La granja

Kit Reed

The food farm, © 1967 by Berkley Medallion. Traducido por Manuela Díez en Mujeres y maravillas, compilado por Pamela Sargent, Nova Ciencia Ficción 11, Editorial Bruguera S. A., primera edición en Mayo de 1977.

 

Kit Reed nació en California y estudió en el colegio de Nuestra Señora de Maryland. Ha trabajado como reportera y en la televisión, y fue la mujer periodista del año en Nueva Inglaterra en 1954 y en 1958. Sus relatos han aparecido en Cosmopolitan, Redbook, Transatlantic Review, Ladies' Home Journal, y The Magazine of Fantasy and Science Fiction, así como en las antologías Orbit y Bad Moon Rising. Sus novelas incluyen, entre otros títulos, los de Armed camps, Cry of the daughter y Tiger rag (publicadas todas por Dutton), y una colección de relatos cortos, Mister Da V. and others stories (Berkley Books), publicada en 1973. Ganó un Guggenheim Fellowship en 1964 y fue la primera americana que logró una beca literaria de cinco años de la Abraham Woursell Foundation. Fue profesora de inglés en la Universidad de Weseylan en la primavera de 1974.

La granja contiene algunas imágenes familiares de adolescencia: la chica gruesa que se resguarda de los demás bajo una capa protectora de grasa; sus problematizados y desconcertados padres; el cantante popular idolatrado; la institución que acoge a aquellos cuyos padres no reconocen... Esos elementos están hábilmente combinados mediante una fantasía imaginativa que refleja retazos de nuestra propia vida y de nuestros sentimientos en la adolescencia.

 

Así que aquí estoy yo, haciendo de guardián, engordándolas para nuestro jefe, Tommy Fango; aquí estoy yo, tumbada en el pudín de banana, la leche batida y los cócteles de licor y nata, dando vueltas como un técnico, midiendo su efecto en ancas y muslos, cuando soy yo la que le quiere, yo quien podía proporcionarle placer eternamente si la vida hubiera sido diferente. Pero ahora estoy esquelética, y se me ha barrido a un rincón como si fuera una hoja, arrastrada por el fuerte viento. Mis codos repiquetean contra mis costillas y tengo que pasarme la mitad del día en la cama para que uno o dos gramos de lo que como se quede conmigo, porque si no lo hiciera así mis grasas se desvanecerían, quemadas en mi propio e insaciable horno, y lo poco de carne que me queda se disolvería.

Así, como suena, así de cruel es la situación. y yo sé de quién es la culpa.

Fue la vanidad y nada más que la vanidad, y los odio sobre todo por esto. No se trataba de mi vanidad, porque siempre he sido un alma sencilla; me resigné desde muy pronto a reforzar sillas y a perder adornos, a recibir torrentes de observaciones. En vez de prestarles atención las rechacé y habría sido feliz si me hubieran dejado seguir así, yendo por la vida con mi radio en el jubón, puesto que nunca levanté gritos de admiración, nadie levantó la cabeza o se volvió a mi paso.

Pero ellos eran frívolos, y, en su vanidad, mi deleznable padre y mi pálida y esquelética madre no me veían como una entidad, sino como un reflejo de sí mismos. Enrojezco de vergüenza al recordar las excusas que daban con respecto a mi. «Se parece a la familia de May», decía mi padre, sacudiéndose toda responsabilidad. «No es más que una niña gorda», decía mi madre, clavándome el codo en mi mullido costado. «Nelly es enorme para su edad.» Luego se agitaría furiosamente, tirando de mi enorme mandil para taparme las rodillas. Esto sucedía cuando aún consentían que yo fuera vista con ellos. En esa época me atiborraron de pasteles y asados antes de ir a algún sitio, para que quedara llena y no me hartara en público. Pero incluso así yo repetía tres, cuatro y hasta cinco veces la comida, humillándolos.

Llegó el momento en que ya no pudieron seguir soportándome y dejaron de llevarme con ellos; ya no hicieron más intentos de explicar nada. En vez de eso buscaron la forma de mejorar mi apariencia; los médicos me bombardearon inútilmente con píldoras; intentaron que me hiciera socia de un club. Durante un tiempo, mi madre y yo hicimos ejercicios; nos sentábamos en el suelo, ella con unos leotardos negros y yo con mi camisón. Luego ella marcaba el ritmo, uno-dos, uno-dos, y yo tenia que dar unos pocos pasos sobre la punta de los pies. Pero yo tenía que escuchar, tenía que coordinarme, y una vez que me había coordinado tenía que encontrar algo de comer; Tommy podía cantar, y yo siempre comía mientras Tommy cantaba, así que la dejaba en el suelo con el uno-dos, uno-dos. Comenzaron a cerrar bajo llave la comida. Luego redujeron mis raciones.

Esta fue la época más cruel. Me negaban el pan, me rogaban y me lloraban dándome lechuga y diciéndome que ésa era toda mi comida. Mi comida. ¿Podían ellos oír gritar a mis órganos vitales? Yo luché, grité, y cuando me convencí de que todo aquello no servía para nada, sufrí obedientemente en silencio hasta que finalmente el hambre me llevó a las calles. Permanecí en cama, distraída por los Monets, Barry Arkin y los Philadons en la radio, y Tommy (nunca tenía bastante; le escuchaba cien veces al día y nunca tenía bastante; ¡qué amargo me parece aquello ahora! ). Los escuchaba, y cuando mis padres estaban durmiendo, desconectaba la radio y me iba a merodear por los alrededores. Las primeras noches me puse a pedir, rogando la generosidad de los viandantes, y luego, después de pasar por la panadería, traía a casa todo lo que no me había comido allí mismo en la tienda. Conseguí dinero con bastante rapidez; y ni siquiera tenia que pedirlo. Puede que fuera mi volumen, o tal vez mi desesperado y silencioso grito de hambre. Me di cuenta de que lo único que tenia que hacer era aproximarme y el dinero era mío. Tan pronto como me veían, la gente se giraba rápidamente y se alejaba, dando traspiés con el afán de haber desaparecido ya antes de que yo les diera las gracias. Una vez incluso me apedrearon. Una vez una piedra se clavó en mi carne.

En casa, mis padres seguían con las lágrimas y los ruegos. Seguían con su leche descremada y sus pedacitos de comida, ignorando mi vida nocturna. Durante el día yo me mostraba complaciente, dormitando entre bocado y bocado, alimentándome con los ruidos que sonaban en mi oreja procedentes de la radio que llevaba oculta entre mis ropas. Luego, cuando caía la noche, la desconectaba; eso proporcionaba un cierto limite a las cosas, puesto que sabía que no la conectaría de nuevo hasta que no estuviera apunto de comer. Algunas noches eso sólo significaba ir a mi habitación y sacar de mis escondites botellas y latas de conserva. Otras, tenia que salir a la calle para encontrar dinero donde pudiera. Luego descansaría sobre una nueva reserva de pasteles, bollos y dulces comprados en la pastelería y algunas latas, y puede que una lonja de tocino o de jamón; luego compraba una canasta de naranjas para prevenir el escorbuto y una bolsa de dulces para conseguir una rápida energía. Una vez que tenia la comida suficiente regresaba a la habitación y allí escondía la comida en diversos lugares y reordenaba mi nido de almohadas y mantas. Entonces abría el primer pastel o el primer helado y luego, al tiempo que comenzaba a comer, conectaba la radio.

Había que conectarla; todo el mundo estaba conectado. Era nuestro vinculo, nuestro consuelo y nuestro poder, y no se trataba de estar distraído o de  pasar el tiempo. Lo que importaba era el sonido; esto y el hecho de que grueso o delgado, dormido o despierto, eres importante cuando conectas, y sabes que en la desgracia, la adversidad y la enfermedad, en los tiempos difíciles, era éste el único lazo, la herencia común; fuerte o débil, bien dotado o desgraciado y enfermo de amor, todos estamos conectados.

Tommy, el bello Tommy Fango, junto al que todos palidecían. Todos le escuchaban en esos días; ponían sus discos dos o tres veces al día, pero nunca sabías cuándo iba a ser, de modo que estabas conectado constantemente y escuchando con toda tu atención; comías, dormías, exhalabas un suspiro cuando ponían uno de los discos de Tommy, esperabas que su voz inundara la habitación. Cold cuts, cupcakes y game hens iban y venían durante este período de mi vida, pero había una cosa constante: yo tenía siempre un pastel de crema preparado, y cuando se oían los primeros sones de When a widow y la voz de Tommy iniciaba sus modulaciones, yo me comía el pastel de crema, que duraría todo el programa de medianoche de Tommy. Todo el mundo lo esperaba en esos días; lo esperábamos durante el día sin fin, durante noches de monotonía; todos esperábamos los discos de Tommy Fango, y esperábamos durante toda la hora de Tommy, su programa de medianoche. En esos días cobraba vida a medianoche; cantaba desde el hotel Riverside, y resultaba hermoso; pero era aún más importante el hecho de que fuera contando lo que hacía durante toda la noche. Nadie se sentía solo cuando Tommy hablaba; nos unía en ese programa de medianoche, hablaba y nos hacía poderosos, hablaba y al final cantaba. Imagínense cómo me sentía yo en la noche, con Tommy y el pastel. Poco tiempo después yo tendría que ir a un lugar donde habría de vivir a costa de Tommy y solamente de Tommy, un tiempo en que escuchar a Tommy me devolvería el pastel, todos los pobres pasteles perdidos...

Los discos de Tommy, su programa, el pastel..., éste fue tal vez el mejor período de mi vida. Me sentaba y escuchaba y comía, comía, comía. Tan grande era mi deleite que retirar la comida al amanecer suponía una tortura; cada vez se me hizo más difícil esconder los cartones, las latas y las botellas, residuos de mi felicidad. Tal vez un poco de tocino había caído en el suelo; tal vez un huevo había rodado debajo de la cama y comenzaba a oler. Bien, tal vez me iba. volviendo menos cuidadosa, y continuaba mis comidas durante la mañana, o era lo suficientemente despistada como para dejarme un pastel a medio acabar sobre la mesilla. El caso es que me di cuenta de que me estaban espiando, de que escuchaban detrás de la puerta mientras comía. Entonces cayeron sobre mí, llorando y suplicando, lamentándose por todos y cada uno de los helados y de los pasteles; luego pasaron a las amenazas. Finalmente, restablecieron la cantidad de comida que me daban antes durante el día, pensando que así eliminarían la que hacía durante la noche. Absurdo. Por aquel entonces yo la necesitaba toda e hice caso omiso de sus gritos por su orgullo herido, de sus exhibiciones de vanidad herida, de sus estúpidas amenazas. Y aunque les hubiera hecho caso no hubiera sabido lo que iba a suceder a continuación.

Era tan feliz ese último día. Había jamón Smithfield, mío, y recuerdo una jarra de cerezas en conserva, mía, y me acuerdo del tocino, pálido y blanco sobre pan italiano. Recuerdo que se oyeron ruidos escaleras abajo, y antes de que pudiera ponerme en guardia, se produjo el asalto, toda una compañía de gente uniformada, el sonido de una pistola hipodérmica. Luego los diez me rodearon y me pusieron una especie de funda o malla, y empujándome por la fuerza me llevaron escaleras abajo. «Nunca os perdonaré», les grité mientras me metían en una ambulancia. «Nunca os perdonaré», bramé cuando mi madre, en un último acto de traición, me arrebató la radio, y lo grité una vez más cuando mi padre me quitó un trozo de jamón del pecho. «Nunca os perdonaré.» Y nunca lo hice.

Resulta doloroso describir lo que sucedió a continuación. Recuerdo tres días de horror y agonía, al final de los cuales estaba demasiado débil para llorar o golpear las paredes. Finalmente me tranquilicé y me trasladaron a una habitación soleada, acolchada, de tonos pastel. Recuerdo que había flores y una persona mirándome.

-¿Por qué estás aquí? -preguntó ella.

La debilidad apenas me permitía hablar.

-Desesperación.

-Al diablo con eso -dijo ella, masticando algo-. Estás aquí a causa de la comida.

-¿Qué estás comiendo? -intenté levantar la cabeza.

-Tengo un chicle en la boca. Ayuda.

-Voy a morir.

-Todos piensan así al principio. Yo también -ladeó la cabeza en actitud de indulgencia-. Esta es una escuela muy exclusiva, ya sabes.

Se llamaba Ramona, y como yo comenzara a llorar en silencio, ella se acercó a consolarme. Era el último recurso para los pocos que podían permitirse el lujo de enviar a sus hijos allí. Los embellecían mediante un tratamiento terapéutico, ejercicios, masaje; llevaríamos camisas de color rosa y hablaríamos de arte y de teatro; de vez en cuando recibiríamos clases de declamación e higiene. Nuestros padres dirían entretanto con orgullo que estábamos en Faircrest, una elegante escuela; pero nosotros sabíamos perfectamente que aquello era una prisión y que estábamos muriendo de hambre.

-Este es un mundo que yo no he hecho –dijo Ramona, y yo sabia que la culpa era de sus padres, como también lo era de los míos. A su madre le gustaba llevar a sus hijos a hoteles y casinos, exhibiendo a sus delgadas hijas como guirnaldas de joyas. Su padre seguía la ruta del sol en su yate privado, con la bandera desplegada y sus hijos en cubierta, delgados y bronceados. Solía golpearse su vientre liso y bronceado mirando a Ramona con disgusto. Cuando ya no fue posible esconderla por más tiempo, montó en ciega cólera. Una noche llegaron en una lancha y se la llevaron. Hacia seis meses de aquello, y había perdido casi veinticinco kilos. Debió de haber sido monumental en sus mejores tiempos, porque todavía estaba gorda-. Vivimos al día -dijo-. Pero tú aún no sabes lo peor.

-Mi radio -dije en un espasmo de miedo-. Me han quitado la radio.

-Lo han hecho por una razón -me explicó-. La llaman terapia.

Tenía un nudo en la garganta y estaba a punto de gritar.

-Espera -con gran ceremonia, apartó un cuadro, tocó un pequeño interruptor y entonces, como un suave bálsamo para mi pánico, la voz de Tommy inundó la habitación.

CUando me hube tranquilizado, dijo :

-Sólo le oyes una vez al día.

-No.

-Pero puedes escucharle todo el tiempo que desees. Le escuchas cuando más le necesitas.

Pero ya escuchábamos las primeras notas, de forma que nos callamos y prestamos atención, y cuando se hubo terminado When a widow nos sentamos tranquilamente durante un momento, ella resignada, yo llorando; luego Ramona apretó otro interruptor y el sonido se filtró en la habitación, y era casi como estar enchufadas.

-Trata de no pensar en ello.

-Me moriré.

-Si lo piensas morirás de verdad. Es mejor que, por el contrario, aprendas a utilizarlo. Dentro de un minuto vendrán con la comida -dijo Ramona, y mientras los Screamers cantaban dulcemente poniendo música de fondo a sus palabras, continuó-: Un filete. Un minúsculo filete y un trozo de lechuga, y puede que un pedacito de pan. Yo me imagino que es una pata de cordero, y funciona si te lo comes muy, muy lentamente y piensas mientras tanto en Tommy; luego, si miras tu retrato de Tommy, puedes convertir la lechuga en lo que más desees, dulces o helados, y si dices su nombre una y otra vez te puede parecer una tarta entera, y...

-Voy a imaginar que es jamón y un pastel y un melón relleno de frutas cortadas a pedacitos, y que estoy en la Rainbow Room con Tommy y que vamos a terminar con Fudge Royale...

Casi me ahogo con mi propia saliva. Casi podía oír la voz de Tommy y a Ramona diciendo:

-Capón; a Tommy le gustaría un capón, canard á l'orange..., mañana llamaremos a Tommy para comer y le escucharemos cantar...

Y yo pensaba en eso, y me imaginaba pasteles de crema y seguía diciendo:

-...pastel de limón, pudín de arroz, un queso entero... Creo que viviré.

Al día siguiente llegó la matrona a la hora del desayuno, y allí permaneció, como lo haría todos los días, golpeando con sus uñas rojas una de sus esbeltas caderas, mirando con repulsión cómo nos lanzábamos sobre el zumo de naranja y el huevo cocido.

Yo estaba demasiado débil para controlarme; oí un sonido chirriante y por su expresión me di cuenta de que se trataba de mi propia voz:

-Por favor, sólo un trozo de pan, un poquito de mantequilla, algo, podría lamer los platos si usted me dejara, pero por favor no me deje así, por favor... -puedo ver todavía su mirada de desprecio mientras me daba la espalda.

Sentí la leal mano de Ramona sobre mi hombro.

-Puedes tomar pasta de dientes, pero no demasiada a la vez o vendrán y te la quitarán.

Yo estaba demasiado débil para levantarme, de modo que fue ella quien la trajo. Compartimos el tubo y hablamos sobre todos los banquetes que nos habíamos dado, y cuando nos cansamos de eso, hablamos de Tommy, y cuando eso también nos cansó, Ramona pulsó el interruptor y escuchamos When a Widow. Luego vino la comida y ambas lloramos.

No era sólo hambre: después de tanto tiempo, el estómago comienza a devorarse a sí mismo y los pocos gramos que le echas durante la comida lo calman, así que con el tiempo el apetito comienza a disminuir. Tras el hambre viene la depresión. Yo permanecí tumbada, demasiado débil para levantarme, y en mi desgracia me di cuenta de que ya podían traerme cochino asado y melones y pastel de crema de Boston sin cesar; que podían gratificar todos mis sueños sin que yo pudiera hacer más que llorar inerme, puesto que ya no tenía fuerza para comer. Pero incluso entonces, cuando creía haber llegado a la cumbre de todas las desgracias, todavía no había comprendido lo peor. Lo noté primero en Ramona. Dije mirándola asustada:

-Estás más delgada.

Ella se volvió con lágrimas en los ojos.

-Nelly, no soy la única.

Me miré los brazos y pude ver que tenía razón: había menos carne sobre el codo; había menos grasa en la cadera. Me volví cara a la pared, y nada de lo que pudo decirme Ramona acerca de comida o de Tommy fue capaz de animarme. Desesperada, conectó la voz de Tommy, pero mientras cantaba yo yacía de espaldas viendo cómo se consumía mi carne.

-Si robamos una radio podremos oírle de nuevo; -dijo Ramona, intentando consolarme-. Podremos oírle cantar en su programa de noche.

Tommy hizo una visita a Faircrest dos días después, por razones que no pude entender. Todas las chicas se reunieron en la sala para verle, miles de kilos de temblorosa carne. Fue aquella mañana cuando descubrí que podía andar otra vez, y ya me había puesto en pie, luchando por ponerme la rosa camisa para ir a ver a Tommy, cuando la matrona me interceptó el paso.

-Tú no, Nelly.

-Tengo que ir a donde está Tommy. Tengo que oírle cantar.

-Tal vez la próxima vez -y con una mirada de crueldad sin disimulos, añadió-: Eres una auténtica desgracia. Estás todavía demasiado gruesa.

Me abalancé sobre ella, pero ya era demasiado tarde; ya había cerrado la puerta. Mi despreciado cuerpo permaneció sentado, sufriendo mientras todas las demás chicas del lugar le escuchaban cantar. Entonces vi claramente que tenía que actuar; de alguna forma tenía que recuperarme, tenía que conseguir comida, recuperar mis carnes y así poder ir junto a Tommy. Emplearía la fuerza si era necesario, pero le oiría cantar. Estuve paseando furiosa por la habitación durante toda la mañana, oyendo los aullidos de quinientas chicas, el tronar de sus pies; pero aunque me apretaba contra la pared, no pude escuchar la voz de Tommy.

Sin embargo Ramona, cuando regresó a la habitación, dijo algo muy interesante. Al principio no podía decir palabra, pero generosamente hizo sonar When a widow mientras se recuperaba, y luego dijo:

-Ha venido en busca de algo, Nelly. Ha venido en busca de algo, pero no lo ha encontrado.

-Dime cómo iba vestido. Dime qué hacía con la garganta mientras cantaba.

-Estuvo mirando todas las fotos de cómo éramos antes, Nelly. La matrona se esforzaba porque mirase las de cómo estamos después, pero él siguió mirando las de antes y moviendo la cabeza; luego encontró una y se la guardó en el bolsillo. Si no la hubiera encontrado no hubiera seguido cantando.

Sentí que un escalofrío me recorría la espalda.

-Ramona, tienes que ayudarme. Debo ir a donde está él.

Aquella noche hicimos algo muy atrevido. Golpeamos al vigilante cuando nos trajo la comida, y después de meterle debajo de la cama nos comimos todos los trozos de carne y el pan que llevaba en él carro y luego salimos al corredor abriendo puertas, y cuando ya éramos cien encerramos a la matrona en su despacho y asaltamos el comedor, devorando todo aquello que pudimos encontrar.

Aquella noche yo comí, comí, comí, pero incluso cuando estaba comiendo era consciente de la delgadez fatal de mis huesos, de mi mengua de capacidad, así que me encontraron en la despensa de alimentos congelados, llorando sobre una ristra de salchichas, inconsolable porque comprendía que me habían vencido con sus trocitos de carne y su pan; ya nunca volvería a comer como antes, nunca seria de nuevo yo misma.

En mi rabia fui hasta donde se encontraba la matrona con una pata de jamón, y cuando los tuve a todos pendientes de mi, corté una lonja como provisión y abandoné aquel lugar. Tenía que encontrar a Tommy antes de adelgazar más; tenía que intentarlo. En la salida detuve un coche, golpeé al conductor con la pata de jamón y me puse al volante, dirigiéndome hacia el hotel Riverside, donde Tommy siempre había estado. Subí a su habitación por las escaleras de incendios, sigilosamente, y cuando el criado entró en ella con uno de sus trajes de terciopelo yo le seguí, rápida como una tigresa, y un instante después, estaba dentro. Cuando todo quedó en silencio, entré en su habitación de puntillas.

Era magnífico. Estaba junto a la ventana, delgado y hermoso; su cabello rubio le caía hasta la cadera y tenía los hombros enfundados en una estrecha chaqueta de terciopelo gris. Al principio no me vio; estuve bebiendo su imagen y luego, delicadamente, tosí. En el segundo que tardó en volverse y verme, todo pareció posible.

-Eres tú -su voz vibraba.

-Tenia que venir.

Nuestras miradas se unieron y en ese momento creí que los dos íbamos a encontrarnos, a abrasarnos en una única llama; pero en el instante siguiente su cara cambió y su expresión se tornó por una de disgusto; sacó una foto de su bolsillo, una foto manoseada, y me miró a mi y a la fotografía alternativamente, diciendo:

-Querida mía, has adelgazado.

-Puede que no sea demasiado tarde -grité, pero ambos sabíamos que ya no había solución.

Y no la hubo, pese a que estuve comiendo durante días, durante cinco heroicas y desesperadas semanas; metí en mi estómago pasteles, jamones y filetes de vaca, pero aquellos tristes días en la granja, el hambre y las drogas habían alterado mi metabolismo de forma irreparable. Pese a las grandes cantidades de comida que ingería seguía adelgazando; mi cuerpo ya no puede asimilar más alimentos. Tommy me mira, y al pensar que pudo haberme tenido grande, redonda y bella, Tommy llora. Ahora come cada vez menos. Ha llegado a no comer más que un pajarito y últimamente se ha negado a cantar; es raro, pero sus discos han comenzado a desaparecer y así toda una nación espera.

-Estuve a punto de conseguirla -dice cuando le ruegan que vuelva a ocuparse de su programa de medianoche; él no cantará, no quiere hablar, pero sus manos describen la montaña de mujer que ha estado buscando a lo largo de toda su vida.

Y así es como he perdido a Tommy, y él me ha perdido a mí, pero yo estoy haciendo lo que puedo por mantenerle. Ahora soy la propietaria de Faircrest, y en el lugar donde Ramona y yo sufrimos ejerzo mis conocimientos sobre las chicas que Tommy desea que yo cultive. Puedo poner diez kilos más en una chica en un par de semanas, y no quiero decir que queda hinchada, sino sólidamente gruesa. Ramona y yo las alimentamos y las pesamos una vez a la semana y yo las golpeo en el brazo con una barra especial y no estoy satisfecha hasta que toda elasticidad ha desaparecido. Cada semana le presento a Tommy la mejor, pero él sacude la cabeza apenado porque no es suficientemente buena, ninguna de ellas es como yo fui en otro tiempo. Pero llegará un día en que encontraré a la chica adecuada (que hubiera deseado ser yo) y Tommy volverá a cantar. Entretanto, el mundo entero espera; entretanto, en un ala privada, alejada de las demás, guardo mis casos especiales: la matrona. que cada vez que la veo está más gorda. Y a mamá. Y a papá.

 

 

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