La invernada de los animales

Un toro que pasaba por un bosque se encontró con un cordero.

—¿Adónde vas, Cordero? —le preguntó.

—Busco un refugio para resguardarme del frío en el invierno que se aproxima —contestó el Cordero.

—Pues vamos juntos en su busca.

Continuaron andando los dos y se encontraron con un cerdo.

—¿Adónde vas, Cerdo? —preguntó el Toro.

—Busco un refugio para el crudo invierno —contestó el Cerdo.

—Pues ven con nosotros.

Siguieron andando los tres y a poco se les acercó un ganso.

—¿Adónde vas, Ganso? —le preguntó el Toro.

—Voy buscando un refugio para el invierno —contestó el Ganso.

—Pues síguenos.

Y el ganso continuó con ellos. Anduvieron un ratito y tropezaron con un gallo.

—¿Adónde vas, Gallo? —le preguntó el Toro.

—Busco un refugio para invernar —contestó el Gallo.

—Pues todos buscamos lo mismo. Síguenos —repuso el Toro.

Y juntos los cinco siguieron el camino, hablando entre sí.

—¿Qué haremos? El invierno está empezando y ya se sienten los primeros fríos. ¿Dónde encontraremos un albergue para todos?

Entonces el Toro les propuso:

—Mi parecer es que hay que construir una cabaña, porque si no, es seguro que nos helaremos en la primera noche fría. Si trabajamos todos, pronto la veremos hecha.

Pero el Cordero repuso:

—Yo tengo un abrigo muy calentito. ¡Mirad qué lana! Podré invernar sin necesidad de cabaña.

El Cerdo dijo a su vez:

—A mí el frío no me preocupa; me esconderé entre la tierra y no necesitaré otro refugio.

El Ganso dijo:

—Pues yo me sentaré entre las ramas de un abeto, un ala me servirá de cama y la otra de manta, y no habrá frío capaz de molestarme; no necesito, pues, trabajar en la cabaña.

El Gallo exclamó:

—¿Acaso no tengo yo también alas para preservarme contra el frío? Podré invernar muy bien al descubierto.

El Toro, viendo que no podía contar con la ayuda de sus compañeros y que tendría que trabajar solo, les dijo:

—Pues bien, como queráis; yo me haré una casita bien caliente que me resguardará; pero ya que la hago yo solo, no vengáis luego a pedirme amparo.

Y poniendo en práctica su idea, construyó una cabaña y se estableció en ella.

Pronto llegó el invierno, y cada día que pasaba el frío se hacía más intenso. Entonces el Cordero fue a pedir albergue al Toro, diciéndole:

—Déjame entrar, amigo Toro, para calentarme un poquito.

—No, Cordero; tú tienes un buen abrigo en tu lana y puedes invernar al descubierto. No me supliques más, porque no te dejaré entrar.

—Pues si no me dejas entrar —contestó el Cordero— daré un topetazo con toda mi fuerza y derribaré una viga de tu cabaña y pasarás frío como yo.

El Toro reflexionó un rato y se dijo: «Le dejaré entrar, porque si no, será peor para mí.»

Y dejó entrar al Cordero. Al poco rato el Cerdo, que estaba helado de frío, vino a su vez a pedir albergue al Toro.

—Déjame entrar, amigo, tengo frío.

—No. Tú puedes esconderte entre la tierra y de ese modo invernar sin tener frío.

—Pues si no me dejas entrar hozaré con mi hocico el pie de los postes que sostienen tu cabaña y se caerá.

No hubo más remedio que dejar entrar al Cerdo. Al fin vinieron el Ganso y el Gallo a pedir protección.

—Déjanos entrar, buen Toro; tenemos mucho frío.

—No, amigos míos; tenéis cada uno un par de alas que os sirven de cama y de manta para pasar el invierno calentitos.

—Si no me dejas entrar —dijo el Ganso— arrancaré todo el musgo que tapa las rendijas de las paredes y ya verás el frío que va a hacer en tu cabaña.

—¿Que no me dejas entrar? —exclamó el Gallo—. Pues me subiré sobre la cabaña y con las patas echaré abajo toda la tierra que cubre el techo.

El Toro no pudo hacer otra cosa sino dar alojamiento al Ganso y al Gallo. Se reunieron, pues, los cinco compañeros, y el Gallo, cuando se hubo calentado, empezó a cantar sus canciones.

La Zorra, al oírlo cantar, se le abrió un apetito enorme y sintió deseos de darse un banquete con carne de gallo; pero se quedó pensando en el modo de cazarlo. Recurriendo a sus amigos, se dirigió a ver al Oso y al Lobo, y les dijo:

—Queridos amigos: he encontrado una cabaña en que hay un excelente botín para los tres. Para ti, Oso, un toro; para ti, Lobo, un cordero, y para mí, un gallo.

—Muy bien, amigo —le contestaron ambos—. No olvidaremos nunca tus buenos servicios; llévanos pronto adonde sea para matarlos y comérnoslos.

La Zorra los condujo a la cabaña y el Oso dijo al Lobo:

—Ve tú delante.

Pero éste repuso:

—No. Tú eres más fuerte que yo. Ve tú delante.

El Oso se dejó convencer y se dirigió hacia la entrada de la cabaña; pero apenas había entrado en ella, el Toro embistió y lo clavó con sus cuernos a la pared; el Cordero le dio un fuerte topetazo en el vientre que le hizo caer al suelo; el Cerdo empezó a arrancarle el pellejo; el Ganso le picoteaba los ojos y no lo dejaba defenderse, y mientras tanto, el Gallo, sentado en una viga, gritaba a grito pelado:

—¡Dejádmelo a mí! ¡Dejádmelo a mí!

El Lobo y la Zorra, al oír aquel grito guerrero, se asustaron y echaron a correr. El Oso, con gran dificultad, se libró de sus enemigos, y alcanzando al Lobo le contó sus desdichas:

—¡Si supieras lo que me ha ocurrido! En mi vida he pasado un susto semejante. Apenas entré en la cabaña se me echó encima una mujer con un gran tenedor y me clavó a la pared; acudió luego una gran muchedumbre, que empezó a darme golpes, pinchazos y hasta picotazos en los ojos; pero el más terrible de todos era uno que estaba sentado en lo más alto y que no dejaba de gritar: «¡Dejádmelo a mí!» Si éste me llega a coger por su cuenta, seguramente que me ahorca.

El Niño prodigioso

 

Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que les hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.

Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes.

Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:

—Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.

Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:

—¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente?

—Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.

El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.

—¿Qué dice la gente, Fedor? —le preguntó el comerciante.

—Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.

Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.

Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.

—¡Se lo ha comido su misma madre! —dijo—. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.

Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.

Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.

Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:

—Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.

Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante. Al fin un día le dijo:

—Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.

El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.

Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:

—¿Quién ha construido tal maravilla?

Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.

—Si Fedor es tan hábil —dijo el zar—, le daré por esposa a mi hija.

Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.

Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón obscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.

—Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?

—Todas mis riquezas y mi poder mágico —contestó Fedor— las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.

—Cuéntame cómo —dijo la hija del zar.

—Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robe, y para que no se sospechase de mí, acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.

El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:

—¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!

Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre.

Una vez allí dijo al comerciante:

—¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?

—¿Para qué las necesitas?

—Porque tengo que dar de comer al perro.

—¿Qué dices, niño? —le contestó el comerciante—. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?

—¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.

El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.

La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.