Cuentos de Kamakura
El amor de la serpiente
En tiempos de Minamoto no Yoritomo, se solían celebrar brillantes ceremonias
religiosas y cortesanas en el santuario de Hachimangu. Los sombreros lacados,
los kimonos superpuestos en elegantes combinaciones de colorees y diseños de las
mejores sedas, adecuados a cada estación, que lucían los asistentes de la
nobleza no desmerecían en nada la espléndida indumentaria de brocado de los
monjes de alto rango, emparentados directamente con el shogun.
En una de estas reuniones, una doncella de doce años, perteneciente a una de las
mejores familias de Kamakura, se encariñó a tal punto con el hijo de un samurai
de alto rango de su misma edad que rogó a sus padres que lo invitaran a jugar
con ella.
Así lo hicieron, pero a los pocos meses, el pequeño samurai, fuera porque
considerase las visitas a la muchacha un comportamiento poco digno para un
futuro guerrero o porque se cansó de ella, se resistió a las visitas, pese a los
ruegos de su madre, las espació poco a poco y terminó por no ir más.
La doncella, pálida y delicada, empalideció más y más por la ausencia de su
amigo. Ya no mostraba interés por los rollos de espléndida seda que desplegaban
los comerciantes para los nuevos kimonos de la temporada, ni tampoco parecía
gustar como lo solía hacer de las lecciones de poemas y caligrafía. Entre
juegos, había intercambiado poemas con el pequeño samurai, esmerándose al máximo
para darles el toque de una dama educada de la corte, pero ahora todo esto le
parecía sin sentido.
Cuando cayó el último pétalo del último cerezo, la doncella cayó enferma y no se
levantó más. De nada sirvieron los cuidados de los médicos de la corte ni las
oraciones de los monjes, ya que falleció antes de que los árboles se cubrieran
de hojas.
Los padres lloraron día y noche, repitiendo una y otra vez que tuvo la vida
efímera de una flor de cerezo, y tras la incineración en una hoguera de ramas de
este árbol en un campo de su propiedad, guardaron sus cenizas en una minúscula
urna y la colocaron en el altar familiar, ofreciéndole cada día agua fresca,
flores y un pequeño cuenco de arroz blanco.
Cuando el joven samurai se enteró de la muerte de su pequeña amiga pareció
sentirse un poco culpable y anduvo un tiempo cabizbajo. Parecía que iba a
superar la tristeza cuando enfermó de repente y nadie pudo diagnosticar su
dolencia.
Pasaba los días con fiebre, hablando entre sueños, aunque los padres pensaban
que se iba a curar de un momento a otro. Cierta noche, iban a entrar con sigilo
en la alcoba cuando oyeron la conversación entre un hombre y una mujer.
Extrañados a más no poder, echaron una ojeada por la abertura entre las dos
hojas de la puerta corrediza y se quedaron sin habla. El muchacho, vestido en
traje de gala, tenía enrollada en su cuerpo una gruesa serpiente, que sacaba la
lengua brillante y roja como pequeñas llamas de fuego. Ambos intercambiaban
palabras de afecto, con expresiones radiantes de felicidad. Al día siguiente
falleció el pequeño samurai.
El día del funeral, alguien comentó con extrañeza lo tremendamente pesado que
era el ataúd. El rumor se esparció hasta que llegó a oídos de los propios
padres. La extraña situación les obligó a levantar la tapa y entonces...
Samurais hechos y derechos comenzaron a temblar con tal violencia que hasta las
dos espadas que llevaban al cinto claqueteaban entre sí: el cuerpo inerte y frío
del muchacho estaba estrechamente abrazado por una enorme serpiente, también
muerta.
Cuando el gran monje vio los rostros aterrorizados de los presentes, comentó con
una sonrisa apacible:
— Aaah, tiene que haber sido una relación fuerte en extremo, que venía de
muchas, muchas vidas atrás...