CUENTOS DE KENJI MIYAZAWA #5

 


La pera silvestre
(Yamanashi)





Traducción Elena Gallego Andrada



Al fondo de un torrente se proyectaban las siguientes pálidas escenas de linterna mágica:


Primera escena, mayo


Dos pequeños cangrejos jugaban con palabras en el fondo de la pálida agua azulada.


— La araña de agua se reía.
— Cómo se reía la araña de agua.
— La araña de agua se reía bailando.
— Y cómo se reía la araña de agua.


Por encima y alrededor de ellos, el agua hacía tornasol como una lámina de metal, y bajo ese techo liso avanzaba la corriente en oscuras burbujas.


— La araña de agua se reía.
— Cómo se reía la araña de agua.
— Entonces, ¿por qué se reía la araña de agua?
— No lo sé.


Las burbujas seguían fluyendo. También los dos pequeños cangrejos, mientras avanzaban poco a poco, hicieron cinco o seis burbujas de aire. Brillantes y temblorosas como gotas de mercurio, fueron ascendiendo en diagonal hacia la superficie. Un pez pasó por encima de sus cabezas, ondeando su vientre plateado.


— La araña de agua ha muerto.
— Han matado a la araña de agua.
— La araña de agua ha muerto. ¡Qué lástima!
-—La han matado.
— ¿Por qué la mataron?
— No lo sé — dijo el mayor, poniendo dos de sus cuatro patas derechas sobre la cabeza plana de su hermano pequeño.


El pez volvió a pasar una vez más y se marchó río abajo.


— La araña de agua se rió.
— Sí, se rió.


De repente, clareó y los dorados rayos del sol penetraron en el agua como en un sueño. La red de luz que dibujaban las olas oscilaba hermosa, ensanchándose y estrechándose sobre las rocas blancas del fondo. La recta sombra de los palos y los pequeños escombros se reflejaban sobre el agua, formando una hilera diagonal.


En esta ocasión, el pez pasó entre los rayos, desordenando su luz dorada, y se fue río arriba con su extraño lustre apagado.


— ¿Por qué ese pez no cesa de pasar una y otra vez? — preguntó el cangrejo menor moviendo sus ojos deslumbrados.
— Está haciendo algo indebido, seguro.
— ¿Algo indebido?
— Eso.


El pez volvió otra vez desde el curso alto del río. Esta vez pasó despacio y tranquilo, sin mover las aletas ni la cola, dejándose únicamente arrastrar por la corriente con la boca abierta, redonda igual que un círculo. Su oscura sombra pasó deslizándose sobre la red de luz del fondo.


— Este pez...


Sucedió entonces. De repente, en la superficie del agua aparecieron blancas burbujas y al instante penetró un objeto como una bala acompañado de un destello deslumbrante de color azul.


El mayor de los cangrejos vio claramente que la punta de ese objeto azul era negra y afilada como un compás. El blanco vientre del pez volvió a brillar una vez más y ascendió hacia la superficie, desapareciendo junto con aquel objeto azul. La red de rayos dorados se meció con suavidad y siguieron fluyendo las burbujas.


Los dos pequeños cangrejos se habían quedado como petrificados, incapaces de decir nada. Entonces llegó su padre.


— ¿Qué os ha pasado, que estáis temblando de esa manera?
— Papá, vino una cosa muy extraña.
— ¿Cómo era?
— Azul y brillante, pero tenía la punta negra y afilada. Apareció y se llevó al pez.
— ¿Tenía los ojos rojos?
— No lo sé.
— Hum. Era un pájaro, un martín pescador. No os preocupéis. Estad tranquilos. A nosotros no nos hará nada.
— Papá, ¿a dónde se ha ido ese pez?
— A un lugar temible.
—Tengo miedo, papá.
— No te preocupes. No nos sucederá nada malo.
—¡Mira! La corriente se lleva una flor de abedul. ¡A que es muy bonita!


Junto con las burbujas, abundantes pétalos de la flor blanca del abedul se deslizaban por la superficie.
— Tengo miedo, papá — dijo también el cangrejo pequeño.


La red de rayos se mecía, ensanchándose y estrechándose, y la sombra de los pétalos se deslizaba apaciblemente sobre la arena.


Segunda escena, diciembre


Los pequeños cangrejos ya habían crecido bastante, y el paisaje del fondo del río había cambiado mucho del verano al invierno. El agua había arrastrado hasta allí frágiles piedrecillas blancas, unos trozos puntiagudos de cristal de roca y también algunos fragmentos de mica.


El agua fría brillaba hasta el fondo con la transparencia de las botellas azuladas de gaseosa, y en la superficie las olas relucían pálidas en medio del silencio, resonando como si vinieran de muy lejos.


El claro de luna a través del agua limpia había desvelado a los pequeños cangrejos. Se quedaron afuera y, en silencio, hacían burbujas mirando hacia arriba.


— Mis burbujas son muy grandes, desde luego.
— Las haces así grandes a propósito. Si yo me lo propongo, puedo hacerlas mayores.
— Prueba, a ver. ¿Ves? No son gran cosa. Fíjate en las mías. ¿A que son grandes?
— No tanto. Son iguales que las mías.
— Como tienes más cerca las tuyas, te parecen mayores. Probemos a hacer burbujas juntos.
— ¿Ves? Las mías son más grandes.
— ¿De verdad? Voy a probar otra vez.
— ¡Estás haciendo trampa, estirándote tanto! Entonces apareció su padre.
— ¡Vamos! ¡A dormir! Es muy tarde ya. Si no, mañana no podremos ir a Isado.
— Papá, ¿quién hace las burbujas más grandes?
— Supongo que tu hermano mayor, ¿no?
— ¡Ni pensarlo! Son más grandes las mías — protestó el pequeño, a punto de echarse a llorar.
En aquellos momentos, ¡plaff!, un objeto enorme, redondo y negro, cayó al agua, se hundió y volvió a la superficie lanzando en el borde un destello dorado.
— ¡Un martín pescador! — exclamaron los pequeños cangrejos, encogiéndose.
—¡Qué va! Es una pera silvestre. Se la llevará la corriente flotando. ¡Vayamos tras ella! ¡Ah, qué bien huele! — dijo el padre después de mirarla bien extendiendo los ojos todo lo posible como unos prismáticos.


Efectivamente, a la luz de la luna, el agua se había llenado del magnífico aroma de la pera silvestre.


Dejándose llevar por la corriente, los cangrejos fueron tras la pera. Sus tres siluetas, junto con sus sombras negras, formaban seis figuras moviéndose a lo largo del río tras la sombra redonda de la pera.


Al poco rato, el agua empezó a producir un murmullo, las olas se encresparon y la pera se volvió de lado y, tras quedar enganchada en la rama de un árbol, sobre ella se reunieron los rayos lunares como un arco iris.


— ¿Qué os parece? Es una magnífica pera silvestre, madura y perfumada.
— Seguro que estará muy buena, papá.
— Hay que esperar. Si la dejamos dos días, se hundirá por sí sola y producirá un vino excelente. ¡Venga, volvamos y acostémonos!


Los tres cangrejos volvieron a su agujero. Las olas se mecían suaves, emitiendo pálidos destellos azules como si tuvieran polvo de diamantes.
Y éstas fueron las escenas de la linterna mágica.