,
caía sobre su elegante traje.
Pronto las carretas quedaron cargadas. Resonaron los látigos y las
mulas partieron. Cada carretero saltaba sobre su muía estando ella en
movimiento, causando con esto mucha sorpresa en Martín.
Mientras salía este convoy, llegaba el otro. Veíase a los
carreteros de aquél esgrimiendo gruesos rebenques y cadenas de
argollas, con las que excitaban a las muías. Las carretas que
llegaban estaban cargadas de enormes rimeros de maderas, de fardos de
pasto aprensado, de. cajones de mercaderías y de piezas de maquinaria
de variadas formas. De pronto, la carreta que venía por delante se
detuvo. Al pasar por un charcal próximo, sus ruedas se habían hundido
profundamente en el barro y las muías no alcanzaban a sacarlas. El
carretero empezó una azotaina horrible en las muías. Estas hacían
esfuerzos continuos: inclinábanse hacia adelante casi hasta tocar la
tierra. Sus patas se aferraban al suelo a modo de ganchos. Se
estiraban, temblaban y tiraban. Pero nada. Los demás carreteros
aparecieron armados de sus látigos. Gritaban con furor. Pateaban a
las muías, las apedreaban y hacían caer, chasqueando, sus látigos
sobre los cuerpos temblorosos y desgarrados de las muías,
singularmente en sus delgadas
piernas.
Martín no pudo tolerar más este cuadro y se metió al ingenio.
El administrador continuaba muy ocupado; pero Martín hizo que el
portero le señalase el sitio en que estaba, para ir a su encuentro.
—Allí está— dijo el portero, indicando un numeroso grupo de gente
que se apiñaba en derredor de una instalación.
—¿Cuál de ellos es?
—Fíjese usted en el hombre más sucio entre todos. Ese es.. Martín
avanzó entre una confusión de cosas. Vio el suelo dividido en
compartimientos, donde se mostraban objetos enteramente desconocidos
para él. Vio una especie de represas donde corría una agua lodosa y
rojiza, mujeres que escarbaban en esa agua, hombres y muchachos que
iban y venían, ruedas que giraban, chimeneas que humeaban, extraños
aparatos cuyo funcionamiento no comprendía. Pero, sobre todo, se
fijaron sus ojos
en el sitio que le señalara el portero. Allí, mas que en todas
partes, se notaba una actividad febril. Una multitud de obreros
bullía como un enjambre en irrupción. Tratábase de arreglar un molino
cuyas grandes y pesadas piezas apenas podían ser movidas, y parecían
burlarse, en su fría impasibilidad, de los esfuerzos inauditos que
desplegaban los hombres para moverlas apiñándose como moscas en un
panal. Unos palanqueaban con gruesos palos o barras de fierro; otros,
colocados en fila, tiraban de una gruesa cadena; varios, subidos
sobre el maderamen, ayudaban a los otros, y todos gritaban, se
apelotonaban, Jadeaban y sudaban; la madera crujía, el fierro
rechinaba. Y crujíanT'también huesos y
coyunturas.
Entre aquel hacinamiento de hombres astrosos y tiznados, Martín
distinguió uno que mandaba a los demás, no obstante de que, por la
mugre que le cubría, parecía uno de los más infelices.
Entonces pensó, acordándose del dicho del portero, que ese debía
ser el administrador; pero como en aquellos momentos dicho personaje
estaba muy afanado, el joven se reservó hablarle mas tarde y
entregarle la tarjeta. Mientras tanto, sus ojos continuaban mirando
aquella balumba. Pronto llamaron su atención unas baterías de pisonea
Aquellas gruesas barras negras dispuestas en fila, verticalmente,
sobre una especie de torres, alzándose siempre rectas hacia arriba,
volviéndose en derredor de su gran eje, y cayendo, sin variar su
rectitud, con formidable estrépito sobre el metal que se ponía a sus
pies, le parecieron otros tantos bailarines grotescos que estuviesen
entretenidos en vertiginosa danza. Aquí, el ruido era aún mayor que
afuera, y Martín se sentía ya atontado con tanto clamoreo.
Soño, poco después, un pito. Era la hora del descanso, que allí
llamaban acullí. Los obreros se dispersaron a tomar aliento. El
administrador, que no era otro el hombre mugriento en que Martín se
fijara, se dirigió también a su habitación. Entonces Martín surgió
desde su punto de observación y fue a su encuentro. Saludóle
cortesmente y le presentó la tarjeta del gerente. Recibióla el
administrador con mal modo y la dio vueltas en sus manos; leyó
lentamente lo contenido, y luego, después de mirar a
Martín de pies a cabeza, le dijo en tono bronco y seco:
—No tengo ningún puesto desocupado en el ingenio. Dígalo así al
gerente.
Y de seguida se puso a caminar, poniéndose al bolsillo del
pantalón la tarjeta, que se había ennegrecido rápidamente en sus
manos. Ante semejante respuesta, Martín no tuvo más que dar media
vuelta e ir nuevamente a buscar al gerente para transmitirle el
recado, que él lo calificaba de insolente, del administrador.
Afortunadamente, esta vez no tuvo que esperar. Cuando llegaba a la
casa, salía el gerente. Oyó éste al joven con benévola sonrisa,
díjole algunas frases de consuelo y le dio otra tarjeta de
recomendación para el administrador del otro ingenio de Llallagua
llamado Cancañiri, donde debería ir Martín al día siguiente.
Y por fin, ya al anochecer pudo regresar el joven a su
alojamiento, cansado, pues hubo de andar mas de dos kilómetros, y con
la cabeza atolondrada por las cosas que le hubieron pasado en aquel
día memorable.
A la llegada de Martín, no estaba Emilio en el alojamiento. Había
ido a Uncía llevado por sus negocios y dejando el cuarto a la
disposición de su amigo.
Pasó, pues, Martín solo aquella noche. Sentíase descorazonado y
empezaba a entrever lo difícil de su empeño. Pero pronto el buen
sueño vino a aliviarle, y cuando se durmió, soñó que se hallaba en un
sitio extraordinario, un antro inmenso donde danzaban, en frenética
ronda, máquinas monstruosas, carretas, muías, obreros,
administradores. . .

Capitulo VII

El administrador del ingenio Cancañiri, persona amable, reposada y
en un todo distinta del administrador del ingenio de Catavi, trató
muy bien a Martín. Díjole, al ver la tarjeta del gerente, que,
desgraciadamente, en aquellos días no había un puesto desocupado;
pero que pronto se retiraría uno de los principales empleados, el
canchero, y que en su lugar sería colocado Martín.
Era, pues. necesario esperar.
Pronto, Martín, empezaba a persuadirse que no era tan fácil como
él creyera ganar el dinero, o que, por lo menos, el no tenía la misma
fortuna de otros. En pocos días, y menos aún, en pocas horas, se
desvanecían sus esperanzas, y sus cálculos resultaban fallidos.
Pero Martín hizo el propósito de luchar.
Emilio regresó de Uncía, y Martín le contó las peripecias que le
iban pasando.
—¡Pero, hombre! —exclamó Emilio— ¿por qué te empeñas tanto en
embromarte? Me extraña tu afán. ¿Cuánto te pagarán en el puesto que
te ofrecen?
—Cien pesos.
—Es decir, lo necesario para que te mueras de hambre.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer? No tengo otra manera de hacerme de
dinero.
—¿Quieres, efectivamente, hacerte de dinero y pronto?
¿Tienes ánimo y resolución?
—¡Por qué no!
—Pues, entonces, no te amilanes, querido. Yo te puedo asociar a
mis trabajos... Ganarás lo que quieras.
—¿Es decir?
—Oyeme.
Y Emilio, en forma categórica y no poco cínica, desarrolló ante su
amigo todo un plan de trabajos, según el cual, Martín vendría a ser
su ayudante en los negocios que hacía; esto es, en el rescate,
Pero Martín no quedó satisfecho con las proposiciones de Emilio.
Le pareció que aquello estaba rodeado de ciertos inconvenientes que
bien podrían ponerle en algún conflicto.
—¿Qué tienes? —exclamó Emilio.— Pones una cara como si ya yo te
estuviese proponiendo que vayas a robar.
Lanzó una -carcajada, y luego prosiguió:
—Tú, aquí no tienes nada que temer. Es un negocio como cualquier
otro...
Pero Martín, por mucho que su amigo le habló de las ventajas que
le reportaría el asunto, no supo darle una contestación favorable.
Estaba convencido de que Emilio no hacía un negocio lícito, y, por lo
mismo, tuvo escrúpulos de entrar en él; pero como al mismo tiempo no
quería descontentar a su amigo diciéndole lo que pensaba, sólo pudo
responderle con ambigüedades.
Emilio siguió riéndose, adivinando, al través de las frases
evasivas de Martín, sus temores ocultos.
Luego concluyó:
—Bueno, querido, dejemos esto. Yo he querido ayudarte como un
amigo de la niñez. Conste. Tú no piensas como yo. ¡Qué le haremos!
Tengo la seguridad de que, andando el tiempo, y con la experiencia
que se adquiere en estos lugares, pensarás después de otra manera y
me darás razón.
—Tengo fe en tu amistad. Estoy persuadido de lo bueno que eres
conmigo. Pero...
—Pero. . . —concluyó riendo— ¿vamos a tomar una copa?

Capitulo VIII

Los días pasaban sin que Martín pudiese colocarse. El
administrador del ingenio Cancañii-i le había dicho que tan pronto
como se retirase el canchero se lo haría avisar. Pero el aviso no
llegaba. Martín esperaba impaciente. Continuaba alojado en el cuarto
de Emilio, quien siempre le trataba con benevolencia. Emilio
demostraba una gran actividad. Por lo general permanecía en Uncía, y
sólo una que otra noche venía a Llallagua. Parecía muy contento.
Hablaba a Martín, sin disimulo ninguno, sobre el "brillante éxito de
sus negocios". Pero Martín no se alucinaba. Algunas noches volvía
también a presenciar escenas análogas a la que tanto le sorprendió en
la primera noche que durmió en el cuarto; esto es: veía entrar allí
gentes de sombría catadura conduciendo sendos sacos de metal. Esto
mismo hacía que el joven desease trasladarse de una vez al lugar de
su colocación, librándose así de ver cosas que afeaba, pero que no
podía denunciar, dada su lealtad y discreción.
¡Cuan largos y monótonos le parecían aquellos días! Levantábase
tarde de cama, y no tenía que hacer. Vagaba por los alrededores, iba
a los veneros, donde permanecía horas viendo trabajar a hombres y
mujeres, o visitaba los sitios más agrestes y retirados entregado a
tristes ideas. Luego pasaba a almorzar al hotel, donde siempre
encontraba dos personajes, con los que había trabado relación hacía
días; uno, don Juan Nava, de quien no sabía a punto cierto cuál era
el oficio, y otro, D. Miguel Illanes, un antiguo contratista
fracasado que, como Martín, no tenía que hacer, y por lo general
pasaba el tiempo hablando contra la Compañía. Reunidos los tres a la
hora del almuerzo, jugaban un cacho por una o dos copas de coktail, y
se sentaban a la mesa conversando sobre variados temas, en los que
casi siempre estaban en contradicción D. Juan y D. Miguel. Después de
almorzar, poníanse asientos junto a la puerta, al sol, y allí
continuaban conversando, al propio tiempo que miraban afuera. En
todos aquellos días que eran de trabajo, la plazoleta de Llallagua
permanecía desierta y apenas pasaban por allí escasos transeúntes.
Cuando éstos eran conocidos por D. Juan o D. Miguel, era de oirlos
haciendo la filiación, la historia y el análisis más detallado del
pasajero, que no siempre salía airoso entre los labios de estos
murmuradores. Un dio oyó Martín este comentario:
—Allá va Juanito Vargas con los niños— decía D. Juan señalando un
grupo de viajeros que se dirigían a las minas.
—¿Adonde irá ese asno?
—Pues a inspeccionar sus trabajos.
D. Miguel se rió con mofa. D. Juan repuso:
—iY qué! ¿Usted no cree que Juanito sea competente para eso? ¿No
ve usted cómo está de bien?
—¿Y quién le ha dicho a usted que para estar de bien se necesita
ser competente? Precisamente para estar de bien en la Compañía se
necesita ser un pollino.
—¡Bravo, D. Miguel! ¡Hable usted, hable!
—Ahí tiene usted una muestra en ese tipejo que acaba de pasar.
¿Qué entiende él de minas? Nada. Y, sin embargo, le han dado una de
las mejores minas. El ni siquiera entra a ellas. ¿Ni para qué va a
entrar? ¿Qué sabe? Todo lo hacen los peones.
—Eso mismo prueba que el muchacho es listo, puesto que sabe ganar
el dinero sin trabajar.
D. Miguel escupió con desprecio. D. Juan continuó:
—Pero, mire, D. Miguel, si Juanito no será listo. . . ¿Y lo de los
perros muertos?
D. Miguel tomó a escupir. Martín preguntó:
—¿Qué es eso de los perros muertos?
—Se acostumbra aquí esa expresión para significar que en las
planillas que presentan los contratistas a la administración para
hacer sus pagos, se hacen figurar nombres de personas que no existen
o que están ausentes.
—Pero eso es una iniquidad.
—Muy común aquí.
—Y en todas partes — dijo sentenciosamente D. Juan.
Martín veía también pasar por la plazoleta, casi diariamente.
grupos de gentes llevando niños muertos a enterrar. Eran siempre
grupos de borrachos. Pasaban tocando charangas y cantando. y aun
bailando. Viendo uno de estos grupos, preguntó un día:
—¿Hay alguna epidemia? Cada día veo llevar niños difuntos.
D. Miguel se encargó de contestarle.
—No hay ninguna epidemia. Pero para que aquí mueran los niños no
hay necesidad de epidemias. ¿No ve usted cómo los tratan? Fíjese
ahora mismo en esas mujeres.
Señaló dos mujeres que iban cargadas de sus criaturas y en estado
de completa ebriedad. Una de ellas se podía tener apenas; se cimbraba
de uno a otro lado. Su niño, como de un año, bien sujeto a la espalda
de la madre, dormía profundamente. Su diminuta cabeza, enfundada en
un gorrito sucio, se mecía también sobre el cuello, siguiendo los
movimientos de la beoda, a la manera de un botón de flor sacudido por
contrarioS"S5plos de viento. La otra mujer cantaba y zapateaba,
mientras su criatura, aco-
modada también a la espalda, no daba muestras de inquietud, pues
quizá ya estaba habituada a tales cosas.
D. Miguel continuó:
—¡Y si usted viese otras cosas que hacen estas malditas! A
criaturas de pocos meses les dan carne, frutas, chicha, ají. Las
ponen unas envolturas con las fajas tan apretadas, que las guaguas
resultan más tiesas que un palo. Las tienen al frío, a la lluvia. al
sol, a la nieve, al viento. Las pegan con crueldad. En sus
borracheras se acuestan con frecuencia sobre ellas y las ahogan.
—¡Qué horror!
—Como usted lo oye. Tratadas de esa manera las guaguas, no es raro
que mueran diariamente. Ahora, si sobreviene alguna dolencia, peor.
Entonces por el cuerpo de la pobre criatura se hace pasar los
brebajes que no se pueden imaginar, siendo uno de los menos
repugnantes el excremento.
Un día, además de los entierros de costumbre, pasó el de un
adulto. Una procesión de gentes astrosas seguía el ataúd. Algunas
mujeres, cubiertas desde la frente con viejos mantones verdinegros,
vociferaban y lloraban & voz en grito. Los que conducían el féretro
iban a la carrera jadeando de fatiga. Los demás le seguían también
corriendo. Todos parecían desolados y ansiosos de llegar pronto.
—¿Por qué irán tan deprisa? — preguntó Martín a D. Miguel.
—Una de tantas abusiones: creen que, haciendo así, se libran de
que el alma del muerto se quede por mucho tiempo entre ellos.
—Ese cadáver es del que fue destrozado anoche — exclamó
D. luán.
—¿Alguien fue destrozado?
—Sí, en La Azul cayó una aisa que averió a dos hombres y mató a
ese que llevan. Esta mañana vi el cadáver. Tenía el cráneo aplastado
en forma de un pan.
—Estas cosas aquí son muy frecuentes— repuso D. Miguel.
—Las minas están tan mal trabajadas, que las aisas caen a cada
paso, y matan y hieren sin que ni aun se sepa de ^Tgunos. Lo mismo
con la dinamita. No hay vigilancia. Lo que pasa ahí adentro es un
escándalo.
—Sin embargo —dijo D. Juan,— el subprefecto, en la inspección que
verificó últimamente, informó al Gobierno que las minas ofrecen
completa garantía y están en magníficas condiciones.
—¡Qué inspección ni qué pistolas! El subprefecto y comitiva se han
reducido a pasear por un rato cerca de una de las bocaminas. Eso sí,
comieron bien y bebieron buenas copas... Y ya estaba la inspección.
Pero, aun entrando al interior de los socavones para examinarlos y
ver las condiciones del trabajo, ¿qué habría dicho el subprefecto? Lo
mismo. Que todo está espléndidamente. A no ser que le hubiese caído
una aisa, o se hubiese derrumbado en un cuadro...
D. Juan sonrió.
—Hay que decir la verdad —continuó D. Miguel.— Los subprefectos y
otras autoridades no hacen más que simulacros de inspecciones. Las
minas acá están tan mal trabajadas, que si los Gobiernos se
preocupasen de hacer levantar una investigación efectiva o seria, se
sabrían cosas tremendas. Pero no se hace así; y, naturalmente,
alentados con semejante indiferencia de los poderes públicos, los
patronos poco o nada se cuidan de rodear al trabajador de las
condiciones de seguridad debidas, resultando que éste siempre está
expuesto a quedar inutilizado o a morir por algún accidente, y una
vez inutilizado o muerto, tampoco el patrón le resarce, a él o a su
familia, del daño producido.
—¡No tanto —protestó D. Juan, —no tantol El otro día nomás le han
dado a la viuda de Saavedra. Lo he visto.
—¿Cuánto le han dado?
—Creo que cien pesos.
—Con lo que tiene lo bastante para pedir limosna. Bueno. Y a otros
no les dan ni siquiera eso. En vez de pesos les dan palos. SÍ se
quejan, peor. Tienen que andar temporadas largas tras de jueces,
abogados, procuradores: otra calamidad. Y, por lo común, concluyen
por no hallar justicia. De modo, pues, que ante semejante
expectativa, el averiado o su familia prefieren callarse. Yo conozco,
y usted y todos aquí conocen, mujeres que han quedado cargadas de
hijos pequeños, seis, ocho, o más, después que sus padres murieron en
servicio de la Compama. ¿Cómo cree usted que esas mujeres sostienen a
sus hijos?
—Sí, sí. . . no niego —exclamó D. Juan.— Pero la verdad es también
que esta gente es muy audaz. Muchos se averian por su propia culpa:
se meten a los lugares peligrosos, manejan la dinamita sin ninguna
precaución.
—Eso mismo acusa falta de vigilancia de los patronos. Otro
defecto. Porque si ellos cuidasen de que los trabajadores obren con
prudencia y orden, no se producirían tantos males que hoy pasan. Los
patronos, ya lo creo, siempre echan la culpa de todo a los
trabajadores; pero, si fuéramos a creerles, habría que acabar en la
imbecilidad.
—Sin embargo —añadió D. Juan,— cuando el obrero se contrata para
trabajar, es claro que afronta las consecuencias que pueden
resultarle de ese trabajo, que ya se sabe que es peligroso; de modo
que el patrón no siempre debe responder de los daños a que
voluntariamente se ha expuesto el obrero.
—Pues, justamente, para eso deberían estar los poderes públicos,
las leyes: para impedir que el obrero se contrate en trabajos que son
peligrosos, y que pueden no serlo, y para obligar a los patronos a
establecer trabajos que estén rodeados de suficiente garantía.
—Entonces se atacaría a la industria, al trabajo, hasta a la
libertad.
—Al contrario, se las consolidaría; se las daría una forma más
segura y humanitaria. Así surgirían industrias sólidas, de largo
aliento, y no estas industrias a medias donde todo es incipiente y
defectuoso, en que no se va sino a ganar pronto, a ganar de cualquier
modo, a ganar aun con desprecio de la vida de los otros. Entonces se
establecerían desde el principio trabajos bien organizados. No se
haría como en Llallagua, donde se va agujereando por todas partes la
tierra sin cuidado ninguno.
—Bueno, señores, adiós —interrumpió D. Juan despidiéndose;— ya D.
Miguel está en su terreno... y yo no quiero oir latas.
—¡Hombre, vayase! Tengo quien me las oiga. ¿No es cierto, D.
Martín?
—Justamente, me interesa oirlo.
—No crea usted que hablo por despecho, por haber perdido mi
colocación en la Compañía. No. Precisamente la he perdido por mi
carácter independiente. Yo no transijo con ciertas cosas. Hablo
claro. Por eso, ciertos paniaguados como D. Juan, me llaman latero y
aun doctor. Pero no soy abogado, ni médico; y, sin embargo, tengo el
sentido común que suele faltar a muchos abogados y médicos. Ahora
bien, el simple sentido común me dice que la situación del trabajador
en estos lugares no puede ser peor. Ya usted habrá podido observar
algunos obreros. Sus alojamientos son cuevas; sus vestidos, haraposa
su alimento, inmundicias. Trabajan doce, veinticuatro y treinta y
seis horas seguidas.
Y como trabajan en pésimas condiciones, su trabajo es deficiente, y
funesto para el obrero. Rarísima vez llega a la vejez; pues muere o
por accidente del trabajo, o por el agotamiento gradual producido por
él mismo. En sus horas de descanso no hace sino seguir sufriendo. No
tiene ninguna diversión, pues no se puede decir que las jugeas a que
se entrega son una diversión. Al contrario, son un^oe las peores
formas de su constante sufrimiento.
En efecto, emborracharse hasta la inconsciencia, estragar su
estómago, gastar todos sus reales, pelear, cantar y bailar
sollozando, no es gozar. Ahora, en lo moral, ya se puede deducir cómo
es un hombre que vive en semejantes condiciones. Es abyecto,
estúpido, malo, pervertido. Aborrece al patrón. Le aborrece
íntimamente, aun cuando en la apariencia muestre otra cosa. Y aun
cuando forzosamente trabaja en beneficio del patrón, hace lo posible
para perjudicarlo. Cuando roba, lo hace no sólo por
aprovecharse del producto de sus robos, sino también por tener el
gusto de hacer algún daño al patrón. Hay patronos candidos, y
asimismo los que los representan, que se figuran que sus trabajadores
les adoran porque son tratados por ellos con grandes muestras de
afecto, reverencias, genuflexiones y otras piruetas, porque reciben
en ciertas ocasiones guirnaldas de filigrana, tarjetas, medallas u
otros obsequios. No ven que eso es una sangrienta ironía. Son
manifestaciones que no dicta el afecto, sino el miedo, el interés, la
codicia, la abyección. El trabajador siempre aborrece al patrón. Y le
aborrecerá mientras subsista este estado de cosas. Esta es una verdad
tremenda que ojalá estuviese en la mollera de muchos patronos que en
ese orden viven en la luna, contentándose, ellos o sus
administradores, con el ejercicio vulgar y automático de sus cargos,
sin dar ninguna importancia
a un factor que debería constituir una seria preocupación. Las buenas
relaciones, no aparentes, sino reales, entre el patrón y el obrero,
son uno de los factores más importantes para el desarrollo regular de
ciertas industrias, y para asegurar su porvenir. Así se haría obra
previsora y sólida. Pero, vaya usted a decir esto a ciertos patronos
o gerentes. Se le reirán. Váyales a hablar de la equidad, de la
caridad, del amor, como factores del trabajo. .
Le dirán: ¡qué latero!. . . y basta.
Martín oía, no sin cierto interés, las referencias de D. Miguel.
El comprendía que el viejo debía llegar a la exageración en muchas
cosas, pero también debía tener razón en otras. De todos modos, las
latas (llamadas así por D. luán) de D. Miguel no le cansaban todavía.
Hallaba en ellas algo como una enseñanza y se prometía utilizarla.
Esto mismo hacía que se aficionase a la compañía del antiguo
contratista; y entrambos, viejo y joven, igualmente desocupados, y
también casi igualmente tristes, se
paseaban todas las tardes en la plazoleta.
Desde las seis había allí algún movimiento de gente. Esta, después
del trabajo, acudía a la pulpería de Llallagua situada en la plaza, y
a Martín, sobre todo desde que oía las relaciones de D. Miguel, no
dejaba de llamarle la atención el cuadro que se desarrollaba ante sus
ojos cada tarde. Era un desfile de figuras miserables. Veíanse
mineros de faz lívida y manchada de zonas de mugre, de ojos
enrojecidos, de aire estúpido y decaído; unos embozados en sus
bufandas y calzados de gruesas medias y cueros fruncidos y acomodados
a los pies y piernas por medio de apretadas y cortantes correas;
otros sin ninguno de estos adminículos, teniendo únicamente un harapo
por blusa y otro harapo por pantalón. Veíanse mujeres con los labios,
la nariz, los ojos, las orejas embutidos de tierra; algunas llevando
varias polleras superpuestas; al paso que otras no mostraban sino
festones desgarrados colgando de su cintura, y dejando ver entre
ellos los miembros atejos. Veíanse también niños infelices, siempre
descalzos, con la cabeza al aire o apenas cubierta de algún resto de
gorra o sombrero, con los cuerpos semidesnudos, con la mirada viva y
ávida, hambrientos, con frío, maltratados, y, sin embargo, contentos.
Y todas estas gentes entraban y salían de la pulpería, se apiñaban
y se empujaban ansiosos de llevar de una vez sus provisiones después
de un día de pesado trabajo. Sin embargo, algunos, y sobre todo los
más infelices y los niños, tenían que esperar horas y horas. La
aglomeración a veces llegaba a ser tal, que se formaba ante la puerta
una barrera compacta, imposible de atravesar para los retrasados; y
aun los que habían sido despachados apenas podían salir. No pocos de
ellos protestaban. Se les había pesado menos el arroz o la harina, se
les había dado pan crudo, o se les había cambiado, lo que pedían, por
otra cosa. Las voces de los pulperos resonaban dentro destempladas y
vibrantes. La multitud rumoreaba sordamente. Los chicos trataban de
escurrirse entre los grandes. Los fuertes repartían codazos y
empellones para avanzar. Y aquella masa humana, atiborrada de polvo,
sudorosa, mal oliente e irritada, apenas podía disminuir, pues en
cambio de las que salían, llegaban otras personas a formar parte de
ella.
Una tarde en que D. Miguel y Martín se habían acercado al grupo
plantado ante la pulpería, vieron salir a una mujer que echaba
pestes. Su marido la había mandado por una botella de aguardiente, y
como no la había en la pulpería, le dieron una botella de cognac,
viéndose ella obligada a llevarla, pues de otro modo su marido, que
era un borrachín terco y bruto, la habría recibido a palos. La mujer
lloriqueaba, diciendo que esto mismo le pasaba cada vez, y que al fin
de las quincenas, ella y sus hijos
apenas percibían una miseria de los salarios del hombre, pues todo lo
había absorbido la pulpería por el cognac que se bebía aquél.
—Mil veces preferiría comprarme moscatel— decía la mujer en
quichua.
—¿Y por qué no lo hará así en otra parte? —observó Martín,
hablando con D. Miguel.
—Pues porque no tiene un centavo. Ella tiene que venir
forzosamente a la pulpería de la Compañía a aviarse, es decir, a
surtirse de lo que necesita, y como en la pulpería no hay sino
bebidas finas, la mujer, por imposición del marido, que pide
cualquier bebida alcohólica, tiene que llevar lo que le dan. Claro es
que ella, a tener dinero, preferiría, como ha dicho, comprarse
moscatel, que vale la quinta parte del cognac.
—Pero será preferible que el hombre se tome cognac y no moscatel.
—¡Phs! El cognac que aquí se vende es tan pésimo o más aún que el
último de los cañagos.
—Entonces sería mejor que no hubiese ningún licor en la pulpería.
—Seguramente. Pero, en tal caso, perdería la pulpería una de sus
principales fuentes de ganancia, y eso no es aceptable para ella; de
modo que'seguirá alcoholizando a la gente con bebidas finas,
—Pero ¿no acobarda a los viciosos ni siquiera la idea de tener que
pagar con tanto exceso por esas bebidas?
—¡Qué les va a acobardar! Hay aquí peones que ganan apenas tres o
cuatro pesos diarios y empleados que ganan menos aún que los peones,
y que casi todo su haber lo emplean en pagar
los exagerados precios de las bebidas que consumen.
—Pero, a lo menos, la pulpería debería traer bebidas mas baratas.
—Le es prohibido. Se dice que una de las maneras de aminorar el
alcoholismo en estos lugares es alzando los precios de esas bebidas.
Pura charla. En el fondo de esto no está más que el negocio.
Eran las siete de la noche. Los pulperos echaron fuera a algunos
que ya habían penetrado hasta el mostrador, y cerraron violentamente
las puertas. La gente que quedaba sin despachar se dispersó, mohína y
hambrienta.
—¿Ve usted cómo les tratan? —exclamó D. Miguel;— no parece sino
que fuesen mendigos que hubiesen acudido a pedir limosna.
—¿Y qué harán ahora estos?
—¡Qué se yo! Muchos se irán a dormir sin comer; quizá mañana no
podrán entrar al trabajo porque no se les ha aviado de cebo, coca y
otras cosas indispensables para emprenderlo.
—Pero, efectivamente, ¿no disponen ellos con toda libertad de sus
salarios?
—No. La Compañía los administra. La pulpería pasa a la
administración las planillas en que figuran las deudas de los
trabajadores. La administración paga, desde luego, a la pulpería por
esas cuentas, y únicamente deépués de eso entrega al trabajador su
saldo, si lo tiene. Naturalmente, no faltan confusiones y reclamos.
Los obreros medianamente avisados, que llevan sus cuentas con algún
cuidado, casi nunca están de acuerdo con la pulpería, y reclaman.
Pero los más, que son tan ignorantes como estúpidos, no hacen sino
pedir y consumir, dejando que se disponga comose quiera de sus
ganancias. Según esto, se comprende que esto de la pulpería es un
buen negocio. Se la impone al obrero de todos modos. No se permiten
competencias. SÍ viene un carnicero con su negocio, se le echa o se
decomisa su carne. No se tolera tenduchos de trapos u otros
artículos. Todo debe acapararlo la pulpería impuesta por la Compañía.
¡Y si siquiera la pulpería trajese mercaderías buenas y estableciese
precios módicos! . . . Todo lo contrario. Telas más apropiadas para
los trópicos que para, las minas; cosas de lujo y no de utilidad;
alimentos adulterados; bebidas llamadas finas, y, no obstante, de lo
peor. Y todo dado como por favor, y ¡a unos precios!... Y, sin
embargo, ya usted oirá quejarse a los pulperos. Le dirán que "los
indios son muy estúpidos", que "no piden pronto", que "no se
contentan con nada". ¡Claro! Le dirán que "se han clavado con diez, o
veinte, o cincuenta mil pesos" por mercaderías dadas al crédito.
¡Claro! Su avidez por ganar de un modo desmedido les arrastra a hacer
préstamos locos, sucediendo que alguna vez se les burlan los más
infelices. He ahí lo que son los señores pulperos. No mego que suele
haberlos buenos, moderados y probos. Pero ¡la generalidad! ...
—¿Cómo les puede tolerar la gente?— dijo Martín.
—Ya lo ve usted. En otras partes, los pulperos, administradores y
diablos bailarían el gran baile. Aquí la gente es muy dócil, muy
sumisa, muy estúpida. ¡Somos unos pobres indios!

Capitulo IX

Estas y otras cosas eran las que Martín oía diariamente, y como
las que veía no eran tampoco mejores, su corazón empezaba a
contaminarse de esa postración peligrosa que suele seguir, en
los espíritus delicados, a un gran entusiasmo helado repentinamente
por la decepción.
Y, para acrecentar su pena, el asunto de su colocación se iba
dilatando en demasía. Dos veces había vuelto a ir al ingenio
Cancañiri, y el administrador, usando siempre con él de buenos modos,
de dijo que el canchero aun no se retiraba, pero que no tardaría en
hacerlo.
La última de estas veces, una tarde templada y fría, volvía Martín
a su alojamiento pensando en su suerte y en que no había hecho mal
disparate en dejar la tranquilidad de su vida muelle de Sucre para
venir a un lugar que se le mostraba tan ingrato.
Silbaba fúnebremente el viento del sud, azotando la descubierta
nuca del Joven, que no llevaba abrigo ninguno. A ratos pasaban tropas
de llamas, muías o burros, levantando una polvareda fastidiosa y
dispidiendo un olor que daba grima al caminante. Un crepúsculo lívido
envolvía los objetos con apariencias funerales. Los cerros, las
pampas, las cañadas, aparecían bañadas en tintas siniestras. Martín
encontraba a veces uno que otro caminante que ascendía en el cerro,
arrugando todo el rostro en ade-
mán de evitar el polvo que el viento le lanzaba de frente. En la
extensión sólo se oía el bramido del viento y las voces y silbos de
los bajadores que arreaban a las llamas y borricos.
Todo le perecía a Martín detestable en aquellos momentos.
—¿Y esto es el famoso Llallagua?— decíase,— ¿esta es esa tierra
riquísima en que yo soñé como un iluso? ¿Dónde están las grandezas de
que me hablaba el idiota Godoy? ¿Dónde está la plata? Yo no veo aquí
más que miserias. iBuen chasco me he llevado!
Luego, pensando en su madre, a quién él había alucinado pintándole
hermosas expectativas y dándole mil seguridades, sentíase tan
avergonzado, que sólo esto no se habría atrevido a presentarse otra
vez ante ella.
Y, sin embargo, al mismo tiempo, ¡echaba tanto de menos el dulce
afecto de su madre! En medio de aquel ambiente en que ahora vivía,
presenciando miserias, egoísmos, odios, envidias y otras feas
pasiones, el exquisito amor materno se le presentaba desde lejos
mucho mas grande y querido de lo que se le había figurado cuando
estaba en plena posesión de él. No parecía sino que quería volverse
niño, y de buena gana, él, un mozo rollizo, se habría acurrucado en
el regazo de su madre, como'un bebé de tres años. ¿No era, acaso, su
madre el gran asilo, el único recurso, el pQgírer consuelo?
Pensaba también en Lucía. ¿Qué diría ahora la graciosa muchacha si
lo viese todo empolvado y sucio, con la faz demagrada, con el corazón
oprimido y enteramente distinto de aquel Martín alegre y decidor que
llegaba al salón, oliendo a violetas, para decirla frases delicadas y
discretas?
Y pensaba en sus amigos, en los entusiastas compañeros de las
aulas, que paseaban con él por las calles hablando del derecho
natural o de la economía política, y pensaba en sus triunfos de
estudiante y en todos sus antiguos propósitos, abandonados por correr
tras una aventura loca.
Y pensaba, en fin, en el aire de su pueblo natal, ese aire
regalado y suave, tan distinto de este otro aire frío y polvoroso que
respiraba en Llallagua; en el agua dulce y exquisita de Sucre, en sus
días luminosos, en sus noches de luna espléndidas, en sus cerros
queridos.
¡Dulces y tristes pensamientos!
El viento mugía feroz en su redor, y le abofeteaba con sus
glaciales rachas como si le castigase por tales pensamientos. La
sombra nocturna —una sombra horripilante— desplegaba sus alas
gigantescas como una ave inmensa é impalpable. La soledad le rodeaba.
De repente, tropezó con una piedra y cayó bruscamente al través
del camino. El viento llevó lejos el estrépito de su caída. En aquel
mismo momento, una mujer pasaba cerca, acompañada de un perro negro y
feo. El perro ladró con furia al joven que apenas podía incorporarse.
Y la mujer, en lugar de llegarse a socorrerlo, hizo un rodeo y pasó
mirándole con ojos desconfiados, como si dijese: "¡Si será un
borracho!"

Capitulo X

El robo del estaño en Llallagua había llegado en aquellos tiempos
a tal grado, que bien podía decirse que, de la producción total del
metal, por lo menos una cuarta parte era absorbida por el robo. El
robo y los negocios relacionados con él, como el rescate, eran el
gran aliciente que atraía a esos lugares diversas clases de gentes.
Aun muchos de los obreros afluían allí, más que por lo subido de los
salarios que pagó por un tiempo la Compañía, por las facilidades que
encontraban para el robo.
Y en vano era que la Compañía tocara diferentes resortes para
combatirlo. Se organizaban policías numerosas, se daban magníficas
primas por los descubrimientos y delaciones, se establecían castigos
terribles, se hacían trabajos de seguridad más o menos ingeniosos, y
el estaño seguía escurriéndose con una facilidad y constancia
sorprendentes.
Se robaba en el interior de las minas, en las canchas, en los
almacenes y hasta en las carretas y animales cargados del precioso
metal. Robaban los hombres, las mujeres y los niños, esto es, los
barreteros, los apiris, los pongos, los chivatos, las lavadoras, las
palliras y ehimpas. Hasta los policiales robaban.
Y, en verdad, que se daban tales mañas, que por muy rigurosa que
fuese la vigilancia, no era fácil descubrirlos.
De noche subían hasta las proximidades de las minas caravanas de
hombres y borricos, que regresaban cargados con el metal.
Aun de día el robo era considerable. Los mineros que salían del
trabajo se llevaban con facilidad siquiera algunas libras. Las
mujeres, vestidas de pesadas y gruesas polleras, salían con el peso
aun más aumentado en ellas.
Contar con los chaguiris era inútil. Estos no hacían mas que
registrar superficialmente a la gente. con las mujeres ni aun se
podía hacer eso. Muchas se enojaban diciendo que, bajo el pretexto de
registrarlas, se las hacía presiones poco honestas. Por lo demás, la
mayoría de las tales chaguiris estaba también compuesta de ladrones.
Dado semejante orden de cosas, bien se comprenderá que las casas
de rescate prosperaban.
En esos tiempos, dichas casas no se podían implantar
ostensiblemente en Llallagua, por las restricciones impuestas por la
Compañía; pero se les establecía en el pueblo de Uncía, distante
apenas algunos kilómetros de las minas. De este modo, Uncía vino a
ser en poco tiempo el centro principal de acción de los rescatadores
y el seguro foco adonde afluían los vendedores del mercado
substraído. Muy pronto fundáronse allí, sobre todo por comerciantes
austriacos, casas de rescate, que se enriquecieron como por ensalmo.
Siendo el rescate permitido por las leyes bolivianas, no había por
qué acobardarse en emprender tal negocio; y aun cuando los mas de lso
metales rescatados procedían del robo, como casi nunca los
industriales podían probar esa procedencia en las innumerables
cuestiones que se suscitaban con este motivo, resultaba que los
negociantes se mantenían dentro de una situación muy ventajosa. Tal
cosa alentaba a lso ladrones, y estando el rescate sobre todo apoyado
en ellos, vino a ser considerado lógicamente como uno de los negocios
más lucrativos y seguros.
Tal era el negocio al que Emilio se había dedicado.
Naturalmente, Emilio, como hombre audaz y despreocupado, no anduvo
con tapujos, y procuró que su industria le diese ganancias
suficientes a llenar sus necesidades de hombre derrochador a lo sumo,
como lo era. Por otra parte, exento de ciertos escrúpulos, el no se
limitaba a recibir, a la manera de otros, lo que los vendedores le
traían. Movíase con admirable diligencia de una a otra parte. Se
ponía en íntimo contactocon los mineros; estimulábales de unas y
otras maneras a recoger la mayor cantidad posible de metal para
entregarle, y, en ese afán, llegaba a predicar la legalidad y aun la
santidad del robo.
Emilio vivía en Uncía, donde recogía el grueso del metal que se le
entregaba; pero también se iba con frecuencia a Llallagua cuando allí
encontraba mejores expectativas.
Y fue así como le encontró Martín.
Hacía ya un año que Emilio era rescatador, y se hallaba tan
satisfecho, que, despertadas en las nuevas ambiciones, lo que ahora
quería amplificar su negocio. En un principio había sufrido no pocos
contratiempos, y aun estuvo a punto de abandonarlo. Los proveedores
de metal no siempre se presentaban, se retrasaban en sus compromisos,
buscaban otros compradores o le engañaban. Estos inconvenientes
mortificaban al mozo, que deseaba ganar como otros.
Un encuentro feliz favoreció sus anhelos.
Cierta noche regresaba de Llallagua a Uncía, muy irritado porque
un trabajador que debía entregarle algunos sacos de metal no había
podido cumplir esta obligación. Acompañaba a Emilio un joven que
había garantizado al deudor y que había ofrecido entregar por cuenta
de éste, en Uncía, el indicado metal. Emilio caminaba echando sapos y
culebras contra varias personas y lamentándose de tener que tratar
con gentes que sólo estaban buenas para fiarse y no para pagar. De
pronto su compañero le hizo una extraordinaria proposión: díjole que
él podría entregarle con seguridad todas las noches, por lo menos
diez quintales de metal.
¿Quién era aquel mozuelo?
Había dicho a Emilio llamarse Lucas Cruz; pero, por lo demás, fue
tan reservado, que inútilmente Emilio le hizo un mar de preguntas sin
conseguir que le dijese otra cosa que aquello de que, efectivamente,
podría entregarle "cada noche diez quintales de metal".
Emilio, naturalmente, muy intrigado, cerró el convenio con el
Joven proponedor, aunque dudase mucho de la seriedad de tal
compromiso. Pensó que bien podía tratarse de un embaucador y
sencillamente de un simple de espíritu: mas como no lo podía traer
ningún perjuicio esta aventura, quiso seguirla siquiera como asunto
de diversión.
¡Y cuánta fue su sorpresa cuando, en la noche siguiente, recibió
puntualmente los diez sacos ofrecidos!
Y asimismo en todas las noches siguientes venía esa misma cantidad
con una regularidad tal, que Emilio se quedó verdaderamente
estupefacto.
Pronto algunos mineros a quienes pidió datos sobre aquel muchacho
tan reservado y tan extraño, dijéronle que era un "buen chico", que
merodeaba desde hacía algún tiempo en las minas.
Llamábanle el niño. Era muy popular y muy querido entre los
mineros. Tenía cara imberbe y lozana, ojos azules y cabellos rubios.
Era muy simpático, y un rematado ladrón. Hacía pocos meses que se
presentó en las minas. Nadie sabía de dónde vino. Fue barretero por
un mes, pero se cansó de este oficio y eligió el otro. NoTabía quien
como él supiese urdir mejores procedimientos para sacar el metal de
las minas y hacerlo trasladar a Uncía burlando la vigilancia de los
serenos. Vivía muy cerca de los principales socavones, ya en una
cueva, o ya en la casa de un minero con cuya hija mantenía relaciones
de concubinato. Desde allí hacía sus excursiones, generalmente
nocturnas, recolectaba cuanto le entregaban los mineros que se
servían de él como de intermediario, y luego lo hacía conducir al
mercado, es decir, a Uncía. Los días de tempestad eran los preferidos
para llenar sus tareas. Indiferente al frío, al viento, a la nieve y
a las más terribles borrascas, atravesaba los torrentes, trepaba por
los peñascos como un gamo, se deslizaba sobre las pendientes nevadas
con unos cuantos "personajes desarrapados y audaces como él para
llevar a término sus temerarias empresas. Soportaba las privaciones
sin lanzar una queja. Era tan resistente como simpático, y tan activo
como inteligente. Todos se admiraban de que aquel muchacho que
parecía un niño guardase un caudal de energía y valor increíbles.
Pero lo más notable era su desprendimiento. Cuanto dinero ganaba lo
derrochaba sin tasa entre hambrientos, haraposos, mujerzuelas,
truhanes, enfermos, viejos, niños y aun delincuentes. No guardaba
nada para sí. Ni aun se vestía regularmente. Parecía un hermoso
mendigo. Mejor: parecía un ángel vestido de harapos.
Por lo demás, casi nada sesabía de los antecedentes de Lucas.
Emilio, que trató de intimarse con él inútilmente, hizo por
averiguarlo. Lucas fue con el tan reservado como lo había sido con
los otros. Lo más que llegó a decir fue que no tenía padre, que su
madre lo echó de su lado muy niño y que su país era muy lejano. ¿Qué
hizo al verse solo? ¿Por qué lugares vagó? ¿Cuáles aventuras le
pasaron? Naturalmente, la fantasía popular bordaba mil comentarios
sobre su persona. Quién le consideraba simplemente como un colegial
corrido de las aulas, quién como un escapado del presidio, quién como
hijo de una familia ilustre. Hasta había quien le tenía por el mismo
diablo. No faltando tampoco quién le considerase como un enviado de
Dios. Singularmente unas cicatrices que se le descubrieron en la
cabeza cierta vez que se hizo recortar completamente su abundante
cabellera, dieron pasto abundante a las habladurías. ¿De qué
provenían tan terribles señales? ¡Seguramente Lucas habría hecho
cosas tremendas! Y, sin embargo. Lucas era un ser suave, manso,
humilde. Fuera de raros accesos de furor a que contra su voluntad se
le había llevado alguna vez, siempre se le veía revestido de un aire
tranqui-
lo y dulce. Su trato era igual con toda clase de gentes. Mostraba un
no sé qué de candido y de paciente, que, a no ser tan bello como un
ángel, se le habría comparado fácilmente con un buey.
Tal era el colaborador que tan afortunadamente había encontrado
Emilio.

Capitulo XI

Llegó un domingo de pago. Por entonces se pagaba en Llallagua con
cien mil pesos más o menos quincenalmente. Había con tal motivo un
movimiento considerable en las minas. Cada pago daba lugar a una
feria que se hacía en la plazoleta de LLallagua. Las gentes de
negocios acudían allí desde entenares de leguas. En todos esos días
se veían llegar numerosas caravanas conduciendo fardos de telas,
barriles y sacos de bebidas alcohólicas, víveres y otras mercancías.
Aquel día, a eso de las diez, Martín, acompañado de Emilio, llegó
a la plazoleta y quedó sorprendido de ver ese lugar que en los días
anteriores estaba poco menos que desierto, hoy rebosando de gente,
animales y artículos de toda especie. Apenas se podía avanzar entre
la abigarrada multitud. Veíanse toldetas sacudidas por el viento y
bajo de ellas montones de telas multicolores, ropa, abarrotes, dijes
y chucherías. De las paredes próximas colgaban pantalones,
polleras,""5haquetas, pañuelos, zapatos, arreos de montura y otros
menesteres. Los pequeños mercachifles, los buhoneros, exhibían al sol
sus mercaderías. Dos martilieros gritaban a desgañifarse. Había
diversas clases de juegos en torno de
los cuales se arremolmaban los jugadores y los curiosos. Mujeres
sentadas Junto a montones de verduras y de frutas las arreglaban y
desarreglaban discutiendo con los compradores. Más allá
se veían filas de indias vestidas del tradicional acsu y la lliclla,
mostrando corderos recientemente muertos y despellejados que eran
detalladamente examinados por los interesados, sacos pictóricos de
panes sabrosos o mezquinos, haces de cebollas y otras hortalizas,
quesos blanquísimos, pequeños montones de habas, maíz, papas y otros
comestibles, rollos de bayeta, hierbas y objetos medicinales. En
otros lados se pesaba cargas de cebada, chuno, harina y otros
artículos, formándose en tomo una aglomeración y gritería locas.
Tropas de burros maniatados, de muías y caballejos de cum aspecto,
ocupaban un buen espacio de la plaza. Y por entretodo esto circulaba
una muchedumbre apiñada
de gentes cuyo clamoreo y movimientos mareaban a Martín. Las voces de
los vendedores y compradores, los saludos, los pregones de los
martilieros, los rebuznos de los borricos, los gritos de los
chiquillos, las carcajadas, las interjecciones, las disputas,
formaban una algarabía muy del gusto de Emilio, que iba conduciendo a
Martín en medio de aquella batahola.
Ahora veía Martín a muchos mineros menos haraposos que de
ordinario. Hasta había algunos que estaban limpios y trajeados de
vestidos flamantes. Llevaban pañuelos de vivos colores al cuello,
sombreros alones puestos al descuido, pantalones anchísimos por
arriba y angostos hacia los pies, chaquetas de grueso paño y bufandas
de diversas hechuras y colores. Las cholas, asimismo, se presentaban
más compuestas que de costumbre, y exhibían sus jubones y polleras de
los más variados matices, que daban a la plaza una apariencia
florida. Algunas llevaban lujosas mantillas, polleras de raso y fg^pa
y enormes pendientes tachonados de perlas y brillantes. Sus sombreros
ofrecían una gran variedad, desde los de falda anchísima hasta los
que apenas la tenían. Unas calzaban botinas policromas, con exceso de
adornos y con tacos desmesurados; otras sólo humildes zapatos, que
dejaban ver el nacimiento de las piernas cubiertas de medias de
variados colores.
Después de andar largo tiempo entre el gentío, Emilio y Martín
pasaron al hotel a almorzar. También allí había una gran aglomeración
de personas, empleados de distintas categorías de la Compañía,
comerciantes y curiosos.
Los hoteleros apenas se bastaban para atender a la concurrencia.
Resonaban vasos y botellas que se destapaban, las cokteleras en que
se preparaban diversos br^gjes y las mesas que golpeaban los que
pedían de beber. Había ya desde aquella hora varios borrachos.
Emilio, muy conocido por todos los circunstantes, debió presentar
a su amigo y debió también beber un número grande de copas de wisky
con agua que le obligaron a engullirse unos irlandeses. Martín se
mostraba muy parsjaionioso, con ofensa de los otros, que parecían
querer que él tamftén bebiese en la misma proporción de los demás.
Sentáronse a almorzar en derredor de una sola mesa, grande en
verdad, pero que resultaba estrecha para el exceso de concurrencia.
Martín quedó aprisionado entre Emilio y un señor gordo que durante
todo el almuerzo le estuvo hablando de maniatas, guimbaletes,
cernidores y otros útiles de minas. Almorzaron con incomodidad, no
sólo por la estrechez de la mesa, sino también por la presencia de
los borrachos, que estaban muy lejos de tener compostura y
consideración por lo demás.
Cuando salieron del almuerzo, Martín vio que en la plaza la
algazara y aglomeración estaban en su colmo. La muchedumbre se
agitaba sofocada y polvorienta. Las transacciones estaban en su mayor
fuerza. Los borrachos abundaban.
A indicación de Emilio, salieron de la plaza para ir a pasear por
los ranchos próximos.
Cuando pasaban cerca de una casita en cuya puerta flameaba una
banderola roja, Emilio fue llamado por una mujer muy ataviada que
estaba en el umbral.
—Entremos aquí a tomar una copa— dijo a su compañero.
En la habitación había varias personas que estaban entretenidas en
animada jarana. En un rincón, algunos trabajadores departían con
brío. En otro, una chola Joven, muy llena de aderezos, se
hallabatstrechada por tres o cuatro galanes obreros, que se
disputaban su preferencia. Había, además, otras cholas y otros
hombres que cantaban al son de mal tocada guitarra y bailaban los
bailedtos de tierra haciendo singulares contorsiones. La mujer que
invitó a entrar a Emilio, era una garrida moza que no pudo menos de
llamar la atención de Martín. Apenas entraron, sirvióles dos grandes
vasos de chicha, que les obligó a beber mientras decía:
—¿Dónde se ha perdido usted, D. Emilio?
—Aquí, no más.
—Yo no loi visto.
—Es que no has querido verme.
Y mientras así hablaba, la mujer miraba con el rabillo del ojo a
Martín.
—Es mi amigo Martín Martínez, que ha llegado de Sucre. Trátalo
bien.
Se ofrecieron mutuamente sus servicios. Luego, la chola preguntó a
Emilio:
—¿Y el joven Lucas?
—No lo he visto hoy.
—¿Es cierto que está con una pallira?
—No sé. Pero puede ser. Creo que es bien tratado por todas las
mujeres.
—¡Pero meterse con una pallira!
—¿No te gustan las palliras?
—¡Cómo, pues, D. Emilio! Un joven tan buen mozo y tan querido,
embarrarse con semejantes imillas.
—Según veo, estás impresionada con esto. Seguramente, tu también
andarías en amores con Lucas.
—No diga usted eso, D. Emilio. Es falso... es falso. Nunca D..
Lucas ha tenido nada conmigo.
—Así hablan todas las mujeres.
—Yo no soy como todas.
—Ni más ni menos. Estoy cierto que también dirás que no has tenido
nada conmigo.
—¡Jesús! ¡D. Emilio!— gritó la chola poniéndose cruces.
Dos trabajadores se acercaron a saludar ceremoniosamente a Emilio.
El se puso a hablar con ellos por largo rato, al propio tiempo que
bebía de un modo que asombraba a Martín. Martín, en efecto, le había
visto que en el hotel se tomó una cantidad que bien pudo
emborracharlo como a los otros. Pero Emilio parecía tener una
resistencia enorme.
Solamente cuando se salieron de la casa, notó Martín que su amigo
ya estaba algo borracho.
Al pasar Junto a una puerta, vieron un lindo caballo ensillado al
que tenía por la brida un muchacho; y en aquel mismo momento salió un
Joven vest!3o de viajero, quien, luego de montar al caballo, dio
rumbosamente una moneda de oro al muchacho.
—¿Has visto?— dijo Emilio a su amigo.
—Sí.
—¿Y no me preguntas siquiera quién es ese príncipe que da propinas
en libras esterlinas?
Martín calló. Emilio añadió:
—Pues ese príncipe es cualquier mozo de cordel, como el Várela
aquel de la otra noche. ¿Te acuerdas?
—Sí.
—Y por supuesto, que ya comprenderes que éste también es un
contratista.
—¡Hola!
—Y estos son los que aquí vienen a vestirse di caballeros, a tomar
champagne, a montar hermosos caballos y a dar propinas en oro a los
criados, es decir, a sus iguales. ¡Si es algo sin nombre! Figúrate,
querido, tú a quien yo considero diez veces mas apto que esos tipos,
¡cómo estás!
Martín suspiró avergonzado.
—Pero tú estás así porque quieres —añadió Emilio con gran calor.—
Eres un hombre lleno de escrúpulos. Tú deberías darles un puntapié.
Tú deberías ser como yo. Yo, maldito lo que me fijo en preocupaciones
tontas. Yo he sido barretero, capataz, corregidor, arriero, soldado,
negociante. Ahora soy rescatador. . . lo que quiere decir que estoy
en camino de ser ladrón.
Martín hizo por reir. Emilio prosiguió, tomándole familiarmente
del brazo.
—Bueno, pues, querido, no seas bobo. Tú te puedes arreglar si
sigues mis consejos.
En aquel momento se encontraron con el administrador del ingenio
de Cancañiri, quien, reconociendo a Martín, acércosele con mucha
amabilidad, y después de saludar, le dijo:
—Por fin se fue ayer nuestro hombre. Desde mañana, puede usted
ocupar su puesto.


Capitulo XII

Era una mañana glacial. Una neblina densa envolvía los objetos,
deteníase sobre ellos, o pasaba ondulando silenciosamente. A veces
una finísima llovizna caía a la tierra formando hilillos
entrecruzados por las corrientes de viento que no cesaba de soplar,
haciendo mas penetrante el frío del ambiente. Había nevado por la
noche, y cuando a momentos se disipaba la niebla, se veían las
alturas y sinuosidades del cerro cubiertas de franjas blancas. El
suelo, charcoso, mostraba en los caminos las huellas profundas que
dejaran al pasar los caminantes. Hacía un frío horrible.
En el pequeño ingenio de Cancañiri se trabajaba con actividad.
Cerca al deslamador, las lavadoras, sentadas en hilera junto al agua
que corría lentamente arrastrando la tierra, trabajaban, como de
costumbre, tratando de separar aquélla de las partículas de metal con
que iba mezclada. Una serie de canaletas llevaba el agua a varios
depósitos hechos en el suelo a diferentes niveles, y allí las
mujeres, ya con las manos remangadas, o ya por medio de pequeñas
tablas, llenaban su tarea bajo la mirada vigilante de los mayordomos.
Entre los vagos jirones de niebla que ora permanecían indecisos y
ora resbalabaiTsobre el suelo arrastrados por el viento, adivinábase
más que se distinguía los diversos compartimientos del ingenio en que
funcionaban, distribuidos en secciones colocadas al descubierto, los
diversos aparatos de beneficiar el estaño. Junto a ellos se movían o
pasaban, aparecían o desaparecían figuras humanas desarrapadas.
Caracterizaba el cuadro un viejo decrépito calzado de enormes zapatos
con gruesísimas suelas, con una escarcela de cuero colgada a su
hombro, con su sombrero alón que le ocultaba la feísima faz, y
empuñando una larga esco5a que la hacía deslizar sobre la superficie
del agua del depósito. separando una especie de nata terrosa que allí
se formaba.
A poca distancia sentíase el ruido de un pequeño motor a vapor,
moviendo un rústico molino que trituraba el mineral que se le echaba
de rato en rato.
Veíase también entre la niebla llegar o partir manadas de llamas o
borricos cargados de sacos de barrilla o de metal en bruto. Las voces
y silbos de los arrieros y el chasquido de sus látigos eran traídos o
llevados por el viento que a momentos soplaba con violencia,
barriendo las nieblas o trayendo otras nuevas.
Las lavadoras trabajaban agachando cuanto podían el rostro, para
evitar las rachas de viento que las azotaban y mojaban con la
llovizna. Veíanse viejas de faz consumida envueltas en inmundos
guiñapos, hundiendo sus manos angulosas a modo de garras en el agua y
el barro. Sus caras desmirriadas y sus ojos nublados, les daban
apariencias espectrales entre la plomiza niebla. Había también
algunas Jóvenes y chiquillas de aspecto indigente, en cuyas caras
empolvadas se mostraban hacia las mejillas chapas rojas de las que la
sangre parecía a punto de brotar. Algunas cuchicheaban entre ellas y
aun se reían mirando de reojo al canchero que, de cuando en cuando,
pasaba cerca vigilando el trabajo. El canchero, en efecto, con su
delgado ^abán que mal le cubría del frío ambiente, las manos metidas
enTas faltriqueras, los hombros levantados y la cara congestionada y
arrugada por el frío, presentaba una facha que resultaba reidera.
El canchero era Martín.
Hacía pocos días que había entrado al ejercicio de su cargo, y ya
aquello le parecía una tarea atroz. Levantarse diariamente a las seis
de la mañana, hiciese bueno o mal tiempo, para ir a vigilar a un
grupo de gentes abosas que pasaban todo el día urgando el agua y el
lodo, le parecía un oficio estúpido. Recordaba con pena aquellos
tiempos en que, bajo el clima suave de Sucre, se levantaba de la cama
a las ocho o nueve de la mañana y era solícitamente atendido en su
casa. Ahora era otra cosa. Vivía
dentro del ingenio, en un cuartucho lóbrego y desmantelado. Dejaba el
lecho aun no bien claro el día y tintando de frío. Tomaba un poco de
agua caliente ennegrecida con el nombre de té. Y de
seguida tenía que salir fuera a llenar sus funciones. Y fuera, el
viento, el polvo y el frío le azotaban sin piedad, poníanle la nariz
y mejillas coloradas; la tierra se le metía por todas partes; sus
manos, aunque enguantadas, se le enfriaban hasta el punto de poner un
continuo gesto de mortificación en su cara; y todo esto daba lugar a
que las mismas lavadoras se burlasen de él.
Mas como él mismo había buscado con ahínco esa situación, no tenia
mas que seguir luchando.
Pronto apareció Benito, uno de los mayordomos, y se pusieron a
conversar.
—¡Por Dios, que hace frío!— decía el mayordomo fijando 1os ojos en
el menguado gabán del joven, quien, comprendiendo que aquél debía
estar admirado de verlo con tan escaso abrigo, contestó:
—¡Yo no lo siento mucho!
—Pues... ¡y usted que recién ha llegado de Sucre! Lo que es yo, no
puedo ya tenerme con el frío y mi reumatismo.
—¿Padece usted reumatismo?
—Sí, pues, en las piernas y brazos. Y sobre todo, en los días de
temporal, se me aumentan los dolores como ahora. Si esto sigue,
pediré licencia al administrador para ir a recostarme.
Sabido era que, cuantas veces quería Benito recostarse, hablaba de
su reumatismo.
—¿Y por qué no llama usted al médico?
—¿Para qué? El médico dice que mi mal no es reumatismo..
—¿Qué será entonces?
El mayordomo ensayó una risilla burlesca, calló un momento, y
luego respondió:
—Dice que es alcoholismo. . .
Y como Martín le mirase con atención, repuso:
—Es su costumbre. A todos les dice lo mismo. Cree que todos son
unos viciosos. . .
Pero, como si involuntariamente confirmase los dichos del médico,
lanzaba al conversar, sobre la cara de Martín, su aliento saturado de
alcohol.
Se separaron. Martín quedó cerca de las lavadoras, siempre con las
manos en los bolsillos. Benito se fue rodeado de una atmósfera
alcohólica. Dijo que iba a pedir la consabida licencia al
administrador. Al andar, cojeaba de la pierna izquierda. Estaba
arrebujado en un chai larguísimo y viejo que le cubría el cuello y
parte de la cara. Sus rotos zapatos estaban completamente embarrados.
Su pantalón, de r^¿o casimir y lleno de roturas y remiendos, estaba
también salpicado de barro. Llevaba un sobretodo tan usado, que, mas
que abrigo humano, parecía un espantajo. Martín le vio alejarse, y
pensó que Benito iba a ser feliz de recostarse en semejante tiempo.
Luego, volviéndose a las lavadoras, consideraba con lástima a
aquellas pobres mujeres que, no obstante el temporal que hacía, se
veían obligadas a permanecer sentadas en el barro, sin techo que las
cobijase, y con las manos remojando en el agua, que parecía
semihelada. Y de este modo, mientras él compadecía a esas mujeres,
ellas se burlaban de él.
La niebla recogió sus últimos jirones y fue a replegarse en las
cumbres de los cerros empujada por el viento que, sombrío y
dominador, resoplaba como una bestia inmensurable e invisible. Ahora
ya se podía ver con claridad el movimiento del ingenio. Cesó la
llovizna, y, de repente, un buen rayo de sol se desparramó en tomo.
Entre los espesos nubarrones que cubrían el cielo se había hecho un
gran agujero, y por allí pasaba un haz de rayos solares alegres y
calientes que llenaron de satisfacción a Martín.
Pocos momentos después oíase el silbato del motor. Era la hora del
almuerzo. Las lavadoras se levantaron todo mojadas. Algunas ni aun
sacudían sus embarradas polleras. El viejo de la escarcela salió
dando trancos. Los que pqsaban cerca de él le llamaban Acarapi. En la
portería, todos fueron registrados por el portero. Palpábales éste,
sobre todo en torno del tronco, y sólo después de esta inspección
podían salir.
Martín, restregándose las manos, paseaba en su estrecho cuarto.
Una mujer apareció trayendo un portaviandas. Era la cocinera que
conducía el frugal almuerzo del joven.
Afuera, el sol que asomara por algunos momentos su cara sonriente
y viva, había vuelto a ocultarse tras una gruesa capa de nubes
sombrías. El viento dejaba oir su continua melopea. Y al mismo tiempo
que ella, venía a los oídos de Martín un silbido de muchacho
distraído que al pasar por las cercanías se entre tenía en modular un
aire monótono y triste que intrigaba a Martín.


Capitulo XIII

Una tarde, Martín, como de costumbre, se encontraba paseando entre
las lavadoras. Hacía cerca de un mes que seguía en su colocación. No
había vuelto a ver a Emilio ni a sus otros conocidos, y pasaba su
vida en el ingenio, procurando llenar con toda puntualidad sus
obligaciones. El joven, no obstante el tiempo transcurrido, aun no
estaba familiarizado con su nueva vida; pero he aquí que una
circunstancia inesperada había venido a hacer mas pasaderas sus
ocupaciones.
Una de las lavadoras, una chica de pollera y rebozo, había
empezado a interesarle.
Nunca Martín se lo hubiese figurado; pero era así.
El, desde su llegada a Llallagua, se sentía muy mal impresionado
de las mujeres. Las cholas le causaban repugnancia, y, ciertamente,
lo que veía en ellas no era para agradar a un Joven de sus gustos.
Aquellas mujeres, que ordinariamente estaban susias y desarrapadas, y
que sólo en ciertos días se presentaban lavadas a medias y vistiendo
trajes chillones y ridículos, no podían encantar ni mucho menos los
ojos de Martín, que se acordaba de la graciosa y elegante
indumentaria mujeril que antes viera en Sucre. Martín, desde que
llegó, se admiraba del mal gusto de Emilio y de otros a quienes les
oía hacerse lenguas sobre la cholita tal o cual. Consideraba aquello
como un capricho, como una
degeneración del gusto.
Además, Martín había venido con una buena parte de su corazón y su
cabeza ocupados por la imagen de Lucía, la muchacha de apostura
señoril y atractiva, y comparar esa imagen con las que ahora veía,
era una irrisión.
Mas ahora resultaba que él también se iba por el mismo carril de
sus criticados amigos. ¿Sería que también su gusto se iba
pervirtiendo? Martín, al pensar en esto, no dejaba de sentirse
avergonzado. El nunca habría querido dar tal muestra de flaqueza.
Pero la verdad era que ya miraba con ojos interesados a la jovencita
Claudina, que tal era el nombre de la susodicha lavadora. Martín
había empezado fijándose parte por parte en la muchacha. Primero
llamábanle la atención sus bien formadas pantorrillas, que por llevar
las polleras cortas, se exhibían libremente ya cubiertas de largas
medias o ya desnudas. Después, Martín echó de ver la cara de la
joven, una cara efectivamente simpática, aun-
que por lo regular estuviese empolvada de tierra. Por último
escudrinó aquel busto soberbio de mujer apenas púber, y, en total de
cuentas, se encontró ante un conjunto de formas bellas, aunque
estuviesen detestablemente vestidas. Pero, aun en el mismo traje, el
gusto de Martín empezó a modificarse. Las polleras de las cholas, que
tan repulsivas le habían sido en un principio, ya ahora le parecían
más pasaderas y hasta hallaba algunas dispuestas con mucha gracia, v.
gr. en Claudina. De este modo, el Joven iba cediendo el campo, con
escándalo de sí mismo, pero sin poder remediarlo.
Aquella tarde, Martín paseaba lentamente, pasando una y otra vez
cerca a Claudina, cuando le anunciaron que le buscaba un hombre.
Volvióse y vio acercarse a un muchacho vestido al modo de los
mineros, con gruesas medias subiéndole hasta las rodillas, los
ppolecos de cuero de cabra en los pies, y al cuello una bufanda de
lana de vicuña. Supuso que era alguien que venía en busca de trabajo.
Aproximóse al recién llegado, hizo un sencillo saludo y le entregó un
papel. Martín quedó gratamente impresionado. Era una carta de Emilio,
en la que éste le invitaba a almorzar en Uncía el domingo próximo, y
al propio tiempo le presentaba a su amigo Lucas Cruz, un
joven "notablemente talentoso y de pelo en pecho". Martín consideró
con atención al portador del papel, y se sorprendió de que bajo tan
pobre y descuidada vestimenta se ocultase una "notable inteligencia",
como le decía su amigo; pero consideró esto como un arranque
hiperbólico de Emilio. Eso sí, halló que el recién venido era todo un
buen mozo. Tenía una cara correcta y simpática, aunque
extraordinariamente sucia. Su crecida y rubia cabellera le caía en
bucles en que estaban enredadas algunas hilachas y pajas. Sus ojos
azules lanzaban reflejos mirando en derredor. Martín condújole a su
cuarto e hizo que le sirviesen una taza de té. Conversaron; pero el
Joven era de tan pocas palabras, que apenas daba razón a Martín sobre
las diversas cuestiones que se trajeron a cuento. Luego, Martín, que
había supuesto que el recomendado de su amigo le diría que venía en
busca de trabajo, quedó muy admirado de no oirle nada al respecto.
Comprendió que quizá se trataba de un muchacho sumamente tímido, y le
preguntó si no buscaba alguna colocación, y cuando le contestó
negativamente, quedó mas admirado aún. Pocos momentos después, se
despedían, llevando Lucas para Emilio el recado de Martín, en que
éste aceptaba agradecido su invitación. Martín viendo alejarse aquel
muchacho tan simpático y tan pobremente vestido, no pudo menos de
sentir cierta impresión de pena y de lástima. Confirmóse en su idea
de que debía ser algún ser exageradamente tímido, y que aquello
de "talentoso y de pelo en pecho" que dijo Emilio, no pasaba de ser
una broma.
Al día siguiente, muy temprano, se notó en el ingenio la
desaparición de una gruesa cantidad de barrilla. Los ladrones habían
hecho abundante cosecha por la noche, entrando a pleni cancha y
substrayendo, de un gran montón de metal beneficiado que quedaba
allí, lo menos una docena de quintales. El administrador estaba
furioso por esta pérdida, y despidió al sereno, que no había sabido
vigilar debidamente el ingenio, no faltando quien dijese que aquél
mas bien estaba en connivencia con los ladrones. Y lo peor era que
éstos no habían dejado señal ninguna para seguirles la pista. Martín
estaba asombrado. Acababa de convencerse de la facilidad con que se
hacían los robos en Llallagua,
y aquello le intrigaba. ¡Entrarse al ingenio sin dejarse sentir, y
llevarse doce quintales de metal como llevarse una libra, le pareció
una obra de arte sorprendente! Luego, por un proceso ideológico muy
natural, llegó a pensar en su visitante del día anterior. ¿No podría
ser que éste se hallase envuelto en el misterioso robo? ¿No sería que
vino con fines preconcebidos y en connivencia con Emilio? Ya sabía
Martín a qué atenerse respecto de la escrupulosidad de Emilio. Pero,
su amigo Emilio ¿sería posible
que recurriese a tales procedimientos y abusase así de la amistad?
Aquello le parecía monstruoso. Luego pensaba Martín en la figura y
ademanes del enviado de Emilio. Recordaba su rostro de niño candido y
su aire reservado e indolente. ¿Cómo pensar que ese muchacho, que no
tenía ni pizca de la facha de un salteador, anduviese metido en tales
líos? Aquello le parecía inaceptable, mas siempre quedaba en su
corazón la sospecha. Para su satisfacción, pronto abandonó tales
presunciones, pues empezó a correr como muy valedera la voz de que
los ladrones eran unos trabajadores que vivían en las mismas
proximidades del ingenio, con cuyo motivo se comenzaron a hacer
pesquisas por aquel lado.


Capitulo XIV

Mientras así Martín pensaba ganarse honradamente, aunque con
muchas modificaciones, su modesto sueldo, su amigo Emilio, a quien
hacia como un mes que no veía, se hallaba entregado a mas y mejor en
hacer "soberbias combinaciones", como el decía. El dinero se le venía
en tal abundancia, que, a ser Emilio mas previsor y arreglado, se
habría hecho rico muy rápidamente.
Había días en que recibía hasta veinte quintales de metal de buena
ley; de modo que sus despachos de Uncía representaban cifras que, si
hubiesen sido conocidas, habrían causado justa alarma en los patronos
y aun suscitado un movimiento de envidia en muchos otros rescatadores.
Mas con la misma facilidad con que entraba el dinero en las manos
de Emilio, volvía a salir de ellas. Jamás Emilio sería rico. Su
temperamento derrochador llevábalo a los mayores extremos, muchas
veces hasta a quedar sin un peso, debiendo entonces acudir al
crédito, del que aun llegaba a abusar, puesto que se le concedía con
harta facilidad. Desde luego, su mayor preocupación era cumplir con
Lucas, dándole todo el dinero que este requería, para lo cual no
omitía esfuerzo ninguno; mas una vez llenada esta obligación, se
entregaba de lleno a su vida de disipación. Su paso por los hoteles,
las jaranas y diversiones, estaba señalado por un reguero de plata.
Emilio era un asiduo concurrente de los jolgorios de la plebe.
Veíasele allí barajado con los barreteros, los arrieros, las cholas y
otras gentes de baja estofa, gozando de gran partido entre ellas.
Allí mismo también solía hacer muchas
de sus "combinaciones", librando sendas copas de chicha y de licor y
emborrachándose y haciendo emborrachar a los demás. Y claro es que,
con tal sistema, favorecía sus planes y se aseguraba éxitos. El tenía
ciertas máximas que solía inculcar a otros. "Hay que mezclarse con
los trabajadores —les decía;— hay que estudiarlos y tratarlos según
son ellos. Hay que beber con ellos; hay que favorecer a los que están
mal, sin descuidarse tampoco de repartir de cuando en cuando algunos
puñetazos". Y así era como obraba. Familiarizábase con los cholos y
aun los indios. Tenía un regimiento de compadres. Estimulaba a los
tímidos y pocatos; ayudaba a los necesitados; libraba a los
tramposos; se alcoholizaba,
bailaba, cantaba, reía y lloraba con los borrachos. Y cuando llegaba
el caso, iniciaba formidables sesiones de box, de las que pocas veces
salía con chichones, pues, por lo general, le respetaban.
Y a este paso se despertaban nuevas ambiciones en Emilio. Ya que
le iba tan bien en sus negocios, quería magnificarlos todavía mas.
Forjaba planes mas o menos ingeniosos, algunos de los cuales no
dejaban de tener cierta originalidad. Quería hacer una especie de
sindicato con ramificaciones en todas las minas, disponiendo de los
mismos empleados de ellas. "Con un poco de plata y de mana. . .", se
decía en sus adentros. Una vez insinuó ante Lucas el siguiente plan:
La policía de Llallagua debía pertenecerles. ¿Por qué no? Si la
Compañía pagaba a los serenos noventa o cien pesos, ¿por qué no
pagarles el doble o el triple por mes? Pero Lucas, siempre reservado
e indiferente, no se entusiasmó. Quizá encontraba ocioso este plan.
¿Por qué pagar a los serenos de la Compañía ese sobresueldo, cuando
sin necesidad de eso dejaban sacar todo el metal que se quería?


Capitulo XV

Llegado el domingo de la invitación, que era día de pago y de
descanso, Martín emprendió el camino de Uncía. No tenía un animal
para hacer en el los seis kilómetros que habían hasta allí, y debió
ir a pie, lo cual le fatigó mucho. Pero quedó bien compensado con la
magnífica recepción que le hizo su amigo. Después de un mes de
trabajo y de retraimiento, Martín estaba deseoso de alguna expansión;
de manera que se sentía contento aquel día. Causóle buena impresión
ver que en Uncía estaba Emilio de bien distinto modo de como lo
hallara en Llallagua. Ocupaba una casa espaciosa, con buen menaje y
ciertas comodidades que denunciaban bien claro su feliz situación.
Grande fue la sorpresa de Martín cuando, a poco de hallarse en el
cuarto al que le condujera su amigo, entró allí una chola, llevando
un niño en brazos^ de quien le dijo Emilio:
—Mi mujer. . . mi hijito.
Luego conoció también otros dos chicos, hijos de Emilio, el mayor
de los cuales apenas debía contar cuatro años. Eran un par de bebés,
de mejillas regordetas y coloradas, bulliciosos y horriblemente
traviesos.
—Ya verás que no me he descuidado... Y tú ¿no tienes todavía una
mujercita?
Martín sonrió mientras Emilio se extendió en largas
consideraciones sobre la necesidad de contar, en lugares como las
minas, con una compañera que le atienda a uno debidamente, que
le arregle la ropa. que le sirva bien condimentados platos y le
tienda la cama.
—Por ahora, tú estás todavía huraño— añadía; — pero al fin caerás.
Es imprescindible. La mujer es tan necesaria, que eso lo reconocen
los mismos monjes. Estoy seguro que no tardarás en echarle el ojo a
una...
Martín pensaba en Claudina, y encontraba que Emilio tenía razón.
Preparóse coktail. Mientras bebían, su charla se hacía mas
animada. Martín se reía de buena gana ante las ocurrencias de Emilio.
Lleno de buen humor después de aquel tiempo de continuas molestias,
se entregaba al gozo, y hasta menudeaba en los sorbos del aperitivo,
haciendo a un lado su parquedad ordinaria. Seguramente aquel era el
primer día alegre que pasaba en las minas.
—¿Y qué te pareció mi recomendado del otro día?— preguntó Emilio.
Martín contestó que le parecía un joven simpático, pero demasiado
tímido, y que no le pudo notar el "notable talento" a que se
refiriera Emilio.
Luego, el recuerdo de Lucas trajo a Martín el del robo de la noche
inmediata, y se lo contó a Emilio. Este se rió a carcajadas y exclamó:
—¡Ah picaro! con razón me pidió la carta de presentación... Tenía,
sin duda, su plan... ¡Ah picaro!... ¡Y decir que no tiene talento!
Martín, considerando que las palabras de Emilio eran simples
bromas, se apresuró a cortarle, diciendo:
—Ya se sabe que los ladrones del metal son unos trabajadores que
viven cerca del mismo ingenio; así es que tu Lucas no ha tenido el
honor de ser el autor de esta fechoría.
—Justamente, Lucas vive con una familia de trabajadores cerca del
ingenio. El es. ¡Con razón el otro día me entregó doce quintales de
riquísima barrilla!
Pero Martín no se daba por vencido. Para seguir la broma exclamó:
—Entonces no me queda más que denunciar a Lucas.
—Sería inútil. ¿Cómo podrías probar que él es el ladrón?
Supongo que no irías a avisar lo que te voy diciendo en el seno de
la confianza.
Martín empezaba a decirse a sí mismo:
—¿Será posible?
Emilio prosiguió con cinismo:
—Has de saber, querido, que este Lucas es el principal de mis
proveedores de metal; pero si tú dijeses algo de él, aun presentando
pruebas, no sólo a el perjudicarías, sino también a mí, lo que no se
puede esperar de tu lealtad.
Martín continuaba diciéndose:
—¿Será posible?
Luego Emilio empezó a contar a Martín lo que era Lucas. Martín
habría preferido no oir cosas que se veía obligado a callar; mas como
era el mismo amigo que le halagaba quien le hablaba de esas cosas, no
tuvo más que oirías. Fue así como supo Martín que Lucas era un
muchacho sin par, que hacía conducir
a Uncía cargamentos de metal, que no temía a los hombres ni a los
elementos, que ganaba valientes cantidades de dinero, que lo gastaba
todo en los miserables, que era el ídolo de los mineros...
La llegada de dos nuevos invitados interrumpió a Emilio.
Eran un comerciante, probablemente italiano, que usaba con mucha
frecuencia de la sílaba ma en su charla, y el otro un viejecito
delgado, chico, arrugado y de apariencia simiesca.
Llamaron a almorzar; pero antes hubo que beber otra ronda de
coktail. Los recién llegados abrazaron a la chola, mujer de Emilio,
que cumplía años, y obligaron a hacer lo propio a Martín.
Almorzaban alegremente.
Emilio exclamó, dirigiéndose al comerciante:
—¿Y qué tal, D. Gregorio, con el negocio?
—Ma.. yo no sé lo que pasa. Ya no se vende, ma...
—Pero, en cambio, comprará usted mucho metal*
—Ma... no... Con la morte del otro día, ya no vene casi nadie...
¿E qué lo vamos a hacer?
Efectivamente, en aquellos días los serenos de una de las minas
habían muerto de un balazo a un hombre que se llevaba un poco de
metal.
—El nuevo subprefecto —dijo el viejecito— ha declarado, como uno
de los puntos principales de su programa, que combatirá el rescate
hasta extirparlo por completo.
—¡Iluso! Seguro que eso dirá por el influjo de las empresas; pero
no es hombre de realizar tal cosa. ¿Cómo podría impedir el rescate,
si el está autorizado por las leyes del país?
—Es que ciertos subprefectos suelen pasar por encima de las leyes—
añadió, haciendo ¡i, ]i, ¡i, el viejo.
—Se conoce que usted lo hacía así.
—Cuando yo fui subprefecto en Lipes, siempre subordiné mis actos a
la ley. Por eso estoy en este estado.
—No, suegro: usted está así por su afición a las copitas.
El viejo, sin darse por ofendido, volvió a hacer ¡i, ¡i. El
comerciante habló:
—Ma, yo también he sido 1'otro día con el siñore subprefecto e le
oí hablar...
—¿Sobre el rescate?
—Ma, no. Habló contra de su antecesore; e decía que no halló, ma,
nada en la ofichina, ni archivo, ni libro de copias, ni prensa...
—Lo de siempre: así hablan todos los subprefectos. Han de ver
ustedes que cuando venga otro subprefecto ha de decir lo mismo de
éste, que no ha hallado nada, ni archivo, ni libros, ni diablos.
Supongo, suegro, que a usted le pasó esto mismo cuando fue autoridad.
—En Lipes, yo no hallé más que una mesa vieja, como único mueble,
en la subprefectura. Y como era un trasto tan miserable, al retirarme
me dio vergüenza dejarlo...
—¿Y se lo llevó usted?
—No. La regalé a Da. Leandra, a quien debía unos pesos.
Martín, ya algo mareado con el vino que se bebía en abundancia en
el almuerzo, miraba con repugnancia al vejete, que le parecía muy
cínico, y al comerciante, cuyas grandes mandíbulas devoraban los
platos. Los chiquillos hacían un ruido infernal en la pieza contigua.
La chola Mariana aparecía con frecuencia ayudando a servir al criado,
un cchuta, cuyos calzones partidos llamaban también la atención de
Martín.
El comerciante habló:
—Ma, ¿saben ustedes la noticia de Llallagua? Dice que el gerente
se va en Chile, e dice que no será más aquí, ma, que viene un otro.
—¡Hola!
—E dice que se suspenden los contratos.
—Bueno; pero ya es tarde. La mina está destrozada.
—Ma, dice que en Santiago los directore son peleado, e no son
contentos de la producción; ma, quieren molto mas, e que van a hacer
novos trabajos.
—Seguro. Los chilenos son valientes y fecundos en iniciativas. No
faltará quien desde Santiago, en vista de cualquier plano, indique la
conveniencia de abrir, por ejemplo, un socavón, desde Catavi a las
minas, para facilitar la explotación.
El viejo hizo ji... ji... ji.
Emilio siguió:
—La verdad: en Chile hay gentes fanáticas que todo lo facilitan.
No sospechan lo que es Llallagua. Se han formado tal idea de su
riqueza, sin fijarse en las dificultades. Pero, ya pronto abrirán los
ojos. Y, sobre todo, cuando haya que sacar la plata para corregir los
desaguisados, ya me figuro la cara que pondrán. Las minas no pueden
estar peor trabajadas. Son una atrocidad, un absurdo. Solamente los
contratistas importan a la Compañía una pérdida ante la cual deberían
ponerse a llorar los accionistas, y sobre todo los directores.

*
* *

Después del almuerzo, llevó Emilio a Martín a pasear por el
pueblo. Uncía hizo a este la impresión de un pueblo muy jaranero y
alegre. Por todas partes flameaban pañuelitos multicolores, izados de
largos palos acomodados en las puertas. Las juergas se sucedían sin
interrupción en calles enteras. Oíase el rumor de armoniums,
guitarras, bandurrias y charangas, acompañados de cantos, zapateos y
jaleos.
Cuando llegaron a la plaza, había allí un hervidero de gente,
sobre todo de indios. Se celebraba la fiesta de San Miguel, y los
indios, conforme a una costumbre tradicional, hacían ejercicios de
pugilato. En medio de la multitud se había formado un claro, a manera
de liza, y allí avanzaba el indio que quería pelear, inclinando el
tronco, irguiendo la cabeza, adelantando la quijada y mirando al
frente en actitud de desafío, al modo de un gallo. En seguida, venía
otro indio haciendo los mismos gestos, y entonces se daban de
puñetazos con las manos forradas de rebotados guantes, bajo la
vigilancia de un juez, quien, después de un momento, los separaba
para que se continuase la misma operación con otros.
Entre los concurrentes que presenciaban estos ejercicios, Emilio
reparó en Lucas, y lo llamó.
Lucas llevaba un traje muy distinto de aquel con que Martín lo
conoció. Estaba enfundado en un saco y un pantalón que, por serle
sobradamente grande, no le venían bien. Un sombrero alón caíale a un
lado sombreándole la pálida tez. Llevaba al cuello un pañuelo de seda
verde. Su cara lavada dejaba ver distin tamente sus facciones
juveniles y correctas.
—¿Qué ropa de gigante te has ido a poner?— exclamó Emilio riendo.
Lucas explicó que el sastre le había hecho aquella ropa, sobre la
medida de uno de sus compañeros (de Lucas), que era más alto y gordo
que él.
—¡Vaya un sistema de mandarse hacer ropa!
Lucas explicó que no teniendo el tiempo para encontrar al sastre,
había tenido que obrar así.
Martín, aunque divertido con esta ocurrencia, que acusaba
claramente el descuido de Lucas en materia de indumentaria, no dejaba
de sentir cierta prevención contra el después de su conversación de
antes del almuerzo con Emilio. Este, que lo advirtió, insinuó a
Martín que no tratase mal a Lucas.
Lucas, por su parte, no parecía notar el rencor con que le miraba
Martín, y se entretenía en ver la pelea de indios. Ellos continuaban
en su ejercicio con una regularidad imperturbable. Por lo general,
salían ilesos, y sólo de cuando en cuando había derramamiento de
sangre.
—¡Atención! ¡aquélla otra sí que es pelea!— exclamó Emilio
señalando un punto próximo.
Volviéronse Martín y Lucas, y vieron dos mujeres que reman
desaforadamente. Colocadas como a treinta metros una de otra, se
enjaretaban los denuestos más expresivos y gesticulaban y braceaban
sin descanso. De lejos, los dedos de sus manos, que se abrían y
cerraban grostescamente, parecían patas de arañas gigantescas.
—Acerquémonos para oir mejor —dijo Emilio;— a mí me encantan estas
cosas.
Se acercaron. Cada una de las disputantes caminaba algunos pasos
alejándose de la otra; luego se detenía, revolvíase a su adversaria,
tornaba a levantar los brazos y le lanzaba nuevas tiradas de frases
pintorescas. Otras veces volvían a aproximarse algunos pasos, pero
luego seguían alejándose. Con frecuencia, se remangaban las polleras
y dejaban ver lo que no puede nombrarse. Una de ellas estaba ya
ronca, y su voz ya no parecía mas que una serie de sonidos
inarticulados. En cambio, la otra soltaba sus cláusulas seguida y
pomposamente con voz amplia y vibrante, que resonaba como un clarín.
Las palabras fluían de su boca sin interrupción, acompañadas de una
mímica inenarrable. Esta triunfaba. Pronto estuvieron a mas de una
cuadra una de otra. La ronca ya no emitía sino una especie de
berrido, como un cerdo que están matando. La voz de la otra se oía.
desde la distancia, siempre clara, como si estuviese fresca, formando
rosarios de dicterios que venían a caer sobre su contrincante como un
diluvio de piedras.
—¡Qué mujer más guapa! —dijo Emilio entusiasmado.— ¿Qué orador, el
más resistente, podría competir con ella? Cuando estas mujeres llegan
a las cimas de la elocuencia, aunque sea una elocuencia cochina, no
tienen comparación.
De regreso a su casa, Emilio, que estaba de magnífico humor,
obsequió a Martín y Lucas con un abundante lunch, seguido de una
interminable sucesión de vasos de cerveza, bajo cuya influencia
Martín se sentía cada vez mas mareado. Emilio trabajaba para que
Martín hiciese las paces con Lucas. Pero Martín, a medida de hallarse
mas borracho, sentíase también mas resentido contra el joven, y aun
llegó a decirle tal cual frase agresiva. Lucas, por su parte, hacía
demostraciones inequívocas de estimación por Martín, sin parecer que
tomase a lo serio la animadversión de que era objeto. Emilio le había
dicho reiteradamente que había que dispensar a Martín en atención a
su estado, y Lucas obraba
en consecuencia. Además, Emilio, así como anteriormente había hecho
ante Martín la apología de Lucas, había hecho también ante este la de
aquél, y Lucas ya sabía que Martín era un "intelectual", un muchacho
bueno, aunque muy escrupuloso; en suma. una "gran cosa". Sobre todo,
aquello de "intelectual" parecía gustar mucho a Lucas. No parecía
sino que se figuraba que ser intelectual es ser un hombre superior al
común de los mortales.
Después del lunch, Martín estaba tan embriagado, que fue necesario
hacerlo recostar en la cama de Emilio para que se recuperase.
Al anochecer se despertó sobresaltado. Le habían pasado algo los
humos de la borrachera, y habló de irse. Sentíase bajo la obsesión de
regresar a Llallagua, donde, al día siguiente, debía estar en su
puesto desde las seis de la mañana. Inútilmente trató Emilio de
disuadirle de su empeño. Martín no cejaba, y en vista de su porfía,
no hubo mas remedio que convenir en su regreso. Entonces buscóse un
animal; pero como no se consiguió, había que hacer nueva caminata a
pie. Luego era también necesario que Martín llevase un compañero,
dado que siendo de noche le era fácil extraviarse. Tal compañero se
presentó al punto.
Era Lucas.
Aquí nuevas dificultades y discusiones. Martín trataba de
excusarse de la compañía de Lucas, que quizá, en sus adentros, la
conceptuaba peligrosa. Con frases corteses agradeció por la molestia
que Lucas quería tomarse, pero insinuó que se le diese otro guía. No
parecía sino que abrigaba el recelo de ser víctima de alguna jugada
terrible. Pero Emilio supo disuadirle de sus temores y le persuadió
que de lo único que se trataba era de que no se perdiese en el
camino, toda vez que Martín era novicio en
tales andanzas. Díjole, además, que viviendo Lucas, como vivía, en
Llallagua, regresaba también allí, y no haría otra cosa que llevarle
por su mismo camino y dejarle, al pasar, en Cancañiri.
Fuéronse, pues, juntos Martín y Lucas.
Y en verdad que éste supo conducir a su compañero con el mayor
comedimiento y dicisión. Agarrado de una linterna, iba por delante,
paso a paso, indicando a Martín las piedras en que podía tropezar,
los saltos o las aguadas del camino.
No hablaban casi nada. Lucas, encerrado dentro de su reserva
ordinaria, quizá pensaba en aquellos momentos que tenía el honor de
acompañar a un "intelectual". Y, por su parte, el intelectual, que en
otras condiciones habría querido platicar largamente, permanecía
ahora muy parco de palabras y quizá se decía a sí mismo:
—Heme aquí conducido por un bribón.
Por rara coincidencia, el viento no zumbaba como de costumbre.
Parecía muerto. Y Martín, ya tan familiarizado con él, se admiraba
ahora de la ausencia del mas constante y feroz morador de aquellos
lugares.
De cuando en cuando se encontraban con bestias y trajinantes que
regresaban de Llallagua a Uncía.
A ratos se paraban a descansar, atravesando, a lo mas, una que
otra frase breve y obligada. Luego seguían caminando lentamente. La
negra silueta de Lucas, con su gran sombrero caído a un lado, se
destacaba por delante de Martín. Y Martín, mirándola y pensando en el
aire apacible de aquel muchacho, en su comedimiento y en sus maneras
sencillas y benévolas, se sorprendía de que fuese el hombre terrible
y lleno de sombrías aventuras de que le había hablado Emilio. Bien
era verdad que él seguía creyendo que en las referencias de su amigo
debía haber mucha exageración.
Cuando ya estaban cerca de Llallagua, tuvieron los caminantes que
hacerse a un lado del camino para no ser atropellados por dos jinetes
que venían a galope desaforado. Debían ser dos borrachos guapetones a
juzgar por el modo altisonante y fanfarrón con que se hablaban.
—¡Alto!— gritó uno de ellos al distinguir a los jóvenes.
Martín se detuvo; pero Lucas, que no hubo notado esto, siguió
andando.
—¡Alto!— volvió a gritar con voz tenante el caballero.
Y, de seguida, se lanzó sobre Lucas tratando de atropellarle..
—¿Y por qué me quiere usted hacer parar?— exclamó Lucas.
—Porque me da la gana. . . porque soy más hombre que usted... .
Y seguía estimulando a su caballo sudoroso, que se encabritaba,
bufando, ante Lucas.
Entonces Martín vio algo extraordinario. Vio que Lucas dejó su
linterna sobre el suelo, y saltando con la agilidad de un tigre sobre
su ofensor, lo cogió por el cuerpo y lo derribó del caballo,
pisoteándolo después con tal ferocidad, que el caído se puso a pedir
perdón a voz en cuello. Lucas le dio un último puntapié y le dijo:
—Ahora, si es usted tan hombre, vaya a tomar su caballo.
Y volviéndose a Martín, le insinuó a seguir caminando, al propio
tiempo que le hacía notar cómo el otro caballero había huido a las
primeras de cambio:
Lucas sonreía y se felicitaba de que su linterna no se hubiese
roto durante la refriega. A su tenue luz vio Martín que una de las
manos de Lucas enrojecía.
—¿Se ha hecho usted alguna avería?— le dijo.
Lucas reparó entonces en su mano, descubriendo en ella un rasguño
del que había trasudado un poco de sangre. Pasóse con su saliva y se
apretó con un pañuelo. Martín se acordó de los animales que se lamen
sus heridas.
Media hora después, llegaban, sin mas novedad, al ingenio de
Cancañiri, ante cuyas puertas se despidieron. Lucas continua ba su
camino hacia las minas, y Martín pasó a su cuarto a acostarse,
pensando en que, efectivamente. Lucas era un hombre de "pelo en
pecho".