La mujer que volvió de donde nunca se vuelve
Le acaeció el acaso a la intrépida Inanna, a la celeste reina de los cielos, a la gran madre y diosa del amor, a la esposa del dios de dioses del antiguo pais de Sumer Damuzi-Tammuz, que , gran confiado de su poder y su privilegio, fue desheredado del olimpo de los dioses y humillado hasta el llanto y la súplica por la ira desatada, la venganza de su cónyuge...Inanna la diosa iracunda y soberbia, que no contenta con su función de diosa del cielo también lo quiso ser de los infiernos, deseó arrebatarle a su hermana Ereskigal, su mortal enemiga, el gobierno del reino de los muertos.
Inanna estaba inquieta, la arrogancia desmedida de su poder y su incontrolada ambición se amontonaban dentro de su hermoso cuerpo y sus ojos estallaban, como frutos maduros, dentro de sus cuencas óseas. “Del Gran Arriba al Gran Abajo dirigía sus pensamientos. La diosa dirigía sus pensamientos del Gran Arriba al Gran Abajo. Inannna, del Gran Arriba al Gran Abajo dirigía sus pensamientos. Mi señora dejó el cielo, dejó la Tierra, al reino de los muertos bajó...”
Ésa era la voz del viejo narrador de mitos que en la plaza pública de Ur, donde se reunían los desheredados de la vida, los holgazanes, los jornaleros anónimos en busca de una jornada de trabajo, los viejos desdentados, las mujeres abúlicas sin hijos ni marido que salían al sol para murmurar y despiojarse, contaba las andanzas fabulosas de las divinidades que más ocupaban los pensamientos de los sumerios.
Inanna, la diosa , sin más dilaciones, usando de la independencia que tenía como diosa de su divino esposo, se dispuso para bajar al reino de los muertos, al averno que protegía su propia hermana. Se preparó para llevar a cabo su viaje a los parajes tenebrosos y oscuros de los que nadie vuelve jamás.
La diosa de la fertilidad y del amor, la diosa madre de la Tierra, de la vida y la procreación, que era más importante en Sumer que la propia muerte, lo primero que hizo para llevar a cabo su proyecto fue “atar las siete leyes divinas en su regazo”, que es como tomar sobre sí el dominio de las fuerzas motoras del universo, tanto humanas como divinas. Consideró que aquél era un bagaje que debía llevar y disponer en todo momento para prevenirse sólidamente frente a los múltiples avatares que se podrían presentar durante el comprometido viaje a los infiernos.
Inanna seguidamente se atavió con las vestimentas rituales y reales, preciosas, y se adornó con todas sus joyas. Seguidamente mandó , por medio de uno de sus servidores, aviso a su visir Ninsubur para que se presentase en sus aposentos divinos. El mandatario se inclinó ante su soberana en señal de acatamiento y quedó mudo, en actitud humilde, esperando que hablara la deidad a quien servía. Inanna le requirió para que la acompañara en su viaje. Y así se iniciaba la aventura de tan dudoso fin, incluso para los dioses del Paraíso. Caminaron juntos mudamente y , cuando llegaron a alguna distancia de las puertas del orco, la diosa del amor y la fertilidad se detuvo, y tras ella el gran visir, con una pregunta en sus labios.
-A partir de aquí tú ya no me acompañarás
Ninsubur compuso una leve reverencia de asentimiento.
-Esto he de hacerlo sola.
-Eres soberana de tu voluntad.
Inanna, solemnemente y envolviendo sus palabras con un cierto matiz de preocupación, díjole:
-Oh tú, tú que eres mi gran apoyo, mi visir de las benévolas palabras, cuando haya llegado al imperio de las sombras eleva tu llanto por mí.
La aflicción le sobrecogió a la diosa. Era de saber que temía, y con mucha razón, que aquella aventura se acabara mal.
Ninsubur la consoló diciéndole:
-Aleja de tu divino pecho la congoja que te embarga. Sé alegre y benefactora como siempre lo has sido con tus súbditos y quédate en el reino de la vida, que el de la muerte no merece gozar de tanta belleza y bondad como tú posees.....
La ira de la diosa madre de la Tierra y la fertilidad hizo aparición ante el
gran visir por primera vez y con gran cruel- dad estalló sobre la cabeza de
su enamorado:
-¿Quién eres tú, Ninsubur, infiel hombre sin sentido ni sabiduría, para
pretender corregir mis divinos designios? ¿Quién eres tú, insensato visir,
para tratar de cizallar mis divinas ambiciones, todas mis superbas y
divinas decisiones? ¡Póstrate ante mí y solloza para que, viéndote tan
desolado, me conmisere de ti y te perdone!
-Señora...
Y los ojos del visir se anegaron de lágrimas. Inanna, al contemplarlo en ese
estado de abatimiento, suavizó la voz perdonándole y luego le hizo
levantarse. El hombre le lanzó una mirada de agradecimiento y amor. Ella
le recomendó:
-En el caso de que no volviese del viaje que voy a comenzar
inmediatamente a los infiernos, debes de peregrinar de ciudad en ciudad,
por todas las de Sumer, y entrevistarse con el dios de cada una de ellas.
-Dime, Inanna, diosa del amor y la fertilidad, qué debo hacer para que tu
enojo no me alcance desde la lejanía de tu ausencia.
La diosa contestó:
-Implorarás al dios de cada ciudad con la oración que te he de decir.
-¿Cuál, Inanna, ha de ser?
--Oh, padre, ¡no permitas que tu hija perezca en el reino de los muertos!
Ninsubur, enardecido, asintió fervorosamente. La diosa le recomendó
severamente:
-No cejes, mi caballero de las palabras verdaderas, en tu misión. Camina
sin cesar por las tierras de mi imperio sin descanso y sé persistente hasta
que encuentres ayuda.
Sin decir más ni despedirse, Inanna, comenzó a caminar en dirección a la
entrada del reino de los muertos, adonde llegó sola. Fue a franquear el
umbral de la puerta y, ante su enojo incontenible, fue retenida por Neti, el
portero de la en- trada del crebo, prohibiéndole el paso al mismo.
Neti, lleno de curiosidad, quiso saber y preguntó: -¿Quién, por favor, eres?
La diosa, llena de soberbia, vanidad e ira, contestó:
-Soy la reina del cielo, de las ciudades donde se levanta el Sol.
El portero, con muchas dudas, volvió a preguntar:
-Si tú eres la reina del cielo, de las ciudades donde se levanta el Sol, ¿por
qué, te ruego, viniste al país sin retorno?
Inanna, tras mucho hablar para convencer al celoso servidor del averno,
consiguió que Neti condescendiera a consultar a su señora Ereskigal.
Cuando la diosa del reino de los muertos escuchó de labios de su servidor
la petición de acceso a su imperio de su hermana, la odiada Inanna, fue
sacudida por la ira, se mordió el muslo y dijo a Neti:
-Ven, Neti, primer portero del imperio de las sombras, la palabra que te
ordeno no la menosprecies: ¡de los siete portales del imperio de las
sombras, abre los cerrojos ... ! Cuando entre, profundamente agachada,
¡haz que comparezca desnuda ante mí!
El primer portero del reino de la muerte grabó a fuego en su mente las
palabras de su reina. Y las cumplió. Abrió los siete portales del reino de
los muertos, se dirigió hacia la diosa madre de la Tierra, la diosa de los
cielos, y la invitó:
-¡Ven, Inanna, entra!
Cuando la diosa atravesó uno tras otro los siete portales le quitaron, pieza
por pieza, todos los vestidos y las joyas. Fueron vanas sus protestas.
-¿Por qué, por favor, hacéis esto? -decía. Y le contestaban:
-Calla, Inanna, las leyes del imperio de las sombras son perfectas. Ella se
resistía y añadían: -¡Oh, Inanna, no vilipendies los ritos del imperio de las
sombras! Al final la diosa compareció, desnuda y arrodillada, ante la
soberana del infierno, que se sentaba en el magnífico trono de su palacio y
estaba rodeada por siete anunnaki, los jueces del reino de los muertos. A
Inanna en aquel momento se le acercó la fatalidad inexorablemente:
Ereskigal "dirigió su mirada hacia ella, la mirada de la muerte; pronunció
la palabra contra ella, la palabra mágica; profirió el grito contra ella, el
grito de condenación. La mujer enferma se convirtió en cadáver, el
cadáver fue colgado de un clavo".
Cuando al cabo de tres días y tres noches Inanna no había regresado a su
reino de la claridad y el sol, Ninsubur, el “visir con las benévolas
palabras", fiel a las órdenes recibidas, "elevó su llanto por ella, hizo
resonar el tambor, andaba por la morada de los dioses". El mandatario
comenzó, según lo prometido a la diosa, su peregrinaje por todas la
ciudades "donde se levanta el Sol" y comenzó a buscar a sus dioses,
recitándoles la atávica oración: -Oh, padre, ¡no permitas que tu hija
perezca en el reino de los muertos! En su vagabundeo insólito Ninsubur
destrozó mil veces sus sandalias antes de que nadie le consolase con una
tenue promesa de ayuda. Pero él no cejó y siguió en su empeño, si- guió
caminando de ciudad en ciudad, requiriendo a los dio- ses de las mismas
para que le brindasen el auxilio necesario con el que su diosa y señora
podría ser rescatada del imperio de las sombras, del reino de los muertos.
No le prestaron oídos ni Enlil, el dios del cielo, ni Nanna, el dios de Ur.
Pero cuando se presentó ante Enki, dios de Eridu, que era el suegro de
Inanna, contestó de esta manera a la plegaria que le hacía el fiel visir: -
¿Qué habrá sucedido a mi hija? Me apesadumbro.
¿Qué habrá sucedido a la reina de todos los países? Me apesadumbro.
¿Qué habrá sucedido a la sagrada doncella celes- tial? Me apesadumbro.
Después de su lamento preceptivo, el dios reaccionó de inmediato e hizo sus
previsiones para rescatar a su nuera. Decidió proporcionar al gran visir
Ninsubur dos espíritus que permanecieran constantemente a su servicio. Y
para ello debía crearlos. Enki "sacó la suciedad que había en el borde de
su uña y modeló a Kurgarru, sacó la suciedad que había en el borde de su
uña pintada de rojo y modeló a Kalaturru. A Kurgarru le infundió el
manjar de la vida, al Kalaturru le infundió el agua de la vida".
El dios Enki entonces despidió al gran visir y a sus dos ayudantes con las
siguientes instrucciones sobre la conducta que debían guardar. Así les dijo.
-¡Os ordeno que rechacéis el agua y el trigo que os ofrezcan los dioses del
reino de los muertos!
Los otros acataron la instrucción. -Así lo haremos.
Pero el dios ordenó de nuevo:
-Entraréis en el imperio de las sombras, os dirigiréis en busca de su reina y
le demandaréis con energía: "¡Danos el cadáver colgado en el clavo!"
-Así lo haremos. Enki siguió:
-Y cuando esté en vuestro poder le administraréis el manjar y el agua de
vida. Sólo entonces Inanna resucitará.
Los tres emisarios cumplieron las órdenes del dios y todo resultó tal como
él planeara. Inanna resucitó y entonces la diosa deseó alejarse
inmediatamente de aquel sombrío y tétrico lugar, pero los siete jueces, los
siete anunnaki, se lo impidieron diciéndole:
-Nadie puede surgir indemne del imperio de las sombras. Si Inanna quiere
surgir del imperio de las sombras, ¡que deje un representante!
Pero viendo que ella no podía dejar d e inmediato un rehén en su lugar,
porque aquellos que habían llegado a rescatarla le eran muy apreciados,
los anunnaki decidieron que mientras elegía al representante adecuado
estaría vigilada por un séquito de horribles demonios.
"Los demonios pequeños, los demonios grandes, no se apartaron de ella. El
que iba delante de ella llevaba en su mano un cetro, aunque no fuese visir;
el que iba a su lado ceñía un arma, aunque no fuese caballero. Los que la
acompañaban, los que acompañaban a Inanna, eran seres que desconocen
los alimentos, que desconocen el agua, no comen harina, no beben agua de
ofrenda, arrancan la esposa del regazo del esposo, arrancan los niños del
pecho de la nodriza."
Y la diosa del cielo, del amor, de la fertilidad, de la procreación, tuvo que
alcanzar el reino de la claridad y del Sol acompañada de esta inquietante
comitiva. Para librarse de este tormento debía escoger al rehén que la
sustituyera en el reino de los muertos. Por ello se dirigió Inanna a dos de
las ciudades sumerias, en las que sus dioses, aterrorizados por adivinar sus
intenciones diabólicas, se postraron ante ella y escaparon de las garras de
los demonios. La misma escena se repitió en otras muchas ciudades que
visitó. Pero al fin llegó a la ciudad en la cual el dios era su esposo.
Cuando Damuzi-Tammuz vio llegar a su esposa acompa- fíada de tal
comitiva, en vez de salirle al encuentro y postrarse ante ella, quiso
demostrar su autoridad de esposo y "se vistió con un hermoso atavío y se
sentó en su trono".
Una gran ira se apoderó de Inanna al contemplar atónita la arrogancia de
su esposo y, dócil alumna de su hermana Ereskigal, cuyas artes aprendiera
en su cautiverio, "dirigió una mirada hacia él, la mirada de la muerte;
pronunció la palabra contra él, la palabra de la ira; profirió el grito
contra él, el grito de la condenación: ¡ Llevadle de aquí!"
Damuzi-Taminuz, al ver que la comitiva demoníaca se le acercaba para
arrastrarlo al reino de las sombras, lloró largamente, con amargura, y su
rostro se volvió verde. En su apuro tendió las manos hacia el dios del Sol,
Utu, su cuñado, y suplicó:
-Oh, Utu, tú eres el hermano de mi esposa, yo soy el esposo de tu hermana,
yo soy el que lleva la nata a la casa de tu madre, ¡sálvame de los demonios,
no permitas que se apoderen de mí!
Pero Damuzi-Tammuz fue conducido al averno por "los seres que
desconocen los alimentos, que desconocen el agua". Inanna había cumplido
las leyes del orco, del imperio de las sombras, dejando un rehén para
quedar ella definitivamente liberada para reinar sobre el reino de la
claridad.
Cuando Damuzi-Taminuz hubo muerto, toda la vida en la Tierra se
paralizó.
Las plantas dejaron de crecer, sus hojas se agostaron y sus raíces se secaron
y fueron comidas por una invasión de topos y sabandijas; los animales del
cielo, de la tierra y de los mares dejaron de multiplicarse y el hombre no
podía juntarse con la mujer. El universo se convirtió en un páramo desierto.
Todo era un reguero de hormigas muertas, de bosques de árboles lacios
cubiertos con el pardo de la muerte, de árboles de madera carcomida que
contenían en sus ramas vencidas numerosos cuerpecillos putrefactos
cubiertos de plumas de pájaros mudos, de ríos de lechos cenagosos y
cuarteados que atrapaban malolientes cadáveres de herbívoros, mamíferos,
peces topacio, secos, de ojos opacos, de viejos recomidos, moribundos, sin
ninguna descendencia...
Pero tendría que llegar el día de los soles, de la luz, de las promesas y la
prosperidad, y llegó cuando Inanna, quizá arrepentida por su acción o quizá
porque consideró que el reino que tenía que gobernar cada vez se parecía
más al de las sombras, ayudada por la hermana de Damuzi-Tammuz,
libertaron al pastor del reino de la muerte... y la vida y el amor volvieron a la
Tierra.
Y el viejo narrador de mitos quedó en éxtasis, se adormeció y la gentes se
diluyeron por las calles adyacentes de la plaza pública de Ur.
FIN