LA GRAN SERPIENTE DEL CRISTAL FULGURANTE
Ocurrió cuando la Tierra era una gran isla que flotaba en
el mar sin límites. Para que no estuviese a la deriva en las aguas a merced de
los vientos huracanados que aún se producían por las intensas diferencias de
temperaturas estaba atada con cuatro cuerdas -una por cada dirección cardinal-,
que colgaban de la gran bóveda de cristal del cielo. Debió suceder en ese
intervalo que iba desde el esplendor de la gran isla y la idea fatalista que
encierra el último destino de la Tierra ocasionado por la ruptura de las cuatro
cuerdas, que hizo hundirse la gran plataforma terráquea, propiciando bajo las
aguas oscuras la muerte a toda clase de vida.
Ocurrió, sin
duda, en ese intervalo que se llama vida, situado entre el Mundo Superior, donde
vivían las deidades y los espíritus, y el Inferior, habitado por los seres
malignos y las formas de vida anormales; ocurrió en el Mundo Medio, donde
residían los hombres con la mayoría de los animales.
En los picos de la gran montaña que se alzaba sobre el valle fértil y salvaje,
recorrido por el gran río y al abrigo del cual se asentaban varios pueblos de
hombres primitivos, anidaba el Gran Halcón, al cual aquellos hombres rojos le
llamaban Tlanuwa. En sus elevados refugios, y dentro de sus enormes nidos hechos
de ramajes secos y ablandados con el plumón que arrancaban de debajo de sus
enormes alas, graznaban hambrientos sus pequeños pollos reclamando con energía e
inapelablemente su comida. Por eso Tlanuwa sobrevolaba por lo menos una vez al
día los poblados de junto al río con el propósito de atacar a los niños que
encontraba en ellos, llevándoselos para alimentar a sus pequeños.
En los barrizales que se formaban junto al margen del río pisoteado
por las mujeres que acudían a sus aguas a recogerla en odres y tinajas para, ya
en su casa, usarla en sus guisos y su aseo, unos cuantos niños jugueteaban entre
tierra y agua chapoteando barro que les llegaba hasta las rodillas.
Se
lanzaban pellas de lodo sobre sus cuerpos, que quedaban prendidas sobre sus aún
tiernas pieles rojizas. Sus risas saltaban desde la superficie de las aguas
hasta las copas verdes de los árboles y desde allí alcanzaban las cabañas,
cubiertas con pieles secas de los búfalos salvajes que cazaban sus guerreros,
desde donde sus madres lanzaban alguna increpación preventiva contra algún mal u
ojeriza desconocidos e imprevistos. La abuela de uno de ellos -hirsuta, seca, de
piel más bien renegrida por causa de la edad y de los densos humos de las
fogatas que tenía que soportar- torcía sus arrugados labios para advertir a su
nieto:
-¡Diviértete, pero cuida tu vista! Y no hagas daño a nadie. Los niños jugaban a
guerreros, a hombres adultos, pero
con la alegría y la ingenuidad del inexperto. La abuela estaba casi ciega y
Nieto le servía de lazarillo. Por otra parte Abuela hacía de madre y de padre,
porque ellos desaparecieron literalmente carcomidos en una epidemia de viruela.
-Sí, abuela.
La noche se iba a echar encima, pero el Sol todavía no se había escondido tras
la gran cordillera lejana que lo tapaba cuando aquel caía en el pozo de las
tinieblas que nadie vio jamás.
Abuela abrió los ojos mucho, como si quisiera que la vida luminosa
le entrara por ellos y la iluminara. Se dio cuenta de que el cielo que cubría
sus tabucos estaba mucho más oscuro que cuando los hombres regresaban de la
cacería. Se dio cuenta también de que ellos no habían retornado aún a su
poblado. No escuchaba ni sus cantos, ni los alborotos propios de hombres
enardecidos por la victoria de la caza, ni oía las órdenes agrias con que se
acercaban a sus mujeres. Y se inquietó.
Algo anormal ocurría a su alrededor, algo que no entendía. Llena de
zozobra gritó con voz desgarrada:
-¡Nieto! ¿Estás ahí? ¡Refúgiate en mi regazo! ¡Ven!
-No, abuela.
El niño desobedecía porque sus compañeros de juego se burlaban de
él por la protección a la que estaba sometido. Y el niño continuó en el
barrizal, junto a las aguas de río.
El cielo se oscureció aún más. Un tremendo batir de alas se escuchó sobre sus
cabezas y un graznido horrendo, de bestia llegada de algún transmundo, quizá del
Inferior, hizo temblar las hojas de los árboles, los corazones de las gentes, el
coraje de los viejos guerreros que fumaban sus largas pipas cubiertos con sus
mantas de colores y la insensatez inocente de los muchachos embarcados.
El gigantesco Tlanuwa planeaba sobre el poblado descendiendo cada
vez más hasta tocar las cabezas de los vecinos del poblado y en uno de los
círculos que componía en su vuelo rasante se dirigió hacia el río.
Los habitantes de aquella tribu estaban asustados, corrían de un
lado hacia otro desconcertados, tratando de huir del Gran Halcón que tan cerca
les acechaba. Era la primera vez que lo veían, aunque sabían de su existencia
por boca de sus guerreros y cazadores que, en sus largas y dilatadas
expediciones más allá de las montañas y de los valles, encontraron a otros
hombres que les hablaron del monstruo. ,
-Se dirige al río -dijeron unas mujeres aterrorizadas-, va a beber.
-Quizá se ha comido al alce y ahora tiene sed.
Era un modo de convencerse a sí mismos de que a ellos no les iba a
hacer ningún daño.
Los muchachos de junto al río, al ver llegar a semejante pájaro, huyeron en
desbandada y se escondieron bajo los matorrales enmarañados, dentro del tronco
hueco del roble que naciera con la primera tierra del valle, bajo los vientres
del ganado que ramoneaba la hierba fresca de junto al río.
-¡Nieto, Nieto!- clamaba Abuela sumergida en llanto.
Pero Nieto no pudo hablar, el miedo le tenía paralizado. Sujeto por
las garras escamosas del enorme pájaro veía cada vez más lejano y más pequeño el
conjunto de casas que formaban su poblado, hasta que al fin lo perdió de vista.
Tlanuwa se lo llevó, entre intrincado riscos, a su pico nevado del que era dueño
y señor.
Abuela quedó en gran desolación y durante aquella noche no pudo dormir musitando
entre sus labios su venganza, cavilando dentro de sus sesos lo que debía hacer
para rescatar a Nieto.
El odio que la mujer sintió no era propio de un ente humano, sobre
todo en aquellos tiempos primitivos en que los hombres estaban acostumbrados a
perder irremisiblemente la vida por una nonada, sin que repercutiera la pérdida
en nada ni en nadie. No sólo estaba ofendida porque el Gran Halcón le había
privado de su lazarillo, sino porque se sentía desafiada por un poder que
pretendía ser superior al suyo.
¿Es qué Abuela no era un humano igual a los que le rodeaban y hablaban con ella
dentro del poblado de los hombres de piel roja? Es posible que no, que fuera un
ser superior, emparentado con alguna deidad bajada del Mundo Superior con alguna
misión de arreglar las relaciones y las cuestiones de los hombres, todavía no
muy bien asentados en la precoz Tierra para desenvolverse por ellos mismos.
En columnas de fuego, en que las sulfataras arrojaban el viento amarillo que corroe y los géiseres agua hirviendo al cielo, los tres mundos no estaban aún bien definidos y se le comunicaban entre ellos con cierta confusión, tratando de edificar las leyes y las reglas físicas y morales que habrán de regir un dia todo el universo.
Abuela debía ser uno de esos seres que, por confusión, error o equivocación, se
introdujeron en el Mundo de los Hombres, pero que tenía relación clara con el de
los dioses o semidioses, quizás incluso ella fue creada para ser uno de ellos y
cuando quiso echar mano de sus poderes - aunque ignore cómo fue- Abuela resurgió
de su miseria y su pequeñez, y estuvo en condiciones óptimas para ir al rescate
de Nieto, que yacía en el lecho de plumón y excrementos de ave en el pico más
alto de las montañas que defendían el valle de los gélidos vientos que llegaban
del Norte.
Sin meditarlo mucho rato Abuela se puso en camino y anduvo por
sendas, trochas, caminos escarpados, collados, desollándose los pies y las
piernas por las piedras del ca- mino, las aliagas espinosas, las mordeduras de
las lagartijas y las picaduras de las sierpes.
Nieto, durante el tiempo que su abuela trataba de alcanzarle,
demostró ser digno pariente en primera sangre de una semidiosa como Abuela y,
lleno de coraje y valor, trató de domesticar a un polluelo del Gran Halcón, el
cual le protegía de los otros y con el cual, cuando supo volar, tras montarse en
su lomo, trató de huir del gigantesco nido, llegando a alcanzar la copa de un
árbol donde se escondió, aunque posteriormente fue agarrado de nuevo por el Gran
Halcón y depositado en la madriguera del enorme pájaro junto a sus polluelos.
El día llegó en que Abuela vislumbró el nidal de halcones en el que se retenía a
su nieto y entonces, con el sigilo que puede usar un ser privilegiado dotado de
poderes extraordinarios, se acercó al mismo y, escondida tras una gran roca
granítico que echaba vapor de agua porque fue arrojada desde el vientre de la
Tierra por la boca de un volcán, se dio cuenta que el nido se asentaba sobre una
gigantesca peña que se asomaba al vacío bajo el cual discurría un río de
abundante caudal.
Abuela, asomándose al precipicio que se abría a sus pies, sacó de
sus enaguas mugrientas un trozo de cuerda vieja y deshilachado, miró hacia
arriba e invocó a sus amigos los dioses y a su magia y, con gran solemnidad, la
arrojó al vacío y quedó esperando que cayera sobre las aguas turbulentas del
descomunal torrente.
Mientras más se acercaba la soga a la superficie de las oscuras
aguas iba sufriendo una lenta transformación, tomando la hechura de una
serpiente que, una vez estuvo conformada totalmente, iba creciendo y creciendo
en tamaño, en color y en atributos de astucia.
Abuela, en medio de un soberbio éxtasis, transfigurándose su
rostro, al ver a la gran serpiente golpear con su cuerpo las frías aguas que
salpicaron, en millones de gotas, el valle y las montañas de alrededor, gritó
con voz cascada pero enérgica: -¡Uktena! ¡Serás Uktena hasta la consumación de
las civilizaciones! ¡Y aún después serás Uktena! ¡Y serás mi venganza!
Y creó a la Gran Serpiente para luchar contra el Gran Halcón en una lucha eterna que al final sabía que había de ganar Tlanuwa. Uktena era una gran serpiente con siete bandas de colores alrededor del cuello y tenía una cabeza que unas veces era a de un ciervo con cuernos y otras la de un puma. Pero su característica principal era que tenía una gran joya que resplandecía en medio de la frente, un cristal fulgurante, que poseía propiedades senadoras, mágicas. 'Con el cristal sanador y fulgurante, porque así lo quería Abuela, podía profetizarse el futuro, curar las enfermedades y acabar con la esterilidad de las mujeres. La piedra perdería su poder si gentes de otras etnias o razas sabían dónde se hallaba escondida. Sólo podría estar al alcance de los chamanes y de los sacerdotes de la tribus, que la usarían para bien de sus vasallos.
Ésa fue la voluntad de Abuela, la creadora de la Gran Serpiente. Después de la creación de Uktena la mujer, subrepticiamente, se acercó al nido donde estaban los polluelos de halcón y astutamente, tras llevarse en volandas a su nieto y dejarlo en un lugar seguro, volvió, los cogió y los arrojó al río donde la Gran Serpiente, hambrienta quizá más de venganza que de comida, se los tragó tras despedazarlos con grandes mordiscos. Consumada ya la venganza, los hombres pudieron descansar en paz, pero entonces supieron que Uktena llevaba consigo el magnífico cristal fulgurante que tanto bienestar podía proporcionarles.
Pero nadie
se atrevía a acercarse al monstruo, enemigo del Gran Halcón, porque podía
destrozarlos y comerlos, como hizo con los pollos de la gran ave, y tuvieron que
conformarse con convivir con la miseria y la pobreza.
Un día se acercó por su poblado un hombre perteneciente a una de
las tribus del valle cercano y que era enemigo irreconciliable y acérrimo de
ellos. Se había perdido en su cacería y, tras vagar por los vericuetos y las
trochas ocultas por la vegetación, acabó insensatamente dentro del poblado de
sus mayores y más odiados enemigos. El hombre fue apresado y condenado a muerte.
El anciano jefe dijo:
-Hay que matar a este aganunisti.
-Es tan malo y despreciable como la Madre del Gran Cerdo.
-Escupamos al aganunisti, a la Madre del Gran Cerdo. Todos obedecieron vejando
al prisionero. Pero éste no
murió a manos de sus enemigos, porque se le ocurrió proponerles un trato a sus
raptores. Y tanto es que no murió que desde ese momento todos le llamaron
Aganunisti, nombre que el cazador, por las ventajas que le reportaba la nueva
situación, aceptó sin dudar.
Todo acaeció así:
El extranjero, en medio de la vejación que sufría por los
pobladores de aquel valle, se dio cuenta de que su situación era desesperada y
por ello, con gran valor y arrojo, les hizo frente, trató de esquivar los golpes
y los escupitajos que le lanzaban y en su paroxismo elevó tanto la voz que dejó
sorprendidos a sus ofensores, que se detuvieron en su acción punitiva, le
miraron curiosamente y le preguntaron con desprecio:
-¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
-No quieres morir despedazado.
Aganunisti reclamó:
-¡Oídme!
Todos quedaron mudos: por la sorpresa, por la osadía... El enemigo siguió:
-Quiero hacer un trato con vosotros!
-¿Eh?
-Ofreceros algo muy importante.
Las miradas se llenaron de curiosidad.
-¡Quiero hacer un trato con vosotros! -¿Eh?
-Ofreceros algo muy importante.
Las miradas se llenaron de curiosidad.
-¿Qué? -preguntó uno.
Aganunisti dijo gritando: -A cambio de mi vida os prometo que iré al río y
mataré a la Gran Serpiente...
-¿ Uktena?...
-... y os traeré el mágico cristal fulgurante incrustado en su cráneo con el que
podréis sanar a los enfermos, llenar los ríos de peces y hacer crecer el maíz.
El pueblo se rió de él, pero el anciano jefe le permitió que se acercara a él y
le dijo al oído que aceptaba su ofrecimiento, pero que si no lo cumplía sería
empalado sobre la copa del más alto de los abetos que cubrían la ladera de la
montaña.
-¡Aganunisti, ve y cumple tu misión!
Y le nombró chamán, sacerdote-hechicero de su pueblo.
Y el hombre cumplió su palabra. Caminó durante días hasta el valle donde
discurría el enorme caudal de agua en el que habitaba la Gran Serpiente. El fin
de Uktena había llegado a la postre, porque, mientras el nuevo chamán caminaba
al encuentro de la culebra, los padres de los polluelos de halcón despedazados
por ella volvieron al nido y, al no ver allí a sus pequeños, enfurecidos se
dirigieron hacia el río en busca del monstruo reptante. En su carrera en busca
del mismo objetivo Aganunisti y los tlanuwa coincidieron en aquel lugar, los
tres llenos de ira y de vigor.
El chamán se adelantó y desde encima de un risco que dominaba el
río disparó contra Uktena su flecha a la séptima banda de color que rodeaba su
cabeza y le atravesó el corazón.
El grito de triunfo del cazador fue escuchado por los dos grandes halcones que,
iracundos, se lanzaron sobre la Gran Serpiente, la sacaron de las aguas y,
llevándosela por los aires, mientras uno de ellos la sostenía con sus potentes
garras el otro la destrozaba.
Aganunisti llamó entonces a todos los pájaros del mundo para que fuesen a
alimentarse con las carnes de Uktena; cosa que pudieron hacer durante siete
días.
Los huesos
de la Gran Serpiente quedaron sobre la tierra en un acervo cruento y, cuando se
secaron, extrajo de él el chamán la piedra mágica. La llevó al poblado y el
cristal fulgurante trajo la prosperidad al poblado .
Pero Aganunisti no disfrutó de la fortuna que él mismo llevó al
poblado, porque en la refriega que tuvo con Uktena hasta lograr matarla tuvo la
mala suerte de que una gota de sangre de la culebra cayera sobre su frente,
creciéndole de inmediato en la cabeza una repugnante sierpe con los ojos
inyectados en sangre, quedando esclavo de ella y de la piedra mágica. Tenía que
matar para alimentarlas. El cristal fulgurante robado a la Gran Serpiente debía
alimentarse con sangre fresca cada siete días, o si no se convertía en un
espiritu vengador que por la noche buscaba al hechicero que no se había ocupado
de alimentarlo.
Aganunisti llamó entonces a todos los pájaros del mundo para que fuesen a
alimentarse con las carnes de Uktena; cosa que pudieron hacer durante siete
días. .
Los huesos de la Gran Serpiente quedaron sobre la tierra en un acervo cruento y,
cuando se secaron, extrajo de él el chamán la piedra mágica. La llevó al poblado
y el cristal fulgurante trajo la prosperidad al poblado .
Pero Aganunisti no disfrutó de la fortuna que él mismo llevó al
poblado, porque en la refriega que tuvo con Uktena hasta lograr matarla tuvo la
mala suerte de que una gota de sangre de la culebra cayera sobre su frente,
creciéndole de inmediato en la cabeza una repugnante sierpe con los ojos
inyectados en sangre, quedando esclavo de ella y de la piedra mágica. Tenía que
matar para alimentarlas. El cristal fulgurante robado a la Gran Serpiente debía
alimentarse con sangre fresca cada siete días, o si no se convertía en un
espíritu vengador que por la noche buscaba al hechicero que no se había ocupado
de alimentarlo.
FIN