Extraído de Relatos cortos de antiguas culturas.
R.Benito Vidal
LOS NO HOMBRES CAMINAN SOBRE LAS AGUAS DEL ALTIPLANO

En los más remotos tiempos de la historia de la Tierra, cuando las nubes de los cielos envolvían negruzcas y repletas de vapor sulfuroso las tierras ardorosas y las aguas que llenaban las oquedades de la corteza terrestre abiertas por el impulso ígneo, la regurgitación encendida de las entrarías del planeta, cuando el dios pagano de la creación todavia era joven e ignoraba incluso cuáles eran sus dominios, cuando el hombre todavía era una quimera dentro de su propósito de futuro, el altiplano andino extendía su quietud y, pereza anegado vastamente por las aguas inquietantes, turbulentas y turbias del gran lago que aún carecía de nombre y, conjurado con los cielos ocres y negros de mil presagios, inundaba en interminables torrenteras los pocos parajes brevemente elevados en los que se congregaban algunos chozos hechos de ramajes y de la planta verdoso amarillenta de la planta del papiro.
Tatitu, el joven dios de los cielos, tomó tierra en aquel territorio vacío y solitario y, al contemplar la hermosura que encerraba el lugar, sintió satisfacción de sí mismo y de su poder. Pero a fuerza de permanecer allí solitario durante se- manas sintió aburrimiento y melancolía. Bajó de su reino celestial por favorecer a la incipiente Tierra y casi se arrepintió porque pensó que, si vivía en ella en solitario, nadie nunca iba a reconocer su poder y su magia. Y con ello su tedio aumentó y se hizo sonoro golpeando insistentemente sus sienes. Con tal de combatir su hastío, Tatitu, exploró aquellos inmensos territorios y, aunque se entretuvo en ver crecer los primeros árboles, en seguir el rastro de los primeros reptiles, en escuchar el graznar de los primeros halcones perseguidos por los chillidos agudos de los majestuosos cóndores de gargantilla blanca, pico corvo y garras afiladas de rojas escamas, llegó el momento en que de nuevo el aburrimiento le invadió. Todo era a su alrededor invariabilidad, pesadez.

Echado sobre la tierra arcillosa de la cárcava minúscula donde anidaban las culebras y los alacranes, escarbaba con una ramita de sicómoro por ver si encontraba bajo la dura corteza de la Tierra el secreto de la vida. Algo que escuchó en la lejanía le inquietó, quizá mejor podría decir que creó en él una tenue esperanza. Eran sonidos sobrepuestos como los que dan una bandada de halcones acosando a una misma presa que se refugia en la barranca llena de ecos. Podrían ser risas resonando bajo la bóveda del cielo, pero Tatitu y la Tierra aún desconocían lo que eran las risas. Se incorporó del suelo y desde la altura de sus ojos lanzó una mirada hacia el lugar donde creyó escuchar los extraños gritos. Caminó entonces con energía hasta que sus pies quedaron completamente desollados y sus fuerzas exhaustas. Pero mereció la pena. Ante él se extendía un mar inquieto de aguas brillantes y ágiles, que tanto podían ser rojas corno la sangre de la llama, negras como la panza del caimán o azules y blancas como las plumas del ave quetzal.
Tatitu se sentó en la ribera del lago y refrescó sus pies, y calmó su cansancio, y aplicó sus oídos por ver si descubría la causa de su reclamo. Sólo vio ante sí las majestuosas aguas que se perdían en el horizonte, las portentosas olas que alcanzaban las orillas'cenagosas y llenas de humus fértil, los cañaverales y las inmensas formaciones de plantas salvajes cuyo espeso follaje parecía que emergía del mar y abrazaba con cariño al propio lago, perdiéndose con él en la lejanía. El dios bisoño del cielo, desilusionado, aburrido, escogió un gran matorral de verdes hojas de mirto y, al calor de su resguardo y de su aroma, se durmió. En su sueño divino vio cómo una tribu de extraños seres pululaban entre sus chozas que se arremolinaban alrededor de una gran fogata. Vivían dentro de una oquedad, pequeña boca de sulfato o volcán ya apagado, convirtiéndose en un grupo completamente aislado de todo lo que le rodeaba. Sorprendido y anhelante, se despertó cuando el Sol pugnaba por romper la barrera de los densos nubarrones que cubrían las aguas. Y su asombro no tuvo medida cuando contempló ante sus propios ojos y sobre las aguas profundas del lago los mismos extraños seres de su sueño que caminaban, danzaban y saltaban sobre las olas que se formaban en el piélago durmiente formado a más de cinco mil metros de altura sobre cualquier otro mar.
Los saludó desde la altura del montículo al que se había encaramado para ver mejor y, al darse cuenta de que estaban vigilados, estas criaturas extraordinarias, llenas de asombro y de terror, salieron de las aguas precipitadamente y desaparecieron tras una colina. Tatitu, lleno de curiosidad y de ira por haber sido tan mal tratada su dignidad de dios, salvó la colina y tras ella se topó con el pueblo que ya conocía por sueños. Fue a penetrar en él, pero uno de sus habitantes le cortó el paso y le preguntó: -¿Quién eres y qué quieres aquí? El dios no contestó y, lleno del orgullo que le embargó al compararse con aquel espécimen de humano, le ordenó: -¡Dime quiénes sois vosotros y quién os ha creado! Los hombres todavía están en mi mente. -Somos los lagides. Fuimos creados antes que el Sol iluminara la Tierra... -Quizá fuisteis un error del Gran Padre de todo el Universo... El lagide no entendió nada, pero se hizo muy amigo del inexperto dios que bajara a la Tierra para favorecerla. El di- vino convivió con los pobladores de esta tribu durante muchísimos años y fue feliz con ellos, sin preguntarles nada, sin querer saber más sobre su origen. Una noche invernal, junto a la hoguera que expandía un calor que aquellos seres no necesitaban, Tatitu vio el futuro de la tribu y les auguró que habrían de sobrevivir por mucho tiempo a multitud de razas y culturas. Y antes de regresar al cielo, a su reino, el dios pudo escuchar de un remotísimo descendiente de los lagides, cuando el lago ya tenía nombre y el Sol calentaba la piel de otras tribus porque el hombre ya había sido creado, la siguiente declaración:
-Nosotros, el pueblo del lago, no somos hombres. Mucho antes que los incas, antes ya de que Tatitu, el padre de los cielos, crease al hombre, incluso mucho antes de que el Sol alumbrase la Tierra, antes de la última aurora que anunció el tiempo actual, cuando el mundo se hallaba todavía en la penumbra, sólo iluminado en parte por las estrellas y la Luna, que entonces brillaban con mayor intensidad que hoy, el Titicaca, mucho más extenso que ahora, llegaba hasta los límites extremos de la altiplanicie. Ya nuestros antepasados vivían aquí. Nosotros no somos hombres, no. Nuestra sangre es negra y nunca podremos ahogarnos. No sentimos el frío cortante del lago durante las heladas noches de invierno, y la húmeda niebla, que tanto ataca a los hombres, nada puede contra nosotros. Tampoco el rayo puede alcanzarnos. No hablarnos la lengua del hombre y éste no en- tiende la nuestra. Nuestro cráneo tiene distinta forma que los demás indios. Constituimos un pueblo aparte, viejo, viejísimo, el pueblo más antiguo de todos, el pueblo del lago. ¡No somos hombres!
Fin