CUENTOS DE KENJI MIYAZAWA #8


La gema de fuego

(Kai no hi)

Traducción Montse Watkins


Los conejos ya lucían el pelaje pardo y corto de primavera. La hierba de la pradera brillaba, y por todas partes los abedules estaban adornados con sus blancas flores. La pradera entera estaba envuelta en un agradable aroma. El pequeño conejo Homoi saltaba alegre de un lado a otro.

— ¡Qué bien huele! ¡Qué delicia! Los lirios del valle están en todo su esplendor.

Con un soplo de viento, las hojas y las flores de los lirios del valle entrechocaron, produciendo un leve campanilleo.

Homoi estaba tan contento que no paraba de saltar por la hierba. Cuando por fin se detuvo un momento, cruzó las patas delanteras, contento a más no poder.

— Parece que esté haciendo acrobacias sobre la superficie del río — se dijo.

De hecho, se había aproximado a una pequeña corriente. El agua fresca resonaba y la arena del fondo brillaba.

— ¿Salto hasta la otra orilla? Puedo hacerlo de sobra — se preguntó, inclinando la cabeza a un lado, aunque después cambió de idea — Pero mejor dejarlo: la hierba del otro lado parece un poco negruzca.

En eso estaba cuando de río arriba le llegaron una serie de estridentes píos y aleteos. Provenían de una figura oscura y despeinada que parecía un pájaro arrastrado por la corriente.

Enseguida, Homoi se apresuró hacia la orilla y esperó atento a que pasara por allí. Sin duda, la corriente arrastraba una escuálida cría de alondra. Sin dejar pasar un segundo, el conejo se lanzó al agua y atrapó al ave con las patas delanteras. Entonces, el animalito se asustó más todavía y, abriendo mucho su pico amarillo, pió de forma ensordecedora.

Homoi, azorado, nadó con toda su fuerza con las patas traseras. Y diciendo: "Ya estás a salvo, no te preocupes", miró el rostro del avecilla. Entonces tuvo tal susto que estuvo a punto de soltarla. Porque ese rostro estaba todo arrugado y tenía un pico enorme, lo que le daba cierto parecido con una lagartija.

Pero el fuerte conejito no la soltó. Cerrando la boca con determinación y sin dejarse vencer por el miedo, continuó sujetando con fuerza al pájaro por encima del agua, que los fue arrastrando corriente abajo. Homoi tragó agua un par de veces, pero no soltó a la pequeña alondra.

Entonces, en un recodo de la corriente vio una rama de sauce que rozaba el agua con un sonido de chapoteo. Homoi la mordió con tal fuerza que puso al descubierto la piel verde bajo la corteza. Haciendo acopio de todas sus fuerzas lanzó la alondra sobre la suave hierba y después él mismo trepó a la orilla.

La pequeña alondra tirada en la hierba tenía los ojos en blanco y temblaba violentamente. En cuanto a Homoi, le daba vueltas la cabeza de agotamiento, pero se sobrepuso y fue a cortar una rama con flores blancas para cubrir al pajarillo, que levantó su rostro grisáceo como para dar las gracias. Pero Homoi sufrió otro sobresalto; con un grito, se incorporó de un salto y salió corriendo.

Entonces algo llegó volando del cielo como una flecha. El conejo se detuvo y se volvió a mirar: era la ma dre alondra. Sin decir una palabra, abrazó con fuerza a su cría, que temblaba sin parar.

Homoi, tranquilo al ver que ya estaba todo arreglado, se marchó rápidamente hacia su casa. Justo cuando llegó, su madre estaba haciendo un haz de hierba blanca. Al ver a su hijo se asustó mucho.

— ¿Eh, qué te ha ocurrido? ¡Tienes muy mal color!

— exclamó, y salió corriendo hacia la alacena para buscar un medicamento.

— No es nada. Sólo que tuve que salvar a una cría de pájaro toda despeinada que se estaba ahogando — explicó.

— ¿Una cría de pájaro despeinada? ¿No sería una alondra? — preguntó, al tiempo que le daba una bolsita de polvos medicinales para que se los tomara.

—Creo que sí. ¡Uf, me da vueltas todo! Todo parece extraño a mi alrededor... —dijo Homoi, tomándose el medicamento. Y diciendo esto se desplomó. Tenía mucha fiebre.

Cuando Homoi se recuperó gracias a los cuidados de sus padres y del médico, los lirios del valle ya tenían frutos verdes. Cierta noche despejada y tranquila, el conejo salió por primera vez a dar una vuelta. En el cielo del sur, una pequeña estrella roja describía una trayectoria diagonal. Mientras la contemplaba, escuchó un aleteo y pronto vio dos pequeñas aves acercarse.


La mayor de ellas colocó algo rojo y brillante con gran cuidado sobre la hierba, y con actitud de gran respecto se dirigió al conejo.


— Homoi, mi hijo está muy endeudado contigo.

A la luz de la brillante gema roja, Homoi echó una ojeada a sus rostros.

—Vosotras sois las alondras de aquella vez, ¿verdad?

— Así es — repuso la madre alondra, y continuó hablando entre reverencias de gratitud, secundadas por su cría — Muchas gracias por lo que hiciste el otro día. Te agradezco de todo corazón que salvaras la vida a mi hijo.

— Tengo entendido que por eso te pusiste enfermo. ¿Ya te has recuperado por completo? Todos los días volábamos por aquí, a la espera de cuando pudieras salir. Te hemos traído un obsequio de nuestro rey — dijo, colocando la gema ante Homoi tras abrir el pañuelo que la envolvía, tan tenue que parecía de humo.

Se trataba de una gema perfectamente redonda, del tamaño de una castaña, en cuyo interior ardía un fuego rojo brillante.

— La llamamos "la gema de fuego". Nuestro rey me encargó decirte que si la cuidas bien cada día será más hermosa. Te ruego que la aceptes — dijo la alondra.

— Gracias, alondra, pero no me hace falta algo así— dijo riéndose Homoi — Llévatela, por favor. Es muy hermosa, pero con haberla visto tengo suficiente. Si la quiero ver de nuevo, ya os pediré que me la mostréis.

— Te ruego que la aceptes — insistió la alondra — Acéptala, por favor, ya que se trata de un obsequio de nuestro rey. Si no lo haces, tanto yo como mi hijo tendremos que entregar la vida a cambio. Bueno, hijo, despidámonos. Hasta la vista.

Las alondras hicieron dos o tres reverencias y con grandes prisas levantaron el vuelo.

Homoi tomó en sus manos la gema y la contempló. Parecía que en su interior ardieran con fuerza llamas rojas y amarillas, aunque, en realidad, era fría y de una belleza transparente. Mirándola al trasluz en dirección al cielo, no se veían las llamas sino que aparecía en ella hermosa y traslúcida la Vía Láctea. Pero al apartarla del ojo, volvían a brillar las magníficas llamas.

Homoi tomó la gema en sus manos con gran respeto, entró en casa y enseguida se la mostró a su padre, que se sacó las gafas para examinarla con gran detenimiento.

— Esto es un tesoro, la famosa "gema de fuego" — dijo — Se dice que hasta ahora sólo han podido conservar la sin percances de por vida dos pájaros y un pez. Debes tener mucho cuidado para que no pierda su luz.

— No hay cuidado, no causaré en modo alguno que se pierda — repuso Homoi — ¿Sabes? La alondra me dijo también algo parecido. Cada día le echaré el aliento cien veces y cada una de ellas le sacaré brillo con plumón de bengalí rojo.

También su madre tomó la gema en sus manos y la contempló con mucha atención.

— Esta gema es muy delicada — dijo — Sin embargo, cuentan que cuando la tenía en su poder el fallecido ministro de las águilas se produjo una gran erupción volcánica. Mientras dirigía la evacuación de las aves, yendo de un lado para otro dando instrucciones, la gema recibió innumerables impactos de rocas e incluso fue arrastrada por la ardiente lava. Sin embargo, no sólo no se empañó en absoluto sino que aún brillaba con luz más hermosa que antes.

— Así es — intervino el padre — Esta es una historia muy conocida. Estoy seguro de que llegarás a ser alguien tan prestigioso como el ministro de las águilas, pero

debes tener mucho cuidado con no maltratar a nadie.

A Homoi, cansado, le había entrado sueño.

—No te preocupes — dijo ya acostado en su cama — Me voy a convertir en alguien respetable. Por favor, devuélveme la gema, que quiero dormir con ella.

La madre se la entregó, y Homoi se durmió en el acto con la joya contra su pecho. Esa noche tuvo preciosos sueños: fuegos amarillos y verdes ardiendo en el cielo, la pradera cubierta por entero de hierba dorada, innumerables molinillos de viento revoloteando por el aire como abejas, y también se le apareció el buen ministro de las águilas, cubierto con una capa plateada e inspeccionando desde las alturas la pradera que brillaba haciendo oleadas. El conejo se sintió feliz hasta el punto que no pudo contener unas exclamaciones de júbilo.

A la mañana siguiente se despertó a las siete, y lo primero que hizo fue echar una ojeada a la gema. Estaba todavía más hermosa que la noche anterior.

— ¡Ah, qué bien se ve! — exclamó para sí — Ahí está el cráter, y de él sale fuego. Está en erupción. ¡Qué divertido! Parecen fuegos artificiales. ¡Anda, qué llamas despide! Y ahora se ha dividido en dos. ¡Qué bonito! Igual, igual que los fuegos artificiales. Ahora se ha convertido en un relámpago. Todo se ha vuelto dorado. Eh, y de nuevo ha entrado en erupción...

El padre de Homoi ya había salido de casa y la madre se acercó sonriente con unas raíces de hierba blanca y unos escaramujos verdes.

— Anda, lávate enseguida la cara y sal a caminar un poco — dijo — A ver, muéstrame la gema. ¡Hay que ver lo bonita que es! Préstamela un ratito mientras te lavas.

Claro que sí. Como es el tesoro de nuestra casa, también es tuya — dijo levantándose. Entonces se dirigió a la entrada de la casa, donde tomó seis grandes gotas de rocío que colgaban de las puntas de las hojas de los lirios del valle y con ellas se lavó el rostro a conciencia. Después de desayunar, echó el aliento cien veces sobre la joya y cada una la pulió con plumón de bengalí rojo. Tras envolverla con cuidado en plumas de la pechuga de esta ave, la guardó en la cajita de ágata de sus prismáticos y se la entregó a su madre.

Enseguida salió a dar una vuelta. Con la brisa, la hierba se sacudía el rocío en todas direcciones, y las campánulas hacían sonar su campanilleo matinal. Homoi fue dando saltos hasta que llegó bajo la copa de un abedul.

Justo entonces apareció un viejo caballo. El conejo se asustó un poco y ya estaba a punto de marcharse cuando el animal le hizo una reverencia muy cortés.

— Eres Homoi, ¿verdad? — dijo en lenguaje muy formal — Tengo entendido que has recibido la gema de fuego. Muchas felicidades. Al parecer hace mil doscientos años que no iba a parar a manos de un animal terrestre.

Cuando me lo contaron esta mañana, no pude contener las lágrimas — agregó, echándose a llorar a mares.

Homoi se sintió un poco incómodo, pero ante el profuso llanto del caballo acabó él mismo haciendo sonar su nariz.

—Nos sentimos tremendamente endeudados contigo — dijo, al tiempo que se secaba las lágrimas con un pañuelo amarillo pálido del tamaño de un paño de hacer fardos — Te ruego que te cuides mucho.

El caballo hizo una cortés reverencia de nuevo y se marchó.

— Homoi se quedó pensativo, sintiéndose contento y triste a la vez con lo sucedido, y pronto se halló bajo un saúco. En el árbol se encontraban dos ardillas compartiendo amistosamente una torta de arroz. Al ver al conejo se asustaron y, enderezándose, se tragaron la torta de una vez con los ojos bailándoles. Hola, ardillas — saludó como de costumbre. Pero las ardillas se habían quedado todas rígidas y no podían articular palabra.


— Ardillas, ¿qué os parece si hoy también vamos a jugar a alguna parte? — preguntó, pero las ardillas reflejaban en su expresión que tal cosa era impensable. Se miraron con los ojos muy abiertos y salieron corriendo.

Homoi se quedó atónito, palideció y regresó a su casa.

—Mamá, todos están muy raros — dijo — Las ardillas ya no quieren saber nada de mí.


Al escucharle, su madre se puso a reír.


— Es normal. Se sienten intimidadas porque te has convertido en alguien muy prestigioso. Por eso, tienes que andar con mucho cuidado para que después no se rían todos de ti.

— No te preocupes, mamá — repuso — ¿Tan importante me he vuelto?

— Me parece que sí — dijo, contenta.

— ¡Qué bien! — exclamó saltando de alegría —Todos son mis subordinados. Ya no me da miedo la zorra. Veamos... Voy a convertir a las ardillas en generales de división y al caballo... Al caballo en coronel.


— Me parece muy bien — aprobó la madre riendo

— Pero no te pongas demasiado arrogante.

— Claro que no — dijo — Mamá, voy a salir un ratito.


Diciendo esto se plantó de un salto en la pradera, y en ese mismo instante vio pasar corriendo a la zorra, veloz como el viento.


—¡Eh, espera, zorra! — se decidió a decir, pese a que no podía contener el temblor — Ahora soy capitán general, para que lo sepas. La zorra, sorprendida, se detuvo y, un poco pálida, miró hacia atrás.


— Ya me he enterado. ¿Puedo hacer algo por ti?

— Hasta ahora me fastidiaste bastante, ¿eh? — dijo, tratando de dar a sus palabras el mayor vigor posible —


— Pues, a partir de ahora, serás mi vasalla.


La zorra pareció a punto de desmayarse durante un instante.


— Te ruego que me disculpes por todo lo que te hice — dijo, llevándose las patas a la cabeza — ¿Qué te parece si nos olvidamos de todo eso?


— Bien, como una excepción haremos borrón y cuenta nueva. Te nombro alférez y espero que hagas un buen trabajo — repuso muy contento.


— ¡Qué bien! Muchas gracias — exclamó y dio varias vueltas de alegría — Haré lo que me pidas. ¿Qué te parece si robo un poco de maíz para ti?


— No, eso no está bien — rechazó Homoi — No podemos hacer cosas indebidas.


— Entendido. No lo haré a partir de ahora — dijo, rascándose la cabeza — Entonces quedo a la espera de instrucciones.


— Estupendo, puedes retirarte. Si necesito algo, ya te llamaré — añadió Homoi.

Después de dar otras vueltas, la zorra hizo una reverencia y se marchó.


El pequeño conejo no cabía en sí de gozo. Iba de un lado a otro de la pradera hablando solo y riéndose, lleno de toda clase de pensamientos felices. Pronto el sol, como si fuera un espejo quebrado, se ocultó tras los abedules y Homoi se apresuró de vuelta a casa. Su padre ya había regresado y todos compartieron una cena deliciosa. También esa noche el pequeño conejo tuvo hermosos sueños.


Al día siguiente, Homoi salió a la pradera llevando la canasta que le entregó su madre con el encargo de recoger frutos de los lirios del valle


— ¡Vaya! No me parece demasiado apropiado para un general como yo ir a recoger frutos de los lirios del valle. Si alguien me ve, me convertiré en el hazmerreír. Sería estupendo que apareciera la zorra — se dijo.


Entonces oyó un murmullo a sus pies. Era un topo que se alejaba excavando la tierra.


— ¡Eh, topo! — gritó Homoi — ¿Sabías que me he convertido en alguien importante?

— ¿Eres Homoi? Por supuesto que lo sé — repuso el topo desde dentro de la tierra.

— ¿Ah, sí? Muy bien — dijo en tono muy jactancioso — Voy a nombrarte sargento, pero, a cambio, quiero que trabajes un poco para mí.

— ¿De qué trabajo se trata? — preguntó nervioso el topo.

— Quiero que recojas frutos de los lirios del valle— contestó.

— Lo siento muchísimo, pero no puedo trabajar bien en lugares iluminados — replicó desde dentro de la tierra con un sudor frío.

— ¿Ah, no? Bueno, qué le vamos a hacer — gritó enojado — No te voy a pedir nada, pero ya verás.

— Te ruego que me disculpes — se apresuró a decir — Pero si paso mucho rato al sol puedo morir.


— Bueno, ya es suficiente. Cierra la boca — se impacientó el conejo, haciendo sonar una pata contra el suelo.


Entonces aparecieron cinco ardillas entre las ramas del saúco y bajaron saltando hasta llegar a sus patas.

— Homoi, permítenos que recojamos los frutos de los lirios del valle para ti — se ofrecieron.

— Hacedlo, por favor, y recordad que sois mis generales de división.


Las ardillas se pusieron a trabajar muy contentas. Justo en esos momentos, seis poneys se acercaron trotando.

— Homoi, danos algo que hacer también.

— Muy bien — aceptó con agrado — Os nombro coroneles, y deberéis aparecer cuando os llame.


Los poneys se encabritaron de alegría. Entonces se escuchó la voz llorosa del topo bajo la tierra.

— Homoi, pídeme algo que yo pueda hacer. Ya verás cómo vas a quedar satisfecho.

— No necesito a alguien como tú — repuso indignado, dando un pisotón — Como llame a la zorra, todos vosotros vais a pasarlo mal. O sea que mucho cuidado.


El topo quedó en silencio. Mientras tanto, las ardillas habían recogido una gran cantidad de frutos de lirios del valle, que transportaron con gran algarabía hasta casa de Homoi. La madre salió sorprendida.

— ¿Qué es esto, ardillas?

— Mira, mamá, lo que puedo hacer — intervino el pequeño conejo — Ya partir de ahora voy a poder hacer más todavía.


La madre no dijo nada pero se quedó pensativa. Mientras tanto, había llegado el padre y pudo contemplar toda la escena. — ¡Eh, Homoi! ¿No tendrás fiebre? — preguntó —Me he enterado de que has asustado mucho al topo. En su casa todos estaban desesperados, hechos un mar de lágrimas. ¿Y cómo nos vamos a comer toda esta cantidad de frutos?


Homoi se echó a llorar. Las ardillas lo observaron un momento compadecidas, pero enseguida huyeron a todo correr.


— No vamos nada bien — continuó — Anda a ver la gema de fuego, seguro que se ha empañado.


La madre, que estaba llorando, se secó las lágrimas con el delantal y fue a buscar a la alacena la caja de ágata donde se encontraba la gema. Tras recibir la caja, el padre abrió la tapa y quedó muy sorprendido: la gema brillaba aún más que la pasada noche con su luz rojiza. Los tres la contemplaron ensimismados.


El padre se la entregó a Homoi sin decir palabra y todos se pusieron a cenar. Las lágrimas del pequeño conejo ya se habían secado y después de la cena, que transcurrió alegremente, se acostó.


Al día siguiente, por la mañana temprano, Homoi salió a la pradera. Hacía buen tiempo, pero ya no se podía escuchar el campanilleo de los lirios del valle porque les habían quitado todos sus frutos.


Desde un extremo de la pradera, llegó corriendo veloz la zorra, que se detuvo junto a Homoi.


— Hola, Homoi. Ayer encargaste a las ardillas que recogieran frutos de los lirios del valle para ti, ¿verdad? —dijo — ¿Qué te parece si hoy te consigo algo bueno? Es algo dorado y crujiente; discúlpame si te digo que seguro que nunca lo has probado. A propósito, escuché que ayer castigaste al topo. ¡Vaya tipo tan taimado! ¿Quieres que lo persiga hasta hacerle caer al río?


— Déjalo en paz. Esta mañana lo he perdonado —dijo a su vez — Pero tráeme un poco de esa comida tan buena.

— ¡De acuerdo! Sólo deberás esperar diez minutos. ¡Sólo diez minutos! — prometió la zorra, y partió rauda como el viento.


Entonces Homoi llamó a gritos al topo.

— ¡Eh, topo! Ya te he perdonado, no debes llorar.


Sin embargo, no se produjo el menor sonido bajo la tierra. Enseguida la zorra estaba de vuelta.

— ¡Anda, pruébalo! — dijo, entregándole una rebanada de pan robada — Es manjar de los dioses. Lo mejor de lo mejor.


Homoi lo probó y le pareció delicioso.

— ¿En qué árbol crece una cosa así? — preguntó.


La zorra desvió la vista y dejó escapar una risita.

— En un árbol llamado "cocina" — explicó — Si te gustó, cada día puedo traerte un poco.

— Bien, entonces tráeme tres a diario, sin falta.

La zorra parpadeó con la expresión de haber entendido a la perfección.

— Con mucho gusto. Pero, a cambio, no deberás impedir que atrape las aves de corral.

— Bueno.

— Entonces te traeré las dos rebanadas que faltan para la cuota del día — dijo, y de nuevo salió veloz como el viento.


El pequeño conejo pensaba llevárselas a sus padres. Seguro que ni su padre había probado algo tan bueno. Se sintió satisfecho de poder darles esta muestra de afecto. La zorra llegó con las dos rebanadas en la boca y las depositó ante Homoi, se despidió y se marchó corriendo.


Preguntándose: "¿Qué hará la zorra durante el día?", el pequeño conejo se encaminó a su casa. Cuando llegó, sus padres estaban atareados colocando los frutos de los lirios del valle a secar al sol.


— Mirad, qué cosa tan buena os traje — dijo — ¿Por qué no la probáis?


El padre tomó una rebanada, se puso las gafas y la examinó minuciosamente.


— Te la dio la zorra, ¿verdad? — preguntó por fin

— Es algo robado. No voy a comerlo.


Tomando también la rebanada de la madre, lanzó el pan al suelo y lo hizo migas a pisotones. Homoi estalló en llanto. La madre también lloraba.

— No podemos seguir así — dijo el padre, caminando de un lado a otro —


Anda a ver la gema de fuego. Seguro que se ha roto en pedazos.


La madre trajo la caja entre lágrimas. Pero la gema ardía con tal brillo que parecía que iba a elevarse al cielo. El padre se la entregó a Homoi en silencio. Al verla, el pequeño conejo se olvidó por completo de su tristeza.


Al día siguiente, el conejo también salió a la pradera. Enseguida, llegó la zorra con tres rebanadas de pan. A toda prisa, las guardó en la alacena de la cocina y volvió a salir a la pradera donde le esperaba la zorra.


— ¡Eh, Homoi! ¿Vamos a divertirnos un poco?

— ¿Cómo?

— ¿Qué te parece si vamos a castigar a los topos? Ya sabes, son una plaga de la pradera, además de una pandilla de gandules. Como los perdonaste, no les había hecho nada malo hasta ahora, pero hoy permíteme que los martirice un poco. Tu puedes mirar sólo. ¿Vale?

— Bueno — repuso Homoi — Si son una plaga, supongo que no pasará nada con que lo hagas.


La zorra rascó la superficie de la tierra por aquí y allá durante un rato y también probó a tantear con pisadas. Al final, levantó una pesada piedra y aparecieron los topos con sus crías. Los ocho se habían apiñado temblando violentamente.


— ¡Vamos! ¡A correr, a correr!, si no queréis que os mate a mordiscos — gritó la zorra, dando fuertes pisotones.

— ¡Ten compasión, por favor! — exclamó el topo con desesperación, al mismo tiempo que intentaba huir.


Pero como no veía y las patas no le obedecían, en lugar de correr no hacía más que arañar la tierra.


La más pequeña de las crías estaba patas arriba y parecía haber perdido el sentido. Pero la zorra los continuó azuzando, y hasta Homoi se le unió. Entonces apareció el padre conejo.


— ¡Eh! ¿Se puede saber qué significa esto? — reprendió con recia voz. La zorra dio unas vueltas y huyó como un rayo.


A toda prisa, el padre devolvió los topos a su madriguera y colocó la gran piedra en su posición original. Después, agarró a Homoi por el pescuezo y se lo llevó a rastras hacia casa. Al verlos, la madre se aferró implorante a su esposo.


— ¡Homoi! Hoy fuiste demasiado lejos — amonestó — Esta vez sí que la gema de fuego se habrá roto en pedazos. ¡Anda a verla!


Secándose las lágrimas, la madre fue a buscar la caja. Al abrirla, el padre se sorprendió sobremanera: estaba mucho más hermosa que nunca. En su interior ardían fuegos rojos, verdes y azulados que parecían estallar en violentas explosiones, elevarse como bengalas o entrecruzarse cual relámpagos. Por momentos, la gema entera se teñía de intenso color sangre, para después quedar envuelta en llamas azul pálido y después llenarse de amapolas, tulipanes dorados, rosas y sanguinarias de flor azul, que se mecían suavemente por doquier.


El padre entregó la gema en silencio a Homoi, quien se olvidó al punto de sus lágrimas y se quedó contemplándola con alborozo. La madre, por fin más tranquila, se puso a preparar el almuerzo. Enseguida, todos se sentaron y comieron las rebanadas de pan.


— Homoi, debes tener cuidado con la zorra — dijo el padre.

— No te preocupes, papá — repuso el pequeño — La zorra no me puede hacer nada porque tengo la gema de fuego, que no se va a romper ni empañar nunca.

— Es verdad. ¡Qué gema tan maravillosa! — intervino la madre.

— Mamá, estaba predestinado a poseer la gema —dijo Homoi, un poco jactancioso — Haga lo que haga no se irá volando a ningún lado. Además, cada día le echo el aliento y le saco brillo cien veces.

— Espero que sea como tú dices — agregó el padre.


Esa noche Homoi tuvo un sueño. Se encontraba de pie, apoyado en una sola pata, en la cima de una montaña muy alta y escarpada, tan afilada como un taladro. Se llevó tal susto que despertó llorando.

Al día siguiente, Homoi fue de nuevo a la pradera, que estaba cubierta por una niebla sombría y húmeda. Los árboles y las hierbas se encontraban inmóviles y en completo silencio. Ni las hayas movían sus hojas un ápice. Sólo las campánulas hacían sonar su campanilleo matinal que se perdía alto en el aire hasta muy lejos y volvía resonando.

La zorra se presentó vestida con un pantalón corto y las tres rebanadas de pan. Cuando Homoi le dio los buenos días, respondió con una risita maliciosa.

— ¡Vaya susto me propinó tu padre ayer! Es bastante cabeza dura, ¿no? Espero que pronto se le pasara el enfado — dijo — Hoy podemos hacer algo muy divertido. No te desagradan los zoológicos, ¿verdad?

— Pues no — repuso.

Entonces la zorra sacó una pequeña red de la pechera.


— Mira, con esto podremos atrapar libélulas, abejas, gorriones e incluso animales mayores. Con ellos podremos hacer nuestro propio zoológico — propuso.

Imaginándoselo, Homoi se murió de ganas de empezar.


— ¡Manos a la obra! Pero, ¿estás segura de que podremos atraparlos con esta red? — preguntó el conejo.

Al oír eso, la zorra pareció aún más regocijada.

— Desde luego. Anda rápido a dejar el pan. Cuando vuelvas, seguro que ya habré atrapado unos cien bichos.

Homoi se apresuró de vuelta a casa para llevar el pan, lo dejó en la alacena de la cocina y regresó a toda prisa.

Entretanto, la zorra había tendido la red entre unos abedules envueltos en la niebla y se reía a carcajadas.

— Para que veas. Ya he atrapado cuatro — dijo, mostrándole una gran caja de cristal. Sin duda, en el interior había un arrendajo, un ruiseñor, un bengalí rojo y un lugano, todos batiendo las alas con desesperación. Pero al ver el rostro de Homoi, se tranquilizaron en el acto.

— Homoi, con tu poder podrás ayudarnos, ¿verdad? — dijo el ruiseñor a través del cristal — La zorra nos ha atrapado y seguro que mañana nos devorará. Sálvanos, por favor.

El pequeño conejo iba a abrir enseguida la caja cuando la zorra intervino. Su frente se había llenado de oscuras arrugas y había entrecerrado los ojos amenazado-ramente.


— ¡Cuidado, Homoi! — vociferó, al tiempo que torcía la boca en una temible mueca — Ni te atrevas a tocar la caja porque te voy a devorar, so ladrón.

Homoi, asustado a más no poder, salió corriendo hacia su casa. Ese día su madre había salido también a la pradera, por lo que no había nadie. Con el corazón latiéndole como si fuera a estallar, fue a buscar la caja donde guardaba la gema de fuego y abrió la tapa.

Por supuesto, la gema brillaba como el fuego. No obstante, tal vez fuera su imaginación, en un lugar aparecía una minúscula nube blanca, como si alguien la hubiera pinchado con una aguja.

Homoi se quedó muy preocupado. Enseguida se puso a echar el aliento a la joya y a sacarle brillo frotándola delicadamente con plumón de bengalí rojo. Pero no hubo forma de eliminar la mancha.

Justo entonces llegó el padre y vio que el pequeño conejo estaba muy pálido.

— Homoi, ¿se ha empañado la gema de fuego? —preguntó — Tienes muy mal color. A ver, muéstramela. Sonriendo, el padre tomó la gema y la examinó al trasluz.

— ¡Pero si no es nada! Pronto desaparecerá. Si incluso parece que el fuego dorado brilla más que antes. Anda, dame un poco de plumón de bengalí rojo.

El padre se puso a pulir la gema con esmero. Pero la nube en lugar de desaparecer se hizo mayor. En ese momento llegó la madre, que tomó en silencio la gema de su esposo y también se puso a sacarle brillo. Los tres, por turnos, la pulieron un buen rato con ahínco.

Ya había anochecido. Al darse cuenta, el padre se levantó.

— Bueno, vamos a cenar. Esta noche podemos dejar la gema de fuego en aceite. Dicen que es la mejor forma de devolverle su belleza original — dijo.

— ¡Anda! Se me había olvidado por completo la cena — exclamó la madre — No he preparado nada. Podemos comer los frutos de los lirios del valle de anteayer con las rebanadas de pan.

— Con eso será suficiente — se mostró de acuerdo el padre.

Mientras tanto, Homoi colocó con un suspiro la gema de fuego en la caja y se quedó contemplándola. Nadie dijo una palabra durante la cena.

— Voy a buscar el aceite — dijo el padre, levantándose y dirigiéndose a la alacena, de la que sacó una botella de aceite de semillas de kaya 1.

El pequeño vertió el aceite en la caja. Después, apagaron las luces y todos se fueron a dormir.

Homoi se despertó en plena noche. Se levantó y echó una temerosa ojeada a la gema de fuego que guardaba junto a su cabecera. A través del aceite, brillada plateada como el ojo de un pez. Ya no ardían más las llamas rojas.

El pequeño conejo rompió a llorar a voces. Sus padres se levantaron asustados. Cuando llegaron a su lado, la gema se había vuelto opaca como una bola de plomo. Entre lágrimas, contó lo ocurrido con la red de la zorra. El padre se vistió a toda prisa y le dijo:

— Homoi, has sido un tonto. Y también yo. Tú recibiste la gema de fuego por salvar la vida de la cría de alondra, ¿verdad? Y anteayer dijiste que estabas predestinado a poseer la gema. Bueno, vamos a la pradera. Tal vez la zorra continúe tendiendo la red. Vas a tener que luchar contra la zorra cueste lo que cueste. Por supuesto, yo te ayudaré.

Homoi se levantó llorando. La madre, deshecha en lágrimas, les siguió. Ya estaba amaneciendo y la niebla caía en pesadas gotas. La zorra se encontraba bajo el abedul junto a la red tendida. Cuando vio a los tres conejos, hizo una mueca y se rió a carcajadas.

— ¡Eh, zorra! — gritó el conejo — ¿Cómo has podido engañar a Homoi de esa manera? ¡Te desafío a luchar!

— ¡No me digas! Puedo devoraros a los tres en un abrir y cerrar de ojos, pero no tengo ganas de ganarme ni un rasguño por vuestra causa — dijo la zorra con expresión maligna — Tengo algo mejor para comer.

Y se dispuso a huir con la caja a cuestas.


— ¡Espera! — llamó el padre, al mismo tiempo que empujó la caja, haciendo perder el equilibrio a la zorra, que la dejó en el suelo y salió corriendo. Dentro de la caja había unas cien aves, todas llorando. Desde luego, seguían allí el gorrión, el arrendajo y el ruiseñor, pero también había especies mayores, entre ellas un gran buho, además de la alondra y su cría.

El padre abrió la tapa y todas las aves levantaron el vuelo, se posaron en el suelo e hicieron una profunda reverencia.

— Muchas gracias — dijeron al unísono — De nuevo estamos profundamente endeudadas con vosotros.

— De nada — repuso el padre — De hecho, estamos muy avergonzados porque hemos causado que se empañara la gema de fuego que nos obsequió vuestro rey.

— ¡Anda!, ¿por qué habrá ocurrido? — exclamaron — ¿Podemos echarle una mirada?

— Muy bien. Por favor... — dijo, y los guió hacia su casa.

 

Todos le siguieron apelotonados, y a la cola iba Homoi lloriqueando con aire compungido. El buho, que avanzaba a grandes y pesados pasos, a veces se volvía hacia el pequeño conejo con una mirada temible.

Al final, llegaron a la casa. Los pájaros se posaron por todas partes: en el suelo, la alacena, la mesa y donde encontraron lugar. El buho, con sus grandes ojos fijos en algún lugar indefinido, se aclaró varias veces la garganta ruidosamente.


El padre tomó la gema, que se había convertido en una simple piedrecilla blanca.

— Mirad como está. Podéis reíros de nosotros todo lo que queráis — dijo, y en ese mismo instante la gema se partió con un fuerte crujido y se deshizo en polvo ante la vista de todos.

Homoi, que se encontraba en el umbral, dio un respingo y cayó al suelo. El polvo de la gema se había introducido en sus ojos. Todos iban a acercarse a él cuando se produjo un sonido crepitante y los fragmentos de la gema se volvieron a unir, formando primero varios pedazos grandes y después la gema completa. De nuevo, brillaba como un volcán en erupción, resplandecía como un atardecer. Entonces, con un silbido, salió volando por la ventana y se perdió en la lejanía.

Las aves se fueron marchando una a una, ya sin nada que hacer allá. Sólo quedó el buho.

— Sólo seis días, ¡jo, jo, jo! ¡Sólo seis! — dijo, echando una ojeada a su alrededor. Y encogiendo los hombros se marchó.

Los ojos de Homoi se habían vuelto opacos y blanquecinos, como antes la gema, y no podía ver nada. Desde el principio, la madre no había parado de llorar. El padre estaba reflexionando con los brazos cruzados.

— Anda, Homoi, deja de llorar — dijo, dándole unas palmaditas en la espalda — Una cosa así puede ocurrirle a cualquiera. Lo importante es que hayas aprendido la lección. Sin duda, tus ojos se curarán. Ya me ocuparé yo de ello. Anda, anda, no llores más.

 

 

Más allá de la ventana, la niebla se había levantado, las hojas de los lirios del valle brillaban y las campánulas hacían sonar su campanilleo matinal.

1 Torreya nucífera, árbol de unos diez metros de cuyas semillas, llamadas "nuez moscada japonesa", se extrae aceite medicinal.