Cuentos de Kamakura

 

LOS ZORROS DE ZAIMOKUZA



Según los ancianos pescadores de la playa de Zaimokuza, esta historia aconteció de verdad una noche clara, en septiembre del año 1892.

Hasta finales del siglo XIX, se decía que los zorros solían corretear por Zaimokuza y que los pescadores, des¬pués de levantar las redes, dejaban algunos pequeños peces de obsequio para los animales, que llegaban después de oscurecer.

Las crónicas de la época cuentan que, efectivamente, los zorros deambulaban por las playas de Zaimokuza, aunque, por supuesto, vivían en los bosques cercanos.

Contra el temor generalizado en Japón de que los zorros toman formas mágicas para engañar a los seres humanos, en Kamakura no abundaron estos episodios, aunque hay uno que vale la pena recordar.

Un carpintero que vivía en Hase trabajaba en el ba¬rrio de los madereros — que es el significado de Zaimokuza — y cada día iba y venía unos dos kilómetros de su casa al trabajo y del trabajo a su casa.

Cierta noche, después del trabajo, bebió unas jarras de sake con sus compañeros y tomó el camino de regreso por la playa. Ya había anochecido y el carpintero caminaba contento y canturreando, acompañado por el suave sonido de las olas, cuando se dio cuenta de que el camino se estaba prolongando en exceso. Llevaba más de una hora y no había el menor signo de que acabase el trayecto hasta el puente, que solía hacer en apenas un cuarto de hora.

"Ah, está ocurriendo algo extraño...", se dijo el carpintero. Pese a que estaba completamente oscuro, el camino era recto y no tenía pérdida, debiendo terminar a la fuerza en el puente.

A ambas orillas del camino crecían unas altas cañas. Del lado de tierra, se extendían los campos de arroz, pero no había ni una sola casa, por lo que era un lugar muy solitario.
Tras caminar otro buen rato, se le ocurrió que quizás estuviera bajo los efectos del encanto de una zorra. En medio de la oscuridad, aguzó la vista y echó una ojeada a su alrededor, aunque no había ni rastro de animal alguno. Mas, fijándose bien, le pareció que entre las hierbas, justo detrás de él, se escondía una sombra.

Entonces, sacando un mazo de madera de su bolsa de herramientas que cargaba a la
espalda, lo levantó con ambas manos en dirección a ese lugar y gritó:

— ¡Maldita sea! ¡Sal de ahí inmediatamente!
En el acto, una gran zorra de lustroso pelaje rojizo salió disparada, perdiéndose en la noche. Al mismo tiempo que escuchaba su aullido en la lejanía, el campesino se dio cuenta de que no estaba en el camino hacia el puente sino metido hasta las rodillas en el lodo de un arrozal chapoteando sin ir a lado alguno.

De repente, se encendieron unos brillantes fuegos fatuos que parpadearon varias veces, y el carpintero, asustado a más no poder y cubierto de barro salió corriendo. El puente se hallaba algunos metros al frente y pronto lo cruzó, sin dejar de correr hasta que llegó a su casa.