JALEA REAL

Roald Dahl

cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”

(Tales of the Unexpected, 1979)

 

 

 

—Me tiene deshecha de angustia, Albert, de veras —dijo la señora Taylor con la mirada puesta en la criatura totalmente inmóvil a la que acunaba con el brazo izquierdo—. Sé que algo va mal, lo sé.

La tez de la niñita tenía algo de translúcido, de nacarado, y la piel se veía muy tersa sobre los huesos.

—Pruébalo otra vez —dijo Albert Taylor.

No servirá de nada.

—Tienes que insistir, Mabel —dijo el marido.

Ella extrajo el biberón de la cacerola de agua caliente y, sacudiéndolo, se echó unas gotas en el envés de la muñeca, para comprobar la temperatura.

—Vamos, vamos, mi niña"—susurró—, despierta y toma un poquito más.

Una pequeña lámpara puesta encima de la mesa cercana irradiaba un tenue resplandor amarillo alrededor de la madre.

—Por favor —exhortó ésta—, sólo un poquitín más.

El señor Taylor la miraba por encima de la revista que estaba leyendo. Estaba medio muerta de agotamiento, advirtió, y su pálido rostro ovalado, de ordinario tan grave y sereno, había adquirido una expresión como tensa y desolada. Pero, aun así, la postura de la cabeza, inclinada para observar a la niña, resultaba de una curiosa belleza.

—¿Lo ves? —musitó—. Es inútil. No lo quiere.

Alzó la botella hacia la luz y con el ceño fruncido estudió la escala de medidas.

—Otra vez treinta gramos. No ha tomado más. Ca, ni siquiera eso. Han sido sólo veinte gramos. Esto no basta para sacar adelante a una criatura) Albert, te lo digo yo. Me tiene deshecha de angustia.

—Lo sé —repuso el marido.

—Si por lo menos descubriesen qué es lo que ocurre.

—No ocurre nada, Mabel. Es simple cuestión de tiempo.

—Claro que ocurre algo.

—El doctor Robinson sostiene que no.

—Mira —replicó ella al tiempo que se levantaba—, no irás a decirme que es normal que una niña de seis semanas pese el disparate de un kilo menos que cuando nació. ¡No tienes más que mirarle las piernas! ¡No son sino piel y hueso!

La diminuta criatura seguía postrada e inmóvil en el brazo de la madre.

—El doctor Robinson te pidió que dejaras de preocuparte, Mabel. Y lo mismo dijo aquel otro médico.

—¡Ja! —exclamó ella—. ¿No es maravilloso? ¡Que dejé de preocuparme!

—Por favor, Mabel...

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me lo tome como si fuera una especie de chiste?

—El no dijo eso.

—¡Detesto a los médicos! ¡A todos ellos! —estalló la mujer.

Y, vuelta la espalda al señor Taylor, salió presurosa de la habitación, camino de la escalera, llevándose a la niña.

Albert Taylor permaneció donde estaba y la dejó marchar.

Un instante más tarde la oía caminar de un lado para otro en la alcoba, justo encima de su cabeza, con pasos nerviosos y rápidos que hacían resonar el linóleo del suelo. Pronto se detendrían las pisadas y entonces él habría de levantarse y subir, y cuando entrase en el cuarto la encontraría sentada, como de costumbre, junto a la cuna con la mirada fija en la niña, llorando en silencio y sin consentir en moverse.

—Se muere de inanición, Albert —le diría.

—Pues claro que no.

—Se va a morir de inanición. Lo sé. Y sé algo más.

—¿Qué?

—Creo que tú piensas lo mismo, sólo que no quieres reconocerlo, ¿no es así?

Todas las noches la misma escena.

La semana anterior habían vuelto con la niña al hospital, donde el médico, después de un esmerado examen, dijo que no le ocurría nada.

—Nos ha costado nueve años tener esta hija, doctor —declaró Mabel—. Si algo le ocurriese, creo que me costaría la vida.

Hacía seis días de aquello, y en ese intervalo la pequeña había perdido casi un cuarto de kilo más.

Pero atribularse no beneficiaría a nadie, se dijo Albert Taylor. En cosas de aquella naturaleza no quedaba más solución que confiar en el médico. Y, recuperando la revista que tenía todavía en el regazo, se puso a examinar distraídamente el índice de materias, para ver qué ofrecía aquella semana.

Entre las abejas en mayo

Cocina a base de miel

El apicultor y la farmacopea apícola

Experimentos en el control de nosema

Esta semana en el apiario

Lo último sobre la jalea real

Los poderes curativos del propóleos

Regurgitaciones

Cena anual de los apicultores británicos

Noticias de la Asociación

 

Albert Taylor se había sentido fascinado toda su vida por cuanto se refiriese a las abejas. De chico solía atraparlas con las mismas manos, y luego corría a casa para enseñárselas a su madre, y a veces se las ponía él en la cara y dejaba que le corriesen por las mejillas y el cuello sin que, cosa sorprendente, le picaran jamás. Al contrario: las abejas parecían encantadas de estar con él; nunca intentaban volar y escaparse, y para librarse de ellas tenía que apartarlas con suaves movimientos de los dedos; y aun así a menudo volvían para posársele otra vez en un brazo, en la mano o en una rodilla, o en cualquier parte donde tuviera desnuda la piel.

Su padre, albañil de profesión, afirmaba que debía de haber en el niño un hedor como de brujo, algo malsano que le escapaba por los poros, y que eso de hipnotizar insectos no podía traer nada bueno. Su madre, en cambio, sostenía que era un don del Señor, e incluso llegó a compararle con san Francisco y sus pájaros.

Al crecer, su fascinación por las abejas tornóse obsesión, y antes de cumplir los doce años había construido su primera colmena. Al año siguiente tuvo lugar la captura de su primer enjambre y dos años después, al cumplir los catorce, contaba con nada menos que cinco abejares dispuestos en pulcra fila junto a la valla del pequeño traspatio de su padre, y acometía ya —aparte de la normal recolección de la miel— el delicado y complejo menester de criar sus propias reinas, implantar las larvas en celdillas artificiales y todo lo demás.

Jamás tenía que recurrir al humo para manipular en el interior de las colmenas, ni había de ponerse guantes o protegerse con red la cabeza. Existía, a todas luces, una extraña simpatía entre el muchacho y las abejas, y abajo, en el pueblo, empezaban a hablar de él en tiendas y tabernas con cierto respeto, y su casa comenzó a ser visitada por gente deseosa de comprarle su miel.

A la edad de dieciocho años había arrendado un acre de pastos bravíos que flanqueaban un cerezal sito en el valle, a cosa de kilómetro y medio del pueblo, y allí puso en marcha una explotación por cuenta propia. Ahora, once años más tarde, continuaba en el mismo paraje, pero en lugar de un acre de tierra tenía seis y, además de eso, doscientas cuarenta prósperas colmenas y una casita que se había construido esencialmente con sus propias manos. Habíase casado al cumplir los veinte, y ese paso, prescindiendo de que les hubiera costado más de nueve años tener descendencia, también había sido un éxito. Todo, en verdad, le había sonreído a Albert hasta que apareció aquella extraña niñita que con su negativa de nutrirse como era debido, y con sus diarias pérdidas de peso, les tenía consumidos de inquietud.

Apartando los ojos de la revista se puso a pensar en la pequeña: aquella noche, por ejemplo, en que a la hora de su comida había abierto los ojos mostrándole algo que le aterró: una especie de mirada brumosa y vacua, cual si los ojos, lejos de estar unidos al cerebro, reposaran sueltos en sus cuencas, como un par de pequeñas canicas grises.

¿De veras sabían aquellos médicos lo que se decían?

Se acercó un cenicero y, con ayuda de una cerilla, despacioso, se puso a limpiar de ceniza la cazoleta de la pipa.

Quedaba, desde luego, la posibilidad de llevarla a otro hospital, a uno de los de Oxford, tal vez. Podía proponérselo a Mabel, cuando subiera.

Todavía le resultaba audible su ir y venir por la habitación, si bien debía de haberse puesto zapatillas, pues el ruido de las pisadas era ahora muy débil.

Centró de nuevo su atención en la revista y continuó la lectura. Concluido el artículo de los «Experimentos en el control del nosema», volvió la página y acometió el siguiente: «Lo último sobre la jalea real.» Dudaba mucho que trajese algo que no conociera ya.

¿En qué consiste esa portentosa substancia llamada jalea real?

Alcanzó el bote de tabaco que tenía a su lado, encima de la mesa, y sin abandonar la lectura comenzó a llenar la pipa.

La jalea real es una secreción glandular que producen las abejas nodrizas para alimentar a las larvas en cuanto éstas han salido del huevo. Las glándulas faríngeas de las abejas generan esa substancia en forma muy similar a como las glándulas mamarias proveen leche en los vertebrados. Es un fenómeno de gran interés biológico, pues no se sabe de ningún otro insecto dotado de semejante función.

Cosas, todas ellas, consabidas; pero, a falta de mejor ocupación, continuó leyendo.

Todas las larvas de las abejas son nutridas a base de jalea real en forma concentrada durante los tres días posteriores a su salida del huevo, sí bien, rebasada esa fase, las destinadas a zánganos u obreras reciben el precioso alimento muy diluido en miel y polen. En cambio, las llamadas a convertirse en reinas son nutridas a lo largo de todo su período larval a base de una dieta concentrada de jalea real pura. De ahí el nombre de la substancia.

Arriba, en la alcoba, el rumor de pasos se había interrumpido por completo. La casa estaba en silencio. Encendió un fósforo y lo aplicó a la pipa.

La jalea real ha de ser una substancia de formidable poder nutritivo, pues sin más alimentación que ésa la larva de la abeja aumenta en mil quinientas veces su peso al cabo de cinco días.

Probablemente fuese cierto eso, si bien, por alguna razón imprecisa, hasta ahora nunca se le había ocurrido considerar el crecimiento larval en términos de peso.

Es tanto como decir que un recién nacido de tres kilos y medio llegase a pesar cinco toneladas en ese lapso.

Albert Taylor se detuvo y releyó la frase.

Es tanto como decir que un recién nacido de tres kilos y medio...

¡Mabel! —exclamó al tiempo que se ponía en pie de un salto—. ¡Mabel! ¡Baja!

Salió al zaguán y, deteniéndose al pie de la escalera, repitió la llamada.

No obtuvo respuesta.

Subió corriendo la escalera y encendió la luz del pasillo. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Cruzó el pasillo, la abrió y se quedó en el vano escudriñando la oscuridad del cuarto.

—Mabel, baja un momento, ¿quieres? —repitió—. Se me acaba de ocurrir una pequeña idea. Es sobre la niña.

La luz procedente del corredor proyectaba sobre la cama un tenue resplandor que le permitió entrever a su esposa, la cual, tendida boca abajo, con el rostro hundido en la almohada y los brazos cruzados sobre la cabeza, estaba llorando una vez más.

—Mabel —dijo en tanto se acercaba y le tocaba el hombro—, baja un instante, por favor. Puede ser importante.

—Vete —respondió ella—. Déjame en paz.

—¿No quieres que te cuente lo que se me ha ocurrido?

—Oh, Albert, estoy cansada de verdad —sollozó—. Tanto, que ya ni sé lo que hago. Creo que no puedo más. Creo que no puedo aguantarlo.

Siguió una pausa. Albert Taylor se apartó de su esposa y se acercó a paso lento a la cuna, donde reposaba la niña, y orientó hacia ella la mirada. La oscuridad no le permitía ver el rostro de la pequeña; pero, como se inclinara mucho sobre ella, alcanzó a percibir el ruido de su respiración, muy débil y rápida.

—¿A qué hora le vuelve a tocar biberón?

—A las dos, supongo.

—¿Y el próximo?

—A las seis de la mañana.

—Los dos corren de mi cuenta. Tú te vas a dormir. Ella no respondió.

—Te acuestas como es debido, Mabel, y te dedicas a dormir, ¿me has entendido? Y deja ya de preocuparte. Yo me quedo a cargo de todo durante las próximas doce horas. Si continúas así, vas a sufrir una crisis nerviosa.

—Sí —dijo ella—, ya lo sé.

—Ahora mismo me traslado a la otra habitación con la mocosa y el despertador, y tú te tumbas en la cama, dejas los músculos en reposo y te olvidas por completo de nosotros, ¿de acuerdo?

A todo eso empujaba ya la cuna fuera del cuarto.

—Oh, Albert —sollozó ella.

No te preocupes de nada. Déjalo en mis manos.

—Albert...

—¿Sí?

—Te quiero, Albert.

—Y yo a ti, Mabel. Y ahora, a dormir. Albert Taylor no volvió a ver a su esposa hasta la mañana siguiente, cerca de las once.

—¡Cielo santo! —gritó ella en tanto se lanzaba escaleras abajo, todavía en bata y zapatillas—. ¡Albert! Pero ¿te has dado cuenta de lo tarde que es? ¡He dormido doce horas por lo menos! ¿Está todo en orden? ¿Cómo ha ido?

El estaba sentado apaciblemente en su sillón, la pipa entre los labios, leyendo el periódico de la mañana. La niña dormía en una especie de cuco puesto en el suelo, a sus pies.

—Hola, cariño —la saludó él sonriente. La señora Taylor corrió hacia el canastillo y se quedó mirando.

—¿Ha querido el biberón, Albert? ¿Cuántas veces se lo has dado? Le tocaba otro a las diez, ¿lo sabías?

Albert Taylor dobló el diario en cuidadoso rectángulo y lo dejó sobre la mesita auxiliar.

—Se lo di a las dos de la madrugada —dijo—, y no tomó más que quince gramos. Luego, a las seis, fue un poco mejor: sesenta gramos...

—¡Sesenta gramos! ¡Oh, Albert, es fantástico!

—Y el último lo hemos despachado hace diez minutos. Ahí lo tienes, en la repisa de la chimenea. Se ha tomado noventa gramos; sólo ha dejado treinta. ¿Qué me dices?

Sonreía orgulloso, entusiasmado con su hazaña.

Su esposa se arrodilló al momento, para observar a la niña.

—¿Verdad que tiene mejor aspecto? —dijo afanoso—. ¿No se le ve más gordita la cara?

—Parecerá una tontería —repuso ella—, pero yo así lo creo. ¡Oh, Albert, eres una maravilla! ¿Cómo lo has conseguido?

—Está saliendo del bache —contestó él—; eso es todo. Tal como pronosticó el médico, está saliendo del bache.

—Dios quiera que tengas razón, Albert.

—Claro que la tengo. En adelante vas a ver cómo progresa. Su esposa miraba enternecida a la niña.

—Tú también tienes mejor aspecto, Mabel.

—Me siento de maravilla. Lamento lo de anoche.

—Sigamos así de ahora en adelante: yo me cuido de los biberones nocturnos, y por el día se los das tú.

Apartó ella los ojos de la cuna y le miró con ceño.

—No —dijo—. Oh, no, no puedo permitirlo.

—No quiero que acabes con una crisis, Mabel.

—No hay peligro, ahora ya he descansado un poco.

—Es preferible que lo compartamos.

—No, Albert, esa tarea me corresponde a mí y quiero cumplirla. Lo de anoche no se repetirá.

Se produjo una pausa. Albert Taylor se quitó la pipa de entre los labios y examinó el contenido de la cazoleta.

—Conforme —dijo—. En tal caso, te descargaré del trabajo pesado: la esterilización, la mezcla de los biberones y todos los preparativos. Está claro que será una ayuda para ti.

Ella le observó con atención, preguntándose qué le habría dado de pronto.

—Sabes, Mabel, lo he estado pensando y...

—Sí, cielo...

—He estado pensando que hasta anoche no te he ayudado lo que se dice nada con la pequeña.

—No es verdad.

—Sí que lo es. De manera que he decidido cargar en adelante con mi parte del trabajo. Los biberones los preparo y esterilizo yo, ¿de acuerdo?

—Es muy amable por tu parte, cariño, pero verdaderamente no creo que sea necesario...

—¡Vamos, mujer! —exclamó él—. ¿Es que quieres cambiar la suerte? Los tres últimos los he dispuesto yo y... ya ves el resultado. ¿A qué hora le toca el próximo? A las dos, ¿no?

—Eso es.

—Pues ya lo tienes preparado —repuso él—. Todo preparado y listo para que, cuando llegue la hora, no tengas más que cogerlo del estante, en la despensa, y calentárselo. ¿No representa eso un alivio?

La señora Taylor se puso en pie, acercóse a su marido y le besó en la mejilla.

—Qué bueno eres —le dijo—. Cuanto más te conozco, más te quiero.

Más adelante, mediada la tarde, encontrándose Albert en el exterior, trabajando al sol entre las colmenas, la oyó vocear desde la casa:

—¡Albert! ¡Albert, ven!

Y la vio correr a su encuentro por entre los ranúnculos. Con lo cual emprendió carrera hacia ella preguntándose qué habría sucedido.

—¡Oh, Albert! ¡Adivina lo que ha pasado!

—¿Qué?

—Acabo de darle el biberón de las dos y... ¡se lo ha tomado todo!

—¡No!

—¡Hasta la última gota! ¡Oh, Albert, estoy tan contenta! ¡La niña va a recuperarse! Como dijiste, está saliendo del bache.

Llegada frente a él, le echó los brazos al cuello y le estrechó contra sí. Su marido le dio unas palmaditas en la espalda, rió y dijo que era una madre maravillosa.

—Cuando le toque el próximo, ¿querrás entrar a verla, por si lo repite?

Como él le asegurara que no se lo perdería por nada del mundo, ella le abrazó de nuevo, dio media vuelta y echó a correr hacia la casa saltando sobre la hierba y cantando mientras regresaba.

Como es natural, flotaba en el aire cierta expectación según se acercaba la hora del biberón de las seis: a las cinco y media los padres se hallaban ya sentados en la salita, a la espera del momento. La botella con el preparado lácteo estaba en una cacerola de agua caliente, en la repisa de la chimenea. La pequeña dormía en su canastilla, puesta en el sofá.

A las seis menos veinte se despertó y se puso a chillar a grito pelado.

—¡Ahí lo tienes! —exclamó la señora Taylor—. Reclama el biberón. Rápido, Albert, ve a por ella y pásamela. Dame antes la botella.

Se la entregó y a continuación le acomodó a la niña en el regazo. Como ella le .rozara cautelosa los labios con la punta de la tetilla, la pequeña la atrapó entre las encías y se puso a succionar vorazmente, con rápidas y enérgicas chupadas.

—Oh, Albert, ¿no es maravilloso? —exclamó riendo la madre.

—Es formidable, Mabel.

En cosa de siete u ocho minutos la niña había despachado todo el contenido de la botella.

—Picarona —le dijo la señora Taylor—. Otra vez los ciento veinte gramos.

Albert Taylor, que observaba a la niña desde su sillón, con el cuerpo inclinado y la mirada fija en la carita, dijo:

—¿Sabes qué? Hasta parece que ya ha ganado un poco de peso. ¿Qué piensas tú?

La madre miró a la criatura.

—¿No la encuentras mayor y más gordita que ayer, Mabel?

—Puede ser, Albert. No estoy segura. Aunque la verdad es que en tan poco tiempo no puede haberse producido ningún cambio verdadero. Lo importante es que se alimenta con normalidad.

—Ya ha salido del bache —dijo él—. No creo que tengas que preocuparte más.

—Como que no lo haré.

—¿Quieres que suba y que vuelva a poner la cuna en la alcoba, Mabel?

—Sí, por favor.

Albert se dirigió al piso alto y trasladó la cuna. Su esposa le siguió con la niña y, después de haberle cambiado el pañal, la tendió amorosamente en su camita y la arropó con sábana y manta.

—¿Verdad que está preciosa, Albert? —musitó—. ¿No es la niña más linda que hayas visto en tu vida?

—Déjala tranquila ahora, Mabel —dijo él—, y baja a preparar un poco de cena, que los dos nos la hemos ganado.

Concluida la comida, se instalaron cada uno en un sillón, en la salita, él con su revista y su pipa, la señora Taylor con su trabajo de punto. El cuadro, sin embargo, era bien distinto del de la víspera. De repente, todas las tensiones se habían disipado. El bello rostro ovalado de la señora Taylor irradiaba contento: sonrosadas las mejillas, los ojos fulgentes de brillo; su boca tenía una sonrisita soñadora, de pura dicha. Una vez y otra apartaba de la labor la mirada y contemplaba con afecto a su marido. Y a ratos, interrumpiendo un instante el entrechocar de las agujas, se quedaba quieta, dirigía la vista hacia el techo y aguzaba el oído, al acecho de un llanto, de una queja en el piso alto. Pero todo estaba en silencio.

—Albert —dijo pasado un rato.

—¿Sí, cariño?

—Anoche, cuando subiste a toda prisa al dormitorio, ¿qué querías decirme? Hablaste de una idea en relación con la niña.

Albert Taylor, con la revista apoyada en el regazo, le dirigió una mirada larga y artera.

—¿Eso dije?

—Sí —respondió ella, a la espera de que continuase; pero él no lo hizo—. ¿Dónde está el chiste? —preguntó—. ¿Por qué esa sonrisa?

—Es que verdaderamente es un chiste.

—Cuenta, mi vida.

—No estoy seguro de que deba hacerlo. Podrías tacharme de mentiroso.

Pocas veces le había visto ella tan satisfecho de sí; y, para animarle a hablar, sonrió a su vez.

—Pero la verdad, Mabel, es que me gustaría ver la cara que pones, cuando te enteres.

—Albert, ¿qué pasa aquí?

Contrario a que le apremiaran, hizo una pausa.

—Tú consideras que la niña va mejor, ¿verdad? —dijo por fin.

—Claro que sí.

—Y convendrás conmigo en que, de la noche a la mañana, se siente de maravilla y su aspecto es enteramente otro...

—Sí, Albert, sí.

—Estupendo —añadió, la sonrisa todavía más amplia—. Pues, ¿sabes?, ha sido cosa mía.

—¿El qué?

—Que yo he curado a la niña.

—Sí, cariño, estoy segura de ello —repuso la señora Taylor mientras reemprendía su labor.

—No me crees, ¿verdad?

—Naturalmente que sí, Albert. Y te concedo todo el mérito, lo que se dice todo.

—Bien, ¿pues cómo lo logré?

—Bueno... —la señora Taylor hizo una breve pausa, para reflexionar—, supongo que se trata, simplemente, de que eres muy hábil preparando biberones. Desde que lo haces tú, la niña no ha dejado de mejorar.

—¿Quieres decir que eso tiene una especie de arte?

—Salta a la vista —repuso ella según continuaba con el punto y, sonriendo para sí, pensaba en lo cómicos que son los hombres.

—Te revelaré un secreto: has acertado de pleno. Aunque, no vayas a creer, lo importante no es tanto la forma de preparar los biberones, como lo que se pone en ellos. Lo ves claro, ¿no, Mabel?

La señora Taylor interrumpió su labor y dirigió a su esposo una mirada penetrante.

—Albert, no me irás a decir que has estado poniéndole cosas en la leche a la niña...

El continuaba con su sonrisa.

—Bueno, ¿lo has hecho o no lo has hecho?

—Es posible.

—No te creo.

Exhibía una extraña, feroz manera de sonreír, que le dejaba al descubierto los dientes.

—Albert, basta ya de jugar conmigo.

—Sí, cariño, lo que tú digas.

—No es cierto que le hayas puesto nada en la leche, ¿verdad? Contéstame de una vez, Albert. Podría ser grave, tratándose de un bebé tan pequeño.

—La respuesta es sí, Mabel.

—¡Albert! ¿Cómo te has atrevido, Albert...?

—Vamos, no te exaltes. Te lo contaré todo, si eso es lo que quieres, pero, por amor de Dios, no pierdas la calma.

—¡A que ha sido cerveza! —exclamó ella—. ¡Estoy segura de que le has puesto cerveza!

—Por favor, Mabel, no seas loca.

—¿Pues qué le has echado, si no?

Albert dejó con cuidado la pipa sobre la mesa cercana y se retrepó en el sillón.

—Dime —indagó—, ¿por casualidad me has oído hablar alguna vez de una cosa llamada jalea real?

—No.

—Es milagrosa, auténticamente milagrosa —continuó él—. Y anoche, de pronto, se me ocurrió que si le ponía a la niña en la leche una pequeña cantidad...

—¡Has tenido la audacia...!

—Pero, Mabel, si ni siquiera sabes todavía de qué se trata...

—Ni me interesa —replicó ella—. No puedes andar poniéndole a una niña tan pequeñita sustancias extrañas en la leche. Tú tienes que estar loco...

—Es del todo inofensivo, Mabel, o, de lo contrario, me hubiera guardado de hacerlo. Es algo que procede de las abejas.

—Debí imaginarlo.

—Y es tan caro que no hay prácticamente nadie que pueda permitirse su consumo, como no sea alguna gotita de vez en cuando.

—¿Y cuánto le has dado a nuestra hija, si puede saberse?

—Ah, ahí está el quid. Todo el asunto estriba en eso. Calculo que, sólo en sus últimos cuatro biberones, nuestra pequeña ha tomado como cincuenta veces toda la jalea real que persona alguna haya ingerido jamás. ¿Qué me dices de eso?

—Albert, deja ya de tomarme el pelo.

—Te lo juro —insistió él orgulloso.

Ella se quedó mirándole de hito en hito, el ceño fruncido con la boca entreabierta.

—Pero ¿tú sabes lo que cuesta eso, si uno quisiera comprarlo, Mabel? En este mismo momento, un establecimiento americano la ofrece publicitariamente a razón de quinientos dólares, más o menos, el tarro de medio kilo. ¡Quinientos dólares! ¿Te das cuenta? ¡Ni el oro resulta tan caro!

Ella no sabía ni remotamente de qué le estaba hablando.

—¡Te lo demostraré! —exclamó su marido.

Y, poniéndose en pie de un salto, alcanzó la amplia librería donde guardaba todas sus publicaciones sobre las abejas. En su estante más alto, en pulcro rimero, se amontonaban, junto a los del British Bee Journal, Beecraft y otras revistas, los números atrasados del American Bee Journal. Tomó el último y lo abrió por su última página, que traía pequeños anuncios por palabras.

—Aquí lo tienes —proclamó el señor Taylor—. Justo lo que te he dicho: «Vendemos jalea real. Al por mayor, 480 $ el tarro de cuatrocientos cincuenta gramos.

Y, para que pudiera comprobarlo, le tendió la revista.

—¿Me crees ahora? El anuncio es de una tienda de Nueva York, Mabel. Aquí lo dice.

—Lo que no dice es que pueda uno mezclar eso en los biberones de una criatura casi recién nacida. No sé qué te ha dado a ti, Albert, de veras que no lo sé.

—Pero la está curando, ¿no es así?

—Ahora ya no estoy tan segura de ello.

—No seas tan rematadamente tonta, Mabel. Te consta que así es.

—Entonces ¿cómo es que la gente no se la da a sus hijos?

—No hago más que repetírtelo: es demasiado cara. Prácticamente nadie en el mundo, como no sean unos cuantos multimillonarios, puede darse el lujo de comprar jalea real así, para comer. La compran las grandes firman que fabrican cremas faciales y esas cosas para las mujeres; pero es pura filfa: ponen una minúscula pulgarada en un gran tarro de crema facial y la venden como el pan, a precios exorbitantes, so pretexto de que elimina las arrugas.

—¿Y lo hace?

—¿Cómo demonios quieres que yo lo sepa, Mabel? En cualquier caso —prosiguió en tanto regresaba a su butaca—, el asunto no es ése. El asunto está en que le ha hecho tanto bien a nuestra pequeña, y eso sólo en unas horas, que, en mi opinión, deberíamos continuar las dosis. Y no me interrumpas, Mabel. Déjame acabar. Tengo ahí fuera alrededor de doscientas cuarenta colmenas. Si destinase, pongamos, un centenar de ellas a la producción de jalea real, creo que podríamos proporcionarle a la niña tanto como pida.

—Albert, por Dios —le interpeló ella, los ojos muy abiertos, la mirada fija en él—, ¿acaso te has vuelto loco?

—¿Quieres dejarme terminar, por favor?

—Te lo prohibo terminantemente —replicó ella—: a mi hija no le das tú ni una gota más de esa espantosa jalea, ¿lo entiendes?

—Pero Mabel...

—Y, prescindiendo por completo de eso, la cosecha de miel que tuvimos el año pasado ya fue fatal. Si encima te pones a enredar con esas colmenas, a saber en qué parará todo...

—A mis colmenas no les pasa nada, Mabel.

—Sabes de sobra que la recolección del año pasado sólo alcanzó la mitad de lo normal.

—Hazme un favor, ¿quieres? —repuso él—. Déjame explicarte algunas de las maravillosas propiedades de esa sustancia.

—Aún no me has dicho ni en qué consiste.

—Descuida, Mabel, te lo contaré. ¿Quieres escucharme? ¿Quieres darme la oportunidad de explicártelo?

La señora Taylor suspiró y tomó de nuevo su labor.

—Sí, sin duda es preferible que vacíes el saco —dijo—. Adelante, Albert, cuéntame.

Sin saber bien por dónde empezar, dejó él pasar un instante: no sería fácil explicar aquello a una persona que carecía por completo de conocimientos específicos sobre apicultura.

—Supongo que sabrás —dijo por fin— que cada colonia no tiene más que una reina.

—Sí.

—Y que esa reina es la que pone todos los huevos.

—Sí, cariño, eso lo sé.

—Está bien. Sólo que, aunque esto lo ignores, la reina puede poner, en realidad, distintas clases de huevos. Es lo que llamamos uno de los milagros de la colmena. Puede poner huevos que producirán zánganos, y otros que darán abejas obreras. Y si eso no es un milagro, Mabel, ya me dirás qué puede serlo.

—Sí, Albert, de acuerdo.

—De los zánganos, que son los machos, no nos ocuparemos. Las obreras son, todas, hembras. Como también la reina, claro está. Las obreras, sin embargo, son hembras asexuadas, no sé si me explico. Sus órganos están completamente atrofiados. La reina, en cambio, es portentosamente sexual: en rigor, puede poner en un solo día el equivalente de su peso en huevos. —Ahí se detuvo para poner en orden sus ideas—. La cosa funciona de la siguiente manera. La reina recorre el panal poniendo sus huevos en lo que llamamos las celdillas. ¿Te has fijado en esos centenares de agujerillos que tiene el panal? Pues bien, existen panales de cría, idénticos a los melíferos salvo por el hecho de que, en lugar de miel, las celdillas contienen huevos. En cada una de ellas la reina pone un huevo, y al cabo de tres días cada uno de esos huevos da un diminuto gusanillo, o lo que nosotros llamamos larva. Pues bien: tan pronto aparece la larva, las abejas nodrizas, que son obreras jóvenes, se congregan a su alrededor y se ponen a nutrirla como locas. ¿Y sabes a base de qué?

—De jalea real —contestó Mabel paciente.

—¡Exacto! —exclamó él—. Eso es, ni más ni menos, lo que le dan. Esa substancia la extraen de una glándula que tienen en la cabeza, y para nutrir a la larva se dedican a segregaría en las celdillas. ¿Qué ocurre entonces?

Hizo una pausa teatral, fijó en ella, parpadeantes, sus ojos de un gris acuoso y volviéndose sin dejar el sillón, lentamente, alcanzó la revista que había estado leyendo la víspera.

—¿Quieres saber qué ocurre entonces? —dijo en tanto se humedecía los labios.

—Me muero de impaciencia.

—«La jalea real —leyó él en voz alta— ha de ser una substancia de formidable poder nutritivo, pues sin más alimentación que ésa la larva de la abeja obrera aumenta en mil quinientas veces su peso al cabo de cinco días.»

—¿En cuántas veces?

—En mil quinientas, Mabel. ¿Sabes lo que significa eso a escala humana? Significa —bajó la voz y, adelantando el cuerpo, la asaeteó con aquellos ojos suyos, pequeños y descoloridos— que, en el transcurso de cinco días, un niño que pesara inicial-mente cinco kilos y medio acabaría pesando ¡cinco toneladas!

La señora Taylor interrumpió por segunda vez su trabajo.

—Bueno, tampoco has de tomarlo al pie de la letra, Mabel.

—¿Quién lo dice?

—Es, simplemente, un ejemplo científico, y nada más.

—Está bien, Albert. Continúa.

—Pero eso no es más que la mitad de la historia. No acaba ahí la cosa. Todavía no te he contado lo más asombroso de la jalea real. Ahora voy a demostrarte cómo puede convertir a una obrera vulgar y corriente, de aspecto neutro y prácticamente desprovista de órganos de reproducción, en una enorme, espléndida, bella y fértil reina.

—¿Intentas decir que nuestra pequeña es vulgar y de aspecto neutro? —indagó ella incisiva.

—Vamos, Mabel, no me atribuyas cosas que no he dicho, por favor. Escucha esto. ¿Sabías que la abeja reina y la abeja obrera, aunque distintas por completo al crecer, proceden de huevos idénticos?

—Eso no me lo creo.

—Es tan cierto como que estoy sentado aquí, Mabel, de veras. Cuando las abejas quieren que de un determinado huevo salga una reina en lugar de una obrera, pueden conseguirlo.

—¿Cómo?

—Ah —dijo blandiendo su grueso dedo índice en dirección a ella—, a eso iba yo, precisamente. Ahí está todo el secreto. Veamos, ¿qué crees tú, Mabel, que puede operar ese milagro?

—La jalea real —repuso ella—. Ya me lo has dicho.

—¡Sí, señora, la jalea real! —exclamó él dando una palmada y saltando en el asiento.

Su cara grande y redonda resplandecía ahora de entusiasmo y en lo alto de las mejillas le habían aparecido sendas rosetas de un escarlata vivo.

—Ocurre de la siguiente manera. Te lo expondré con toda sencillez. Las abejas desean una nueva reina. ¿Qué hacen? Construyen una celda de tamaño extraordinario, un castillo, como le llamamos, y hacen que la vieja reina ponga un huevo en ella. Los otros mil novecientos noventa y nueve huevos los pone en celdillas corrientes, para obreras. Prosigamos. En cuanto esos huevos producen las larvas, las nodrizas se congregan a su alrededor y comienzan a suministrarles jalea real. Todas ellas, las obreras al igual que la reina, la reciben. Pero,, y aquí viene lo importante, Mabel, por lo cual te pido que escuches con atención, la diferencia está en que las larvas de las obreras se benefician de ese portentoso alimento especial sólo durante los tres primeros días de su vida larval. Pasado ese plazo, su dieta cambia de manera radical. En realidad es un destete, sólo que éste, por lo súbito, difiere de una ablactación ordinaria. Después del tercer día se les da de inmediato lo que es, más o menos, el alimento rutinario de las abejas, una mezcla de miel y polen, y cosa de dos semanas más tarde emergen de las celdillas, convertidas en obreras. »¡Pero no así la larva que ocupa el castillo! —continuó Albert Taylor—. Esa recibe la jalea real durante toda su vida larval. Las nodrizas la vierten en tal abundancia en la celda, que la pequeña larva flota, de hecho, en ella. ¡Y eso es lo que la convierte en reina!

—No tienes pruebas de ello —intervino su esposa.

—Mabel, por favor, no digas tonterías semejantes. Miles de personas, famosos científicos de todos los países del mundo, lo han demostrado infinidad de veces. Basta con sacar a una larva de su celdilla de obrera y ponerla en un castillo, lo que nosotros llamamos trasplante, y, a condición de que las nodrizas le suministren jalea real en abundancia, ¡listo!; pasa a convertirse en reina. Y lo que aún lo hace más maravilloso es la absoluta, enorme diferencia que existe entre reina y obreras después del crecimiento. El abdomen tiene otra forma. El aguijón es distinto. Y también las patas. Y...

—¿En qué se diferencian las patas? —preguntó ella por ponerle a prueba.

—¿Las patas? Bien, las obreras tienen cestillos en ellas, para transportar el polen, de los que están desprovistas las reinas. Y otra cosa: la reina posee órganos reproductores plenamente desarrollados. Las obreras, no. Y, lo más pasmoso de todo, Mabel: mientras que la reina vive de cuatro a seis años, por término medio, las obreras apenas alcanzan otros tantos meses de vida. ¡Y todas esas diferencias por el simple hecho de que una recibió jalea real, y la otra no!

—Cuesta creer que un alimento pueda hacer todo eso —comentó ella.

—Desde luego que cuesta. Es otro de los milagros de la colmena. De hecho, el mayor, el más fenomenal de todos. Un milagro tan endemoniado por lo colosal, que durante siglos ha desconcertado a los científicos más eminentes. Aguarda un instante. Quédate ahí. No te muevas.

De nuevo se puso en pie de un salto, alcanzó la biblioteca y empezó a revolver entre libros y revistas.

—Quiero enseñarte unos cuantos informes. Eso es. Aquí tenemos uno. Escucha esto: «Cuando vivía en Toronto —empezó a leer en un número del American Bee Journal—, al frente del magnífico laboratorio científico que el pueblo de Canadá le había donado en reconocimiento del magno servicio prestado a la humanidad con su descubrimiento de la insulina, el doctor Frederick A. Banting se sintió intrigado por la jalea real. Habiendo pedido a sus ayudantes que realizasen un análisis fraccional básico...»

Se detuvo.

—En fin, no es necesario que te lo lea todo; pero el resultado es el siguiente. El doctor Banting y su equipo extrajeron y se pusieron a analizar jalea real de castillos habitados por larvas de dos días. ¿Y qué crees que descubrieron? Pues descubrieron —se contestó él mismo— que la jalea real contenía fenoles, esteroles, glicerinas, dextrosa y... aquí viene lo sensacional: ¡de ochenta a ochenta y cinco por ciento de ácidos no identificados.

Plantado en pie junto a la librería, revista en mano, había compuesto una extraña sonrisita furtiva, de triunfo, y su esposa le miraba desconcertada.

Albert Taylor no era alto; dueño de un cuerpo rollizo, de aspecto pulposo, puesto sobre abreviadas piernas un tanto combas que no lo elevaban mucho del suelo, su cabeza descomunal, rotunda, estaba cubierta de pelo muy corto e hirsuto, y, desde que había dejado definitivamente de afeitarse, la mayor parte de su cara quedaba oculta bajo una pelusa parda, de acaso tres centímetros de longitud. Comoquiera que se mirase, ofrecía el hombre una estampa bastante grotesca; era imposible negarlo.

—De ochenta a ochenta y cinco por ciento de ácidos no identificados —repitió—. ¿No es prodigioso? —dijo conforme volvía a los estantes y rebuscaba entre otras publicaciones.

—Eso de ácidos no identificados, ¿qué quiere decir?

—¡Pues ahí está la cosa! ¡Nadie lo sabe! Ni siquiera Banting consiguió descubrirlo. ¿Has oído hablar de Banting?

—No.

—Pues debe de ser, con seguridad, el más famoso de cuantos médicos célebres viven todavía; no te diré más.

Viéndole revolotear delante de la biblioteca, reparando en su cabeza hirsuta, su rostro velludo y su cuerpo regordete y mollar, pensó, sin poder evitarlo, que aquel hombre tenía, curiosamente, algo de abeja. Aunque había visto a más de una mujer adquirir el aspecto del caballo que montaban, y también advertido que los criadores de pájaros, bull terriers y perros pomeranios guardaban a menudo leves pero asombrosos parecidos con los animales de su elección, nunca hasta entonces se le había ocurrido que su marido pudiera asemejarse a una abeja, y eso le produjo una pequeña sacudida.

—Y esa jalea real, ¿llegó Banting a comerla? —quiso saber.

—Por supuesto que no, Mabel. No disponía de ella en cantidad suficiente. Es demasiado cara.

—¿Sabes una cosa? —dijo ella mirándole de hito en hito, pero, aun así, con una suave sonrisa—. No sé si lo habrás notado, pero empiezas a parecerte un poquitín a una abeja.

El se volvió y fijó en ella los ojos.

—Supongo que es por la barba, sobre todo —continuó la señora Taylor—. De veras me gustaría que te la quitaras. Hasta su color resulta un poco abejuno, ¿no te parece?

—¿De qué demonios estás hablando, Mabel?

—Albert —le increpó ella—, esa lengua...

—¿Quieres o no quieres seguir enterándote de esto?

—Sí, cariño, perdona. Era sólo una broma. Continúa. Volviendo a su posición de antes, sacó él de la librería una nueva revista que se puso a hojear.

—Escucha esto, Mabel. «En 1939, tras un experimento realizado con ratas de veintiún días de edad a las que inyectó jalea real en proporciones oscilantes, Heyl observó un precoz desarrollo folicular de los ovarios en proporción directa a las dosis inyectadas.»

—¡Ahí lo tienes! —exclamó la señora Taylor—. ¡Lo sabía!

—¿Qué sabías?

—Que algo horrible iba a suceder.

—Bobadas. No hay nada de malo en eso. Y aquí tenemos otro, Mabel. «Still y Burdett descubrieron que, tras serle administrada una minúscula dosis diaria de jalea real, un ratón previamente incapaz de procrear fue padre multitud de veces.»

—¡Albert, esa" cosa es demasiado fuerte para dársela a un niño de pecho! —protestó la mujer—. ¡No me gusta ni pizca!

—Tonterías, Mabel.

—¿Por qué, si no, la experimentan sólo en ratas? Anda, contéstame. ¿Cómo es que no la toman ellos mismos, esos famosos hombres de ciencia? Pues porque son demasiado inteligentes, ésa es la razón. ¿O piensas que el doctor Banting se arriesgaría a dejar inservibles unos valiosos ovarios? De ningún modo.

—Pero si se la han administrado a seres humanos, Mabel. Aquí viene todo un artículo sobre ello. Presta atención. —Y, vuelta la página, reemprendió su lectura en voz alta—: «En México, en 1953, un grupo de ilustrados científicos comenzó a tratar con minúsculas dosis de jalea real afecciones tales como la neuritis cerebral, la artritis, la diabetes, la autointoxicación debida al tabaco, la impotencia masculina, el asma, el crup, la gota...» Sigue todo un montón de testimonios firmados... «Un famoso agente de cambio y bolsa de la Ciudad de México contrajo una soriasis particularmente rebelde que le hizo físicamente repulsivo. Sus clientes empezaron a dejarle y su negocio a resentirse. Desesperado, recurrió a la jalea real, una gota en cada comida, y, visto y no visto, pasada una quincena había sanado. Un mozo del Café Jena, también de la Ciudad de México, dio fe de que, tras ingerir, en forma de cápsulas, minúsculas dosis de esa portentosa substancia, su padre engendró, a sus noventa años, un varoncito rebosante de salud. Un promotor taurino de Acapulco a quien habían endosado un toro de aspecto más bien letárgico, le inyectó, justo antes de que entrase en el ruedo, un gramo de jalea real (dosis excesiva), con lo cual el astado tornóse tan ágil y agresivo, que al poco había dado cuenta de dos picadores, tres caballos, un diestro y, por último...»

—¡Escucha! —le interrumpió su esposa—. Creo que la niña está llorando.

Albert apartó la mirada de la lectura. En efecto, -un vigoroso berreo sonaba arriba, en la alcoba.

—Debe de tener hambre —apuntó.

—¡Válgame Dios! —exclamó su esposa al consultar el reloj—. ¡Si hace rato que volvía a tocarle! Rápido, Albert, prepara tú el biberón mientras yo voy a buscarla. ¡Pero date prisa! No quiero hacerla esperar.

Medio minuto más tarde, la señora Taylor reaparecía con la niña, que gritaba en sus brazos. Todavía no habituada al pavoroso e incesante alboroto que un bebé saludable organiza cuando reclama su alimento, venía toda aturdida.

—¡De prisa, Albert, por favor! —voceaba en tanto que, instalándose en el sillón, se acomodaba a la niña en el regazo—. ¡De prisa!

Albert volvió de la cocina con la botella de leche tibia, que le entregó.

—Tiene la temperatura justa —dijo—, no hace falta que la pruebes.

Tras alzar un poco más a la niña, de manera que la cabeza reposase en el ángulo del brazo, la señora Taylor insertó de golpe en la boquita gritona y anhelantemente abierta la tetilla de goma, que la pequeña asió y comenzó a succionar. Cesó la protesta y la señora Taylor aflojó los músculos.

—Oh, Albert, ¿no está preciosa?

—Está imponente, Mabel..., gracias a la jalea real.

—Por favor, cariño, ni una palabra más sobre ese mejunje. Me aterra.

—Cometes un tremendo error.

Ya lo veremos.

La niña seguía chupando del biberón.

—Creo que se lo va a terminar todo otra vez, Albert.

—Estoy convencido de ello.

Pasados unos pocos minutos, no quedaba ni gota de leche.

—¡Oh, qué buenecita es la niña! —la jaleó la señora Taylor comenzando a retirarle con todo cuidado la tetilla.

Percibiendo la intención, la niña succionó con más fuerza en su intento de aferrarse. La madre dio un tirón breve y rápido y la tetilla salió con un «¡plop!»

—¡Buah, buah, buah, buah! —chilló la pequeña.

—Ha tragado aire, pobrecita —dijo la señora Taylor mientras, aupada la niña al hombro, le daba palmaditas en la espalda.

La pequeña eructó dos veces en rápida sucesión.

—Eso es, tesoro mío, ya se te ha pasado.

Tras unos segundos de silencio, recomenzó el llanto.

—Hazla eructar más —dijo Albert—. Se lo ha tomado demasiado de prisa.

Su esposa se volvió a colocar a la niña sobre el hombro y se puso a frotarle la espalda. Probó sobre el hombro contrario. Se la tendió en la falda, boca abajo. Se la sentó en la rodilla. Pero no hubo más eructos. Los chillidos, en cambio, se iban haciendo más agudos e insistentes minuto a minuto.

—Eso es bueno para los pulmones —dijo el marido, con una amplia sonrisa—. Así es como los ejercitan. ¿Lo sabías, Mabel?

—Ya está, ya está, ya está bien —decía la señora Taylor en tanto cubría de besos la cara de la criatura—. Ya está, mi niña, ya está.

Esperaron cinco minutos más, pero los chillidos no cesaron ni un instante.

—Cámbiale el pañal —aconsejó Albert—. Lo tiene mojado, no es más que eso.

Y fue a la cocina en busca de otro pañal, que la madre sustituyó por el viejo.

La operación no produjo cambio alguno.

—¡Buah, buah, buah, buah! —gritaba la niña.

—No le habrás clavado el imperdible, ¿verdad, Mabel?

—Claro que no —replicó ella, al tiempo que palpaba bajo el pañal, para cerciorarse.

Sentados uno frente a otro en sus respectivas butacas, sonreían nerviosos, atentos a la pequeña, ahora en el regazo de la señora Taylor, a la espera de que, fatigada, interrumpiese sus protestas.

—¿Sabes qué pienso? —dijo por fin Albert Taylor.

—¿Qué?

—Que todavía tiene hambre. Apuesto a que sólo quiere otro trago de ese biberón. ¿Y si le trajera una ración extra?

No me parece prudente, Albert.

—Le hará bien —dijo él conforme se levantaba de la butaca—. Voy a calentarle otro poco.

Y se dirigió a la cocina, de donde regresó, pasados varios minutos, con un biberón colmado hasta el borde.

—Se lo he preparado doble —anunció—, por si acaso: doscientos gramos.

—¡Albert! ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso ignoras que el exceso de nutrición es tan malo como el defecto?

—No es preciso que se lo des todo, Mabel. Puedes quitárselo cuando te parezca oportuno. Anda —la animó inclinándose sobre ella—, dale un poco.

En cuanto la señora Taylor rozó el labio superior de la niña con la punta de la tetilla, la diminuta boca se cerró sobre ella como un cepo y el silencio reinó en la estancia. La pequeña aflojó todo el cuerpo y una expresión de absoluta felicidad animó su rostro conforme iniciaba la succión.

—¿Lo ves, Mabel? ¡Qué te decía! La mujer no respondió.

—Está hambrienta, eso es lo que le ocurre. ¡Fíjate en su manera de chupar!

La señora Taylor observaba el nivel de la leche del biberón. En rápido descenso, casi la mitad de los doscientos gramos habían desaparecido al poco tiempo.

—Listo —dijo la mujer—. Ya basta.

—No puedes quitárselo ahora, Mabel.

—Sí, cariño. Es preciso.

—Anda, mujer, dale lo que queda y deja ya de alborotar.

—Pero Albert...

—Si es que está muerta de hambre, ¿no lo ves? Vamos, preciosa mía, acábate ese biberón.

—Esto no me gusta, Albert —dijo la esposa, aunque sin retirar el biberón.

—Está recuperándose del atraso, Mabel, no es más que eso.

Cinco minutos más tarde, la botella- estaba vacía. Esta vez, cuando le quitó poco a poco la tetilla, no hubo protesta alguna por parte de la niña: ni rechistó. Tendida plácidamente en el regazo de la madre, tenía los ojos lustrosos de contento, la boca entreabierta, los labios manchados de leche.

—¡Trescientos gramos nada menos, Mabel! —ponderó Albert Taylor—. ¡El triple de lo normal! ¿No es pasmoso?

La mujer tenía fija la mirada en la pequeña. Prieta la boca, su rostro comenzaba a recuperar de pronto la antigua e inquieta expresión de madre alarmada.

—¿Qué te pasa? —quiso saber su esposo—. No irás a preocuparte por eso, ¿verdad? Esperar que se recuperase a base de cien miserables gramos sería ridículo.

—Ven aquí, Albert.

—¿Qué ocurre?

—Que vengas, te digo.

El marido fue a situarse junto a ella.

—Mírala bien y dime si ves algo distinto.

El señor Taylor examinó con atención a la niña.

—Parece más crecida, Mabel, si a eso te refieres. Y más gorda.

—Tómala en brazos —ordenó ella—. Venga, levántala. Alargó él los brazos y alzó del regazo materno a la pequeña.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Pesa una tonelada!

—Justo.

—¿Y no te parece maravilloso? —exclamó exultante—. ¡Apuesto a que ya vuelve a estar en su peso!

—Me asusta, Albert. Es demasiado rápido.

—Tonterías, mujer.

—Es cosa de esa jalea repugnante. La aborrezco.—La jalea real nada tiene de repugnante —replicó él, indignado.

—¡No seas necio, Albert! ¿Te parece a ti normal que una criatura empiece a ganar peso a esa velocidad?

—¡Nunca estás contenta! —protestó él—. ¡Estabas muerta de miedo cuando te adelgazaba y ahora te aterra que engorde! ¿Quién te entiende a ti, Mabel?

La señora Taylor se levantó del sillón con la niña en brazos, y se dirigió hacia la puerta.

—Sólo te diré —respondió por fin— que tiene suerte la chiquilla de que esté yo aquí para vigilar que no le des más cosa de esa. No diré más.

Y salió de la habitación. Albert, como la puerta quedase abierta, la siguió con la mirada conforme cruzaba ella el zaguán hacia el pie de la escalera e iniciaba el ascenso. Así vio que, llegada al tercer o cuarto peldaño, su esposa se paraba en seco y por espacio de unos segundos se quedaba inmóvil, como recordando algo. Por fin volvió sobre sus pasos, ahora un tanto apresurada, y entró de nuevo en la sala.

—Albert —dijo.

—¿Sí?

—Doy por sentado que en los biberones que acabamos de darle no había jalea real...

—No veo por qué habrías de dar eso por sentado, Mabel.

—¡Albert!

—¿Qué pasa? —respondió suave, inocente.

—¡Cómo te has atrevido! —-le increpó ella. La gran cara barbuda de Albert Taylor cobró una expresión dolorida y desconcertada.

—Considero que tendrías que estar muy contenta de que se haya metido otra buena dosis entre pecho y espalda. Lo digo en serio. Porque ésta, Mabel, era una señora dosis, puedes creerme.

Plantada en pie en el mismo vano de la puerta, con la niña dormida y prietamente abrazada, ella miraba a su marido con ojos como platos. Muy tiesa, el rostro más pálido y .la boca más comprimida que nunca, estaba lo que se dice rígida de furor.

—Toma nota de lo que digo —continuó Albert—: pronto vas a tener una mocosilla que te ganará el primer premio en cualquier concurso de bebés de todo el país. Oye, ¿por qué no la pesas ya y ves cuánto da? ¿Quieres que te vaya a buscar la balanza, Mabel, y lo compruebas?

La mujer marchó derecho hacia la gran mesa que ocupaba el centro de la habitación, depositó en ella a la niña y se puso a desnudarla a toda prisa.

—¡Sí! —replicó incisiva—. ¡Trae la balanza!

Retirados primero el minúsculo camisón, luego la camisetita, desprendió el pañal y, quitado éste, la pequeña quedó desnuda encima de la mesa.

—¡Pero Mabel, si es un milagro! —exclamó Albert—. ¡Está gordita como un cachorrillo!

En efecto, era asombrosa la cantidad de carne que la niña había adquirido en un solo día. El pechito hundido que antes mostraba todo el costillar aparecía ahora regordete y redondo como un tonel, y la barriguita formaba, también, una abultada prominencia. En cambio, y curiosamente, piernas y brazos no parecían haber crecido en igual proporción: todavía cortos, esmirriados, se hubieran dicho bastoncillos hincados en una bola de sebo.

—¡Fíjate! —observó Albert—. ¡Hasta le está saliendo un poco de pelusilla en la tripita, para que la abrigue!

Alargó la mano dispuesto a peinar con las yemas de los dedos el salpicado de pardos pelillos sedeños que habían aparecido súbitamente en el abdomen de la niña.

/No se te ocurra tocarla! —gritó la mujer con la cara vuelta hacia él, los ojos candentes, de pronto con el aspecto de un pajarillo belicoso, el cuello arqueado, como si se aprestara a caerle sobre la cara y saltarle los ojos.

—Un momento... —dijo él en tanto retrocedía.

—¡Tienes que estar loco! —chilló su esposa.

—Espera un momento, ¿quieres hacerme el favor, Mabel? Porque si piensas que esa substancia es peligrosa... porque lo piensas, ¿verdad? Pues muy bien. Escúchame con atención. Me dispongo a demostrarte de una vez por todas, Mabel, que la jalea real es totalmente inofensiva para los humanos, aun en dosis enormes. Por de pronto, ¿por que crees tú que el año pasado tuvimos una cosecha de miel de tan sólo la mitad de lo normal? A ver, dime.

En su retroceso, caminando de espaldas, se había alejado tres o cuatro metros de ella, hasta un punto donde parecía sentirse más a gusto.

—La razón de que sólo recogiéramos la mitad de lo normal —agregó pausado, la voz más baja— es que cien de los panales los puse a producir jalea real.

—¿Que tú... qué?

—Ah —continuó, ahora en un susurro—, ya sabía que te iba a sorprender un poco. Y pensar que desde entonces he estado perseverando en eso en tus mismas narices... —Había vuelto hacia ella sus ojillos, que centelleaban, y una sonrisa tarda y taimada le rondaba las comisuras de la boca—. Tampoco imaginarías jamás el motivo. Y yo no me he atrevido a mencionártelo antes porque temía... en fin... cohibirte, en cierto modo.

Hizo una breve pausa. Tenía enlazadas las manos ante sí a la altura del pecho, y, al restregar las palmas una contra otra, producían un rumor como de arañazos.

—¿Recuerdas lo que he leído antes? Esas líneas de la revista referentes al ratón... A ver, déjame recordar cómo lo decía... «Still y Burdet descubrieron que un ratón previamente incapaz de procrear...» —Vaciló él, se ensanchó su sonrisa, quedaron al descubierto los dientes—. ¿Coges la onda, Mabel?

Ella permanecía enteramente inmóvil, enfrentada a él.

—En cuanto leí esa frase, Mabel, di un brinco que me hizo saltar de la silla, y dije para mí, si da resultado con un miserable ratón no hay razón alguna en el mundo para que no lo dé con Albert Taylor.

De nuevo hizo una pausa, y según adelantaba la cabeza, con una oreja ligeramente vuelta hacia su esposa, esperaba a que ésta dijese algo. Pero ella no lo hizo.

—Y otra cosa —prosiguió—: me hizo sentirme tan maravillosamente bien, Mabel, tan distinto, en cierto modo, del que había sido hasta entonces, que seguí tomándola como antes aun después de que tú me anunciaras la feliz noticia. En los últimos doce meses debo de haber tomado cubos de jalea real.

Los ojos de ella, grandes, graves, como alucinados, se dedicaban a recorrer ávidos el rostro y el cuello de su marido. No había a la vista la menor porción de piel en el cuello, ni siquiera en los lados o bajo las orejas. Hasta el mismo punto en que se perdía bajo el de la camisa, aparecía cubierto en toda su circunferencia por aquellos pelillos cortos, sedeños, de un negro amarillento.

—Y ten por seguro —continuó mientras, volviéndole la espalda, miraba ahora amoroso a la niña— que en una criaturita surtirá mucho mayor efecto que en un hombre como yo, plenamente desarrollado. Basta mirarla para darse cuenta de que así es, ¿no piensas tú lo mismo?

La mujer bajó lentamente la mirada hasta posarla en la criatura, la cual, desnuda encima de la mesa, gorda, blanca y abotargada, parecía una especie de gigantesca larva que, próxima a concluir su primera etapa vital, no tardaría en irrumpir en el mundo convenientemente provista de alas y masticadores.

—¿Por qué no la cubres, Mabel? —dijo su marido—. No querrás que se nos resfríe nuestra pequeña reina...