Relatos cortos de antiguas culturas

R. Benito Vidal

 

 

 

EL DRAMA DE AMOR DEL HOMBRE

QUE QUISO SER ETERNO

En la ciudad de Uruk, cuando todavía la escritura no se había convertido en letras y comprendía unos trescientos signos de silabas que había que aprender de memoria; cuando todavía los demonios campaban a sus anchas en las noches oscuras entre las estrechas y tortuosas calles, donde por otra parte durante el día se concentraba un ruidoso gentío por mor de sus actividades comerciales, resultaba espeluznante para sus moradores atravesarlas solos o en unión de otros paisanos, arriesgándose a hallar en ese laberinto de vías que serpenteaban, se cruzaban entre sí, bifurcábanse sin ningún sentido, a encontrarse con algún espectro o trasgo diabólico que endemoniara agitadamente su existencia.

Era la época en la que los dioses y diosas superiores no se podían acomodar a la estrechez en que vivían los humanos y requerían, en el centro de ese batiburrillo de casuchas y caserones, callejones estrechos que más parecían canales resecos que se podían tocar con ambas manos sus márgenes extendiendo simplemente los brazos, el espacio suficiente para contener no solamente el templo sino el gran patio en el centro del cual se alzaba el zigurat, torre del mismo. Estos monumentos religioso-astronómicos solían tener siete pisos, cada uno de los cuales guardaba una relación particular con uno de los siete planetas. La planta más baja era negra y estaba dedicada al dios Ninurta (Saturno); la segunda era blanca como era la diosa Istar (Venus); la tercera estaba pintada de color púrpura, ya que estaba consagrada al dios Marduk (Júpiter); la planta cuarta, que era azul, era la de Nabu (Mercurio); la de Nergal (Marte), la quinta, era de color carmesí; la sexta era completamente plateada como lo era Sin, la Luna, y la última y séptima era de oro, consagrada al dios Shamash (Sol). Además estos pisos, contando desde el más alto al más bajo, correspondían a los días de la semana.

Pues bien, pasados los siglos, hace cuatro mil años, un excepcional rey se encargó de imponer el patriarcado en su territorio, desterrando implacablemente el matriarcado del mismo y teniendo para ello que luchar enconadamente contra la esencia femenina que hasta entonces era la que había gobernado siempre, aunque fuera valiéndose de subterfugios, en aquel imperio de la antigüedad.

El nombrado rey de Unik llamado Gilgamés fue un personaje asombroso. “Un tercio es hombre en Gilgamés, dos tercios son dios.” De él decían sus contemporáneos que “era sabio, veía misterios, conocía cosas secretas”.

-¡Ahí va el bondadoso, el perfecto, el elegido de los dioses! —exclamaba la gente del pueblo cuando lo veían cruzar, magnifico, la plaza de la ciudad y entrar en el templo para presidir los ritos religiosos y esotéricos en honor de los dioses crueles y cruentos a los que él sometía su voluntad.

Los ciudadanos lo contemplaban llenos de asombro y temor y se decían, al admirar su cuerpo, que su hermosura y la plenitud de su fuerza no tenían par.

El poderoso, augusto y sabio rey Gilgamés era un soberano ambicioso y cruel que hacía trabajar sin tregua, inhumanamente, “a los jóvenes y a los ancianos, a los poderosos y a los pobres” para “hacer resplandecer la magnificencia de Uruk ante todas las ciudades de los demás países”. Gracias a su relación directa con los dioses se le “reveló la profundidad abismal de la sabiduría” y las cosas secretas y esotéricas de las inflexibles deidades.

El rey de Uruk, con ese afán obsesivo de que su ciudad fuese única en el concierto del mundo antiguo, esclavizaba a sus súbditos en todos los órdenes de su existencia, porque creía lograr ese fin prohibiendo que “la querida se uniese con su amante, la hija de un poderoso con su héroe”. De este modo, su atormentado pueblo vivía un estado de tiranía tal que difícilmente podía sobrellevar sin ninguna clase de ayuda. Estaban orgullosos de su rey y de su obra, pero los sacrificios a los que estaban sometidos los conducían a un estado de resignación solamente soportado por el agudo miedo que guardaban dentro de sus corazones y que sobrevolaba amenazador sobre sus cabezas. Así, pues, tenían que aguantar la situación con harta paciencia, quedándoles solamente el consuelo que obtenían confiándoles sus penalidades a los dioses.

Ellos se reunieron en consejo y, presididos por Marduk, contemplaron la conducta que tenía el rey con sus súbditos y se apiadaron de éstos, decidiendo protegerlos y defenderlos de la crueldad y despotismo de Gilgamés. Dirigiéndose a una diosa presente le encomendaron:

—Modela en barro la figura de un héroe de la categoría de Gilgamés.

La deidad obedeció y cuando ya tuvo terminada la escultura del nuevo titán preguntó:

—Aquí le tenéis. ¿Qué hay que hacer con él?

—Darle vida.

Y se la dieron.

—¿Y cómo se ha de llamar?

—Enkidu —repusieron—. Envíalo a la Tierra y que sirva para domar las fuerzas de Gilgamés y que cambié el rumbo de sus intenciones tan ambiciosas.

De nuevo obedeció la diosa y Enkidu fue transportado, por su poder, a la Tierra y en ella se instaló en la estepa, viviendo una vida de pastoreo y de la naturaleza, “donde pastaba con las gacelas, se abrevaba con las vacas y se regocijaba con el bullicio del agua”.

Enkidu vivía su placentera vida al lado de sus animales y de sus plantas, pero el pueblo no había rogado a los dioses sus favores para que el paladín que les enviara a fin de mitigar sus penas viviese su vida placenteramente al margen de sus penalidades y ellos siguiesen en idéntico estado de malestar.

Un cazador, harto ya de soportar las crueldades de Gilgamés, se adentró en la estepa donde vivía Enkidu con el fin de atraparle y obligarle a cumplir con su misión. Pero el héroe era naturalmente más hábil que él y se le escapó, lo que le hizo fracasar en el intento. Entonces el hombre, para remediar su falta de destreza, se dirigió al palacio de Gilgamés y le pidió ayuda. Este se la prometió y para ello se dirigió al templo de la diosa del amor, Istar, y de entre sus sacerdotisas escogió a la más hermosa de ellas, la llevó ante el cazador y, entregándosela, le dijo:

— ¡Llévala a él! Que se quite el vestido cuando él se acerque con los animales al abrevadero... Así se alejará de los animales.

El cazador y la bella mujer se fueron al abrevadero y allí se quedaron esperando la llegada del héroe de los dioses.

—¡Ahí  llega! —dijo el cazador a su acompañante al ver la figura hermosa de Enkidu que se acercaba a ellos.

El protegido de los dioses se aproximaba al aguadero felizmente rodeado de sus amigos los animales que poblaban la estepa. En ese momento el cazador repitió a la sacerdotisa escogida por su belleza:

—Ahí viene, mujer. Desata la tira de tu pecho, descubre tus encantos para que goce de tu hermosura. No vaciles, responde a su goce. Cuando te vea, vendrá a ti. Despierta su deseo, atráelo a la red de la mujer. Abandonará a los anima les... No se separará de ti.

La tentación dio resultado. Enkidu abandonó los animales, la estepa, el cielo y la tierra, por la hermosa mujer y gozó largamente de sus encantos. Estuvo con la mujer durante seis días y siete noches, porque pasado este tiempo se cansó de ella, le aburría su belleza y sus atractivos por conocidos y, sin pensarlo más, volvió con sus animales y a su vida bucólica. Pero las cosas para él ya habían cambiado definitivamente, seguramente porque los dioses decidieron que la hora de cumplir su misión había llegado, porque cuando se acercó a las bestias que le acompañaban en la gándara le tenían miedo y huían de él como si se tratara de su peor enemigo.

Enkidu, por esa actitud, se sintió primero sorprendido, pero luego se dijo que las cosas volverían a su cauce; pero pasó el tiempo y no ocurrió del modo que esperaba, por lo que el héroe comenzó a sentirse desgraciado en su soledad.

Este momento de flaqueza lo aprovechó la hermosa mujer que lo tuviera en su lecho para acercarse a él y proponerle ladinamente:

—Enkidu, tú eres hermoso, eres como un dios. ¿Por qué quieres correr por los campos con los animales? Ven conmigo a Unjk, a la ciudad rodeada de murallas. Ven al templo sagrado... a la resplandeciente morada de Gilgamés, el héroe primoroso. El es poderoso y su fuerza es como la de un toro salvaje. No hallarás igual en el pueblo.

El protegido de los dioses se rindió ante las artimañas de la sacerdotisa de la diosa del amor, Istar, y se dejó llevar por la voluntad de los dioses que, en realidad, lo habían creado para que cumpliera la misión que él mismo declaraba con sus pretenciosas, justas y sentenciosas palabras.

Enkidu tomó a la hermosa mujer, la atrajo hacia sí y, mirándola profundamente, le dijo con firmeza:

—“Ven, mujer, llévame...” Retaré a Gilgamés a la lucha, “con voz de trueno llamaré al poderoso, en medio de Uruk proclamaré” para que lo escuchen todos sus ciudadanos: Yo soy poderoso. Allí voy y cambiará el destino de la gran ciudad, porque los dioses así lo han deseado.

Y Enkidu fue en busca de su adversario Gilgamés con el fin de destruirlo y acabar con su ambición. Se dirigió a su palacio y se encontró con que el rey de Uruk le estaba aguardando a sus puertas. Entrambos se vieron tan semejantes, tan parecidos en hermosura y fortaleza que, lejos de enfrentarse en titánica batalla para aniquilarse mutuamente, se admiraron recíprocamente y de inmediato trabaron una amistad sólida y sincera que había de durar en ellos hasta la consumación de sus días.

De este modo el plan concebido por los dioses fracasó estrepitosamente, ya que ambos héroes supieron evitar las trampas que les pusieron en su camino, no permitiéndose el sucumbir ni el arrebatarse por los encantos femeninos de la bella enviada de los dioses para que los sedujeran. La unión de estos dos hombres supuso el triunfo de la masculinidad sobre la feminidad en el más antiguo tiempo en que todo, de una manera subrepticia, estaba ordenado y manipulado por la mujer. Desde este momento los dos héroes mitológicos caminarían juntos en la aventura de sus vidas y serían fieles a su amistad y a sus planes, luchando incluso contra el intrusismo de la propia diosa del amor, Istar, que pretendió con sus mañas amorosas separarlos definitivamente.

Gilgamés y Enkidu, tras haber gozado de su amistad y de su compañía, sintiéndose poderosos frente a los genios del universo, hicieron planes para enfrentarse en cruenta lucha contra el Mal, personificado por el gigante Chumbamba, que habitaba en el gran bosque de cedros que se extendía más allá de las montañas.

—Recoge y vela tus anuas —dijo Gilgamés al amigo—, pues al amanecer saldremos en busca del gigante que arruina nuestra ciudad con sus mañas.

—Lo mataremos..

—Lo venceremos y lo desterraremos de nuestra ciudad, de nuestro pueblo.

—Que la bondad reine en Uruk y en sus habitantes —sentenció Enkidu.

Caminaron muchas jornadas los dos héroes cargando sus armas y sus escudos sobre sus musculosas espaldas. Cuando llegaron a la morada del gigante, desde el umbral de la misma le gritaron:

—¡Chumbamba, escucha nuestra voz!

—¡Soy yo Enkidu el que te reta en duelo...!

— ¡Y yo Gilgamés, rey de Uruk, que estoy ansioso por verte y humillarte!

El gigante debió escuchar la provocación de los dos héroes porque de inmediato se oyó retumbar la tierra con el sonido sordo de sus pesados pasos y apareció ante ellos, enorme, horrible, infectado su cuerpo con pústulas lacerantes, luciendo unos retorcidos cuernos cabríos en su frente, con ojos rojos como el fuego y manejando con su peluda mano un maza más gruesa que el tronco de un milenario olivo de extensa copa.

Enkidu y Gilgamés, al verle, apenas se inmutaron y, unidos los dos, usaron de sus estratagemas, de sus fuerzas y del poder especial que les concedió el Bien, personificado por Marduk, el ordenador del mundo; se metieron en encarnizada lucha contra Chumbamba hasta que consiguieron vencerlo.

Cuando después de haber triunfado volvieron los dos héroes a Uruk, al palacio de Gilgamés, éste se dedicó a celebrar el ritual del lavado de sus armas, a cambiarse de vestidos y a engalanarse para celebrar su victoria acudiendo al templo. Ocurrió que en su camino fue visto por la diosa del Amor, que fue inmediatamente invadida por la fuerza de su deseo.

Istar se fue al encuentro de Gilgamés completamente seducida, quizá seducida por la fuerza divina del dios de dioses Marduk, deseando someter al hermoso rey a idéntica prueba a que sometiera a Enkidu, y mirándole a los ojos envolviólo en su deseo y se le ofreció con estas palabras:

—Ven, Gilgamés, sé mi querido. Obséquiame con tu semen, oh, obséquiame con él. Sé mi esposo, que sea yo tu mujer Mandaré enganchar los caballos ante el carro de la lapislázuli y oro... Entra en mi casa bajo la fragancia del cedro...!

Pero Gilgamés era inmune a las tentaciones de la diosa, fortalecido interiormente por la amistad de Enkidu, y no le hizo caso. Entonces Istar trató de engañarlo ofreciéndole el premio supremo que podía darle, diciéndole:

—Te ofrezco la vida eterna, la posibilidad de hallar la resurreccion al igual que la consiguió Tammuz al unirse amorosamente conmigo —y añadió—: Ése es el bien más codiciado por mortal alguno.

Pero Gilgamés lo rechazó.

Istar se enfureció y, ascendiendo al cielo donde se hallaban todos los dioses, los comprometió para que creasen un toro milagroso que matase a Gilgamés, teniendo que amenazar al dios Anu, el cielo personificado, el primer dios de la suprema tríada formada con Baal, dios de la Tierra, y Eea, dios de las aguas, si no accedía a su deseo, con sofocar todo germen de amor en la Tierra y, por tanto, la existencia de cualquier clase de vida en ella.

Y efectivamente, un grande y furioso toro negro pasó sobre la tierra echando fuego por sus ollares, sembrando el terror por allá por donde pasaba y devastando los campos de Uruk. Mató a más de cien hombres que se le opusieron. Pero los dos héroes —Gilgamés y Enkidu— lo desafiaron y le dieron muerte.

Istar, en el paroxismo de su odio, sin poder contener su cólera les maldijo:

—¡Malditos seáis, tú Gilgamés, rey de Uruk, rey maldito de tus siervos, que la desgracia caiga sobre ti y sobre lo que más aprecies en tu tierra, y tú, Enkidu, tu cordial amigo que, hecho para sumirte en la desdicha, sólo supo darte la felicidad! ¡Malditos seáis los que un día pudisteis obtener el favor de los dioses! ¡ Que ellos os maldigan con la misma vehemencia que yo lo hago!

Enkidu, en un rapto de prepotencia y soberbia, sintiéndose al menos un semidiós, confianza que le diera la victoria obtenida sobre el toro divino, que yacía roto, descuartizado ante él, tomó uno de los muslos de la feroz bestia y, enarbolándolo sobre su cabeza, se lo arrojó a Istar en la propia cara.

La ofendida diosa, en medio de su desesperación por haber topado con tan díscolos seres que de aquella manera tan burda retaban su poder, envió una enfermedad mortal a Enkidu que privó a Gilgamés de su amigo.

Gilgamés se hundió en el más profundo abatimiento y en seguida se percató de la fragilidad de la vida, se hizo consciente de la verdadera realidad de la muerte, de la temporalidad de su existencia y de lo vano y absurdo que resultaba la vida terrestre si, al fin, siempre acababa con el abismo oscuro de la desaparición. Meditó en lo banal de su existencia, de sus hazañas heroicas, de su poder sobre los seres y las cosas de la Tierra, cuando siempre tendría encima de todas ellas, que dominaba, un dios superior, inexorable y omnipotente llamado Muerte.

“Rechazando la posibilidad de hallar la resurrección, como Tammuz, en la unión amorosa con Istar, o Venus, decidió salir de esta situación desesperada, yendo en busca de la vida eterna, donde fuera que le llevara el camino, aunque fuera al extremo del mundo, incluso al reino de la muerte.”

Gilgamés, triste, solitario, llevando como equipaje sus propias convicciones, abandonando sus armas y su palacio, y sus servidores, y a su pueblo, se encaminó casi sin esperanza hacia la línea del horizonte por el que apenas se atrevía a vislumbrar unos pocos rayos de luz.

El rey de Uruk partió para un largo viaje del cual no sabía siquiera si volvería. La búsqueda de la vida eterna le llevó a través de un profundo, oscuro y desolado barranco hasta el lugar donde el dios Shamash, el dios Sol, surgía diariamente para iluminar y calentar la árida tierra, los corazones de los hombres que moraban entre tinieblas.

El héroe de Uruk alcanzó aquel privilegiado lugar y en él halló la mansión de los dioses, el edén donde las hojas y los frutos de sus árboles eran piedras preciosas. Detrás de este paraíso se extendía el mar en toda su inmensidad y más allá, en una isla llamada de los Dichosos, situada en medio de las aguas, vivía, según le revelaron los dioses, Utnapishtim, el hombre que había sobrevivido al diluvio y que poseía, único entre los humanos, la vida eterna.

Gilgamés en su jornada de descanso, mientras recobraba fuerzas para iniciar el nuevo viaje hasta la isla de los Dichosos, meditando el modo de pedirle a Utnapishtim la hierba de la vida eterna, tuvo una infausta visita. Los dioses acordaron enviarle a uno de sus coperos con la misión de disuadirle de que realizara su proyecto. El enviado apareció ante el héroe entristecido, pero esperanzado, y le dijo:

—Gilgamés, ¿adónde vas? No hallarás la vida que buscas. Al crear a los hombres, los dioses les reservaron la muerte y se quedaron con la vida...

Y continuó su perorata largamente hasta que vio que el rey de Uruk no vacilaba en sus propósitos.

Se procuró una embarcación y se lanzó sobre ella a las bravías aguas de aquel inmenso mar que rodeaba la isla donde moraba el hombre que conocía la eternidad. Antes de llegar a ella tuvo que sufrir una terrible tempestad que duró cuarenta días, al final de los cuales, cuando amainó la tormenta, atracó en la costa de la isla milagrosa, descendió desde su barco a tierra firme y buscó con anhelo a Utnapishtim; cuando lo halló, ansiosamente le preguntó por la vida eterna y el desánimo le embargó todo su ser cuando, como único premio propinado a su esfuerzo y penalidad, obtuvo estas funestas palabras:

—La feroz muerte es inexorable. ¿Edificamos una casa para la eternidad?...

Y entró en una serie de consideraciones filosóficas y morales que aburrieron al héroe de Unik, que iba en busca de la eternidad.

Sin embargo, Utnapishtim contó cómo había sido el diluvio.

“Una nube negra se elevó desde los confines del cielo.

Todo lo que era claro se volvió oscuro.

El hermano no ve a su hermano.

Los habitantes del cielo no se reconocen.

Los dioses temían al diluvio.

Huyeron y ascendieron al cielo de Anu.”

Luego le explicó cómo había sido llevado, con su mujer, a la vida eterna en la isla.

Quizá los hombres del cielo partieron hacia las alturas, ya describiendo órbitas alrededor de la Tierra, ya fuera, incluso, para volar hacia otros planetas. Porque Utnapishtini le dijo que “hubiera sido mejor que el hambre devastara el mundo, y no el diluvio”. Y deploró el fin del pueblo antiguo.

El único sobreviviente del cataclismo confesó, al fin, a Gilgamés:

—La hierba milagrosa que infunde la eterna juventud  crece en el fondo del mar.

El héroe le agradeció la confidencia y se aprestó de inmediato para sumergirse en las heladas y turbias aguas en cuyo seno se guardaba aquel tesoro. Tras arduos esfuerzos  y luchas enconadas logró tomar un manojo de las hierbas que le permitirían ser eterno. Con gran júbilo ascendió a las  tierras secas y se dispuso con presteza a emprender el camino que le tenía que devolver a su querida ciudad de  Uruk.

 Gilgamés, haciendo un alto en su camino de regreso a su cuando como reino, se detuvo junto a las cristalinas aguas de un lago donde decidió bañarse y refrescar su cuerpo para recuperarlo

de la fatiga a que le había sometido. Desconfiando de todos y de todo, se bañó manteniendo firme en sus manos los manojos de la hierba milagrosa que había adquirido en aguas de la isla de los Dichosos. Pero cuando más feliz estaba en medio de su baño una tremenda serpiente marina le atacó y, desprovisto como estaba de sus armas que no había necesitado en aquel viaje, le arrebató la preciada planta y no su vida, ya que. debido a su fortaleza y protección de los dioses, la pudo vencer o al menos hacerla huir.

 El rey de Uruk, exhausto física y moralmente por los esfuerzos realizados para conseguir la vida eterna y que de tan poco le habían servido, regresó a su reino y alli se dedicó obsesivamente a rezar en todos los templos por la resurrección de su amigo.

Cuando más desesperado se encontraba Gilgamés llorando la ausencia de su compañero de armas, los dioses le fueron propicios y concedieron la nueva vivificación de Enkidu, que apareció ante él, con lo cual la alegría y el gozo retornaron a su ánimo.

 Cuando Gilgamés inquirió de su amigo la descripción del reino de la Muerte, éste le respondió gravemente:

—No puedo decirte nada.

—¿Por qué?

Enkidu alegó:

-Porque no podrías resistir el terror que le causaria mi narración.

Sin embargo, Gilgamés,  “el eterno buscador”, se empeñó en saber la verdad y Enkidu le pintó en oscuros colores la condición terrestre.

FIN