EL MISTERIO DE LAS SIETE ESFERAS



Agatha Christie


Traducción: Carlos Paytuví de Sierra


GUÍA DEL LECTOR


En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

BABE SAINT MUR: Artista de revistas musicales.
BATEMAN (Rupert): Secretario particular de sir Coote.
BATTLE: Sagaz y activo superintendente de Scotland Yard.
BOWER (Alfredo): Lacayo que fue en la finca de Chimneys y más tarde en el Club Seven Dials.
BRENT (Bundle): Hermosa y moderna muchacha, hija de lord Caterham.
CATERHAM (Alistair Brent, lord): Un despreocupado aristócrata, dedicado a la política y a la práctica del golf.
CATERHAM (María): Hermana del anterior y tía de Bundle.
COOTE (María): Esposa de:
COOTE (Oswald, sir): Multimillonario, rey del acero.
DAVENTRY (Socks): Una linda muchacha invitada del matrimonio Coote.
DEVEREUX (Ronny): Funcionario del Foreign Office.
EBERHARD: Un inventor alemán, de gran valía.
EVERSLEIGH (Bill): Compañero de Devereux, y como él empleado en el Foreign Office.
HOWELL: Ama de llaves de los Caterham.
LOMAX (George): Subsecretario de Estado.
MACATTA: Una dama diputada, obsesionada por la política.
MCDONALD: Jardinero jefe de los Coote.
MELROSE: Coronel, jefe de la Policía del condado.
MOSGOROVKY: Director del Club Seven Dials.
MURGATROYD: Propietario de los Almacenes Murgatroyd.
STEVENS: Criado de Jimmy Thesiger.
THESIGER (Jimmy): Un joven de la buena sociedad, desocupado y divertido.
TREDWELL: Majestuoso mayordomo de la finca de Chimneys.
WADE (Gerry): Excelente muchacho, amigo íntimo de Jimmy y de Bill.
WADE (Loraine): Hermana del anterior, hija extramatrimonial de mister Wade.
WILLIAMS: Uno de los jardineros de Chimneys.

CAPÍTULO I
EN EL QUE SE COMPRAN DESPERTADORES


Aquel agradable joven, llamado Jimmy Thesiger, bajó de dos en dos los peldaños de la gran escalera de Chimneys. Tan precipitado era su descenso que chocó con Tredwell, el majestuoso mayordomo, cuando éste cruzaba el vestíbulo llevando café recién hecho, y sólo debido a su maravillosa presencia de ánimo e insospechada agilidad no ocurrió una catástrofe.
—Lo siento —se excusó Jimmy—. Oiga, Tredwell, ¿soy el último en bajar?
—No, señor; mister Wade está aún en sus habitaciones.
—¡Magnífico! —repuso Jimmy, entrando en el comedor.
Nadie había en él excepto su anfitriona, cuya mirada de reproche le causó la misma sensación de incomodidad que experimentaba al ver los ojos de un abadejo en el mostrador de la pescadería. ¿Por qué tenía aquella señora que mirarle de esa forma? Cuando se pasan unos días en una casa de campo, no es costumbre presentarse a desayunar puntualmente a las nueve y media. Verdad es que habían dado ya las once y cuarto, hora que acaso constituyera el límite máximo, pero, después de todo...
—Temo haber bajado algo tarde, lady Coote, ¿no le parece?
—¡Oh, no importa! —repuso la dama con voz melancólica.
En realidad, la gente que llegaba tarde al desayuno le causaba seria preocupación. Durante los diez primeros años de su vida de casada, su marido, sir Oswald Coote (no ennoblecido aún), armaba un terrible escándalo si su primera comida del día le era servida medio minuto después de las ocho de la mañana. Lady Coote aprendió a considerar la falta de puntualidad como uno de los más horrendos pecados. El hábito es difícil de cambiar. Era, además, mujer formal y no podía por menos que preguntarse adonde llegarían aquellos jóvenes en el mundo a menos que se levantaran temprano. Como sir Oswald a menudo había dicho a periodistas y amigos: «Atribuyo enteramente mi éxito a mi costumbre de madrugar, a mi vida frugal y metódica.»
Lady Coote era una mujer alta, en cuya presencia había cierta tragedia. Poseía ojos de triste mirada y una voz profunda. El artista que buscara un modelo para «Raquel llorando a sus hijos» se hubiera sentido encantado con ella. Tampoco hubiese hecho mal papel en los melodramas, personificando a la esposa ofendida del villano.
Parecía como si en su vida hubiera una gran pena secreta; sin embargo, a decir verdad, lady Coote no se vio turbada jamás, excepto por la meteórica ascensión de sir Oswald a la prosperidad. En su juventud fue una alegre y extravagante criatura, muy enamorada de Oswald Coote, el ambicioso joven de la tienda de bicicletas contigua al almacén de quincallería de su padre. Vivieron muy felizmente, en dos habitaciones al principio, en una casa pequeña después, en una mayor, a continuación, y más tarde, en sucesivas casas de creciente magnitud, pero siempre a razonable distancia «del trabajo», hasta que sir Oswald alcanzó tal prominencia, que él y «el trabajo» no eran ya interdependientes, complaciéndose, entonces, en alquilar la mayor y más suntuosa residencia que pudo encontrar en toda Inglaterra. Chimneys, propiedad del marqués de Caterham, era un lugar histórico y, al tomarlo en arriendo por dos años, sir Oswald creyó haber alcanzado la cima de su ambición.
Lady Coote no se sentía igualmente satisfecha. Era una mujer solitaria. Durante la primera parte de su vida de casada, su principal solaz consistió en franquearse con «la criada», e incluso, cuando la «criada» fue multiplicada por tres, la conversación con sus domésticas constituyó aún la principal distracción de lady Coote. En aquellos momentos, con múltiples doncellas, un mayordomo majestuoso como un arzobispo, varios criados de formidables proporciones, un enjambre de pinches de cocina y lavaplatos, un terrible cocinero con tempérament, un ama de llaves gorda como un globo inflado, bajo cuyos pies parecía crujir el piso, lady Coote se encontraba como en una isla inhóspita, desierta.
Suspiró pesadamente y salió por la puerta cristalera, con gran alivio de Jimmy Thesiger, que inmediatamente se sirvió más riñones y tocino.
Lady Coote permaneció unos instantes en actitud trágica en la terraza, haciendo acopio de valor para hablar a McDonald, el jardinero jefe, que contemplaba el dominio sobre el cual reinaba con ojo autocrático. McDonald era príncipe entre los jardineros jefes. Conocía su función: gobernar. Y lo hacía despóticamente.
Lady Coote se le acercó, presa de nerviosismo.
—Buenos días, McDonald.
—Buenos días, milady.
Hablaba como correspondía a los jardineros jefes, plañideramente pero con dignidad, como un emperador en un entierro.
—Me estaba preguntando si esta noche podríamos tener uvas de postre.
—Todavía no están a punto de ser cogidas —dijo McDonald, hablando bondadosa pero firmemente.
—¡Oh! —exclamó lady Coote.
Entonces reunió todo su valor.
—Ayer estuve en el invernadero, probé una y me pareció muy buena.
McDonald le dirigió una mirada de reproche que le hizo sonrojarse como si se hubiese tomado una imperdonable libertad. Evidentemente, la fallecida marquesa de Caterham no se habría atrevido jamás a entrar en uno de los invernaderos, a coger uvas.
—Si milady lo hubiese ordenado, se le habría servido un racimo —dijo McDonald, con voz severa.
—¡Oh, gracias! —repuso lady Coote—. Otra vez así lo haré.
—Pero no están todavía a punto de ser cogidas.
—No, supongo que no —murmuró lady Coote.
McDonald permaneció en señorial silencio. Lady Coote volvió a hacer acopio de valor.
—Iba a hablarle del césped de detrás de los rosales. Pensé que podríamos usarlo como campo de bolos. A sir Oswald le gusta mucho ese juego.
«¿Y por qué no?», pensó lady Coote. Conocía bien la historia de Inglaterra. ¿No se encontraba sir Francis Drake jugando a los bolos cuando la Armada fue avistada? Era, indudablemente, un juego de caballeros, al que McDonald no podría oponer ninguna razonable objeción. Pero no contaba con la característica predominante en todo buen jardinero jefe, que consiste en oponerse a todas y cada una de las insinuaciones que se le hagan.
—Sin duda podría ser usado para ese fin —observó McDonald, sin comprometerse a nada.
Pronunció esas palabras en tono descorazonador, pero su verdadero objeto era hacer que lady Coote caminara hacia su propia destrucción.
—Si se recortara... y limpiara... en fin —dijo la señora, esperanzadamente.
—Sí —repuso McDonald, despacio—. Podría hacerse, pero para ello, Williams habría de dejar su trabajo en el arriate inferior.
—¡Oh! —exclamó lady Coote, vacilante.
Las palabras «arriate inferior» carecían de significado para ella, pero era indudable que constituían una insuperable objeción desde el punto de vista de McDonald.
—Y sería una lástima tener que hacerlo —prosiguió el jardinero jefe.
—Sí, desde luego —dijo lady Coote—. Claro que sí.
Y se preguntó por qué asentía tan fervorosamente.
McDonald la miró con tristeza.
—Desde luego —observó—, si milady lo ordena...
Dejó la frase sin terminar, pero su tono amenazador era demasiado para ella y capituló en seguida.
—¡Oh, no! —repuso—. Comprendo lo que quiere decir, McDonald. No, será preferible que Williams siga en el arriate inferior.
—Eso mismo pensaba yo, milady.
—Sí —dijo lady Coote—. Sí. Ciertamente.
—Supuse que estaría de acuerdo conmigo, milady —siguió diciendo el jardinero jefe.
—Oh, ciertamente —murmuró ella.
McDonald se llevó la mano al ala del sombrero.
Lady Coote suspiró, apesadumbrada, viéndole alejarse. Jimmy Thesiger, repleto de riñones y tocino, salió a la terraza.
—Magnífica mañana —observó.
—¿Sí? —dijo lady Coote con aire ausente—. ¡Oh, sí! Supongo que sí. No lo había notado.
—¿Dónde están los demás? ¿Pescando en el lago, acaso?
—Creo que sí. Quiero decir que no me extrañaría.
Lady Coote dio media vuelta y entró rápidamente en la casa. Tredwell estaba examinando la cafetera.
—¡Oh! —dijo lady Coote—. ¿No ha bajado mister...?
—¿Wade, milady?
—Sí, mister Wade. ¿No ha bajado aún?
—No, milady.
—Es muy tarde.
—Sí, milady.
—¡Oh! Supongo que deberá bajar a alguna hora.
—Indudablemente, milady. Ayer se levantó a las once y media.
Lady Coote consultó su reloj. Faltaban veinte minutos para las doce. Una ola de compasión la invadió.
—Es muy pesado para usted, Tredwell, tener que servir desayunos tan tarde y la comida a la una.
—Estoy ya acostumbrado a la manera de ser de los caballeros jóvenes, milady.
El reproche era digno, pero inequívoco. En igual forma hubiera podido un príncipe de la Iglesia reprochar a un turco o un infiel que hubiese, de buena fe, cometido una irreverencia.
Lady Coote se sonrojó por segunda vez aquella mañana.
Pero entonces se produjo una oportuna intervención. La puerta se abrió y un joven de aspecto grave, provisto de gafas, asomó la cabeza.
—¡Oh, está aquí, lady Coote! Sir Oswald pregunta por usted.
—Me reuniré con él en seguida, mister Bateman.
Lady Coote se alejó apresuradamente.
Rupert Bateman, secretario particular de sir Oswald, salió por la puerta cristalera, junto a la cual se encontraba Jimmy Thesiger en actitud displicente.
—Buenos días, Pongo —dijo Jimmy—. Supongo que deberé hacerme agradable a esas condenadas chicas. ¿Me acompañas?
Bateman negó con la cabeza, apresurándose por la terraza, en dirección a la biblioteca. Jimmy le miró, sonriente. Habían estado juntos en el colegio, cuando Bateman era un muchacho serio que usaba gafas, habiéndole puesto el mote de Pongo, sin razón aparente alguna.
Pongo seguía siendo la misma clase de borrico que fuera, pensaba Jimmy. Las palabras «La vida es real, la vida es grave», pudieron haber sido escritas especialmente para él.
Jimmy bostezó y tomó lentamente el camino del lago. Las muchachas se encontraban allí; no tenían nada de extraordinario: dos de ellas eran de cabello oscuro y la otra rubia. La que reía más era Helen, según creyó Jimmy; había otra, llamada Nancy, y a la tercera se le conocía, por alguna razón indeterminada, por Socks. Con ellas se encontraban sus dos amigos, Bill Eversleigh y Ronny Devereux, que estaban empleados en el Foreign Office, en calidad puramente ornamental.
—Hola —dijo Nancy o posiblemente Helen—. Es Jimmy. ¿Dónde está ese como-se-llame?
—No querrás decir que Gerry Wade no se ha levantado aún, ¿verdad? —observó Bill Eversleigh—. Algo debiéramos hacer para que no sea tan perezoso.
—Si no tiene cuidado, algún día, cuando baje a desayunar, se encontrará con que ya se ha servido el té —dijo Ronny Devereux.
—Es una vergüenza —intervino la muchacha conocida por Socks—. Su actitud preocupa mucho a lady Coote, hasta hacerla parecer una gallina que quisiera poner un huevo y no pudiera.
—Saquémosle de la cama —propuso Bill—. Vamos, Jimmy.
—Hay que ser más sutiles —objetó Socks. «Sutil» era una palabra que parecía gustarle mucho y que empleaba con mucha frecuencia.
—Yo no soy sutil —repuso Jimmy—. No sé cómo hay que hacer para serlo.
—Pongámonos de acuerdo y hagamos algo acerca de ello mañana por la mañana —sugirió Ronny vagamente—. Podríamos hacerle levantar a las siete. La casa se tambalearía; Tredwell perderá las patillas y lady Coote tendrá un ataque de nervios, desmayándose en brazos de Bill. Sir Oswald exclamará: «¡Ah!» y las acciones del acero subirán un punto y cinco octavos. Pongo dará muestras de emoción arrojando las gafas al suelo y bailando una danza india sobre ellas.
—No conoces a Gerry —observó Jimmy—. Me atrevo a asegurar que una suficiente cantidad de agua fría, cuidadosamente administrada, podría despertarle, pero sólo se daría la vuelta, quedándose dormido nuevamente.
—Debemos pensar en algo más sutil que el agua fría —protestó Socks.
—¿Como qué, por ejemplo? —preguntó Ronny bruscamente. Pero nadie supo contestarle.
—Debiéramos pensar en algo distinto —dijo Bill—. ¿Quién es capaz de usar su cerebro?
—Pongo —afirmó Jimmy—. Ahí viene apresuradamente, como de costumbre. Pongo siempre ha tenido cerebro. Eso ha sido su desgracia desde que era niño. Pidámosle consejo.
Mister Bateman escuchó con paciencia, en la actitud de alguien que se dispone a luchar, y dio la solución sin pérdida de tiempo.
—Yo sugeriría un despertador —dijo—. Tengo uno para evitar quedarme dormido por la mañana. He averiguado que muchas veces el hecho de que le sirvan a uno una taza de té en la cama, temprano por la mañana, no es suficiente para despertarse del todo.
Tras lo cual se alejó con paso rápido.
—Un despertador —observó Ronny, meneando la cabeza—. ¡Un despertador! Se necesitarían por lo menos una docena para despertar a Gerry Wade.
—¿Y por qué no? —repuso Bill—. ¡Ya lo tengo! Vayamos a Market Basing y compremos un despertador cada uno de nosotros.
Hubo risas y confusión. Bill y Ronny fueron en busca de los coches. Jimmy fue encargado de espiar el comedor y regresó rápidamente.
—Ya está allí —dijo—, desquitándose del tiempo perdido, comiendo grandes cantidades de tostadas y mermelada. ¿Cómo podremos evitar que venga con nosotros?
Se decidió que había que encargar a lady Coote que le retuviera en la casa, lo cual fue llevado a cabo por Jimmy, Nancy y Helen. Lady Coote se sintió asombrada y preocupada.
—¿Una broma? Tendrán cuidado, ¿verdad? Quiero decir que no romperán los muebles ni emplearán demasiada agua. Hemos de hacer entrega de la casa la semana próxima y no me gustaría que lord Caterham pensara...
Bill, que regresaba del garaje, la tranquilizó.
—No tema, lady Coote. Bundle Brent, la hija de lord Caterham, es buena amiga mía, y también le gustan mucho las bromas. De todas maneras no causaremos ningún estropicio. Planeamos algo muy distinto.
—Y sutil —dijo la muchacha a quien llamaban Socks.
Lady Coote se alejó tristemente por la terraza cuando Gerald Wade salió del comedor. Jimmy Thesiger era un joven rubio y de aire angelical, y todo cuanto podía decirse de Gerald Wade es que era aún más rubio y más angelical y que su rostro vacío de expresión hacía parecer inteligente el de Jimmy, por contraste.
—Buenos días, lady Coote —dijo Gerald Wade—. ¿Dónde están los demás?
—Han ido a Market Basing.
—¿Para qué?
—Alguna broma —dijo lady Coote con su voz profunda y melancólica.
—Es muy temprano para bromas —observó mister Wade.
—No tanto como usted cree —repuso lady Coote agudamente.
—Temo haberme retrasado algo —dijo mister Wade con admirable franqueza—. Es algo extraordinario, pero siempre soy el último en levantarme.
—Muy extraordinario —murmuró lady Coote.
—No sé por qué será —siguió diciendo mister Wade con aire dubitativo—. No puedo imaginarlo.
—¿Por qué no se levanta temprano, simplemente? —sugirió lady Coote.
—¡Oh! —exclamó mister Wade.
La sencillez de la solución pareció asombrarle.
Lady Coote siguió hablando animadamente.
—He oído muchas veces a sir Oswald asegurar que nada hay tan provechoso para un joven como adquirir la costumbre de la puntualidad.
—Ya lo sé —observó mister Wade—. Tengo que hacerlo cuando estoy en la ciudad. Quiero decir que he de estar en el Foreign Office a las once de la mañana, cada día. No debe usted creer que soy perezoso, lady Coote. ¡Qué flores tan bonitas tiene usted en el arriate inferior! —prosiguió, cambiando rápidamente de tema—. No puedo recordar cómo se llaman, pero en casa hay algunas de ésas de color malva. A mi hermana le encanta cuidar el jardín.
Lady Coote mordió el anzuelo.
—¿Qué clase de jardineros tiene?
—Sólo uno. Es un viejo tonto, que no sabe muy bien su oficio, pero hace lo que se le dice. Y esto es muy importante, ¿no lo cree usted?
Lady Coote asintió melancólicamente, en tono de voz que hubiera sido de valor inapreciable para una actriz dramática. Y entonces empezaron a hablar de las torpezas cometidas por los jardineros.
Entretanto, la expedición llevaba a cabo sus planes. El principal establecimiento comercial de Market Basing fue invadido y su propietario se sintió profundamente asombrado por la súbita demanda de relojes despertadores.
—¡Ojalá estuviera Bundle aquí! —murmuró Bill—. Tú la conoces, ¿verdad, Jimmy? Os gustaría mucho. Es una chica espléndida y muy inteligente, además. ¿La conoces tú, Ronny?
El interpelado movió la cabeza.
—¿No conoces a Bundle? ¿Dónde has estado vegetando?
—Debes ser algo más sutil, Bill —dijo Socks—. Deja ya de alabar a tus amigas y sigamos con nuestros asuntos.
Mister Murgatroyd, propietario de los Almacenes Murgatroyd, habló con gran elocuencia.
—Si me permite aconsejarla, señorita, yo no escogería ése de siete chelines y once peniques. Es un buen reloj. No intento desprestigiarlo, pero no puede compararse con éste de diez chelines con seis peniques. Vale la pena pagar la diferencia. No me gustaría que después pudiera usted pedirme...
Era evidente a todos que había llegado el momento de poner fin a la verborrea de mister Murgatroyd.
—No queremos un despertador que funcione bien —dijo Nancy.
—Conque lo haga durante un día, tenemos bastante —observó Helen.
—No queremos un despertador sutil —intervino Socks—. Sólo tiene que sonar muy fuerte.
—Queremos... —empezó a decir Bill. No pudo acabar la frase. Jimmy puso un reloj en marcha. Durante los siguientes cinco minutos en la tienda no se oyó otra cosa que el terrible sonido de varios despertadores sonando a la vez.
Finalmente escogieron seis.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Ronny—. Compraré uno en nombre de Pongo. Después de todo, fue una idea suya, y sería una vergüenza que no estuviera representado.
—Muy bien —observó Bill—. Y yo me quedaré uno en nombre de lady Coote. Cuantos más haya, mejor. Además no debemos olvidar la ayuda que nos presta. Seguramente en estos momentos estará martirizando al pobre Gerry.
Ciertamente, en aquel instante lady Coote estaba contando con todo detalle una larga historia acerca de McDonald y un melocotón que ganó un premio, con lo que se estaba divirtiendo mucho.
Los relojes fueron envueltos y pagados. Mister Murgatroyd vio alejarse los coches con aire asombrado. Los jóvenes de la clase superior eran muy vivarachos, aunque bastante difíciles de comprender. Se volvió, con un suspiro de alivio, para atender a la esposa del vicario, que quería un nuevo tipo de tetera inderramable.

CAPÍTULO II
¿Dónde los pondremos?

La cena había terminado. Una vez más, lady Coote tenía un papel que representar. Sir Oswald, inesperadamente, dio la solución al sugerir una partida de bridge. Acaso la palabra «sugerir» no sea adecuada. Sir Oswald, como correspondía a uno de «Nuestros capitanes de industria» (el número 7 de la serie I), expresó meramente una preferencia y quienes le rodeaban se apresuraron a cumplir los deseos de aquel gran hombre.
Rupert Bateman y sir Oswald formaron pareja contra lady Coote y Gerald Wade, lo cual constituyó un arreglo muy conveniente. Sir Oswald jugaba al bridge extremadamente bien y gustaba de tener un compañero que le correspondiera. Bateman era tan eficiente jugador de bridge como secretario. Ambos se concentraban exclusivamente en lo que tenían entre manos y no hablaban sino las palabras precisas: «Dos sin triunfo», «Doblo», «Tres espadas». Lady Coote y Gerald Wade eran amables y habladores, y el joven jamás olvidaba decir, a la terminación de cada mano: «Ha jugado usted admirablemente, compañera», en un tono de admiración que lady Coote encontraba a la vez nuevo y muy consolador. Hay que añadir que tenían muy buenas cartas.
Se suponía que los demás bailaban en otra habitación con la música de la radio. En realidad estaban agrupados frente a la puerta de la habitación de Gerald Wade, y el ambiente estaba lleno de risas contenidas y el tic-tac de los despertadores.
—Debajo de la cama, en hilera —sugirió Jimmy, contestando a la pregunta de Bill.
—¿Y a qué hora los pondremos? Quiero decir, ¿a qué hora han de sonar? ¿Os parece que lo hagan todos a la vez o a intervalos?
Este punto fue objeto de considerable debate. Unos argüían que un dormilón de la categoría de Gerald Wade merecía que los ocho despertadores sonaran a la vez. Los demás opinaban que debían hacerlo uno tras otro, en forma continuada y firme.
Finalmente, este último parecer prevaleció. Los despertadores fueron dispuestos para que sonaran uno tras otro, empezando a las seis y media de la mañana.
—Y espero —dijo Bill en tono virtuoso— que esto le sirva de lección.
Entonces se pasó a tratar acerca de dónde debían esconderse los relojes, cuando se produjo una súbita alarma.
—¡Cuidado! —susurró Jimmy—. Alguien sube la escalera.
Hubo cierto pánico.
—Está bien —dijo Jimmy—. No es sino Pongo.
Aprovechando que en aquel momento descansaba en la partida de bridge, mister Bateman se dirigía a su habitación en busca de un pañuelo. Se detuvo y en un segundo se hizo cargo de la situación. Hizo entonces un solo comentario, sencillo y práctico.
—Los oirá cuando suba a acostarse.
Los conspiradores se miraron consternados.
—¿Qué os dije? —exclamó Jimmy con voz reverente—. Pongo siempre ha sido inteligente.
—Es verdad —asintió Ronny Devereux—. Ocho despertadores marchando a la vez hacen un ruido infernal. Incluso Gerry, a pesar de lo borrico que es, se dará cuenta de que algo se trama.
—Me pregunto si lo es —observó Jimmy Thesiger.
—¿Si es qué?
—Tan borrico como creemos.
Ronny se le quedó mirando.
—Todos conocemos bien a Gerald.
—¿Le conocemos verdaderamente? —objetó Jimmy—. Algunas veces he pensado que no es posible que haya alguien tan borrico como él parece ser.
Todos se le quedaron mirando. Había una expresión de seriedad en la cara de Ronny.
—Jimmy —dijo—, eres inteligente.
—Eres un segundo Pongo —afirmó Bill.
—Bueno —se defendió Jimmy—; es lo que se me ha ocurrido pensar.
—No seamos tan sutiles —exclamó Socks—. ¿Qué vamos a hacer con los despertadores?
—Ahí vuelve Pongo. Preguntémosle a él —sugirió Jimmy.
Después de pedírsele que se exprimiera el cerebro, Pongo dio su opinión.
—Esperad hasta que esté dormido. Entonces entrad en silencio en la habitación y colocadlos en el suelo.
—Pongo vuelve a tener razón —observó Jimmy—. Guardemos los despertadores ahora y bajemos para no provocar sospechas.
La partida de bridge seguía con una pequeña modificación. Sir Oswald tenía a su esposa por compañera y le señalaba uno tras otro los errores que cometía. Lady Coote aceptaba los reproches con buen humor y una total falta de interés.
—Comprendo, querido —reiteró una y otra vez—. Tienes razón.
Y seguiría incurriendo en las mismas torpezas.
—Bien jugado, compañero; muy bien jugado —decía a intervalos Gerald Wade a Pongo.
Bill Eversleigh estaba haciendo cálculos con Ronny Devereux.
—Digamos que se acuesta alrededor de las doce. ¿Cuánto tiempo crees que debemos concederle? ¿Una hora, acaso?
Bostezó.
—Es curioso. Generalmente me acuesto a las tres de la madrugada, pero esta noche, sólo porque debemos permanecer despiertos un rato, me gustaría meterme ya en la cama.
Todos afirmaron que sentían el mismo deseo.
—Mi querida María —se oyó decir a sir Oswald, ligeramente irritado—, muchas veces te he indicado que no vaciles jamás cuando vayas a subastar. Das información a los demás jugadores al hacerlo.
Lady Coote tenía una buena contestación a esto. Como sir Oswald descansaba, no podía comentar acerca de la forma en que se jugaba. Pero calló. Sonrió bondadosamente, se inclinó hacia delante y fijó los ojos en las cartas de Gerald Wade, que se encontraba a su derecha.
Su ansiedad desapareció al ver la dama, jugó el rey, recogió la baza y extendió sus cartas.
—Cuatro bazas y una por encima —anunció—. Creo que fui muy afortunada al obtener las cuatro bazas.
—Afortunada —murmuró Gerald Wade, empujando su silla hacia atrás, dirigiéndose hacia la chimenea, donde se encontraban sus amigos—. Afortunada, dice. Esa mujer necesita que la vigilen.
Lady Coote estaba recogiendo el dinero.
—Ya sé que no juego bien —dijo en tono fúnebre, en el cual se advertía cierto placer—. Pero, en realidad, tengo mucha suerte.
—Jamás serás buena jugadora de bridge, María —afirmó sir Oswald.
—No, querido —repuso lady Coote—. Ya lo sé. Siempre me lo dices. Pero trato de mejorar mi juego.
—Sí, lo intenta —dijo Gerald Wade en voz baja—. Y no emplea subterfugios. Es capaz de apoyar la cabeza en el hombro de uno si no encuentra otra manera de ver las cartas al contrario.
—Ya sé que procuras hacerlo —observó sir Oswald—. Pero no tienes sentido del juego.
—Tienes razón, querido —repuso lady Coote—. Esto es lo que siempre me dices. Y me debes otros diez chelines, Oswald.
—¿Sí? —dijo sir Oswald, sorprendido.
—Sí. Mil setecientos puntos, que, en total, son ocho libras y diez chelines. Sólo me has dado las ocho libras.
—Perdóname —dijo sir Oswald—. Creo que me he equivocado lamentablemente.
Lady Coote le sonrió con tristeza al aceptar el billete de diez chelines.
Quería mucho a su esposo, pero no estaba dispuesta a dejar que le estafara aquel dinero.
Sir Oswald se dirigió a una mesita auxiliar y se sirvió un whisky con soda. Eran ya las doce y media cuando todos se fueron a acostar.
Ronny Devereux, que ocupaba la habitación contigua a la de Gerald Wade, fue encargado de vigilar. A las dos menos cuarto llamó a la puerta de los conspiradores. Todos ellos, en pijama y batín, se reunieron hablando en voz baja y conteniendo la risa.
—Hace unos veinte minutos que apagó la luz —les informó Ronny, quedamente—. Creí que nunca iba a hacerlo. Hace un momento he entreabierto su puerta y me ha parecido que estaba completamente dormido.
Trajeron los despertadores, pero entonces se presentó otra dificultad.
—No podemos entrar todos. Haríamos mucho ruido. Que lo haga uno solo y los demás le entregarán los relojes desde la puerta.
Se produjo una acalorada discusión acerca de quién debía encargarse de ello.
Las tres muchachas fueron descartadas porque no serían capaces de contener la risa. Bill Eversleigh no fue aceptado a causa de su estatura, peso y firmeza al pisar, además de su desmaña, que negó fieramente. Jimmy Thesiger y Ronny Devereux fueron considerados aptos, pero, finalmente, la gran mayoría se decidió por Rupert Bateman.
—Pongo es la persona más indicada —asintió Jimmy—. Camina con la suavidad de un gato. Y si Gerald se despierta. Pongo encontrará una excusa pasable que le calme sin hacerle sospechar.
—Algo sutil —sugirió Socks, pensativa.
—Exactamente —asintió Jimmy.
Pongo llevó a cabo su misión limpia y eficazmente. Abrió con suma cautela la puerta de la habitación y desapareció en la oscuridad llevando dos despertadores. Un momento después reapareció, volviendo a entrar con otros dos relojes, repitiendo la operación dos veces más. Finalmente, salió. Todos contuvieron el aliento, escuchando. Oían la rítmica respiración de Gerald Wade, que ahogaba el tic-tac de los ocho despertadores adquiridos en la tienda de mister Murgatroyd.


CAPÍTULO III


—Las doce —dijo Socks, inquieta.
La broma no había tenido éxito. Por su parte, los despertadores cumplieron su misión. Sonaron a su debido tiempo, con tanto rigor y estridencia, que Ronny Devereux saltó de la cama con la confusa idea de que había llegado el día del Juicio Final. Si tal fue el efecto que produjeron en su habitación, ¿cuál debía ser el causado en aquella en que se encontraban? Ronny salió apresuradamente al pasillo y aplicó el oído a la puerta.
Esperaba oír algunos juramentos, pero nada oyó. Es decir, nada oyó de cuanto esperaba. Los relojes seguían emitiendo su monótono tic-tac, en forma arrogante y fuerte. Y entonces otro sonó con una nota aguda que hubiera irritado a un sordo. No cabía la menor duda; los despertadores funcionaban correctamente. Hacían aquello que mister Murgatroyd había asegurado y mucho más, pero, al parecer, en Gerald Wade encontraban la horma de su zapato.
Los confabulados se sintieron defraudados.
—Ese tipo no es un ser humano —gruñó Jimmy Thesiger.
—Acaso haya creído que era el timbre del teléfono y se ha dado la vuelta, quedándose dormido nuevamente —sugirió Helen (o posiblemente Nancy).
—Me parece un caso muy notable —afirmó Rupert Bateman con toda seguridad—. Creo que debería hacerse examinar por un médico.
—Quizá sufre alguna enfermedad del oído —sugirió Bill.
—En mi opinión —observó Socks— creo que se está burlando de nosotros. Claro que le han despertado, pero quiere hacernos creer que no los ha oído.
Todos se volvieron hacia Socks con respeto y admiración.
—Es una idea —admitió Bill.
—Gerry es un muchacho sutil —afirmó Socks—. Ya lo veréis. Sin duda bajará a desayunarse más tarde que de costumbre, sólo para hacernos quedar mal.
Y puesto que en aquellos momentos el reloj señalaba algo más de las doce, la opinión general fue que la teoría de Socks era correcta. Sólo Ronny Devereux discrepaba.
—Olvidáis que yo estaba frente a su puerta cuando sonó el primer despertador. No importa lo que haya intentado hacer después, el primero debió sorprenderle, y algo hubiera hecho. ¿Dónde lo pusiste, Pongo?
—En una mesita cerca de su oreja —dijo mister Bateman.
—Tuviste una buena idea, Pongo —observó Ronny—. Ahora, dime —prosiguió, volviéndose a Bill—. ¿Cómo reaccionarías tú si una condenada campana empezara a sonar junto a tu oído a las seis y media de la mañana?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bill—. Diría...
Calló bruscamente.
—Claro que sí —repuso Ronny—. Y yo también y cualquier persona. Aquello que llaman la bestia que el hombre lleva consigo saldría a la superficie. Pues bien, no salió. Por eso afirmo que Pongo, como de costumbre, tiene razón y que Gerry debe padecer alguna extraña enfermedad del oído.
—Ya son las doce y veinte —observó una de las chicas.
—Me parece que la cosa pasa de castaño oscuro —dijo Jimmy lentamente—. Una broma es una broma, pero esto ya va demasiado lejos. No está bien para los Coote.
Bill le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—Que no es propio de Gerry hacer algo por el estilo —repuso Jimmy.
Le fue difícil encontrar palabras para expresar lo que sentía. No quería dar a entender mucho, pero, sin embargo... vio que Ronny le miraba súbitamente alerta.
En aquel momento Tredwell entró en la habitación y miró en torno, vacilante.
—Pensé que mister Bateman se encontraba aquí —dijo, disculpándose.
—Hace un momento salió por la puerta cristalera —repuso Ronny.
Tredwell pasó los ojos de él a Jimmy Thesiger y volvió a mirarle. Como si les hubieran llamado, los dos jóvenes salieron del comedor tras Tredwell, que cerró cuidadosamente la puerta.
—Bien —dijo Ronny—. ¿Qué sucede?
—Como mister Wade no bajaba, señor, me tomé la libertad de mandar a Williams a su habitación.
—¿Sí?
—Williams ha bajado corriendo presa de gran agitación, señor —Tredwell hizo una pausa, como si quisiera prepararles para algo—. Temo, señor, que el joven caballero haya muerto mientras dormía.
Jimmy y Ronny le miraron fijamente, un tanto asombrados.
—¡Tonterías! —exclamó Ronny después de un momento—. Es... es imposible, Gerry... —La expresión de su rostro cambió—. Voy a ir yo mismo. Williams puede haberse equivocado.
Tredwell extendió la mano, conteniéndole. Jimmy sintió que el mayordomo dominaba la situación.
—No, señor. Williams no se ha equivocado. Yo he mandado a buscar al doctor Cartwright y, entretanto, me he tomado la libertad de cerrar la puerta con llave, antes de informar a sir Oswald acerca de lo sucedido. Ahora debo encontrar a mister Bateman.
Tredwell se alejó apresuradamente. Ronny estaba inmovilizado por el asombro.
—Gerry —murmuró.
Jimmy cogió a su amigo por el brazo y lo llevó hacia la terraza, obligándole a sentarse.
—Tómalo con calma, amigo mío —dijo bondadosamente—. Dentro de un minuto te sentirás mucho mejor.
Pero le miró atentamente. No imaginaba que Ronny y Gerry Wade fueran tan buenos amigos.
—¡Pobre Gerry! —dijo pensativamente—. ¡Tan lleno de salud como parecía estar!
Ronny asintió.
—Esa broma de los despertadores parece fúnebre ahora —prosiguió Jimmy—. Es extraño, ¿verdad?, cuan a menudo la farsa parece mezclarse con la tragedia.
Hablaba al azar, para dar tiempo a Ronny de recobrarse.
—Quisiera que el médico llegara de una vez. Quiero saber... —dijo Ronny, agitado.
—¿Qué quieres saber?
—De qué murió.
Jimmy frunció los labios.
—Quizá del corazón —aventuró.
Ronny rió con risa breve y burlona.
—Oye, Ronny —dijo Jimmy.
—¿Qué?
Jimmy encontró difícil seguir hablando.
—No querrás decir... no pensarás... Quiero decir que no creerás que... que, bien, que le han matado, ¿verdad? Como Tredwell ha cerrado la puerta de su cuarto... no sé qué pensar.
Jimmy creyó que sus palabras merecían una contestación, pero Ronny siguió con la mirada fija ante sí. Movió la cabeza y permaneció en silencio. Nada podía hacer sino esperar. Y, por tanto, esperó.
Tredwell llegó un momento después.
—El doctor quisiera verles a ustedes dos, caballeros, en la biblioteca, por favor.
Ronny se puso en pie de un salto. Jimmy le siguió.
El doctor Cartwright era un hombre joven, de aspecto enérgico y rostro inteligente. Les saludó con una breve inclinación de cabeza. Pongo, que parecía estar más serio que nunca, hizo las presentaciones.
—Creo que era usted muy buen amigo de mister Wade —dijo el médico, dirigiéndose a Ronny.
—Su mejor amigo.
—¡Aja! Este asunto parece muy claro. Sin embargo, es triste. Parecía gozar de excelente salud. ¿Sabe usted si tomaba algo para dormir?
—¿Para dormir? —repitió Ronny, asombrado—. Dormía como un tronco.
—¿No le oyó jamás quejarse de insomnio?
—Nunca.
—Bien, los hechos son muy sencillos. Sin embargo, temo que deberá haber una investigación.
—¿De qué murió?
—No hay duda acerca de ello. En mi opinión, debido a una dosis excesiva de cloral. Lo tenía en la mesita de noche, en la cual asimismo hay una botella y un vaso. Son cosas muy penosas.
Jimmy hizo la pregunta que parecía temblar en los labios de su amigo y que, por algún motivo, Ronny se sentía incapaz de formular.
—¿No existe duda alguna acerca de que alguien interviniera en su muerte?
El doctor le miró fijamente.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Tiene usted motivos para sospechar?
Jimmy miró a Ronny. Su amigo sabía algo, aquel era el momento de hablar. Pero Ronny denegó repentinamente con la cabeza.
—Ninguno —repuso claramente.
—¿Y en cuanto al suicidio?
—Ciertamente no.
El médico no parecía muy convencido.
—¿No sabe nada que pudiera inducirle a hacerlo? ¿Acaso dificultades económicas, o alguna mujer?
Ronny meneó otra vez la cabeza.
—Debemos pensar ahora en sus parientes. Hay que avisarles.
—Tiene una hermana, media hermana, mejor dicho, que vive en Deane Priory, a unas veinte millas de aquí. Cuando no estaba en la ciudad, Gerry vivía con ella.
—Bien —dijo el médico—. Debemos avisarla.
—Yo iré a verla —repuso Ronny—. Es algo muy penoso, pero alguien debe hacerlo —Miró a Jimmy—. Tú la conoces, ¿verdad?
—Ligeramente. He bailado con ella una o dos veces.
—Entonces iremos en tu coche. No te importa, ¿verdad? Me falta valor para ir solo.
—Está bien —observó Jimmy—. Iba a sugerírtelo. Sacaré el coche.
Estaba contento de tener algo que hacer. La actitud de Ronny le interesaba. ¿Qué sabía o sospechaba? ¿Y por qué no comunicó sus sospechas, si las tenía, al médico?
Unos momentos después, los dos amigos viajaban en el coche de Jimmy, con alegre despreocupación por cosas tales como los límites de velocidad.
—Jimmy —dijo Ronny, al cabo de un rato—, supongo que eres el mejor amigo que me queda... ahora.
—Bueno —repuso Jimmy—. ¿Por qué lo dices?
—Hay algo que me gustaría comunicarte; que deberías saber.
—¿Acerca de Gerry Wade?
—Sí.
Jimmy esperó.
—¿Bien? —inquirió finalmente.
—No estoy muy seguro de que deba decírtelo —murmuró Ronny.
—¿Por qué?
—Estoy ligado por una especie de promesa.
—¡Oh! Entonces quizá sea mejor que no me lo digas.
Siguió un silencio.
—Sin embargo, me gustaría... Tú piensas mejor que yo, Jimmy.
—Lo cual no es muy difícil —repuso éste.
—No, no puedo —dijo Ronny, súbitamente.
—Muy bien. Haz lo que te plazca.
Se produjo una larga pausa.
—¿Cómo es? —preguntó Ronny.
—¿Quién?
—Esa chica. La hermana de Gerry.
Jimmy no habló durante algunos momentos, y después lo hizo con voz que por algún motivo se había alterado.
—Es una buena muchacha. En realidad, es magnífica.
—Gerry la quería mucho.
—Y ella le correspondía. Será muy duro para la pobre.
—Sí, desde luego.
Permanecieron en silencio hasta llegar a Deane Priory.
—Miss Loraine —les dijo la doncella— estaba en el jardín. Si quisieran ver a mistress Coker...
Jimmy dijo claramente que no quería ver a mistress Coker.
—¿Quién es esa señora? —preguntó Ronny, mientras se dirigían hacia un jardín algo descuidado.
—La mujer que vive con Loraine.
Recorrieron un sendero de arena a cuyo extremo vieron a una muchacha con dos perros negros de aguas. Era de corta estatura, muy rubia, y llevaba un vestido viejo de lana. No era la clase de muchacha que Ronny esperaba encontrar. Ni tampoco del tipo que Jimmy prefería.
Llevando a uno de los perros cogidos del collar, se adelantó hacia ellos.
—¿Cómo están ustedes? —dijo—. No hagan caso de Elizabeth». Acaba de tener cachorros y está llena de sospechas.
Se comportaba en forma absolutamente natural. Cuando alzó la cara, sus mejillas se sonrojaron levemente. Sus ojos eran de un azul oscuro, como la flor de la genciana.
De pronto se agrandaron, con expresión de alarma, como si sospecharan algo.
Jimmy se apresuró a hablar.
—Miss Wade, le presento a Ronny Devereux. Debe de haber oído hablar de él a Gerry.
—¡Oh, sí! —se volvió hacia Ronny con una cálida sonrisa de bienvenida—. Creo que estaban ustedes pasando unos días en Chimneys. ¿Por qué no ha venido Gerry también?
—Nosotros... ah... no ha sido posible —tartamudeó Ronny.
Nuevamente vio Jimmy la expresión de temor en los ojos de la muchacha.
—Miss Wade —empezó a decir—, temo... tenemos malas noticias para usted.
El cuerpo de Loraine se tornó rígido.
—¿Gerry?
—Sí, Gerry. Está...
—¡Díganmelo! ¡Díganmelo! —exclamó, volviéndose hacia Ronny—. Usted me lo dirá.
Jimmy sintió el aguijón de los celos, y en aquel momento supo lo que había vacilado en admitir para sí. Supo el porqué Helen y Nancy y Socks no eran sino «chicas» para él, y nada más.
Sólo medio oyó la voz de Ronny, al hablar con gravedad.
—Sí, miss Wade. Yo se lo diré. Gerry ha muerto.
Era una muchacha valerosa. Contuvo una exclamación y dio un paso hacia atrás, por un momento después estaba haciendo preguntas ansiosas. ¿Cómo? ¿Cuándo?
Ronny le contestó con toda la suavidad de que fue capaz.
—¿Polvos para dormir? ¿Gerry?
No cabía duda alguna en cuanto al tono de de incredulidad de su voz. Jimmy la miró. Era casi una mirada de aviso. Súbitamente sintió que Loraine, en su inocencia, pudiera decir demasiado.
A su vez le explicó con gentileza la necesidad de una pesquisa. Loraine se estremeció. Declinó su ofrecimiento de llevarla a Chimneys con ellos, explicando que iría allí, más tarde. Tenía un pequeño coche de dos asientos.
—Pero quiero estar un rato a solas, primero —dijo, con voz temblorosa.
—Lo comprendo —asintió Ronny.
—Desde luego —murmuró Jimmy.
La miraron sin saber qué hacer.
—Muchas gracias a los dos por haber venido.
Regresaron en silencio. Había cierta tirantez entre ellos.
—Dios mío, esa muchacha tiene valor —comentó Ronny, un rato después.
Jimmy asintió.
—Gerry era amigo mío —observó Ronny—. Me corresponde a mí cuidar de ella.
—Ah, sí; desde luego.
No hablaron más.
De regreso a Chimneys, lady Coote, llorosa, se acercó a Jimmy.
—Pobre muchacho —decía—. Pobre muchacho.
Jimmy hizo todas las observaciones propias del caso.
A intervalos, lady Coote le dio largos detalles de la muerte de varias queridas amigas de ella. Jimmy la escuchaba, demostrando simpatizar con sus sentimientos, y, por fin, logró apartarse de su lado.
Subió las escaleras rápidamente. Ronny salía de la habitación de Gerald Wade. Pareció sorprenderse.
—He entrado a verle —dijo—. ¿Vas a hacerlo tú también?
—Creo que no —repuso Jimmy, que no gustaba de la presencia de la muerte.
—Opino que todos sus amigos debieran hacerlo.
—¿Lo crees así? —preguntó Jimmy, con la impresión de que Ronny Devereux se portaba de manera harto extraña.
—Sí. Es una muestra de respeto.
Jimmy suspiró, pero cedió.
—Bueno —dijo, entrando en la habitación, apretando algo los dientes al hacerlo.
La cama aparecía cubierta de flores. Jimmy miró breve y nerviosamente aquella cara pálida. ¿Podía aquella figura inmóvil ser el angelical y sonrosado Gerry Wade? Se estremeció.
Al dar media vuelta para salir de la habitación, sus ojos se posaron en la repisa y se detuvo, asombrado. Los despertadores estaban alineados en ella.
Salió rápidamente. Ronny le esperaba.
—Parece estar durmiendo. ¡Qué mala suerte ha tenido! —murmuró Jimmy.
Un instante después agregó:
—¿Quién colocó los despertadores en hilera en la repisa?
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? Supongo que habrá sido alguno de los criados.
—Lo curioso es —siguió diciendo Jimmy— que hay siete y no ocho. Falta uno. ¿Lo has observado tú también?
Ronny contestó algo ininteligible.
—Siete en lugar de ocho —dijo Jimmy, frunciendo el ceño—. Me pregunto por qué.

CAPÍTULO IV
UNA CARTA


—Desconsiderado. No puedo llamarlo de otra manera —dijo lord Caterham, con voz quejumbrosa y suave, satisfecho del adjetivo—. Sí, muy desconsiderado —insistió—. A menudo encuentro que esos hombres que se han formado a sí mismos carecen totalmente de consideración. Es muy posible que a ello se deba que puedan amasar tan grandes fortunas.
Paseó la mirada tristemente por la finca que heredara de sus antepasados, cuya posesión había recobrado aquel mismo día.
Su hija, lady Eileen Brent, conocida por sus amigos y en sociedad por «Bundle», estalló en una carcajada.
—Tú jamás amasarás una gran fortuna —observó secamente—, aunque, desde luego, supiste sacarle un buen pico al viejo Coote, al darle esta casa en arriendo. ¿Qué aspecto tiene? ¿Es presentable?
—Es uno de esos hombres grandes —repuso lord Caterham, estremeciéndose ligeramente—, de rostro cuadrado y cabello gris acerado. Da sensación de fuerza. Posee lo que se llama una personalidad poderosa. Es la clase de hombre que resultaría de la transformación de una apisonadora en un ser humano.
—Supongo que será fatigoso —sugirió Bundle.
—Terriblemente fatigoso y lleno de las más deprimentes virtudes, como la sobriedad y la puntualidad. No sé qué es peor, si una personalidad poderosa o un político decidido. Siento preferencia por las personas en realidad ineficaces y alegres.
—Un alegre ineficaz no hubiera podido pagar el precio tan alto que pedías por este viejo mausoleo —le recordó Bundle.
Lord Caterham se estremeció.
—Quisiera que no empleases esa palabra, Bundle. Nos estábamos precisamente alejando de este tema.
—No comprendo por qué eres tan terriblemente sensible acerca de ello. Después de todo, la gente debe morir en alguna parte —replicó Bundle.
—Pero no tiene que hacerlo en mi casa —alegó lord Caterham.
—No veo por qué no. Mucha gente lo ha hecho; incontables estirados y apergaminados antepasados nuestros han muerto aquí.
—Eso es distinto —arguyó lord Caterham—. Es lógico que los Brent fallezcan aquí; ellos no cuentan. Pero no quiero que los extraños también lo hagan. Y me opongo muy especialmente a las pesquisas. Eso se va a convertir en una costumbre. Ya es el segundo caso. ¿Recuerdas el jaleo que tuvimos hace cuatro años? Del cual, por cierto, culpo enteramente a George Lomax.
—Y ahora quieres hacer responsable al pobre Coote. Tengo la certeza de que se sintió tan molesto como tú.
—Muy desconsiderado —insistió obstinadamente lord Caterham—. No debiera invitarse a la gente propensa a tales cosas. Tú dirás lo que quieras, Bundle, pero no me gustan las pesquisas. Ni me han gustado nunca.
—Pero ésta no fue igual que la anterior —repuso Bundle, tratando de calmarle—. Quiero decir que no se trató de un asesinato.
—Pudiera haberlo sido, por la importancia que ese tonto de inspector le dio. No ha podido jamás sobreponerse a ese asunto de hace cuatro años. Piensa que cuantas muertes suceden aquí tienen forzosamente que ser casos criminales, de grave importancia política. No tienes idea del lío que armó. Tredwell me lo ha contado. Buscó huellas dactilares en los sitios más absurdos. Y desde luego, todas las que encontró en la habitación correspondían al muerto. Es el caso más claro que imaginarse pueda, aunque si fue suicidio o accidente es algo que no tiene mucha importancia.
—Yo conocí a Gerry Wade en una ocasión —dijo Bundle—. Era amigo de Bill. Te hubiera gustado, papá. Jamás supe de alguien tan alegremente ineficaz como él.
—No me gusta la gente que viene a mi casa y se muere por el gusto de molestarme.
—La idea es absurda —dijo Bundle.
—Claro que lo es —asintió lord Caterham—, y cualquier persona que no sea el borrico del inspector Raglan lo cree así, sin lugar a dudas.
—Quizá se sintiera importante al buscar huellas dactilares —prosiguió Bundle, con intención de calmar a su padre—. De todas maneras, el veredicto fue «muerte accidental», ¿no es verdad?
Lord Caterham asintió.
—Tenían que mostrar alguna atención con su hermana.
—¿Hay una hermana? Lo ignoraba.
—Media hermana, según creo. Es mucho más joven que él. El viejo Wade se escapó con la madre de la chica. Acostumbraba hacer tales cosas. Sólo las mujeres de los otros lograban atraerle.
—Me alegro de que tú no tengas esta costumbre —dijo Bundle.
—Siempre he llevado una vida muy respetable —afirmó lord Caterham—. Considerando que no hago daño a nadie, parece raro que no me dejen en paz. Si solamente...
Se detuvo al salir su hija por la puerta cristalera.
—McDonald —llamó Bundle, con voz clara.
El emperador se acercó. Algo que pudiera ser tomado como una sonrisa de bienvenida trató de expresarse en su rostro, pero la natural hosquedad propia de todos los jardineros la disipó.
—Sí, milady —dijo.
—¿Cómo está usted? —preguntó Bundle.
—No muy bien —repuso McDonald.
—Quería hablarle acerca del campo de bolos. El césped ha crecido mucho. Hágalo recortar.
McDonald meneó la cabeza con aire dubitativo.
—Para ello tendría que sacar a William del arriate inferior, milady.
—Al diantre el arriate —repuso Bundle—. Que empiece en seguida. Además, McDonald...
—Sí, milady.
—Corte algunas uvas del invernadero. Ya sé que me dirá, como siempre, que no es tiempo de hacerlo, pero quiero comer uvas. ¿Comprende?
Bundle regresó a la biblioteca.
—Lo siento, papá —dijo—. Quería hablar con McDonald. ¿Decías algo?
—En realidad, sí —repuso lord Caterham—. Pero no importa. ¿De qué hablaste con McDonald?
—Estaba tratando de quitarle de la cabeza la idea de que es el emperador del mundo, pero es imposible. Supongo que los Coote habrán sido un quebradero de cabeza para él. ¿Cómo es lady Coote?
Lord Caterham pareció considerar sus palabras antes de contestar.
—Me parece que ha debido haber actuado mucho en funciones teatrales de aficionados —dijo, finalmente—. Según creo, se sintió muy trastornada por el asunto de los despertadores.
—¿Qué despertadores?
—Tredwell me lo acaba de contar. Al parecer, los invitados prepararon alguna broma, y compraron varios despertadores, que escondieron en la habitación del joven Wade. Y desde luego, el pobre muchacho estaba muerto, lo que hizo que la broma resultara fúnebre.
Bundle asintió.
—Tredwell me contó algo más, bastante extraño, acerca de los relojes —prosiguió lord Caterham, gozándose en el relato—. Alguien los recogió, poniéndolos, encima de la repisa, en fila, después que el pobre individuo estaba ya muerto.
—¿Por qué no había de hacerse? —preguntó Bundle.
—Tampoco yo lo encuentro inconveniente —observó lord Caterham—. Pero, según dijo Tredwell, produjo cierta excitación. Nadie admitió haberlo hecho. La servidumbre fue interrogada y todos juraron no haberlos tocado. En realidad constituye un misterio. Y el oficial criminalista hizo algunas preguntas acerca de ello en la indagatoria, y ya sabes lo difícil que es explicar cosas detalladamente a gente de esa clase.
—Sí —admitió Bundle.
—Desde luego —admitió lord Caterham— es muy difícil comprender algunas cosas después que han sucedido. No comprendo el objeto de la mitad de las que Tredwell me ha contado. A propósito, Bundle, ese muchacho murió en tu habitación.
Bundle hizo un gesto de desagrado.
—¿Por qué tiene la gente que morir en mi habitación? —preguntó indignada.
—Esto es precisamente lo que yo decía —observó lord Caterham, triunfalmente—. Desconsiderado. Todo el mundo es muy desconsiderado hoy en día.
—Pero no me importa —añadió Bundle valientemente—. ¿Por qué habría de importarme?
—Pues a mí me molestaría mucho —dijo su padre—. Soñaría cosas raras: manos espectrales y cadenas que entrechocan.
—Bien —observó Bundle—; te olvidas de que mi tía abuela Louise murió en tu cama. Me pregunto si no verás su espíritu inclinado sobre ti.
—Algunas veces sí —asintió lord Caterham—, especialmente después de comer langosta.
—Gracias a Dios, no soy supersticiosa —comentó Bundle con aplomo.
Sin embargo, aquella noche, al sentarse ya en pijama frente al fuego de su habitación, sus pensamientos se dirigieron hacia aquel alegre y vacuo Gerald Wade. Era imposible creer que alguien tan lleno de alegría de vivir pudiese suicidarse. No; la otra solución debía ser la correcta. Seguramente tomaba algún soporífero y, sin darse cuenta, ingirió una dosis excesiva. Eso era posible. No podía creer que Gerry Wade se sintiera afectado en su capacidad intelectual.
Su mirada se fijó en la repisa y empezó a pensar en la historia de los despertadores. Su doncella le había hablado extensamente de ello, añadiendo un detalle que, al parecer, Tredwell no creyó digno de ser mencionado a lord Caterham, pero que excitó la curiosidad de Bundle.
Siete despertadores fueron puestos en hilera en la repisa, y el otro se encontró en el césped, adonde había sido arrojado desde la ventana. Bundle meditó sobre dicho detalle, que parecía una cosa perfectamente inútil y sin sentido. Podía muy bien imaginarse una de las doncellas recogiendo los relojes y que, más tarde, temiendo verse envuelta en el caso, negara haberlos tocado. Pero seguramente ninguna de ellas hubiera arrojado un reloj al jardín.
¿Lo habría hecho el propio Gerry Wade cuando la campanilla le despertó? No. También eso era imposible. Bundle recordaba haber oído decir que la muerte de Wade ocurrió a primeras horas de la madrugada y que, naturalmente, se produjo un estado comatoso anterior.
Bundle frunció ceño. Aquel asunto de los relojes era ciertamente curioso. Tendría que hablar con Bill Eversleigh. Ella sabía que fue uno de los invitados.
El pensamiento y la acción resultaban simultáneos en Bundle. Se levantó, dirigiéndose a su pequeño escritorio, que se cerraba mediante una persiana enrollable. Bundle tomó asiento ante él, cogió una hoja de papel y escribió: «Querido Bill».
Hizo una pausa para tirar de la parte inferior del escritorio. Se había atascado, como sucediera en otras ocasiones. Bundle tiró de ella, con paciencia, pero no se movió. Recordó que en una ocasión anterior un sobre fue la causa del atasco. Cogió un cortapapeles delgado y lo insertó en la ranura, moviéndolo en su interior, hasta que asomó la esquina de una hoja de papel. Bundle lo sacó. Era la primera página de una carta, algo arrugada.
La fecha le llamó la atención: 21 de septiembre.
—Veintiuno de septiembre —murmuró Bundle, lentamente—. Eso fue seguramente el día...
Calló. Sí, estaba segura de ello. Gerry Wade fue encontrado muerto el día veintidós. Ésa era, pues, la carta que debió haber estado escribiendo la víspera de la tragedia.
Bundle alisó el papel y leyó el texto. Estaba incompleto.

Mi querida Loraine: llegaré a casa el miércoles. Me siento muy bien y contento. Será delicioso volverte a ver. Debes olvidar lo que te dije acerca de Seven Dials . Pensé que sería algo chistoso, pero no es así. Siento haberte hablado de ello. No es cosa en la que muchachas como tú debieran mezclarse. Olvídalo, ¿quieres?
Quería decirte algo más, pero tengo tanto sueño que no puedo mantener los ojos abiertos.
En cuanto a Lucher, creo...

Aquí terminaba la carta.
Bundle se sintió extrañada. Seven Dials. ¿Dónde se encontraba aquel lugar? Creyó que debía ser alguno de los barrios bajos de Londres. Las palabras Seven Dials le recordaban algo más, pero, por el momento, no sabía qué. Su atención estaba fija en dos frases: «Me siento muy bien y contento» y «tengo tanto sueño que no puedo mantener los ojos abiertos».
Eso no encajaba, pues aquella noche Gerry Wade tomó una dosis tan grande de cloral que no volvió a despertar. ¿Y por qué la había tomado si lo que escribió en la carta era verdad?
Bundle meneó la cabeza. Paseó la mirada por la habitación y se estremeció. Acaso Gerry Wade la estaba contemplando en aquel instante. Había muerto en aquella habitación.
Permaneció sentada, sin moverse. Sólo el tic-tac de su pequeño reloj de oro quebraba el silencio. Y este sonido era desusadamente fuerte. Bundle miró hacia la repisa. Un vívido retrato apareció ante sus ojos: el muerto yacente en la cama y siete despertadores dejando oír su tic-tac en la repisa, fuertemente, ominosamente... tic-tac... tic-tac...

CAPÍTULO V
EL HOMBRE DE LA CARRETERA


—Papá —dijo Bundle, abriendo la puerta del sanctasanctórum de lord Caterham y asomando la cabeza—, me voy a Londres en el Hispano. No puedo resistir más la monotonía de este lugar.
—Pero si llegamos ayer —se sorprendió lord Caterham.
—Ya lo sé, pero parece que haga cien años. Había olvidado lo aburrido que puede ser el campo.
—No estoy de acuerdo contigo —objetó lord Caterham—. Es pacífico... eso es, pacífico. Y muy cómodo. Me complace más de lo que puedes imaginar haber regresado a Chimneys a disponer de Tredwell. Ese hombre se desvive por mi comodidad de la manera más extraordinaria. Alguien ha venido esta mañana preguntando si podrían celebrar una reunión de las muchachas exploradoras en nuestro parque. Tener que negarme a ello me hubiera colocado en una situación muy embarazosa y es probable que hubiese dado mi consentimiento. Pero Tredwell me sacó de ese difícil paso. He olvidado ya lo que dijo. Era algo muy ingenioso, que no podía herir los sentimientos de nadie, pero que dejaba la cosa muy clara.
—Yo no me conformo con la comodidad —dijo Bundle—. Quiero excitación.
Lord Caterham se estremeció.
—¿No tuvimos ya bastante hace cuatro años? —preguntó en tono quejumbroso.
—De eso hace ya mucho tiempo —repuso Bundle—. No confío mucho en encontrar más en Londres, pero, por lo menos, no me dislocaré la mandíbula bostezando.
—En mi experiencia —arguyó lord Caterham—, la gente que va en busca del peligro acaba encontrándolo —Bostezó largamente—. De todas maneras —prosiguió—, tampoco me importaría ir a la ciudad.
—Bien, vamos, pues —asintió Bundle—. Pero apresúrate, porque tengo prisa.
Lord Caterham había empezado a levantarse, pero al oír las palabras de su hija volvió a sentarse.
—¿Dices que tienes prisa? —preguntó con sospecha.
—Muchísima —afirmó Bundle.
—Eso lo arregla todo —dijo lord Caterham—. No voy contigo. No es conveniente, para un hombre de mi edad, viajar contigo en el Hispano cuando quieres llegar rápidamente a alguna parte. Me quedaré aquí.
—Como quieras —observó Bundle, saliendo de la biblioteca.
Entonces entró Tredwell.
—El vicario desea verle, milord, para hablarle acerca de cierta infortunada controversia que se ha producido en cuanto al estatuto de la Brigada Juvenil.
Lord Caterham gruñó.
—Me pareció recordar, milord, que le había oído decir durante el desayuno que iría paseando hasta el pueblo esta mañana para hablar con el vicario de este asunto.
—¿Se lo ha dicho usted así? —preguntó lord Caterham con ansiedad en la voz.
—Sí, milord. Y espero haber hecho bien.
—Claro que sí, Tredwell. Usted siempre hace las cosas bien. No podría hacerlas de otra manera aunque se lo propusiera.
Tredwell sonrió benignamente y se retiró.
Entretanto, Bundle hacía sonar la bocina ante la puerta del jardín, mientras una niña salía corriendo del pabellón del guarda, apremiada por la voz de su madre.
—Corre, Katie. Debe ser milady, con tanta prisa como de costumbre.
Era característico de Bundle tener prisa, especialmente cuando estaba sentada tras el volante de un coche. Era buena conductora y poseía considerable habilidad y sangre fría; de lo contrario, su temerario modo de conducir hubiera acabado en desastre más de una vez.
Era un fresco día de octubre, con el cielo azul y el sol brillante. El aguijón del aire atrajo la sangre a las mejillas de Bundle y la llenó de ansias de vivir.
Aquella mañana había remitido la inacabada carta de Gerry Wade a Loraine Wade, en Deane Priory, incluyendo unas líneas explicativas. La curiosa impresión que la carta le causaba quedaba algo disminuida a la luz del día, pero, sin embargo, seguía creyendo que requería una explicación. Intentaba ver a Bill Eversleigh y obtener de él detalles más completos de aquella tragedia. Entretanto, era una mañana magnífica y el Hispano corría como una exhalación.
Apretó el pie contra el acelerador y el Hispano respondió en seguida. Las millas pasaban veloces, había poco tránsito y Bundle tenía ante sí una larga recta.
Y entonces, sin el menor aviso, un hombre salió, tambaleándose, de un seto y se adentró en la carretera. Era imposible detener el coche a tiempo. Bundle viró rápidamente hacia la derecha. El coche casi volcó en la cuneta. Fue una maniobra peligrosa, pero tuvo éxito. Bundle poseía casi la certeza de haber esquivado al hombre, evitando así una catástrofe.
Miró hacia atrás y sintió una desagradable sensación. El coche no le había atropellado, pero, sin embargo, debió haberle dado de refilón al pasar. Estaba echado boca abajo en la carretera y yacía ominosamente quieto.
Bundle saltó del coche y corrió hacia él. Jamás había atropellado con su automóvil algo más importante que alguna gallina vagabunda. El hecho de que el accidente no fuera debido a su culpa no aminoraba su ansiedad. El hombre podría estar ebrio, pero ebrio o no, ella le había matado. Estaba segura de ello. El corazón le latía fuertemente, resonándole en la cabeza.
Se inclinó sobre él y le dio la vuelta. No gruñó ni se quejó. Vio que se trataba de un hombre joven, de rostro agradable, elegantemente vestido, que lucía un pequeño bigote.
No había señal externa alguna de herida, pero poseía la certeza de que había muerto o se estaba muriendo. Los párpados del hombre se movieron. Entreabrió los ojos. Eran lastimeros, como los de un perro. Parecía querer decir algo. Bundle volvió a inclinarse sobre él.
—Sí —dijo ella—. ¿Sí?
Aquel hombre quería hablar, lo deseaba ardientemente, y ella nada podía hacer para ayudarle.
Por fin oyó las palabras, como un susurro.
—Sí —repitió Bundle.
—Seven Dials... diga...
El hombre quería pronunciar un nombre y apelaba para ello a todas sus desfallecidas fuerzas.
—Sí. ¿A quién se lo tengo que decir?
—Diga... Jimmy Thesiger...
Las palabras salieron de sus labios y después la cabeza cayó hacia atrás y su cuerpo se relajó.
Bundle se sentó sobre sus talones, temblando de pies a cabeza. Jamás hubiera imaginado que algo tan horrible podría sucederle. Estaba muerto y ella le había matado.
Trató de sobreponerse. ¿Qué debía hacer? Un médico; ése fue su primer pensamiento. Era posible que aquel hombre sólo estuviera desvanecido y no muerto. Su instinto rechazaba esa posibilidad, pero ella se esforzaba en creerla. De una manera u otra debía meterle en el coche y llevarle al médico más cercano. Aquella parte de la carretera estaba desierta y nadie había que pudiera ayudarle.
A pesar de su esbeltez, Bundle era fuerte y tenía músculos de acero. Acercó el coche lo más posible y entonces, haciendo acopio de todas sus fuerzas, arrastró y metió en él aquel cuerpo inanimado. Fue algo terrible, pero apretó firmemente los dientes y logró llevarlo a cabo en unos momentos.
Entonces se colocó tras el volante. Un par de millas más adelante llegó a un pueblo y pronto encontró la casa del médico.
El doctor Cassell, hombre bondadoso, de avanzada edad, se sintió asombrado al entrar en su consultorio y encontrar en él a una joven a punto de desmayarse.
Bundle habló rápidamente.
—Creo... creo que he matado a un hombre. Le atropellé. Está en el coche. Yo... conducía demasiado de prisa, supongo. Siempre he conducido así.
El doctor la miró con ojo práctico, se dirigió hacia una estantería y vertió algo en un vaso.
—Beba esto —dijo— y se sentirá mejor.
Bundle obedeció y el color volvió a sus mejillas. El doctor asintió.
—Así está mejor. Ahora quiero que se siente tranquilamente aquí. Yo saldré y haré lo que deba. Una vez me haya cerciorado de que nada puede hacerse por ese hombre regresaré y me lo contará todo.
Estuvo ausente largo rato. Bundle miraba el reloj colocado sobre la repisa de la chimenea. Cinco minutos, diez, un cuarto de hora, veinte minutos... ¿No regresaría jamás el doctor?
La puerta se abrió y el doctor Cassell penetró en el consultorio. Tenía aspecto distinto, según observó Bundle en seguida, estaba más serio y alerta. Algo había en sus manera que ella no alcanzaba a comprender como una excitación reprimida.
—Vamos a ver, señorita —dijo—. Cuénteme lo sucedido. Dice que atropelló a ese hombre. Dígame exactamente en qué forma ocurrió el accidente.
Bundle lo explicó lo mejor que pudo. El doctor la escuchaba con atención.
—¿Y el coche no pasó por encima de él?
—No. En realidad, creí que había podido esquivarle.
—¿Dice que se tambaleaba?
—Sí. Creí que estaba ebrio.
—¿Y salió del seto?
—Había una puerta en el seto. Debió salir por ella.
El doctor asintió, y entonces se recostó en su asiento.
—No me cabe la menor duda —dijo— de que conduce usted en forma muy arriesgada, y que uno de estos días quizás atropelle a alguien. Sin embargo, hoy no lo ha hecho.
—Pero...
—El coche no lo tocó. Ese hombre ha muerto de un tiro.

CAPÍTULO VI
SEVEN DIALS OTRA VEZ

Bundle le miró con fijeza. Y muy lentamente el mundo, que durante los anteriores tres cuartos de hora estuviera al revés, se movió hasta recobrar su posición normal. Transcurrieron dos minutos antes de que Bundle hablara, pero cuando lo hizo no era ya la muchacha aterrorizada, sino la verdadera Bundle, fría, eficiente y lógica.
—¿Cómo pudo ser herido de un balazo? —preguntó.
—No lo sé —repuso el médico secamente—, pero lo fue. Tiene una bala de fusil en el cuerpo. Se desangró internamente y por ello usted no descubrió lesión alguna.
Bundle asintió.
—La cuestión es —prosiguió el doctor—, ¿quién disparó contra él? ¿No vio usted a nadie por allí?
Bundle negó con la cabeza.
—Es extraño —observó el médico—. De tratarse de un accidente, lo más natural sería que quien lo causara saliera corriendo para prestar auxilio, a menos, naturalmente, que no supiera lo sucedido.
—No había nadie por allí —afirmó Bundle—. En la carretera quiero decir.
—Me parece —prosiguió el médico— que ese pobre muchacho debió haber estado corriendo y que la bala le alcanzó cuando cruzaba la puerta, por lo que salió a la carretera tambaleándose. ¿No oyó ningún disparo?
Bundle negó.
—Probablemente no hubiera podido oírlo a causa del ruido del coche —dijo.
—Sí. ¿No dijo nada al morir?
—Murmuró algunas palabras.
—¿Nada que pueda arrojar luz sobre la tragedia?
—No. Quería que comunicara algo, no sé qué, a un amigo suyo. ¡Ah, sí! Y mencionó Seven Dials.
—¡Aja! —exclamó el doctor—. No es un lugar apropiado para uno de su clase. Acaso su asaltante proviene de ese barrio. No debemos preocuparnos por ello ahora. Déjelo todo en mis manos. Yo lo notificaré a la policía. Desde luego, tendrá que darme su nombre y dirección, pues la policía seguramente querrá interrogarla. En realidad quizá fuera mejor que me acompañara a la comisaría ahora. Podrían molestarse conmigo por haberla dejado partir.
Fueron juntos en el coche de Bundle. El inspector de policía era un hombre de hablar lento. Se sintió abrumado al oír el nombre de Bundle y su dirección, y tomó su declaración con cuidado.
—¡Chicos! —exclamó—. Eso es lo que ha sido. Chicos disparando al azar. Son crueles esos muchachos. Tiran a los pájaros sin consideración alguna por quien pueda encontrarse al otro lado de un matorral.
El médico no se sintió de acuerdo con esa solución, pero pensó que el caso estaría pronto en mejores manos y no juzgó oportuno hacer objeciones.
—¿Cuál es el nombre del muerto? —preguntó el sargento, humedeciendo la punta del lápiz.
—Tenía un tarjetero consigo. Parece que se trata de mister Ronald Devereux, con residencia en Albany.
Bundle frunció el ceño. Aquel nombre le recordaba algo. Estaba segura de haberlo oído con anterioridad.
Sólo cuando estaba a medio camino de Chimneys, a donde regresaba, recordó: ¡Desde luego! Ronny Devereux, el amigo de Bill en el Foreign Office. Él y Bill y... sí... Gerald Wade.
Al darse cuenta de ello, Bundle casi se salió de la carretera. Primero, Gerald Wade; después, Ronny Devereux. La muerte de Gerry Wade pudo haber sido debida a un descuido, pero la de Ronny Devereux seguramente tenía una interpretación más siniestra.
Y en el acto Bundle recordó algo más. ¡Seven Dials!
Cuando el moribundo las pronunciara, esas palabras le parecieron vagamente familiares. Entonces supo por qué. Gerald Wade mencionaba Seven Dials en la última carta a su hermana, que empezara a escribir la víspera de su muerte. Y aquello estaba relacionado con algo cuya comprensión se le escapaba.
Al pensar en todo ello, Bundle conducía tan despacio que nadie la hubiera reconocido. Llevó el coche al garaje y fue en busca de su padre.
Lord Caterham estaba tranquilamente leyendo el catálogo de una próxima venta de ediciones raras y se sintió grandemente asombrado al ver a Bundle.
—Incluso para ti es imposible haber ido a Londres y regresar en tan poco tiempo.
—No he estado en Londres —repuso Bundle—. Atropellé a un hombre.
—¿Cómo?
—Sólo que en realidad no lo hice. Tenía un disparo.
—¿Cómo podía tenerlo?
—No lo sé, pero lo tenía.
—¿Por qué disparaste contra él?
—Yo no lo hice.
—No debieras disparar contra la gente —dijo lord Caterham con suave tono de reproche—. No debieras hacerlo. Me atrevo a decir que muchos se lo merecen, pero hacerlo no traerá sino disgustos.
—Te digo que no disparé contra él.
—¿Quién lo hizo, pues?
—Nadie lo sabe —repuso Bundle.
—¡Tonterías! —exclamó lord Caterham—. No es posible disparar contra un hombre y atropellarle sin que nadie lo haga.
—No fue atropellado —dijo Bundle.
—Me pareció oírtelo decir.
—Dije que creí haberlo hecho.
—Probablemente fue el estallido de un neumático —observó lord Caterham—. A veces suenan como los disparos. Así lo dicen las novelas de detectives.
—Eres verdaderamente imposible, papá. Parece que tengas menos cerebro que un conejo.
—¡Oh, no! —protestó lord Caterham—. Vienes con una absurda historia de un hombre atropellado y con una bala en el cuerpo y no sé cuántas cosas más, y esperas que yo lo comprenda todo por arte de magia.
Bundle suspiró profundamente.
—Préstame atención —dijo ella—. Te lo contaré en palabras de una sílaba.
Y a continuación le relató lo sucedido con la mayor brevedad.
—¿Lo has comprendido ahora? —preguntó al terminar.
—Desde luego. Todo está muy claro. Comprendo que estuvieras agitada, querida. No estaba muy equivocado cuando antes de irte te dije que quien buscaba el peligro acababa por encontrarlo. Me complace mucho —prosiguió lord Caterham con un ligero temblor— haberme quedado aquí.
Y volvió a hojear el catálogo.
—¿Dónde está Seven Dials, papá?
—En alguna parte del East End, supongo. Algunas veces he visto autobuses que van allí. ¿O será, acaso, Seven Sisters? Jamás he estado allí, afortunadamente, porque imagino que es un lugar que no me gustaría. Sin embargo, tengo la curiosa impresión de haber oído hablar de él en relación con algo, no hace mucho tiempo.
—¿Conoces a Jimmy Thesiger?
Lord Caterham estaba nuevamente absorto en la lectura del catálogo. Anteriormente había hecho un esfuerzo para mostrarse inteligente sobre el asunto de Seven Dials, pero esta vez no lo hizo.
—Thesiger —murmuró vagamente—. Thesiger. ¿Uno de los Thesiger de Yorkshire, quizá?
—Es lo que te estoy preguntando. Préstame atención, papá. Es muy importante.
Lord Caterham hizo un desesperado esfuerzo por parecer inteligente, sin tener que pensar demasiado en lo que se le preguntaba.
—Hay Thesiger en Yorkshire —dijo, animado—. Y si no me equivoco, también los hay en Devonshire. Tu tía abuela Selina casó con un Thesiger.
—¿Y de qué me sirve eso? —exclamó Bundle.
Lord Caterham asintió.
—De poco le sirvió a ella también, si no recuerdo mal.
—Eres imposible —repitió Bundle, levantándose—. Tendré que buscar a Bill.
—Sí, querida —contestó su padre, dando vuelta a una hoja—. Ciertamente. Desde luego.
Bundle suspiró.
—Quisiera poder recordar lo que decía aquella carta —murmuró para sí—. No la leí con mucha atención. Algo acerca de que Seven Dials no era ningún chiste.
Lord Caterham levantó súbitamente la vista del catálogo.
—¿Seven Dials? —dijo—. Desde luego. Ahora recuerdo.
—¿Qué recuerdas?
—La razón de que me pareciera familiar. George Lomax ha estado aquí. Por una vez Tredwell ha cometido un error y le ha permitido entrar. Iba a la ciudad. Parece que la próxima semana habrá una reunión política en Wyvern Abbey y que ha recibido una carta de aviso.
—¿Qué quieres decir con «una carta de aviso»?
—En realidad no lo sé. No entró en detalles. Creo que dice «Cuidado» y «El peligro amenaza» y todas esas cosas. Pero estaba escrita desde Seven Dials. Recuerdo claramente que él lo dijo. Iba a consultar con Scotland Yard. Ya conoces a George.
Bundle asintió. Conocía bien a aquel animoso George Lomax, subsecretario permanente de Estado de Su Majestad para los asuntos extranjeros, a quien muchos evitaban debido a su costumbre de citar en privado parte de sus discursos políticos. A causa de los ojos prominentes, muchas personas, entre las cuales se contaba Bill Eversleigh, le conocían con el remoquete de Codders.
—¿Estaba Codders interesado por la muerte de Gerald Wade? —preguntó Bundle.
—Creo que no, aunque bien pudo estarlo.
Bundle permaneció en silencio durante algunos minutos. Se esforzaba en recordar con exactitud lo que decía la carta que había mandado a Loraine Wade, y al mismo tiempo imaginarse cómo era la muchacha a la que iba dirigida. ¿Cómo sería aquella chica a la que, al parecer, Gerald Wade quería tanto? Cuanto más pensaba en ella, más le parecía que no era la clase de carta que un hermano escribiría a su hermana.
—¿Dijiste que la muchacha Wade era medio hermana de Gerry? —preguntó súbitamente.
—Bien, desde luego, estrictamente hablando, supongo que no es, quiero decir que no era, su hermana en absoluto.
—Pero ¿se llama Wade?
—No. No era hija del viejo Wade. Como te dije, se escapó con la que después fue su segunda esposa, que estaba casada con un pillo. Supongo que el tribunal concedería al marido la custodia de la hija, pero él ciertamente no usó de ese privilegio. El viejo Wade quería mucho a la niña e insistió en que llevara su apellido.
—Ya comprendo —observó Bundle—. Eso lo explica todo.
—¿Qué es lo que explica todo?
—Algo que me extrañó acerca de una carta.
—Creo que es una muchacha bastante bonita —dijo lord Caterham—. Así lo he oído decir.
Bundle se dirigió a sus habitaciones, pensativa. Tenía varias cosas que hacer. Primero debía encontrar a ese Jimmy Thesiger. Acaso Bill pudiera ayudarla en ello. Ronny Devereux había sido amigo de Bill; si Jimmy Thesiger lo era de Ronny, sería posible que Bill también lo conociera. Después estaba Loraine Wade, que acaso pudiera arrojar alguna luz sobre el problema de Seven Dials. Evidentemente, Gerry Wade le había dicho algo al respecto. Su ansiedad porque lo olvidara tenía una trágica y siniestra implicación.

CAPÍTULO VII
BUNDLE HACE UNA VISITA

Encontrar a Bill no ofrecía dificultad alguna. Al día siguiente por la mañana, Bundle se dirigió en su automóvil a Londres, sin tropiezo alguno, y le llamó por teléfono. Bill dio grandes muestras de contento e hizo varias sugestiones en cuanto a comer, a tomar el té, cenar y bailar, todas las cuales rechazó sucesivamente.
—Dentro de uno o dos días volveré y saldré contigo, pero estoy muy ocupada.
—¡Oh! —exclamó Bill—. Será muy aburrido.
—No, no será aburrido —repuso Bundle—. ¿Conoces a alguien que se llame Jimmy Thesiger?
—Sí, y también tú.
—No, yo no.
—Claro que sí. Todo el mundo conoce a Jimmy.
—Lo siento —dijo ella—, pero por una vez parece que no soy todo el mundo.
—Pero debes conocerle —insistió Bill—. Tiene aspecto de borrico, pero en realidad es tan inteligente como yo.
—¡No me digas! —repuso Bundle—. La cabeza le debe pesar bastante cuando anda.
—¿Quieres ser sarcástica? —preguntó Bill.
—Hago un débil esfuerzo por serlo. ¿En qué se ocupa Jimmy Thesiger?
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso pertenecer al Foreign Office te impide comprender tu propio idioma?
—¡Ah, ya entiendo! Quieres saber si tiene algún empleo. No. Sólo rondar por ahí. ¿Por qué habría de trabajar si no lo necesita?
—Más dinero que cerebro, ¿eh?
—Yo no diría eso. Te he dicho que tiene más cerebro de lo que parece.
Bundle permaneció en silencio. Se sentía más y más dudosa. Aquel dorado joven no parecía ser un aliado muy valioso. Y sin embargo, su nombre fue pronunciado por el moribundo.
—Ronny tiene en mucho la inteligencia de Jimmy —dijo Bill—. Ya sabes, Ronny Devereux. Thesiger es su mejor amigo.
—Ronny...
Bundle calló, indecisa. Estaba claro que Bill no sabía de la muerte de su amigo. Entonces le pareció extraño que los periódicos de la mañana no mencionaran el caso. Sólo podía haber una explicación: por razones desconocidas la policía no hablaba de la tragedia.
Bill siguió hablando.
—Hace la mar de tiempo que no he visto a Ronny; desde el fin de semana en tu casa, cuando el pobre Gerry Wade murió.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Supongo que estarás enterada de ello. ¡Oye, Bundle! ¿Estás ahí todavía?
—Claro que sí.
—No has dicho esta boca es mía en mucho rato. Empezaba a creer que habías colgado.
—No. Estaba pensando en algo.
¿Comunicaría a Bill la muerte de Ronny? Decidió que no era algo que debiera decirse por teléfono. Pero pronto, muy pronto, debería reunirse con él. Entretanto...
—Bill.
—Dime.
—Quizá cene contigo mañana.
—¡Magnífico!, y después iremos a bailar. Tengo muchas cosas que contarte. En realidad, he tenido una mala suerte de espanto...
—Mañana me lo contarás —le interrumpió Bundle—. ¿Quieres darme ahora la dirección de Jimmy Thesiger?
—¿Jimmy Thesiger?
—Eso es lo que he dicho.
—Vive en Jeremyn Street... ¿O es, acaso, la otra calle?
—Exprímete ese magnífico cerebro que tienes.
—Sí, Jeremyn Street. Espera y te daré el número.
Hubo una pausa.
—¿Estás todavía ahí?
—Siempre estoy ahí.
—Uno nunca sabe, con esos condenados teléfonos. Es el número ciento tres. ¿Lo tienes?
—Sí. Gracias, Bill.
—Sí, pero... ¿para qué lo quieres? Me dijiste que no lo conocías.
—No, pero dentro de media hora lo habré conocido.
—¿Vas a su departamento?
—Sí.
—Pero si todavía no se habrá levantado.
—¿No?
—Creo que no. Quiero decir: ¿quién se levanta a esta hora si no tiene por qué hacerlo? Míralo desde este punto de vista. No tienes idea de cuánto me cuesta llegar al Ministerio a las once cada mañana. Cuando me retraso, Codders pone el grito en el cielo. No puedes imaginarte lo terrible que es esta vida, Bundle...
—Mañana por la noche me lo contarás todo —dijo Bundle apresuradamente.
Colgó el auricular y analizó la situación. Primero consultó la hora. Eran las doce menos veinticinco. A pesar del conocimiento de las costumbres de su amigo que Bill tenía, creyó que mister Thesiger estaría ya a aquella hora en situación de recibir visitas, y tomó un taxi para dirigirse al número 103 de la calle Jeremyn.
Un perfecto mayordomo le abrió la puerta. Su rostro cortés y desprovisto de toda expresión era uno de los muchísimos iguales que podían encontrarse en aquel aristocrático sector.
—¿Quiere usted venir por aquí, madame?
La llevó arriba, a un salón extremadamente cómodo, provisto de enormes sillones tapizados de piel. Sumida en una de aquellas monstruosidades había otra muchacha más joven que Bundle, pequeña, de cabello rubio, vestida de negro.
—¿A quién debo anunciar, madame?
—No daré nombre alguno —dijo Bundle—. Quiero ver a mister Thesiger por un asunto importante.
El mayordomo se inclinó, retirándose, cerrando la puerta tras de sí.
Hubo una pausa.
—Es un bonito día —dijo la muchacha rubia tímidamente.
—Terriblemente bonito —asintió Bundle.
Se produjo otra pausa.
—He venido del campo en coche esta mañana —dijo Bundle, iniciando una conversación— y pensé que íbamos a tener una de esas terribles nieblas. Pero no ha sido así.
—No —repuso la otra muchacha—. No lo ha sido. Yo también he venido del campo —prosiguió.
Bundle la miró con mayor atención. Se había sentido ligeramente disgustada al encontrar a aquella muchacha allí. Ella pertenecía a la clase de personas que gustan de ir derecho al grano, y pensó que habría de librarse de la otra antes de poder hablar del asunto que la llevara allí. No era algo que pudiera ser tratado delante de desconocidos.
Pero al mirarla atentamente se le ocurrió una idea extraordinaria. ¿Podría ser? La muchacha llevaba luto riguroso. Era algo arriesgado, pero Bundle creyó estar en lo cierto.
—Dígame —dijo—. ¿Es usted, por casualidad, Loraine Wade?
Loraine la miró asombrada.
—Sí. ¿Cómo ha podido adivinarlo si no nos conocemos?
Bundle hizo un gesto de satisfacción.
—Sin embargo, ayer la escribí. Soy Bundle Brent.
—Fue usted muy amable al mandarme la carta de Gerry —dijo Loraine—. Le he contestado dándole las gracias. Jamás hubiera esperado encontrarla aquí.
—Voy a decirle lo que me ha traído —repuso Bundle—. ¿Conocía usted a Ronny Devereux?
Loraine asintió.
—Estuvo en casa el día en que Gerry... Después ha venido a verme una o dos veces. Era uno de sus mejores amigos.
—Lo sé. Bien, pues... ha muerto.
Loraine abrió la boca, sorprendida.
—¡Muerto! Pero si parecía lleno de salud.
Bundle le contó los sucesos del día anterior en la forma más breve posible. Una expresión de miedo y horror se retrató en la cara de Loraine.
—Entonces es verdad, es verdad.
—¿Qué es lo que es verdad?
—Lo que he pensado... lo que he estado pensando durante estas últimas semanas. Gerald no murió de muerte natural. Fue asesinado.
—¿Usted ha pensado esto?
—Sí. Gerry no hubiera tomado soporíferos jamás —Dejó escapar una breve risa—. Dormía demasiado bien para necesitarlos. Siempre me pareció extraño, y a él también. Yo sé que así lo creía.
—¿Quién?
—Ronny. Y ahora sucede esto y él es asesinado. —Hizo una pausa y prosiguió—: Por eso vine aquí hoy. Tan pronto recibí la carta de Gerry que usted me mandó traté de ver a Ronny, pero me dijeron que se encontraba ausente. Entonces pensé en venir a ver a Jimmy, que era buen amigo de Ronny. Creí que acaso me diría lo que debía hacer.
—Quiere decir... —Bundle hizo una pausa—. Acerca de Seven Dials.
Loraine asintió. Se disponía a hablar, pero en aquel momento Jimmy Thesiger entró en el salón.

CAPÍTULO VIII
JIMMY RECIBE VISITAS


Al llegar a este punto, debemos retroceder unos veinte minutos, al momento en que Jimmy Thesiger, saliendo de la niebla del sueño, tuvo conciencia de una voz conocida que decía palabras extrañas. Su mente intentó hacerse cargo de la situación, pero no lo logró. Bostezó.
—Una señorita desea verle, señor.
La voz era implacable. Estaba tan dispuesta a repetir aquellas palabras una y otra vez que Jimmy se resignó a lo inevitable. Abrió los ojos y parpadeó.
—¿Qué dice, Stevens? —preguntó—. Repítalo.
—Una señorita desea verle, señor.
—¡Oh! —Jimmy hizo un esfuerzo para comprender—. ¿Para qué?
—No lo sé, señor.
—No, supongo que no —pareció pensar en ello—. No, claro que no.
Stevens se inclinó sobre una bandeja junto a la cama.
—Le traeré té recién hecho, señor. Éste está frío.
—¿Cree usted que debo levantarme y... ah... recibir a esa señorita?
Stevens no habló, pero su actitud era elocuente.
—Bueno —cedió Jimmy—. Supongo que deberé verla. ¿Ha dado su nombre?
—No, señor.
—¿No será, por casualidad, mi tía Jemina? Porque si es ella, no me levanto.
—Esta señorita, señor, no puede normalmente ser tía de nadie, a menos que sea la más joven de una familia muy numerosa.
—¡Aja! —reaccionó Jimmy—. Joven y adorable. ¿Cómo es?
—La señorita, señor, es, indudablemente, comme il faut, si puedo permitirme emplear esta expresión.
—Puede usarla —dijo Jimmy, condescendiente—. Su pronunciación de la lengua francesa, Stevens, es mucho mejor que la mía.
—Me complace oír esa opinión, señor. Últimamente he seguido un curso de francés por correspondencia.
—¿Realmente? Es usted maravilloso, Stevens.
Stevens sonrió con aire de superioridad y salió de la habitación. Jimmy permaneció echado en la cama, tratando de recordar los nombres de algunas muchachas jóvenes y adorables, estrictamente comme il faut, que pudieran visitarle en su casa.
El mayordomo regresó trayendo té recién hecho. Al saborearlo paulatinamente, Jimmy sintió una agradable curiosidad.
—Supongo que le habrá facilitado algún periódico para que se entretenga —dijo.
—Sí, señor, el Morning Post y el Punch, señor.
El timbre de la puerta le hizo salir nuevamente. A los pocos momentos regresó.
—Otra señorita, señor.
—¿Cómo?
Jimmy se agarró la cabeza con ambas manos.
—Otra señorita, señor. No quiere dar su nombre, pero dice que su asunto es muy importante.
Jimmy le miró fijamente.
—Todo eso es muy extraño, Stevens; muy extraño. ¿A qué hora regresé anoche?
—A las cinco, señor.
—¿Y cómo... ah... cómo estaba?
—Algo alegre, señor; sólo alegre. Se sentía inclinado a cantar el himno nacional.
—¡Qué extraordinario! —dijo Jimmy—. El himno nacional, ¿eh? Mi patriotismo latente debe haber salido a la superficie bajo el estímulo de un par de copas de más. Estaba celebrando algo en «Mustard and Cress », según recuerdo. No es un sitio tan inocente como su nombre parece indicar, Stevens —hizo una pausa—. Me pregunto...
—Sí, señor?
—Me pregunto si, estando bajo el influjo de este estímulo, no habré puesto un anuncio en el periódico pidiendo una niñera o algo por el estilo.
Stevens tosió.
—Dos muchachas. Parece raro. En el futuro tendré que rehuir el «Mustard and Cress». Es una bonita palabra, Stevens, «rehuir». El otro día la vi en un crucigrama y me gustó.
Jimmy se vestía rápidamente mientras hablaba. Diez minutos más tarde estaba preparado para recibir a sus desconocidas visitantes. Al abrir la puerta de la sala, la primera persona a quien vio fue a una muchacha de cabello oscuro, esbelta, que le era totalmente desconocida. Estaba de pie junto a la chimenea. Entonces sus ojos se dirigieron hacia un enorme sillón tapizado de piel y su corazón latió apresuradamente. ¡Loraine!
Ella se levantó y habló primero, con cierto nerviosismo.
—Debes de estar muy sorprendido de verme, pero tenía que venir. En seguida te explicaré el motivo. Ésta es lady Eileen Brent.
—Bundle, así es como suelen llamarme. Probablemente habrá oído hablar de mí a Bill Eversleigh.
—¡Oh, sí, naturalmente! —repuso Jimmy, tratando de hacerse cargo de la situación—. Siéntense y tomemos un combinado o algo.
Pero ambas muchachas declinaron el ofrecimiento.
—En realidad —prosiguió Jimmy— acabo de levantarme de la cama.
—Eso me dijo Bill —observó Bundle—. Cuando le dije que venía a verle, me aseguró que estaría usted durmiendo aún.
—Pero ahora ya estoy levantado —repuso Jimmy.
—Es acerca de Gerry —dijo Loraine—. Y ahora, acerca de Ronny...
—¿Qué quieres decir con ese «ahora acerca de Ronny»?
—Ayer le mataron de un tiro.
—¿Cómo? —gritó Jimmy.
Bundle repitió el relato por segunda vez. Jimmy escuchaba como si estuviera soñando.
—El viejo Ronny... muerto —murmuró—. ¿Qué condenación sucede?
Se sentó en el borde de un sillón, permaneciendo pensativo durante un par de minutos y después habló con voz queda.
—Hay algo que debiera decirles.
—Sí —dijo Bundle, animándole.
—Fue el día en que Gerry Wade murió. Cuando íbamos a tu casa para darte la noticia —dijo, señalando a Loraine con un movimiento de cabeza—, Ronny me contó algo. Es decir, empezó a contármelo. Había algo que quería decirme, pero después observó que estaba ligado por una promesa y no siguió hablando.
—Ligado por una promesa —repitió Loraine, pensativa.
—Eso afirmó. Naturalmente, al oír esto no insistí. Pero él se comportaba de una manera extraña, muy extraña. Entonces tuve la impresión de que sospechaba algo y creí que se lo diría al doctor, pero ni siquiera lo sugirió. Después pensé que acaso me había equivocado, y más tarde todo pareció tan claro que creí que mis sospechas eran totalmente infundadas.
—Pero... ¿cree usted que Ronny seguía sospechando? —preguntó Bundle.
Jimmy asintió.
—Eso pienso ahora. Ninguno de nosotros le ha vuelto a ver desde entonces. Creo que estaba tratando de averiguar por su cuenta la verdad acerca de la muerte de Gerry; y es más, estoy convencido de que la averiguó. Por eso le mataron. Y entonces trató de avisarme, pero sólo pudo pronunciar esas dos palabras.
—Seven Dials —dijo Bundle, estremeciéndose ligeramente.
—Seven Dials —asintió Jimmy con gravedad—. Por lo menos tenemos esto como punto de partida.
Bundle se volvió hacia Loraine.
—Iba usted a decirme...
—¡Ah, sí! Primero, acerca de la carta —Se dirigió a Jimmy—. Gerry dejó una carta. Lady Eileen...
—Bundle.
—Bundle la encontró —y siguió hablando, explicando las circunstancias en pocas palabras.
Jimmy la escuchaba, muy interesado. Era lo primero que sabía acerca de la carta. Loraine la sacó del bolso y se la alargó. La leyó y después miró a la muchacha.
—Ahora puedes ayudarnos. ¿Qué es eso que Gerry quería que olvidaras?
Loraine frunció el ceño, perpleja.
—Es muy difícil recordarlo exactamente ahora. Por error abrí una carta de Gerry. Recuerdo que estaba escrita en papel barato y con letra bastante difícil de leer. La encabezaba una dirección en Seven Dials. Entonces me di cuenta de que no era para mí y volví a meterla en el sobre, sin leerla.
—¿Estás segura? —preguntó Jimmy suavemente.
Loraine rió por vez primera.
—Sé lo que piensas y admito que las mujeres somos curiosas, pero esa carta ni siquiera parecía interesante. Era como una lista de nombres y fechas.
—Nombres y fechas —repitió Jimmy, pensativo.
—A Gerry no pareció importarle mucho —prosiguió Loraine—. Se rió. Me preguntó si había oído hablar de la Mafia alguna vez y entonces comentó que sería curioso que una sociedad por el estilo de aquélla funcionara en Inglaterra, pero que los ingleses no eran aficionados a esas cosas secretas. «Nuestros criminales» —observó—, «no tienen una imaginación tan pintoresca.»
Jimmy silbó ligeramente.
—Estoy empezando a comprender —dijo—. Seven Dials debe de ser el cuartel general de alguna sociedad secreta. Como dice en la carta que estaba escribiéndote, al principio debió parecerle broma. Así lo afirma. Y hay algo más: su ansiedad porque olvidaras lo que él te había dicho. Sólo puede haber una razón para ello: si esa sociedad sospechaba que sabías algo, entonces estabas en peligro. Gerald se dio cuenta y estaba terriblemente ansioso por ti.
Hizo una pausa y luego continuó hablando:
—Imagino que todos corremos peligro si decidimos seguir adelante en este asunto.
—¿Si decidimos? —exclamó Bundle, indignada.
—Estoy hablando de ustedes dos. Es diferente en cuanto a mí. Yo era amigo del pobre Ronny —miró a Bundle—. Usted ha hecho su parte, comunicándome su mensaje. No. Por el amor de Dios, usted y Loraine deben evitar mezclarse en esto.
Bundle miró con expresión interrogante a la otra muchacha. Había ya decidido lo que ella haría, pero evitó dar indicación alguna acerca de ello en aquel momento. No deseaba empujar a Loraine Wade a una misión peligrosa.
Pero el rostro de Loraine brilló de indignación.
—¿Crees por un momento que yo podría mantenerme al margen cuando han matado a Gerry, el más bondadoso hermano que imaginarse pueda? ¡Era la única persona a quien yo tenía en el mundo!
Jimmy se aclaró la garganta. Creyó que la actitud de Loraine era simplemente magnífica.
—Mira —dijo, vacilante—. No debes decir eso de que te encuentras sola en el mundo. Tienes muchos amigos que estaremos simplemente contentos de hacer por ti cuanto podamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Es posible que ella comprendiera, pues se sonrojó y, para cubrir su azoramiento, empezó a hablar con nerviosismo.
—Está decidido —dijo ella—. Haré cuanto pueda y nadie podrá impedírmelo.
—Y yo también, desde luego —afirmó Bundle.
Ambas miraron a Jimmy.
—Sí —repuso él—. Sí, ya veo —Ambas muchachas se miraron extrañadas—. Estaba pensando —siguió diciendo Jimmy— cómo vamos a empezar.

CAPÍTULO IX
PLANES


Las palabras de Jimmy llevaron la discusión a un terreno más práctico.
—En realidad —dijo— no tenemos mucho en qué basarnos. Sólo las palabras Seven Dials, y ni siquiera sé dónde se encuentra ese distrito exactamente. Además, tampoco podríamos registrarlo casa por casa.
—Acaso sí —dijo Bundle.
—Quizás, eventualmente, aunque no estoy muy seguro de ello. Imagino que debe de tratarse de un barrio muy poblado. Pero no sería sutil.
Esa palabra le recordó a Socks y sonrió.
—Después, naturalmente, tenemos el lugar en que Ronny fue muerto. Podríamos investigar por allí, pero la policía seguramente estará ya haciéndolo, y, desde luego, mucho mejor que nosotros.
—Lo que me gusta de usted —observó Bundle, sarcástica— es su alegre y optimista disposición.
—No le hagas caso, Jimmy —dijo Loraine—. Sigue.
—No sea tan impaciente —repuso Jimmy, dirigiéndose a Bundle—. Los mejores investigadores examinan los casos de esta forma, eliminando toda investigación innecesaria. Ahora que sabemos que fue asesinado... A propósito, ustedes lo creen así, ¿no es verdad?
—Sí —dijo Loraine.
—Sí —replicó Bundle.
—Magnífico. Yo también. Bien; me parece que es ahí donde podemos averiguar algo. Después de todo, si Gerry no tomaba cloral, alguien debe de haber entrado en su habitación, poniéndolo allí, disolviéndolo en el vaso para que cuando se despertara lo bebiera. Naturalmente, dejó la caja o el frasco vacío. ¿Están de acuerdo conmigo?
—Sí —repuso Bundle despacio—, pero...
—Espere. Y ese alguien debía encontrarse en la casa. No pudo ser alguien del exterior.
—No —concedió Bundle.
—Muy bien. Eso limita el campo considerablemente. Para empezar, supongo que muchos de los criados pertenecen a la familia.
—Sí —asintió Bundle—. Casi todos ellos se quedaron cuando la casa fue arrendada. Los principales siguen allí todavía. Desde luego, ha habido algunos cambios en cuanto a los menos importantes.
—Exactamente. A eso es a lo que iba. Usted —se dirigió a Bundle— debe encargarse de este aspecto de la cuestión. Averigüe cuándo se contrataron nuevos criados. ¿Qué hay de los lacayos, por ejemplo?
—Uno de ellos es nuevo. Se llama John.
—Bien, haga averiguaciones respecto a él. Y también acerca de cualesquiera otros que hayan sido admitidos hace poco tiempo.
—Supongo —dijo Bundle despacio —que debió ser un criado el que lo hiciera. Pero ¿no podría haber sido uno de los invitados?
—No me parece posible.
—¿Quiénes estaban allí?
—Había tres muchachas: Nancy, Helen y Socks...
—¿Socks Daventry? La conozco.
—Acaso fuera ella. Siempre dice que las cosas son sutiles.
—Ésa es Socks. Sutil es una de sus palabras favoritas.
—Y también estábamos Gerry Wade y yo, Bill Eversleigh y Ronny. Y, desde luego, sir Oswald y lady Coote. ¡Oh! Y Pongo.
—¿Quién es Pongo?
—Su nombre es Bateman, secretario del viejo Coote. Es un tipo con aires de solemnidad, pero muy concienzudo. Estuve en el colegio con él.
—No parece haber ningún sospechoso entre los mencionados —observó Loraine.
—No, no los hay —repuso Bundle—. Como usted dice, habrá que mirar entre los criados. A propósito, ¿cree usted que puede tener alguna importancia el hecho de que uno de los despertadores fuera arrojado por la ventana?
—¿Un despertador arrojado por la ventana? —repitió Jimmy, asombrado.
Era la primera vez que tenía noticia de ello.
—No puedo comprender qué relación hay —observó Bundle—. Es un hecho raro, que parece carecer de sentido.
—Ahora recuerdo —dijo Jimmy, hablando lentamente— que entré a ver al pobre Gerry y vi los despertadores alineados en la repisa. Sólo había siete, no ocho.
Se estremeció ligeramente e intentó explicarse.
—Lo siento, pero esos despertadores siempre me han dado cierta aprensión. Algunas veces he soñado con ellos. Odiaría tener que entrar en esa habitación de noche y verlos allí alineados.
—No podría verlos en la oscuridad —objetó Bundle prácticamente—. A menos que tuvieran esferas luminosas. ¡Oh! —exclamó, fluyéndole la sangre a las mejillas—. ¿No comprenden? ¡Seven Dials!
Los otros la miraron, sin comprender, pero ella insistió con creciente vehemencia.
—Debe de ser eso. Es imposible que se trate de una coincidencia.
Se produjo una pausa.
—Acaso tenga usted razón —dijo Jimmy Thesiger finalmente—. Es... es muy extraño.
Bundle calló, pero no se dio por vencida.
—¿Quién compró los despertadores?
—Todos nosotros.
—¿De quién fue la idea?
—De todos.
—Tonterías. Alguien debió pensar en ello primero.
—Sucedió así. Estábamos discutiendo lo que podríamos hacer para obligar a Gerry a levantarse temprano, y Pongo habló de un despertador, y alguien dijo que con uno no habría bastante, y alguien más, creo que fue Bill Eversleigh, preguntó que por qué no una docena. Entonces compramos uno para cada uno y uno más para Pongo y otro para lady Coote, por pura generosidad. No hubo premeditación alguna.
Bundle empezó a interrogarle rápidamente.
Jimmy procedió entonces a hacer un resumen metódico.
—Creo que podemos decir que estamos seguros de ciertos hechos. Hay una sociedad secreta, que tiene algunas semejanzas con la Mafia. Gerry Wade tuvo conocimiento de ella. Al principio trató el asunto como un chiste, como algo absurdo. No podía creer que fuera verdaderamente peligrosa. Pero más tarde sucedió algo que le convenció de que no era cosa de juego y entonces se sintió alarmado. Me imagino que debió de haber dicho algo a Ronny Devereux. Fuera como fuese, cuando Gerry murió, Ronny sospechó algo y encontró una pista. Desgraciadamente, nosotros nos hallamos en plena oscuridad; no sabemos lo que ellos sabían.
—Quizá sea una ventaja —observó Loraine fríamente—. No sospecharán de nosotros y, por tanto, no intentarán quitarnos de en medio.
—Quisiera estar seguro de esto —dijo Jimmy con voz de angustia—. Ya sabes que el propio Gerry quería alejarte de ello. ¿No crees que podría...?
—No, no podría —le interrumpió Loraine—. No vamos a discutir más eso. Es una pérdida de tiempo.
Al oír mencionar la palabra «tiempo» los ojos de Jimmy se posaron en el reloj y lanzó una exclamación de asombro. Se levantó y abrió la puerta.
—Stevens.
—Sí, señor.
—¿Podría preparar un pequeño almuerzo?
—Me anticipé a sus deseos, señor. Lo he dispuesto ya.
—Es usted maravilloso —dijo Jimmy con un suspiro de alivio—. Inteligencia, simple inteligencia —observo, dirigiéndose a las dos muchachas—. Sigue cursos de idiomas por correspondencia. Algunas veces me pregunto si no me convendría a mí también.
—No seas tonto —observó Loraine.
Stevens abrió la puerta y empezó a servir un delicado almuerzo. A la tortilla siguieron unas codornices y los más suaves soufflés.
—¿Por qué son tan felices los hombres solteros? —dijo Loraine trágicamente—. ¿Por qué les cuidan mejor los extraños que nosotras mismas?
—No lo creas —repuso Jimmy—. Quiero decir que no es cierto. ¿Cómo podría serlo? A menudo imagino que...
De pronto Bundle lanzó un grito y los otros dos la miraron, francamente asombrados.
—¡Idiota! —exclamó Bundle—. ¡Imbécil! Yo misma, por supuesto. Sabía que había olvidado algo.
—¿Qué?
—¿Conoce usted a Codders, a George Lomax, quiero decir?
—He oído hablar mucho de él —repuso Jimmy— a Bill y Ronny.
—Codders celebrará una reunión la semana próxima y ha recibido una carta de aviso de Seven Dials.
—¿Cómo? —exclamó Jimmy—. ¿Es cierto?
—Sí. Él mismo se lo contó a papá. ¿Qué cree usted que eso puede indicar?
Jimmy se recostó en su sillón, pensando rápida y lacónicamente. Por fin habló y sus palabras fueron breves y concisas.
—Algo sucederá en esa reunión.
—Eso mismo creo yo —asintió Bundle.
—Todo encaja —dijo Jimmy.
Se volvió hacia Loraine.
—¿Qué edad tenías durante la guerra? —preguntó inesperadamente.
—Nueve años...; no, ocho.
—Y supongo que Gerry tendría unos veinte. La mayor parte de los muchachos de veinte años tomaron parte en la guerra. Gerry, no.
—No —dijo Loraine, después de permanecer pensativa durante un momento—. No, Gerry no estuvo en el Ejército; no sé por qué.
—Yo puedo decírtelo —observó Jimmy—. O, por lo menos, puedo adivinarlo. Estuvo fuera de Inglaterra de mil novecientos quince a mil novecientos dieciocho. Me he tomado la molestia de averiguarlo. Nadie parece saber dónde estuvo exactamente. Yo creo que estaba en Alemania.
La sangre afluyó a las mejillas de Loraine, que miró a Jimmy con admiración.
—Eres muy inteligente.
—Hablaba el alemán muy bien, ¿no es verdad?
—Oh, sí; como si hubiera vivido toda su vida en Alemania.
—Tengo la convicción de estar en lo cierto. Óiganme. Gerry Wade estaba en el Foreign Office. Parecía ser la misma clase de tonto, y perdóneme esta palabra, Loraine, pero ya sabes lo que quiero decir, que Bill Eversleigh y Ronny Devereux. Era una superfluidad puramente ornamental. Pero se trata, realmente, de algo muy distinto. Gerry Wade era muy inteligente. Nuestro servicio secreto es el mejor del mundo y, en mi opinión, Gerry ocupaba un alto cargo en él. Y eso lo explica todo. Recuerdo haber mencionado al azar aquella noche en Chimneys que Gerry no podía ser tan borrico como aparentaba.
—¿Y si está usted en lo cierto? —preguntó Bundle con amabilidad.
—Entonces la cosa es mayor de lo que pensamos. Seven Dials no es sólo criminal, sino internacional. Hay algo imprescindible: alguien tiene que acudir a la reunión en casa de Lomax.
Bundle hizo una mueca.
—Yo conozco bien a George, pero él no gusta de mí. Jamás se le ocurriría invitarme a una reunión seria. De todas maneras, yo podía...
Permaneció unos momentos sumida en sus pensamientos, muy concentrada.
—¿Cree usted que podría lograrlo yo por medio de Bill? —preguntó Jimmy—. Seguramente estará allí, como la mano derecha de Codders. Puede llevarme con cualquier pretexto.
—No veo por qué no —repuso Bundle—. Tendré que aleccionar a Bill y hacerle decir las cosas necesarias. Es incapaz de pensarlas por sí mismo.
—¿Qué sugiere usted? —preguntó Jimmy humildemente.
—¡Oh! Es muy fácil. Bill puede describirle a usted como un joven rico, interesado en política, que desea presentarse a candidato al Parlamento. George morderá el anzuelo en seguida. Ya sabe lo que son los partidos políticos: siempre andan a la caza de jóvenes ricos. Cuanto más rico diga Bill que usted es, más fácil resultará.
—Mientras no afirme que soy un magnate como Rotschild, lo que se le ocurra —repuso Jimmy.
—Entonces creo que está prácticamente arreglado. Mañana cenaré con Bill y tendrá la lista de quiénes asistirán. Nos será útil.
—Siento que no pueda usted estar allí —observó Jimmy—, pero, después de todo, acaso sea mejor.
—No estoy muy segura de no ir —dijo Bundle—. Codders me odia como si yo fuera veneno, pero hay otros medios.
—¿Y yo? —preguntó Loraine.
—Tú no debes mezclarte en ello —contestó Jimmy instantáneamente—. Después de todo, necesitamos a alguien fuera para...
—¿Para qué?
Jimmy se volvió, suplicante, a Bundle.
—¿No cree que Loraine debe permanecer al margen? —preguntó.
—Desde luego.
—Otra vez será —dijo Jimmy bondadosamente.
—¿Y si no hay otra vez? —preguntó Loraine.
—Seguramente la habrá. No lo dudes.
—Comprendo. Debo irme a casa y esperar.
—Eso es —repuso Jimmy, aliviado—. Pensé que comprenderías.
—Si los tres tratamos de forzar nuestra admisión en la reunión, ello podría dar lugar a sospechas —explicó Bundle—. ¿No lo crees así?
—Sí —asintió Loraine.
—Entonces, arreglado. Tú no harás nada —dijo Jimmy.
—No haré nada —repitió Loraine.
Bundle la miró, escamada. La docilidad con que la muchacha aceptaba la situación no parecía natural. Loraine le devolvió la mirada. Sus ojos azules parecían inocentes, y sostuvieron la de Bundle sin pestañear. Bundle estaba sólo parcialmente satisfecha. Encontraba que la docilidad de Loraine Wade era altamente sospechosa.

CAPÍTULO X
BUNDLE VISITA SCOTLAND YARD


Ahora podemos decir que en la anterior conversación, cada una de las tres personas que tomaron parte en ella dejó algo en reserva. El refrán popular «Nadie lo dice todo», es muy cierto. Puede dudarse, por ejemplo, de que Loraine Wade fuera totalmente sincera al explicar los motivos que la indujeron a visitar a Jimmy Thesiger.
De la misma manera, Jimmy Thesiger tenía diversas ideas y planes en relación con la próxima reunión en casa de George Lomax, que no abrigaba la menor intención de revelarlos a Bundle, por ejemplo.
Y la propia Bundle tenía un plan que se proponía poner en práctica inmediatamente y del cual no habló.
Al salir del departamento de Jimmy Thesiger, se dirigió a Scotland Yard, donde preguntó por el superintendente Battle.
El superintendente Battle era un hombre más bien grueso, que se encargaba casi totalmente de casos de delicada naturaleza política. A causa de uno de ellos estuvo en Chimneys cuatro años antes y Bundle confiaba, francamente, en que él la recordara.
Después de una corta espera, fue conducida a lo largo de varios pasillos, hasta llegar al despacho de Battle. El superintendente tenía un rostro inexpresivo. Parecía muy poco inteligente y su aspecto era más de comisionista que de detective.
Estaba de pie junto a la ventana cuando Bundle entró mirando inexpresivamente a la calle.
—Buenas tardes, lady Eileen —saludó—. Tenga la bondad de tomar asiento.
—Gracias —contestó Bundle—. Temí que acaso no me recordara.
—Siempre recuerdo a las personas. —repuso él, añadiendo—: Es necesario, en mi trabajo.
—¡Oh! —exclamó Bundle, algo desilusionada.
—¿Qué puedo hacer por usted? —inquirió Battle.
Bundle habló sin rodeos.
—He oído decir que ustedes, en Scotland Yard, tienen listas de las sociedades secretas que se forman en Londres.
—Tratamos de estar informados —repuso Battle, con cautela.
—Supongo que muchas de ellas no son realmente peligrosas.
—Seguimos una regla bastante buena —dijo el superintendente—. Cuanto más hablan, menos daño hacen. Se sorprendería de lo correcto que es este rutinario procedimiento.
—¿Es cierto que algunas veces las dejan ustedes funcionar libremente?
Battle asintió.
—Sí. ¿Por qué no puede un hombre llamarse a sí mismo Hermano de la Libertad y reunirse con otros como él, dos veces por semana, en algún sótano y hablar de ríos de sangre? Eso no le hace daño ni a él ni a nosotros. Y si alguna vez sucede algo, siempre sabemos dónde echarle mano.
—Pero supongo que, en alguna ocasión, una sociedad puede ser más peligrosa de lo que uno puede imaginar.
—No es probable —observó Battle.
—Pero pudiera suceder —insistió Bundle.
—Claro que sí —admitió el superintendente.
Hubo un corto silencio. Entonces Bundle habló quedamente :
—¿Podría usted, superintendente Battle, darme una lista de las sociedades secretas que tienen su cuartel general en Seven Dials?
El superintendente Battle se había a menudo jactado de que era capaz de reprimir siempre sus emociones. Pero Bundle podía haber jurado que, por un instante, sus ojos parpadearon y pareció sorprendido. Sólo por un breve instante, desde luego. Cuando habló, era el hombre inexpresivo de siempre.
—Estrictamente hablando, hoy en día no existe un lugar llamado Seven Dials.
—¿No?
—No. La mayor parte ha sido derribado y reconstruido. Antaño fue un barrio de bastante mala nota, pero hoy es muy respetable. No es ya ningún lugar romántico en que buscar sociedades secretas.
—¡Oh! —exclamó Bundle, desilusionada.
—De todas maneras, me gustaría mucho saber por qué se interesa por ese vecindario, lady Eileen.
—¿Debo decírselo?
—Será mejor.
Bundle vaciló un instante.
—Ayer mataron a un hombre de un tiro —dijo, lentamente—. Creí que yo le había atropellado conduciendo mi coche.
—¿Mister Ronald Devereux?
—Sí. ¿Por qué no han hablado de ello los periódicos?
—¿Quiere verdaderamente saberlo, lady Eileen?
—Sí, por favor.
—Pensamos que nos gustaría que no se hablase de ello durante veinticuatro horas. Mañana lo publicará la prensa.
—¡Oh! —dijo Bundle, sorprendida.
¿Qué se escondía tras aquel inescrutable rostro? ¿Consideraba el asesinato de Ronald Devereux como un crimen vulgar o como algo extraordinario?
—Mencionó Seven Dials mientras se estaba muriendo —observó Bundle, despacio.
—Gracias —dijo Battle—. Tomaré nota de ello.
Escribió una palabra en el secante de la carpeta del dormitorio.
Bundle siguió otra táctica.
—Creo que mister Lomax vino a verle ayer, acerca de una carta amenazadora que había recibido.
—Sí.
—Fue escrita desde Seven Dials.
—Creo que estaba fechada allí.
Bundle sintió como si estuviera llamando a una puerta cerrada.
—Si me permite aconsejarle, lady Eileen...
—Sé lo que va a decir.
—Váyase a su casa y no piense más en estas cosas.
—Dejándoselas a ustedes, ¿verdad?
—Después de todo —respondió el superintendente Battle—, nosotros somos los profesionales.
—Y yo sólo una aficionada. Sí, pero usted olvida algo. Quizá yo no tenga sus conocimientos y habilidad, pero poseo una ventaja sobre ustedes. Puedo trabajar en la oscuridad.
Le pareció que el superintendente se sorprendía como si sus palabras hubieran dado en el clavo.
—Desde luego —siguió diciendo Bundle—, si no quiere darme una lista de las sociedades secretas...
—No he dicho tal cosa. Le daré una lista completa.
Fue a la puerta, la abrió, pronunció algunas palabras y regresó a su asiento. Bundle se sintió interesada. La facilidad con que había accedido a sus deseos le pareció sospechosa. Battle la estaba contemplando plácidamente.
—¿Recuerda la muerte de mister Gerald Wade? —preguntó ella, de pronto.
—Ocurrida en su casa, ¿verdad? Creo que tomó una dosis demasiado grande de soporífero.
—Su hermana afirma que jamás tomaba nada para dormir.
—¡Ah! —exclamó el superintendente—. Se sorprendería usted de las cosas que las hermanas ignoran.
Bundle volvió a sentirse interesada. Permaneció en silencio hasta que entró un hombre con una hoja de papel escrita a máquina, que entregó al superintendente.
—Ahí tiene —dijo este último, cuando el otro se marchó—. Los Hermanos de Sangre de San Sebastián; los Perros Lobos; los Camaradas de la Paz; el Club de los Camaradas; los Amigos de la Opresión; los Hijos de Moscú; los Abanderados Rojos; los Arenques; los Camaradas de los Caídos y media docena más.
Le alargó el papel, con un guiño.
—Me la da —dijo Bundle— porque sabe que no me servirá de nada. ¿Quiere que abandone este asunto?
—Lo preferiría —afirmó Battle—. Si mete usted la nariz en todos estos sitios, nos dará algún trabajo.
—¿Cuidando de mí, acaso?
—Cuidando de usted, lady Eileen.
Bundle se había puesto en pie, pero estaba indecisa. Hasta aquel momento el superintendente Battle parecía triunfador. Pero entonces ella recordó un ligero incidente y se aferró a su significado.
—Hace un momento le dije que un aficionado podía hacer algunas cosas imposibles para un profesional. Usted no me contradijo; y no lo hizo porque es hombre sincero, superintendente Battle. Sabía que yo estaba en lo cierto.
—Siga usted —dijo Battle.
—En Chimneys me permitió ayudarle. ¿Por qué no deja que también lo haga ahora?
Battle pareció meditar aquellas palabras. Animada por su silencio, Bundle prosiguió:
—Usted sabe muy bien cómo soy, superintendente Battle. No me meto en todo. No quiero entrometerme en su camino o tratar de hacer mejor lo que usted haga. Pero si hay una oportunidad para un aficionado, démela.
Se produjo otra pausa y entonces el superintendente Battle habló quedamente.
—No pudo usted haberse expresado con mayor claridad, lady Eileen. Pero voy a decirle una cosa. Lo que usted propone, es peligroso, y cuando digo peligroso, ciertamente lo es.
—Me doy cuenta de ello —repuso Bundle—. No soy tonta.
—No —dijo Battle—. Jamás he conocido señorita alguna como usted. Voy a hacer algo en su favor; le daré un ligero indicio y lo hago porque jamás he creído mucho en la divisa «Seguridad ante todo». En mi opinión, la mitad de la gente que se pasa la vida evitando ser atropellados por un autobús, estarían mucho mejor curándose las heridas de un atropello en el hospital. No sirven para nada.
—¿Cuál es el indicio que va a darme? —preguntó.
—Creo que conoce a mister Eversleigh, ¿verdad?
—¿Conocer a Bill? Desde luego; pero...
—Imagino que él podrá decirle cuanto usted quisiera saber acerca de Seven Dials.
—¿Bill lo sabe? ¿Bill?
—Yo no he dicho tal cosa. Pero creo que, siendo usted una señorita muy inteligente, podrá sonsacarle cuanto quiera.
Bundle le miraba fijamente.
—Y ahora —prosiguió el superintendente Battle, con firmeza—, no voy a decirle nada más.

CAPÍTULO XI
LA CENA CON BILL


Bundle se dispuso a encontrarse con Bill, llena de expectación. Éste la saludó con visibles muestras de alegría.
«Bill resulta realmente bastante agradable —pensó Bundle—. Es como uno de esos perros grandes que agitan la cola para demostrar satisfacción.»
El perro grande estaba emitiendo cortos ladridos de contento.
—Estás maravillosa, Bundle. No puedo decirte cuánto me complace verte. He encargado ostras. Te gustan, ¿verdad? ¿Y cómo está todo? ¿Por qué estuviste tanto tiempo en el extranjero? ¿Te divertiste mucho?
—No —repuso Bundle—. Fue terrible. Viejos coroneles enfermos arrastrándose al sol, mustias solteronas dirigiendo bibliotecas y cofradías...
—A mí dame Inglaterra —dijo Bill—. No me gusta el extranjero, excepto Suiza. Suiza está bien. Estoy pensando en ir allá estas Navidades. ¿Por qué no vienes tú también?
—Lo pensaré —observó Bundle—. ¿Qué has estado haciendo estos últimos tiempos, Bill?
Era una pregunta incauta, que Bundle hizo sólo por cortesía y como preliminar a sus propios tópicos de conversación. Era, sin embargo, lo que Bill estaba esperando.
—Eso es exactamente lo que quería decirte. Tú eres inteligente, Bundle, y quiero tu consejo. ¿Conoces esa revista musical Malditos sean tus ojos?
—Sí.
—Pues voy a contarte uno de los trabajos más sucios que puedas imaginarte. ¡Dios mío, esa gente del teatro! Hay una muchacha americana, una verdadera preciosidad...
Bundle se sintió desanimada. Los agravios de las amigas de Bill eran siempre interminables y no había manera de calmarlos.
—Esa chica. Babe Saint Maur...
—¿De dónde sacó ese nombre? —preguntó Bundle, con sarcasmo.
—Del Who's Who —lo abrió y, sin mirar, puso un dedo en una página—. Inteligente, ¿verdad? Su verdadero nombre es Golschmidt o Abrameier, o algo así.
—¡Oh, sí! —asintió Bundle.
—Bien, pues; Babe Saint Maur es lista. Y tiene buenos músculos. Es una de las ocho chicas que hacían el puente viviente...
—Bill —le interrumpió Bundle, desesperadamente—, ayer por la mañana fui a visitar a Jimmy Thesiger.
—El bueno de Jimmy —observó Bill—. Bien, como te decía, Babe es lista. Hay que serlo hoy en día. Si uno quiere vivir, tiene que ser audaz, como dice Babe. Y es guapa. Además, trabaja de la forma más maravillosa. No ha tenido mucha suerte en Malditos sean tus ojos, donde aparece en un grupo con otras chicas bonitas. Le aconsejé que intentara trabajar en dramas, pero ella se rió.
—¿Has visto a Jimmy?
—Sí. Esta mañana. ¿Qué te estaba diciendo? ¡Ah, sí! Y todo fueron celos, nada más que celos. La otra chica no se puede comparar con Babe y ella lo sabe. Así que por la espalda, traidoramente...
Bundle se resignó a lo inevitable y conoció toda la historia de las desgraciadas circunstancias que obligaron a prescindir de Babe Saint Maur en el reparto de Malditos sean tus ojos. El relato fue largo. Cuando Bill hizo, finalmente, una pausa para tomar aliento, Bundle habló.
—Tienes razón, Bill; es una vergüenza. Debe de haber muchos celos sueltos.
—Todo el mundo teatral está podrido de ellos.
—Lo creo. ¿Te ha dicho Jimmy algo acerca de ir a Wyvern Abbey la semana próxima?
Por primera vez Bill prestó atención a las palabras de Bundle.
—Me relató una larga historia que quiere que le cuente a Codders acerca de afiliarse al partido conservador. Pero ya sabes, Bundle, que es muy arriesgado.
—Tonterías —repuso ella—. Si George lo descubre todo no te echará la culpa a ti. Creerá que te han tomado el pelo, simplemente.
—No es tan sencillo —repuso Bill—. Quiero decir que es muy arriesgado para Jimmy. Antes de que se dé cuenta lo exhibirán en alguna parte como Tooting West, donde tendrá que besar a los niños y pronunciar discursos. No sabes bien cuan enérgico y meticuloso es Codders.
—Tendremos que arriesgarnos —observó Bundle—. Jimmy habrá de cuidar de sí mismo.
—No conoces a Codders —insistió Bill.
—¿Quiénes acudirán a esa reunión, Bill? ¿Se trata de algo muy especial?
—Es cosa corriente. Mistress Macatta será uno de los asistentes.
—¿La mujer diputado?
—Sí. Ya sabes, esa que siempre habla de Beneficencia, Leche Pura, Salvemos a los Niños. Imagínate al pobre Jimmy conversando con ella.
—No te preocupes por Jimmy. Sigue hablando.
—Una señora húngara, de una sociedad o partido llamado Joven Hungría. Es condesa y tiene un título impronunciable.
Tragó, como si se sintiera embarazado, y Bundle observó que con los dedos desmenuzaba el pan nerviosamente.
—¿Joven y hermosa? —preguntó con delicadeza.
—Más bien.
—No sabía que George se interesara por la belleza femenina.
—¡Oh, no! La condesa tiene a su cargo una organización de alimentación infantil en Budapest. Naturalmente, ella y mistress Macatta deben trabar conocimiento.
—¿Quién más?
—Sir Stanley Digby.
—¿El ministro del aire?
—Sí. Y su secretario, Terence O'Rourke. También un alemán llamado herr Eberhard. No sé quién es, pero parecen considerarle mucho. Ya he tenido que llevarle a comer dos veces, y puedo asegurarte que no es tarea agradable. No es como la gente de la embajada, todos muy buenas personas. Este hombre sorbe la sopa haciendo un ruido infernal y come los guisantes con el cuchillo. No sólo esto, sino que en cualquier momento se está mordiendo las uñas.
—¡Qué asco!
—¿Verdad que sí? Creo que inventa cosas. Bien, eso es todo. ¡Ah! Se me olvidaba; asimismo asistirá lord Oswald Coote.
—¿Y lady Coote?
—Creo que también.
Bundle permaneció absorta en sus pensamientos durante unos momentos. La lista de Bill era sugestiva, pero carecía de tiempo para pensar en sus posibilidades. Debía pasar al punto siguiente.
—¿Qué es todo eso acerca de Seven Dials, Bill? —preguntó.
Bill pareció muy consternado. Parpadeó y evitó su mirada.
—No sé de qué me hablas —repuso.
—No digas tonterías —observó Bundle—. Me han asegurado que estás completamente al corriente.
—¿Acerca de qué?
La pregunta parecía hecha para ganar tiempo.
—No sé por qué has de querer ser tan misterioso —se quejó Bundle, cambiando de táctica.
—No soy misterioso en absoluto. Nadie va mucho por allí ahora.
Las palabras de Bill parecían un complicado rompecabezas.
—Una se pierde tantas cosas cuando está ausente... —dijo Bundle tristemente.
—No has perdido mucho —repuso Bill—. La gente iba allí sólo para poder decir que lo conocían. Era realmente aburrido y en verdad que el pescado frito puede llegar a cansar.
—¿Dónde iba toda la gente?
—Al Club Seven Dials, desde luego —dijo Bill, mirándola con asombro—. ¿No era eso lo que me preguntabas?
—No lo conocía por ese nombre —repuso ella.
—Así se llamaba un distrito bastante malo por los alrededores de Tottenham Court Road; pero ya lo han derribado. Sin embargo el Club Seven Dials conserva la vieja atmósfera; pescado y patatas fritas y suciedad en general. Es una especie de East End en miniatura, pero bastante adecuado para ir allí después del teatro.
—Supongo que será un club nocturno —comentó Bundle—, en el que se puede bailar.
—Eso sí. Y la clientela es bastante variada: artistas, mujeres raras y algunos de nuestra clase. Se dicen cosas extrañas acerca de él, pero creo que sólo se trata de incitar a la gente a que vaya allí.
—¡Magnífico! —exclamó Bundle—. Iremos esta noche.
—No debiéramos hacerlo —dijo Bill, volviendo a sentirse consternado—. Está ya muy visto. Nadie importante lo frecuenta ahora.
—Pues nosotros iremos.
—No te gustará, Bundle.
—Me vas a llevar al Club Seven Dials, o a ninguna parte. Además, me gustaría saber por qué te niegas a complacerme.
—¿Yo?
—Sí. ¿Cuál es tu secreto?
—¿Mi secreto?
—Deja ya de repetir lo que digo. Lo haces para ganar tiempo.
—No es cierto —repuso Bill, indignado—. Es sólo...
—Yo sabía que había algo. No sabes esconder bien las cosas.
—Nada tengo que esconder; es sólo...
—¿Qué?
—Se trata de una historia muy larga. Una noche llevé a Babe Saint Maur allí...
—¡Oh! Babe Saint Maur otra vez.
—¿Por qué no?
—No sabía que ibas a hablar de ella —repuso Bundle, ahogando un bostezo.
—Como te decía, llevé a Bebe Saint Maur allí. Se le había antojado comer langosta. Yo llevaba una bajo el brazo...
La historia prosiguió. Cuando la langosta fue por último desmembrada en el forcejeo entre Bill y un extraño, Bundle le interrumpió.
—Ya veo —dijo—. ¿Hubo una pelea?
—Sí, pero la langosta era mía. Yo la había comprado y pagado. Tenía perfecto derecho...
—Claro que sí —observó Bundle, apresuradamente—. Pero estoy segura de que ese incidente ya habrá pasado al olvido. Además, no me interesan las langostas. Así es que vamos a ir allí.
—La policía puede presentarse. Hay una habitación en el piso superior donde se juega a los prohibidos.
—Entonces, papá tendrá que dar la cara por mí, eso es todo. Vamos ya, Bill.
Bill parecía muy remiso, pero Bundle no cedía y, finalmente, se encontraron en un taxi que les condujo a Seven Dials.
Aquel lugar se parecía mucho al retrato que Bundle se hiciera de él.
Era una casa alta en una calle estrecha.
Bundle observó cuidadosamente la dirección: Hunstanton Street, número 14.
Un hombre, cuyo rostro le era vagamente conocido, abrió la puerta. Bundle creyó percibir una rápida expresión de asombro en él, antes de saludar respetuosamente a Bill. Era alto, de cabello rubio, rostro más bien delgado y anémico y mirada astuta. Bundle se preguntó dónde lo había visto anteriormente.
Bill había recobrado su equilibrio y se sintió complacido al actuar como guía. Bailaron en el sótano, que estaba lleno de humo, a través del cual se veía a la gente como sumida en una niebla azulada. El olor a pescado frito era el que predominaba en el ambiente.
En la pared había varios bocetos al carbón, algunos de ellos verdaderamente buenos. La concurrencia era extremadamente variada. Orgullosos extranjeros, opulentas judías, algunos miembros de la buena sociedad, y varias señoras que pertenecían a la más antigua profesión del mundo.
Pronto Bill llevó a Bundle al piso alto, en el que se encontraba el hombre de la cara anémica, examinando con ojos de lince a cuantos entraban en la sala de juego. Entonces Bundle recordó.
—Claro —dijo—. ¡Qué tonta soy! Es Alfred, que era segundo lacayo en Chimneys. ¿Cómo está usted, Alfred?
—Muy bien, gracias, lady Eileen.
—¿Cuándo marchó de Chimneys, Alfred? ¿Fue antes de que nosotros regresáramos?
—Hace alrededor de un mes, milady. Tuve la oportunidad de mejorar y me pareció del género tonto no aprovecharla.
—Supongo que le deben pagar muy bien aquí —observó Bundle.
—Muy bien, milady.
A Bundle le pareció que el verdadero objeto del club consistía en aquella habitación. Vio que las apuestas eran grandes y que las personas reunidas alrededor de las dos mesas tenían escrita en la cara su condición de jugadores.
Permanecieron allí alrededor de media hora. Entonces Bill empezó a sentirse inquieto.
—Salgamos de aquí, Bundle, y vayamos a bailar.
Bundle asintió. Nada había que ver ya. Bajaron. Bailaron durante media hora y comieron pescado y patatas fritas, y entonces Bundle se declaró dispuesta a regresar a casa.
—Es muy temprano —protestó Bill.
—No, ya es tarde. Además, mañana tengo muchas cosas que hacer.
—¿Cuáles son?
—¡Oh... oh! —repuso Bundle, misteriosamente—. Pero puedo afirmarte que la hierba no crecerá bajo mis pies.
—Nunca lo ha conseguido —dijo mister Eversleigh.

CAPÍTULO XII
BUNDLE INVESTIGA EN CHIMNEYS


Bundle no había ciertamente heredado el temperamento de su padre, cuya principal característica era una total inercia. Como Bill Eversleigh había apropiadamente observado, la hierba jamás creció bajo los pies de Bundle.
Se levantó llena de energía al día siguiente de la cena con Bill. Tenía tres planes definidos que quería poner en práctica aquel mismo día, y observó que acaso sufriría por la limitación de tiempo y espacio.
Afortunadamente, no adolecía del mismo mal que Gerry Wade, Ronny Devereux y Jimmy Thesiger y saltaba de la cama fácilmente. El propio sir Oswald Coote no hubiera podido encontrar falta en ella en cuanto a madrugar. A las ocho y media, Bundle se dirigía a Chimneys en el Hispano, después de un confortable desayuno.
Su padre pareció medianamente complacido al verla.
—Jamás sé cuándo te presentarás —dijo—, pero al venir me evitas tener que telefonearte. El coronel Melrose estuvo aquí, ayer, acerca de la indagatoria.
El coronel Melrose era el jefe de policía del condado, y viejo amigo de lord Caterham.
—¿Te refieres a la sumaria sobre la muerte de Ronny Devereux? ¿Cuándo se celebrará?
—Mañana, a las doce. Melrose pasará a recogerte. Habiendo sido tú quien encontró el cadáver, tendrás que declarar, pero dijo que no debes alarmarte.
—¿Por qué habría de alarmarme?
—Ya sabes —repuso lord Caterham— que Melrose es algo anticuado.
—A las doce —dijo Bundle—. Bien. Aquí me encontrará, si todavía estoy viva.
—¿Tienes algún motivo para suponer que puedes no estarlo?
—Uno nunca sabe —repuso Bundle—. Es la tensión de la vida moderna, como dicen los periódicos.
—Lo que me recuerda que George Lomax me pidió que fuera a Wyvern Abbey la semana próxima. Naturalmente, me negué.
—Hiciste bien —asintió Bundle—. No queremos verte mezclado en asuntos desagradables.
—¿Habrá algún asunto desagradable? —preguntó lord Caterham, con súbito interés.
—Bien... cartas amenazantes y todo eso —repuso Bundle.
—Quizás asesinen a George —comentó lord Caterham esperanzado—. ¿Qué te parece, Bundle? Acaso sea mejor que vaya, después de todo.
—Contén tus sanguinarios instintos y quédate tranquilamente en casa —repuso Bundle—. Voy a hablar a mistress Howell.
Mistress Howell era el ama de llaves, aquella majestuosa señora que infundió terrores en el corazón de lady Coote. No atemorizaba a Bundle, a quien, por cierto, llamaba miss Bundle, reliquia de los tiempos en que fuera una niña traviesa de largas piernas, antes de que su padre heredara el título.
—Vamos a tomar una taza de chocolate juntas —dijo Bundle al ama de llaves— y, entretanto, me contará lo que haya sucedido de nuevo en la casa.
Obtuvo la información que deseaba sin gran dificultad, tomando notas mentales, como sigue:
«Dos fregatrices, aldeanas; no parece haber nada ahí. Una nueva tercera doncella, sobrina de la primera camarera. Conforme. Howell parece haber intimidado mucho a lady Coote. Es propio de ella.»
—Jamás pensé que llegaría el día en que mis ojos vieran a Chimneys habitado por extraños, miss Bundle.
—Una debe moverse de acuerdo con el tiempo, Howell —repuso Bundle—. Tendrá suerte si nunca ve esta casa dividida en pisos y sus ocupantes sirviéndose en los jardines.
Una sensación de frío recorrió la reaccionaria aristocrática espina dorsal de mistress Howell.
—No he visto jamás a sir Oswald Coote —observó Bundle.
—Sir Oswald Coote es, sin duda, un caballero muy inteligente —dijo mistress Howell, con latente desprecio en la voz.
Bundle supuso que la servidumbre no sentía mucha simpatía por sir Oswald.
—Desde luego, mister Bateman se encargaba de todo —prosiguió el ama de llaves—. Es un caballero muy eficiente, por cierto, que sabe en qué forma deben hacerse las cosas.
Bundle llevó la conversación hacia la muerte de Gerald Wade. Mistress Howell se mostró muy dispuesta a hablar de ella, y prorrumpió en una sarta de lastimeras palabras acerca del pobre caballero, pero Bundle no averiguó nada que no supiera ya. Un rato después se separó de mistress Howell y bajó a la planta baja, llamando a Tredwell.
—¿Cuándo se marchó Alfred?
—Hace alrededor de un mes, milady.
—¿Por qué se fue?
—Por su propia voluntad, milady. Creo que se encuentra en Londres. Yo no estaba descontento de él. Espero que John, el nuevo lacayo, merecerá su aprobación. Parece saber muy bien su trabajo y está siempre dispuesto a dar satisfacción.
—¿De dónde vino?
—Sus referencias eran excelentes, milady. Últimamente estuvo con lord Mount Vernon.
—Comprendo —repuso Bundle, pensativa.
Estaba recordando que lord Mount Vernon se encontraba cazando en África.
—¿Cuál es su apellido, Tredwell?
—Bower, milady.
Tredwell permaneció en silencio y entonces, al ver que Bundle no deseaba preguntarle nada más, salió silenciosamente de la habitación. Bundle estaba sumida en sus pensamientos.
John le había abierto la puerta al llegar por la mañana, habiéndose Bundle fijado en él sin parecer hacerlo. Aparentemente, era un criado perfecto, con una cara carente de expresión. Tenía, acaso, un porte algo más militar que la mayor parte de los criados, y había algo raro en la forma de la parte posterior de su cabeza.
Pero aquellos detalles no tenían gran importancia, pensó Bundle. Estaba sentada, con el ceño fruncido, mirando el papel secante que tenía ante sí, en el cual, involuntariamente, al parecer, estaba escribiendo el nombre Bower una y otra vez.
Súbitamente se le ocurrió una idea y miró con fijeza lo escrito. Entonces llamó nuevamente a Tredwell.
—¿Cómo se escribe el apellido Bower, Tredwell?
—BAUER, milady.
—No es apellido inglés.
—Creo que es de origen suizo, milady.
—¡Ah! Eso es todo, Tredwell. Gracias.
¿De origen suizo? ¡No! Alemán. Aquel porte marcial, la forma de la cabeza. Y había llegado a Chimneys quince días antes de la muerte de Gerry Wade.
Bundle se puso en pie. Había averiguado cuanto podía en Chimneys. Quedaban otras cosas por hacer, y fue en busca de su padre.
—Me voy —dijo—. Tengo que ver a tía Marcia.
—¿Vas a ver a Marcia? —la voz de lord Caterham estaba henchida de asombro—. ¿Cómo se te ha ocurrido eso, criatura de Dios?
—Por una vez —repuso Bundle— voy a visitarla por propia voluntad.
Lord Caterham la miraba sin salir de su asombro. Era totalmente incomprensible para él que alguien tuviera el deseo de visitar a su temible cuñada. Marcia, marquesa de Caterham, viuda de su difunto hermano Henry, era una personalidad importante. Lord Caterham admitía que había sido una buena esposa para Henry y que, de no haber sido por ella, su hermano acaso jamás hubiera llegado a ser secretario de Estado de Asuntos Exteriores. Por otra parte, él siempre consideró la muerte de Henry como una misericordiosa liberación.
Le pareció que Bundle estaba metiéndose, tontamente, en la boca del lobo.
—No creo que debieras hacerlo —dijo—. No sabes a dónde puede llevarte.
—Espero saberlo, papá —contestó Bundle—. No te preocupes de mí. Sé cuidarme bien.
Lord Caterham suspiró y se acomodó en su asiento, sumiéndose nuevamente en la lectura de Field. Pero un momento después, Bundle volvió a asomar la cabeza.
—Lo siento —dijo—, pero quiero preguntarte otra cosa. ¿Qué es sir Oswald Coote?
—Ya te lo dije; una apisonadora.
—No me refiero a tu impresión personal acerca de él. Quiero saber cómo ha ganado su dinero. ¿Fabrica, quizá, botones para pantalones, hojas de afeitar o camas de latón?
—Ah, ya veo. Está en el negocio del acero. Tiene las mejores acerías de Inglaterra. Desde luego, no las dirige personalmente, ahora. Ha formado una Compañía o varias Compañías, no estoy muy seguro de ello. Me hizo director de algo. Es muy interesante para mí. No tengo que hacer sino ir a la City una o dos veces al año, a uno de los grandes hoteles de Canon Street o Liverpool Street, y sentarme a una mesa en la cual colocan carpetas con bonito papel secante. Entonces Coote, o algún otro individuo inteligente, pronuncia un discurso lleno de cifras, al que no debe uno necesariamente prestar atención. Te asombraría saber el magnífico almuerzo que se acostumbra servir después de escuchar estas parrafadas.
Bundle no sentía el menor interés por aquellos almuerzos y salió dejando a su padre con la palabra en la boca. De regreso a Londres trató de analizar los datos averiguados.
En cuanto ella podía ver, el acero y la beneficencia infantil no guardaban relación entre sí. Uno de los dos, presumiblemente el último, era superfluo. Mistress Macatta y la condesa húngara podían ser descartadas. No eran sino un camuflaje. El eje de todo aquello parecía ser el poco atractivo herr Eberhard. No era, con seguridad, la clase de persona a quien George Lomax invitaría normalmente. Bill había dicho, en forma harto vaga, que inventaba cosas. Después estaban el ministro del Aire, y sir Oswald Coote, con sus negocios de acero. Todo ello parecía guardar una profunda relación.
Puesto que era inútil seguir especulando, Bundle se concentró en la inminente visita a lady Caterham.
La dama vivía en una gran casa triste, situada en una de las plazas de Londres, en un sector residencial. El interior olía a lacre, alpiste y flores mustias. Lady Caterham era una mujer grande; grande en todo sentido. Sus proporciones eran majestuosas. Tenía una enorme nariz ganchuda, usaba lentes con montura de oro y en su labio superior aparecía una ligera insinuación de un bigote.
Se sintió sorprendida al ver a su sobrina, a quien ofreció una frígida mejilla, que Bundle besó debidamente.
—Tu visita constituye para mí un inesperado placer, Eileen —dijo.
—Hace poco que hemos regresado, tía Marcia.
—Ya lo sé. ¿Cómo está tu padre? Supongo que como de costumbre.
Había menosprecio en sus palabras. Tenía una pobre opinión de Alastair Edward Brent, noveno marqués de Caterham.
—Papá está bien; le he dejado en Chimneys.
—Sí. Jamás he aprobado, Eileen, que arrendarais Chimneys. El lugar puede ser considerado, en muchos aspectos, como un monumento histórico. No debe ser profanado.
—Debió haber sido maravilloso en vida de tío Henry —dijo Bundle, con un suspiro.
—Henry se daba cuenta de cuáles eran sus responsabilidades —repuso su viuda.
—¡Y pensar que los principales estadistas de Europa fueron invitados allí! —exclamó Bundle, extáticamente.
Lady Caterham suspiró.
—Más de una vez se han escrito en esa casa capítulos de la Historia —observó—. Si tu padre tan sólo...
Meneó la cabeza tristemente.
—A papá le aburre la política —dijo Bundle—, y, sin embargo, constituye el más fascinante estudio que existe, especialmente cuando se conocen sus interiores.
Hizo esta extravagante y falsa manifestación de sus sentimientos sin sonrojarse en lo más mínimo. Su tía la miró con clara sorpresa.
—Me complace oírte hablar así —observó—. Siempre imaginé que sólo te interesaba divertirte.
—Eso era antes —repuso Bundle.
—Es cierto que eres todavía muy joven —musitó lady Caterham pensativa—. Pero dada tu posición social, y mediante un matrimonio conveniente, podrías convertirte en la esposa de uno de los más importantes personajes políticos del día.
Bundle se sintió ligeramente alarmada. Por un momento temió que su tía le hubiera ya escogido marido.
—Pero me siento tan incierta —dijo Bundle—; quiero decir, sé tan poco.
—Eso puede remediarse fácilmente —repuso lady Caterham, con vivacidad—. Puedo prestarte cuantos libros sean necesarios para mejorar tus conocimientos.
—Gracias, tía Marcia —contestó Bundle.
Acto seguido dispuso su segunda línea de premeditado ataque.
—¿Conoces a mistress Macatta, tía Marcia?
—Claro que sí. Es una estimable señora, de privilegiado talento. Por regla general, no me parece bien que las mujeres se presenten a las elecciones. Pueden hacer sentir su influencia de una manera más femenina.
Hizo una pausa para recordar, sin duda, la forma femenina en que obligó a su renuente marido a dedicarse a la política y el maravilloso éxito que coronó sus esfuerzos.
—Pero los tiempos cambian, y la obra que mistress Macatta lleva a cabo es de indudable interés nacional y de gran valor para todas las mujeres. Sería muy conveniente que trabaras conocimiento con ella.
Bundle suspiró.
—Asistirá a una reunión en casa de George Lomax la semana próxima —dijo—. George invitó a papá, que, naturalmente, no quiere ir, pero no se le ocurrió invitarme a mí. Supongo que me cree muy tonta.
Lady Caterham pensó que su sobrina estaba muy cambiada. ¿Se debía, acaso, a unos amores desgraciados? En su opinión, un desengaño amoroso es muy conveniente para las jovencitas. Las obliga a tomar la vida en serio.
—Imagino que George no se habrá todavía dado cuenta de que tú, ¿cómo diría yo?, has crecido —observó lady Caterham—. Querida Eileen, hablaré con él.
—No le gusto —afirmó Bundle— y no me invitará.
—¡Tonterías! —dijo tía Marcia—. Insistiré en que lo haga. Conozco a George Lomax desde que era así de alto —continuó, señalando una altura imposible en un niño—. Estará encantado de complacerme. Y le haré ver cuan vitalmente importante es que las jóvenes de nuestra clase sientan un inteligente interés por el bienestar y la prosperidad de su país.
Bundle estuvo a punto de asentir vigorosamente, pero se contuvo.
—Te buscaré algunos libros interesantes —dijo lady Caterham, levantándose—. ¡Miss Connor! —llamó, con voz aguda.
Una secretaria, de expresión asustada, se presentó corriendo. Lady Caterham le dio diversas instrucciones.
Pocos minutos después, Bundle conducía su coche hacia Brook Street con un montón de volúmenes de ciencias políticas.
Su próximo paso fue llamar inmediatamente a Jimmy Thesiger.
—¡Lo he arreglado! —exclamó Jimmy, con voz triunfante—. Tuve bastante dificultad con Bill, pero, por fin, le convencí. Se le había metido en la cabeza que yo sería el cordero rodeado de lobos. Estoy estudiando una cantidad enorme de folletos y libros de todos colores: el libro blanco de aquí, el libro rojo de allá. A propósito, ¿has oído alguna vez hablar de la disputa fronteriza de Santa Fe?
—Jamás —repuso Bundle.
—Lo he escogido como tema principal. Hoy en día es necesario especializarse en algo.
—Yo también tengo papeluchos de la misma clase —dijo Bundle—. Tía Marcia me los ha dado.
—¿Tía qué?
—Tía Marcia, la cuñada de papá. Está muy metida en política. En realidad, hará que George Lomax me invite a la reunión.
—¡Espléndido! —exclamó Jimmy.
Tras una ligera pausa, prosiguió:
—Creo que será mejor que no digamos nada de esto a Loraine, ¿no te parece?
—Desde luego.
—Quizá no le gustara que la dejáramos fuera de este asunto, y creo que debemos evitar que se mezcle en él.
—Tienes razón.
—Quiero decir que no podremos permitir de ninguna manera que una muchacha como ella corra peligro alguno.
Bundle pensó que el tacto de mister Thesiger dejaba algo que desear. La posibilidad de que ella, Bundle, corriera peligro, no le preocupaba en absoluto.
—¿Está usted ahí todavía? —preguntó Jimmy.
—Sí. Estaba pensando.
—Ya veo. ¿Irá a la información mañana?
—Sí. ¿Y usted?
—También. A propósito, la noticia aparece en los periódicos de la tarde, perdida en un rincón. Hubiera creído que le darían mayor relieve, mayor espacio en la Prensa.
—Sí. Es raro que no lo hayan hecho.
—Bien —dijo Jimmy—, debo proseguir con mis estudios políticos. Estoy en el momento en que Bolivia nos mandó una nota de protesta.
—Supongo que debo hacer lo mismo que usted —dijo Bundle—. ¿Va a dedicarse a ello toda la noche?
—Creo que sí. ¿Y usted?
—Probablemente también. Adiós.
Ambos eran unos embusteros redomados. Jimmy Thesiger sabía perfectamente que había invitado a Loraine Wade a cenar.
En cuanto a Bundle, apenas colgó el auricular procedió a vestirse con diversas prendas que, en realidad, pertenecían a su doncella. Una vez vestida, salió, pensando en cuál de los dos medios populares de transporte, el autobús y el «metro», sería más adecuado para ir al Club Seven Dials.

CAPÍTULO XIII
EL CLUB DE SEVEN DIALS


Alrededor de las seis de la tarde, Bundle llegó al número 14 de la calle Hunstanton. En aquel momento, como había supuesto, no había nadie en el Club Seven Dials. Su objeto era sencillo: quería ver a Alfred. Estaba convencida de que, una vez le hubiese hablado, todo resultaría fácil. Bundle tenía un sencillo sistema autocrático de tratar a los criados, que no acostumbraba a fallar.
Lo único de que no estaba cierta era del número de personas que vivían en la casa. Naturalmente, deseaba que su presencia allí fuera conocida por el menor número posible de curiosos.
Mientras pensaba en cuál sería su mejor plan de ataque, el problema se resolvió fácilmente, en forma singular. La puerta del número 14 se abrió y Alfred apareció en el umbral.
—Buenas noches, Alfred —dijo Bundle, con voz agradable.
Alfred se sobresaltó.
—¡Oh! Buenas tardes, milady. De momento, no había reconocido a milady —repuso.
Rindiendo tributo mental a los vestidos de su doncella, Bundle fue directamente al asunto que le interesaba.
—Quiero hablar con usted, Alfred. ¿Dónde puedo hacerlo?
—Bien... realmente, milady... no sé... Este barrio no es muy...
Bundle le interrumpió.
—¿Quién hay en el club ahora?
—Nadie, milady.
—Pues vamos allá.
Alfred sacó una llave y abrió la puerta. Bundle entró. Alfred, preocupado y obediente, la siguió. Bundle tomó asiento y miró al desconcertado Alfred.
—Supongo que sabe que lo que está usted haciendo aquí es contrario a la ley —empezó.
Alfred se movió intranquilo, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
—Cierto es que la policía ha registrado el club en dos ocasiones —admitió—, pero no encontraron nada comprometedor, debido a la forma en que mister Mosgorovky hace las cosas.
—No me refiero sólo al juego —dijo Bundle—. Hay algo más, fuera de esto, que probablemente usted no sabe. Voy a hacerle una pregunta y quisiera que me contestara la verdad. ¿Cuánto le pagaron para que dejara su empleo en Chimneys?
Alfred vaciló durante un momento, tragó tres o cuatro veces y entonces tomó el curso inevitable de una voluntad débil opuesta a una fuerte.
—Fue así, milady. Mister Mosgorovky vino a Chimneys con un grupo de visitantes, en una ocasión en que la casa estaba abierta al público. Mister Tredwell se sentía indispuesto y me incumbió acompañar a las visitas. Después de recorrer las dependencias, mister Mosgorovky se retrasó y, luego de darme una buena propina, empezó a hablarme.
—Sí —dijo Bundle, animándole a proseguir.
—En resumidas cuentas —siguió diciendo Alfred, dando ímpetu a su relato—, me ofrecía cien libras si dejaba mi trabajo en aquel momento y venía aquí para encargarme del club. Prefería a alguien que estuviera acostumbrado a servir a personas de la buena sociedad, para darle tono al club, según me dijo. Me pareció absurdo desaprovechar tan buena oportunidad, teniendo en cuenta que, además, me ofreció un sueldo tres veces mayor que el que estaba ganando.
—Cien libras —murmuró Bundle—. Es una cantidad apreciable, Alfred. ¿Se mencionó algo acerca de quién habría de sustituirle en el cargo que ocupaba en Chimneys?
—Opuse algunas dificultades en cuanto a dejar mi trabajo en el acto. Indiqué que no era correcto hacerlo puesto que podría causar algunos inconvenientes, pero mister Mosgorovky dijo que conocía a un joven que había hecho esa clase de trabajo, que podría reemplazarme en el momento. Entonces le hablé a mister Tredwell y todo se arregló satisfactoriamente.
Bundle asintió. Sus sospechas habían sido correctas y el modus operandi fue como ella intuyera. Siguió preguntando:
—¿Quién es mister Mosgorovky?
—El caballero que dirige este club. Es un caballero ruso muy inteligente.
Bundle no siguió pidiendo información, por el momento, y habló de otros asuntos.
—Cien libras es una gran suma de dinero, Alfred.
—Mayor que cualquiera que jamás haya poseído, milady —repuso Alfred, con candidez.
—¿No sospechó jamás que podía tratarse de algo turbio?
—¿Turbio, milady?
—Sí. No hablo del juego, sino de otra cosa mucho más grave. Supongo que no querrá ir a parar a la cárcel, ¿verdad, Alfred?
—¡Oh, Dios mío, milady! ¿Habla usted en serio?
—Estuve en Scotland Yard anteayer —prosiguió Bundle, en tono impresionante— y oí algunas cosas curiosas. Quiero que usted me ayude, Alfred, y si algo sucede, si las cosas toman mal cariz, procuraré que nada le pase.
—Estoy dispuesto a hacer cuanto pueda por usted, milady.
—Bien, pues —dijo Bundle—. Ante todo, quiero recorrer el club, hasta el último rincón.
Acompañada del atemorizado Alfred, llevó a cabo una cuidadosa inspección, sin encontrar nada que le llamara la atención, hasta llegar a la sala de juego. Allí observó una misteriosa puerta en un rincón, cerrada con llave.
Alfred habló rápidamente.
—Es una puerta de escape, milady. Tras ella hay una habitación con una salida que da a una escalera que recae a la calle vecina. Por ahí se marchan los caballeros cuando viene la policía.
—¿Y la policía no se ha dado nunca cuenta de ella?
—Está muy bien disimulada, milady. Parece un aparador.
Bundle se sintió excitada.
—Debo entrar ahí —dijo.
Alfred negó con la cabeza.
—No es posible, milady. Mister Mosgorovky tiene la llave.
—Bueno —observó Bundle—. Hay otras llaves.
Observó que la cerradura era corriente y que, con toda probabilidad, podría ser abierta fácilmente. Alfred, asustado, obedeció la orden de Bundle de traer todas las llaves de la casa. La cuarta que Bundle probó abrió la puerta.
Bundle se encontró en una habitación pequeña y deslustrada, en cuyo centro había una mesa rodeada de sillas. No se veían otros muebles. A cada lado de la chimenea había un aparador incrustado en la pared. Alfred señaló el más cercano, con una inclinación de cabeza.
—Ése es —dijo.
Bundle trató de abrirlo, pero estaba cerrado y observó que la cerradura era de una clase que sólo podría abrirse con su propia llave.
—Es muy ingenioso —explicó Alfred—. Cuando está abierta, la puerta queda muy disimulada con estanterías. Nadie sospecharía nada, pero al apretar cierta parte, todo el aparador gira sobre unos goznes.
Bundle estaba examinando la habitación con sumo cuidado. Observó que la puerta por la que entrara estaba forrada, para que aislara la habitación de ruidos. Entonces sus ojos se posaron en las sillas. Eran siete en total, tres a cada lado de la mesa y una mayor bien centrada en la cabecera.
Los ojos de Bundle brillaron. Había encontrado lo que estaba buscando. Estaba segura de que aquel lugar era el punto de reunión de la organización secreta. Era algo perfecto. Se llegaba allí por la sala de juego, o por la entrada secreta, y todas aquellas precauciones quedaban fácilmente explicadas por el juego de la habitación vecina.
Estaba pensando en estas cosas cuando, inadvertidamente, pasó la mano por la repisa de la chimenea. Alfred interpretó erróneamente aquel movimiento.
—Está limpia, milady —dijo—. Mister Mosgorovky ordenó esta mañana que se arreglara esta habitación y yo lo hice mientras él estaba aquí.
—¡Oh! —exclamó Bundle, pensando furiosamente—. Esta mañana, ¿eh?
—Algunas veces hay que hacerlo —dijo Alfred—. Aunque esta habitación no se usa casi nunca.
Un instante después recibió una desconcertante sorpresa.
—Alfred —dijo Bundle—, tiene que encontrarme un sitio en esta habitación en el que pueda esconderme.
Alfred la miró con expresión desmayada.
—Es imposible, milady. Me buscará usted un disgusto y me hará perder mi empleo.
—Lo perderá de todas maneras cuando vaya a la cárcel —repuso Bundle seria—. Pero, en realidad, no debe asustarse, pues nadie se enterará.
—No hay sitio alguno en que pueda esconderse —gimoteó Alfred—. Véalo usted misma, milady, si no me cree.
Bundle se vio obligada a admitir que la alegación de Alfred era cierta, pero estaba poseída por el verdadero espíritu de aventuras.
—¡Mil rayos! —repuso con determinación—. Tiene que haber uno.
—Pero no lo hay.
Jamás habitación alguna apareció menos apropiada para esconderse en ella. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos por descoloridos visillos y no había cortinas en la puerta, ni en lugar alguno. El antepecho de la ventana tenía en su parte exterior sólo cuatro pulgadas de anchura. Dentro de la habitación solamente había la mesa, las sillas y los aparadores.
El segundo aparador tenía la llave puesta. Bundle se dirigió hasta él y lo abrió, revelando su interior lleno de vasos y vajilla.
—Es cristalería y loza de repuesto, que no usamos —explicó Alfred—. Usted misma puede ver, milady, que no hay sitio para esconder ni un gato.
Pero Bundle estaba examinando las estanterías.
—¿Hay algún sitio abajo en el que guardar todo esto? —preguntó señalando el contenido del aparador—. ¿Sí? ¡Magnífico! Entonces traiga una bandeja y empiece a trasladarlo todo. De prisa; no hay tiempo que perder.
—Es imposible, milady. Además, se está haciendo tarde. Los cocineros llegarán en seguida.
—Ese mister Nosgo-no-sé-cuántos no vendrá sino más tarde, supongo.
—No suele aparecer antes de medianoche. Pero milady...
—No hable tanto, Alfred —le interrumpió Bundle—. Busque esa bandeja. Si sigue aquí remoloneando, se buscará un disgusto.
Haciendo lo que comúnmente se conoce como «estrujándose las manos», Alfred salió de la habitación. No tardó en regresar con una bandeja y, comprendiendo que era inútil discutir con Bundle, empezó a trabajar con energía.
Como ella imaginaba, los estantes fueron fáciles de quitar. Los amontonó junto al aparador y entró en su interior.
—¡Aja! —observó—. Es bastante estrecho. Cierre la puerta con cuidado, Alfred. Así. Sí, puede hacerse. Ahora quiero una barrena.
—¿Una barrena, milady?
—Eso he dicho.
—No creo...
—Debe de haber una en la casa; quizá tengan también un berbiquí. Si no hay, tendrá que ir a comprar uno.
Alfred salió y regresó pocos momentos después provisto de una buena colección de herramientas. Bundle encontró lo que quería y procedió rápidamente a taladrar un agujero al nivel de su ojo derecho. Lo hizo desde el exterior, para que fuera menos visible, no osando perforarlo demasiado grande para evitar llamar la atención.
—Ya está —dijo, finalmente.
—¡Oh, sí, milady...! Milady...
—¿Qué?
—La encontrarán si abren la puerta.
—No la abrirán —repuso Bundle—, porque usted la cerrará y se llevará la llave.
—¿Y si mister Mosgorovky, por casualidad, la pidiera?
—Dígale que se ha perdido —contestó Bundle—. Pero nadie se preocupará por este aparador. Sólo está aquí para hacer pareja con el otro. Ahora, váyase, Alfred. Alguien puede llegar en cualquier momento. Enciérreme en el aparador y sáqueme cuando todo el mundo se haya ido.
—Se sentirá usted mal ahí, milady. Se desmayará...
—No me desmayo nunca —repuso Bundle—. Pero podría usted traerme un combinado. Lo necesitaré. Después, cierre la puerta de la habitación también y devuelva las llaves a su sitio. Y no tema, Alfred. Recuerde que si las cosas van mal yo le ayudaré.
«Y ahora, a esperar lo que ocurra», se dijo Bundle cuando, habiéndole Alfred traído el combinado, se encontró encerrada en el aparador.
No temía que Alfred la traicionara. Sabía que el miedo del criado era demasiado grande para hacerlo. Además, su práctica como lacayo le ayudaba a esconder sus emociones.
Sólo una cosa preocupaba a Bundle.
Quizás interpretase erróneamente el significado de la limpieza llevada a cabo aquella mañana en la habitación. Si así fuera... Bundle suspiró en la estrechez del aparador. El pensamiento de que debería permanecer encerrada en él varias horas no era atractivo ni mucho menos.

CAPÍTULO XIV
LA REUNIÓN DE LAS SIETE ESFERAS


Será mejor pasar lo más rápidamente posible sobre los sufrimientos de Bundle durante las siguientes cuatro horas. Encontró que su posición era extremadamente incómoda. Imaginó así que la reunión, si alguna iba a celebrarse, tendría lugar cuando el club se encontrara en el momento de mayor ajetreo, probablemente entre medianoche y las dos de la madrugada.
Creyó que deberían ser, por lo menos, las seis de la mañana cuando un agradable sonido, producido por una puerta al abrirse, llegó hasta sus oídos.
Un instante después se encendió la luz eléctrica. El murmullo de voces que oyera durante un momento cesó tan súbitamente como empezara. Bundle oyó cerrarse un cerrojo. No cabía duda de que alguien había entrado, viniendo de la sala de juego.
Unos segundos después aquella persona cayó en su línea de visión, bastante restringida ciertamente, pero que cumplía el fin premeditado. Un hombre alto, de anchos hombros y de aspecto fornido, con barba negra, apareció ante su ojo. Bundle recordó haberle visto en una de las mesas de baccarat la noche anterior.
Ese debía ser, pues, el misterioso caballero ruso propietario del club; el siniestro mister Mosgorovky. El corazón de Bundle latió apresuradamente. Se parecía tan poco a su padre, que en aquellos instantes se gozó en la estrechez de su confinamiento.
El ruso permaneció unos momentos junto a la mesa, acariciándose la barba. Después sacó un reloj de bolsillo y consultó la hora. Movió la cabeza en señal de satisfacción y, metiendo la mano al bolsillo, sacó algo que Bundle no pudo ni siquiera ver. Luego, desapareció de su vista.
Cuando reapareció, Bundle casi no logró reprimir una exclamación de asombro.
Su cara estaba cubierta por una máscara muy alejada del tipo convencional. No tenía la forma de la cara. Era un simple pedazo de tela que le cubría las facciones, como una cortina, con dos agujeros correspondientes a los ojos. Era redonda y en ella se había pintado una esfera de reloj, con las manecillas señalando las seis.
«¡Las Siete Esferas!», se dijo Bundle.
Y en aquel instante oyó un nuevo ruido: una discreta llamada a la puerta.
Mosgorovky se dirigió al lugar en el que Bundle sabía se encontraba el otro aparador. Oyó un ruido seco y unas voces que hablaban un idioma extranjero.
Poco después tuvo a los recién llegados ante su vista. También llevaban máscaras con esferas pintadas, pero las manecillas no señalaban las seis, sino las cinco y las cuatro, respectivamente. Ambos hombres vestían de etiqueta. Uno de ellos era un joven alto, vestido con un traje de corte exquisito. La gracia de sus movimientos parecía extranjera más que inglesa. El otro podía ser más bien descrito como fuerte y delgado. La ropa le caía bien, pero nada más, y Bundle supuso su nacionalidad, incluso antes de que hablara.
—Veo que somos los primeros en llegar —dijo con fuerte acento americano, en el que se notaba un ligero deje irlandés.
El joven elegante habló un buen inglés, aunque algo afectado.
—Tuve mucha dificultad en venir esta noche. Estas cosas no se arreglan siempre en forma satisfactoria. Contrariamente al número cuatro, yo no soy dueño de mis actos.
Bundle trató de adivinar su nacionalidad. Antes de que hablara le creyó francés, pero su acento no correspondía al de los naturales del vecino país. Pensó que podía ser austríaco o húngaro, o incluso ruso.
El americano fue al otro lado de la mesa y Bundle oyó el ruido de la silla al ser arrastrada.
—La una tiene un éxito fantástico —dijo—. Le felicito por haberse arriesgado tanto.
El cinco se encogió de hombros.
—A menos que uno se arriesgue... —dijo sin concluir la frase.
Se oyeron siete golpes y Mosgorovky se dirigió hacia la puerta secreta.
Durante algunos momentos Bundle no observó nada, puesto que se encontraba fuera de su vista, pero poco tiempo después pudo escuchar la voz del ruso:
—¿Empezamos la reunión?
Rodeó la mesa dirigiéndose hacia la cabecera. Tomó asiento junto a la silla allí dispuesta, dando frente al aparador en el que se encontraba Bundle. El elegante cinco se sentó a su lado; la tercera silla estaba fuera de la vista de Bundle, pero el americano, cuyas manecillas señalaban las cuatro, permaneció frente al agujero unos momentos antes de dirigirse a su asiento.
Sólo dos sillas podía ver en el lado más cercano de la mesa, y mientras ella miraba, una mano inclinó la segunda, que era, en realidad, la del medio. Y entonces, moviéndose rápidamente, uno de los recién llegados pasó junto al aparador y se sentó dando frente a Mosgorovky, y de espaldas, naturalmente, a Bundle. Y era esa espalda lo que Bundle miraba con gran interés, pues correspondía a una singularmente hermosa dama, muy escotada.
Fue ella la primera en hablar. Su voz era musical, extranjera, con una seductora nota. Miraba hacia la silla vacía en la cabecera de la mesa.
—¿Tampoco esta noche veremos al número siete? —preguntó—. Díganme, amigos míos, ¿le veremos alguna vez?
—Eso no es bueno, nada bueno —dijo el americano—. En cuanto al siete, estoy empezando a creer que no existe tal persona.
—Le aconsejo que no piense tal cosa, amigo mío —repuso el ruso con voz agradable.
Se produjo un silencio que Bundle reputó incómodo.
Seguía mirando, fascinada, la hermosa espalda ante su ojo. Extrañamente debajo del hombro derecho había un pequeño lunar que hacía resaltar la blancura de la piel. Bundle sintió en aquel momento que la expresión «hermosa aventurera» adquiría significado. Poseía la certeza de que aquella mujer era hermosa y que los ojos de su atezado rostro eslavo brillaban apasionadamente.
La voz del ruso, quien parecía actuar de maestro de ceremonias, la sacó de su abstracción.
—¿Les parece que empecemos?
Hizo un curioso gesto con la mano hacia la inclinada silla junto a la mujer, que los demás imitaron.
—Quisiera que el número dos estuviera con nosotros esta noche —continuó—. Quedan muchas cosas por hacer. Se han presentado dificultades insospechadas y han de tratarse.
—¿Ha recibido usted su informe? —preguntó el americano.
—Hasta el momento, nada sé de él —Se produjo una pausa—. No puedo comprenderlo.
—¿Cree que se haya... descarriado?
—Es una posibilidad.
—En otras palabras —dijo el número cinco con voz suave—, hay peligro.
Pronunció esa palabra delicadamente, pero pareció gozarse en ella.
El ruso asintió enfáticamente.
—Sí, lo hay. Se está sabiendo demasiado acerca de nosotros y de este lugar. Conozco a varias personas que sospechan. —Y fríamente añadió—: Deben ser silenciadas.
Bundle sintió un frío temblor recorrerle la espina dorsal. ¿Sería ella silenciada si la encontraban allí? Una palabra pronunciada en la habitación la devolvió a la realidad.
—¿No se ha aclarado nada de lo sucedido en Chimneys?
Mosgorovky negó.
—Nada. El número cinco se inclinó de pronto hacia delante.
—Yo estoy de acuerdo con Anna. ¿Dónde está nuestro presidente, el número siete? ¿No le veremos jamás? Eso me intriga.
—El número siete —repuso el ruso— trabaja a su manera.
—Eso es lo que usted siempre nos dice.
—Y añadiré algo —siguió Mosgorovky—. ¡Ay del hombre, o la mujer, que se enfrente!
Siguió un extraño silencio.
—Debemos seguir con nuestros negocios —prosiguió Mosgorovky tranquilamente—. ¿Tiene usted los planos de Wyvern Abbey, número tres?
Bundle aguzó el oído. Hasta aquel momento no había visto ni oído al número tres. Le oyó entonces y, en su tono agradable e indistinto, reconoció su voz como la de un inglés educado.
—Los tengo aquí, señor.
Unos papeles fueron depositados encima de la mesa. Todos se inclinaron hacia delante. Un momento después Mosgorovky levantó la cabeza.
—¿Y la lista de invitados?
—Aquí está.
El ruso la leyó.
—Sir Stanley Digby, mister Terence O'Rourke, sir Oswald y lady Coote, mister Bateman, condesa Ana Radzky, mistress Macatta, mister James Thesiger. —Hizo una pausa y después preguntó—: ¿Quién es mister James Thesiger?
El americano rió.
—Creo que no debe usted preocuparse por él. Es uno de esos borricos modernos.
—Herr Eberhard y mister Eversleigh. Eso completa la lista.
«¿Ah, sí? —pensó Bundle—. ¿Y qué hay de la encantadora lady Eileen Brent?»
—En efecto, no parece haber por ahora nada que pueda preocuparnos —dijo Mosgorovky. Luego miró a los reunidos—. Supongo que no habrá duda alguna en cuanto al valor del invento de Eberhard.
El hombre cuya esfera señalaba las tres de la tarde replicó brevemente:
—Ninguna.
—Comercialmente debe valer millones —prosiguió el ruso—. E internacionalmente... sabemos todos demasiado de la ambición de algunas naciones.
Bundle tuvo la idea de que, tras su máscara, sonreía desagradablemente.
—Sí —prosiguió—. Una mina de oro.
—Que bien vale algunas vidas —observó el número cinco, riendo cínicamente.
—Pero ya saben ustedes lo que son los inventores —dijo el americano—. Algunas veces los frutos de su ingenio no dan resultado.
—Un hombre como sir Oswald Coote no se habrá equivocado —objetó Mosgorovky.
—En mi calidad de aviador —interpuso el americano—, creo que es perfectamente factible. Se ha hablado de ello durante varios años, pero fue necesario el genio Eberhard para llevarlo a buen fin.
—Bien —dijo Mosgorovky—. No creo que debamos discutir este asunto ya. Todos ustedes han visto los planos. No me parece que nuestro plan original pueda ser mejorado. A propósito, he oído decir que se encontró una carta de Gerald Wade, en la que se menciona esta organización. ¿Quién la encontró?
—Lady Eileen Brent, la hija del aristócrata lord Caterham.
—Bauer debió haber sido más precavido —dijo Mosgorovky—. Fue un descuido de su parte. ¿A quién estaba dirigida la carta?
—Creo que a su hermana.
—Es un incidente desgraciado —observó Mosgorovky—, pero nada puede hacerse respecto a él. Mañana se celebra la encuesta sobre la muerte de Ronald Devereux. ¿Han sido tomadas las medidas necesarias?
—Por todas partes han surgido comentarios acerca de muchachos que estaban disparando sus rifles al azar —dijo el americano.
—Entonces todo deberá ir bien. Creo que nada más hay que decir, y que debemos todos felicitar al número uno y desearle suerte en el papel que ella debe representar.
—¡Hurra! —gritó el número cinco—. ¡Por Anna!
Las manos de los reunidos se levantaron en el gesto que Bundle observara anteriormente.
—¡Por Anna!
El número uno dio las gracias con un típico gesto extranjero. Después se puso en pie y los demás lo imitaron. Por vez primera Bundle vio al número tres cuando ayudó a Anna a ponerse la capa: era un hombre alto y de fuerte constitución.
Entonces los reunidos salieron por la puerta secreta, que Mosgorovky cerró tras ellos. Esperó unos momentos y Bundle le oyó abrir la otra puerta y salir por ella, después de apagar la luz.
Dos horas más tarde, Alfred, pálido y ansioso, abrió el aparador en que Bundle estaba escondida. Ella casi cayó en sus brazos y el criado se vio obligado a sostenerla.
—No es nada —dijo Bundle—. Tengo las piernas doloridas, eso es todo. Déjeme sentar un momento.
—¡Oh, Dios mío, milady! Ha sido terrible.
—¡No tanto! —repuso Bundle—. Todo ha salido muy bien. No se asuste ahora que todo ha pasado. Pudo haber salido mal, pero, a Dios gracias, no ha sido así.
—Por fortuna, milady. He estado temblando toda la noche. Es gente muy rara, milady.
—Puede usted asegurarlo, Alfred —observó Bundle, frotándose vigorosamente brazos y piernas—. En realidad, hasta esta noche había creído que gente de tal clase sólo existía en las novelas. En esta vida, Alfred, siempre se aprende algo.

CAPÍTULO XV
LA ENCUESTA


Bundle llegó a su departamento alrededor de las seis de la mañana. A las nueve y media estaba ya levantada y vestida y llamó a Jimmy Thesiger por teléfono.
La rapidez con que contestó le causó alguna sorpresa, que se disipó cuando él le explico que asistiría a la encuesta.
—Yo también —dijo Bundle—. Y tengo muchas cosas que contarle.
—¿Quiere que pase a recogerla y hablaremos por el camino?
—Muy bien, pero hágalo con tiempo suficiente para pasar por Chimneys, pues el jefe de policía avisó que iría a buscarme.
—¿Por qué lo hace?
—Porque es un hombre muy bondadoso.
—También lo soy yo —observó Jimmy.
—¡Oh! Usted... usted es un borrico —dijo Bundle—. Anoche oí a alguien que lo dijo.
—¿Quién fue?
—Un judío ruso. No, no fue él, sino...
Pero una indignada protesta la acalló.
—Quizá sea un borrico —dijo Jimmy—. Creo, incluso, que lo soy, pero no estoy dispuesto a consentir que un judío ruso diga eso de mí. ¿Qué hizo usted anoche?
—Eso es lo que le contaré después —contestó Bundle—. Hasta luego.
Colgó el auricular, dejando a Jimmy agradablemente interesado. Tenía la mejor opinión de la capacidad de Bundle.
«Ha estado haciendo algo interesante —pensó, mientras apuraba apresuradamente su taza de café—. Estoy seguro de ello.»
Veinte minutos después su pequeño coche de dos asientos se detuvo ante la casa de Brook Street, y Bundle, que le había estado esperando, bajó rápidamente. Jimmy no era, por regla general, muchacho muy observador, pero notó las ojeras que le circundaban los ojos y su aspecto de haberse acostado muy tarde la noche anterior lo delataba.
—Vamos a ver —dijo mientras se dirigían hacia los suburbios—. ¿Qué ha estado haciendo?
—Ahora se lo contaré todo —repuso Bundle—, pero no me interrumpa hasta que haya acabado.
El relato fue bastante largo y Jimmy no podía apartar los ojos del camino para evitar un accidente. Suspiró cuando Bundle hubo terminado y entonces la miró pensativo.
—Bundle.
—Sí.
—¿No me habrá estado tomando el pelo?
—¿Qué quiere decir?
—Lo siento —se excusó Jimmy—; pero me parece haber oído eso antes en un sueño, ¿sabe?
—Sí —repuso Bundle con simpatía.
—Es posible —dijo Jimmy, expresando sus pensamientos en voz alta—. La hermosa aventurera extranjera, la banda internacional, el misterioso número siete, cuya identidad nadie conoce. He leído esas cosas muchas veces en las novelas.
—Claro que sí y yo también, pero ello no es motivo para que no suceda realmente.
—Supongo que no —admitió Jimmy.
—Después de todo, la ficción se funda en hechos reales. Quiero decir que si las cosas no sucedieran, la gente no podría pensar en ellas.
—Hay sensatez en sus razonamientos —asintió Jimmy—. Pero de todas maneras no puedo evitar pellizcarme para ver si estoy despierto.
—Yo también tuve esa impresión.
Jimmy suspiró profundamente.
—Bien, supongo que estamos despiertos. Déjeme ver: un ruso, un americano, un inglés, un posible austríaco o húngaro, y la señora, que puede ser de cualquier nacionalidad, por ejemplo, rusa o polaca. Es un grupo muy representativo.
—Y un alemán —dijo Bundle—. Ha olvidado usted al alemán.
—¡Oh! —exclamó Jimmy—. Usted cree...
—El número dos, que estaba ausente. Es Bauer, nuestro lacayo. Me parece bastante claro por lo que dijeron acerca de esperar un informe que no había llegado; aunque no alcanzó a imaginar qué puede hacer en Chimneys que pueda ser causa de información.
—Debe tratarse de algún asunto relacionado con la muerte de Gerry Wade —repuso Jimmy—. Hay algo ahí en lo que aún no hemos profundizado. ¿Dice usted que mencionaron a Bauer por su nombre?
Bundle asintió.
—Le reprocharon que no hubiese encontrado esa carta.
—Bien, las cosas están muy claras. Tendrá que perdonar mi incredulidad, Bundle, pero su historia parecía muy extraña. ¿Dice usted que ellos saben que iré a Wyvern Abbey la semana próxima?
—Sí. Entonces fue cuando el americano, pues era él y no el ruso, dijo que no había necesidad de preocuparse, porque usted era uno de esos borricos modernos.
—¡Ah! —exclamó Jimmy, pisando con fuerza el acelerador—. Me complace que me haya contado esto, pues ello me da cierto interés en el asunto.
Permaneció en silencio un momento y prosiguió:
—¿Dice usted que el nombre del inventor alemán es Eberhard?
—Sí. ¿Por qué?
—Espere un momento. Estoy recordando algo. Eberhard, Eberhard... Sí, tengo la certeza de que éste era el nombre.
—Cuénteme.
—Eberhard es un individuo que posee un procedimiento para templar el acero. No puedo explicarlo detalladamente porque carezco de los conocimientos científicos suficientes para ello, pero sé que le endurece de tal forma que un alambre de ese acero tiene tanta fuerza como una barra de material sin tratar. Eberhard estaba relacionado con la aviación y su idea fue que el peso de los aviones se reduciría en tal forma que la aviación se revolucionaría, quiero decir, que el coste de fabricación quedaría muy reducido. Creo que ofreció el invento al Gobierno alemán y se lo rechazaron, alegando que tenía algunos defectos, pero lo hicieron con bastante grosería. Entonces se puso a trabajar de firme y logró corregir las fallas, pero se sentía ofendido por la actitud del Gobierno y juró que no les daría su invento. Siempre creí que se trataba de un bulo, pero ahora tiene un cariz distinto.
—Eso es —asintió Bundle, animada—. Creo que tiene usted razón. Eberhard debe haber ofrecido su invento a nuestro Gobierno, que ha pedido, o pedirá, la opinión de un experto como sir Oswald Coote, a cuyo fin sir Oswald, George, el ministro del Aire y Eberhard celebrarán una reunión en Wyvern Abbey. Eberhard llevará consigo los planos, o la fórmula, o como se llame...
—Fórmula —sugirió Jimmy—. Me parece que ésta es la palabra adecuada.
—Tendrá la fórmula consigo, y las Siete Esferas quieren robarla. Recuerdo que el ruso dijo que valía millones.
—Supongo que debe ser así —asintió Jimmy.
—Y unas cuantas vidas, dijo otro de ellos.
—Parece que ya las ha estado contando —observó Jimmy, cuyo rostro se ensombreció—. Fíjese en la encuesta de hoy. ¿Está segura, Bundle, de que Ronny no dijo nada más?
—No —repuso ella—. Sólo «Seven Dials... Diga a Jimmy Thesiger.» Eso es todo cuanto alcanzó a decir, pobre muchacho.
—Ojalá supiéramos lo que él había averiguado —observó Jimmy—. Pero sabemos una cosa. Me parece casi cierto que el lacayo Bauer es responsable de la muerte de Gerry. ¿Sabe, Bundle?
—¿Sí?
—A veces me siento angustiado y me pregunto quién será la próxima víctima. No es la clase de asunto en que una muchacha debe mezclarse.
Bundle sonrió. Se le ocurrió que Jimmy había necesitado mucho tiempo para clasificarla en la misma categoría que Loraine Wade.
—Es más probable que el próximo en caer sea usted —observó alegremente.
—¿Por qué no piensa en algo más risueño, como, por ejemplo, en que haya alguna víctima en el otro lado? —preguntó Jimmy—. Esta mañana me siento bastante sanguinario. ¿Reconocería usted a algunos de los miembros de la banda si los volviera a ver?
Bundle vaciló.
—Creo que al número cinco —dijo finalmente—. Habla de una manera algo rara, como con un ceceo.
—¿Y el inglés?
Bundle negó con la cabeza.
—A él menos que a nadie. Sólo lo oí un instante y su voz es corriente.
—Y está la mujer, desde luego —continuó Jimmy—. Debiera ser más fácil de identificar. Seguramente hace el trabajo sucio, dejándose invitar a cenar por enamoradizos ministros y sonsacándoles secretos de Estado en cuanto han bebido un par de copas. Por lo menos, así es como sucede en las novelas. El único ministro a quien conozco en realidad sólo bebe agua caliente con limón.
—Piense en George Lomax —dijo Bundle, riendo—. ¿Puede imaginárselo enamorándose de hermosas mujeres extranjeras?
Jimmy estuvo de acuerdo con ella.
—Y en cuanto al misterioso número siete —prosiguió Jimmy—, ¿tiene usted alguna idea de quién pueda ser?
—Ninguna en absoluto.
—Si nos guiamos por las novelas, debe tratarse de alguien a quien todos conocemos. ¿Es, acaso, el propio George Lomax?
Bundle no estuvo de acuerdo.
—Sería el jefe perfecto en una novela —dijo—, pero conociendo a Codders... —Y estalló en una fuerte carcajada—. ¡Codders, el gran criminal! —exclamó entre espasmos de risa—. ¿No sería maravilloso?
Jimmy asintió. Su conversación duraba ya algún rato y, sin darse cuenta, Jimmy había aminorado la velocidad del coche. Cuando llegaron a Chimneys, el coronel Melrose estaba ya allí. Jimmy le fue presentado y los tres se dirigieron juntos a la audiencia.
Como predijera el coronel Melrose, el procedimiento fue muy sencillo. Bundle declaró, y también el doctor. Los disparos de rifle hechos por muchachos de la vecindad fueron mencionados, llegándose tras ligera discusión al veredicto de la muerte por accidente.
Una vez terminada la encuesta, el coronel Melrose se ofreció para llevar a Bundle a Chimneys, y Jimmy Thesiger regresó a Londres.
A pesar de su aspecto indiferente, el relato de Bundle le impresionó profundamente, y apretó los labios con fuerza.
—Ronny, amigo mío —había murmurado—, voy a vengarte y tú no estarás aquí para tomar parte en el juego.
Un pensamiento acudió a su mente. ¡Loraine! ¿Estaría ella en peligro?
Después de vacilar durante un momento se dirigió al teléfono y la llamó.
—Soy yo, Jimmy. Pensé que te gustaría saber el resultado de la encuesta. Muerte por accidente. Y nada más.
—¡Oh!, pero...
—Sí, también yo creo que algo se esconde tras de todo ello. Seguramente el oficial criminalista ha recibido alguna indicación. Creo que alguien trabaja para que no se remueva el caso. Oye, Loraine...
—¿Sí?
—Creo... creo que suceden algunas cosas muy raras. Tendrás cuidado, ¿verdad? Hazlo por mí.
Jimmy observó la expresión de alarma en su voz.
—Entonces, Jimmy, es peligroso para ti. Tengo mucho miedo.
Él rió.
—¡Oh!, eso no importa. Tengo nueve vidas, como los gatos. Adiós, pequeña.
Colgó y permaneció ensimismado durante unos momentos y después llamó a Stevens.
—¿Sabe dónde podría adquirir una buena pistola, Stevens?
—¿Una pistola, señor?
Stevens, como buen mayordomo, no demostró sorpresa alguna.
—¿Qué clase de pistola necesita, señor?
—De la clase que cuando se aprieta el gatillo dispara hasta que se quita el dedo.
—Una automática, señor.
—Eso es —asintió Jimmy—. Una automática. Y me gustaría que tuviera el cañón pavonado. En las novelas americanas, el bueno siempre saca una pistola pavonada del bolsillo posterior del pantalón.
Stevens se permitió sonreír discretamente.
—La mayor parte de los caballeros americanos a quienes he conocido llevan algo muy distinto en ese bolsillo —observó.
Jimmy Thesiger rió.

CAPÍTULO XVI
REUNIÓN EN WYVERN ABBEY


Bundle llegó a Wyvern Abbey el viernes a tiempo de tomar el té. George Lomax salió a recibirla con considerable ceremonial.
—Mi querida Eileen —exclamó—, no sabe cuánto me complace verla aquí. Debe perdonarme que no la invitara junto con su padre, pero, a decir verdad, jamás imaginé que una reunión de esta clase pudiera interesarle. Me sentí... ah... sorprendido, así como... ah... encantado, cuando lady Caterham me habló de su... ah... interés por... ah... la política.
—Deseaba tanto venir —repuso Bundle con aspecto ingenuo.
—Mistress Macatta llegará en el último tren —explicó George—. Anoche habló en una conferencia en Manchester. ¿Conoce a Thesiger? Es un muchacho joven, notable por sus conocimientos de política exterior. Uno no lo diría, por su aspecto.
—Sí, ya le conozco —dijo Bundle, estrechando solemnemente la mano de Jimmy, que, según observó ella, se había peinado con la raya al medio para dar mayor énfasis a su expresión.
—Escuche —dijo Jimmy apresuradamente en voz baja cuando George se separó de ellos momentáneamente—. No se enfade, pero he hablado a Bill de nuestros planes.
—¿A Bill? —preguntó Bundle, molesta.
—Después de todo —se disculpó Jimmy—, es uno de los nuestros. Tanto Ronny como Gerry eran amigos suyos.
—Ya lo sé —admitió Bundle.
—¿Cree que no debí haberlo hecho? Lo siento.
—Bill es un buen muchacho, desde luego. No se trata de eso —explicó Bundle—, sino de que siempre lo estropea todo.
—¿Quiere decir que no es mentalmente muy ágil? —preguntó Jimmy—. Pero olvida usted algo: Bill tiene un puño muy fuerte e imagino que su puño nos será de ayuda.
—Quizá tenga razón. ¿Cómo reaccionó?
—Me costó algo hacérselo comprender y tuve que repetírselo varias veces para que se le metiera en la cabeza. Naturalmente, está con nosotros en cuerpo y alma.
George volvió a aparecer.
—Debo hacer algunas presentaciones, Eileen. Éste es sir Stanley Digby... Lady Eileen Brent. Mister O'Rourke.
El ministro del Aire era un hombre bajo y sonriente. Mister O'Rourke, alto, de rientes ojos azules y rostro típicamente irlandés, saludó a Bundle con entusiasmo.
—¡Y yo creía que se trataba de una aburrida reunión política! —susurró.
—No siga —repuso Bundle—. Me interesa la política... mucho.
—Supongo que conoce a sir Oswald y a lady Coote —prosiguió George.
—No, no había tenido el placer de conocerles —dijo Bundle, sonriente, aplaudiendo mentalmente el poder descriptivo de su padre.
Sir Oswald estrechó la mano de Bundle con fuerza, haciéndola contraerse ligeramente de dolor.
Después de un triste saludo, lady Coote se volvió hacia Jimmy Thesiger, pareciendo encontrar en ello algo similar al placer. A pesar de su reprensible costumbre de levantarse tan tarde para el desayuno, lady Coote gustaba de aquel joven amable y sonrosado. Su aire de irreprimible buen carácter la fascinaba. Sentía un deseo maternal de curarle de sus malas costumbres y convertirle en uno de los trabajadores del mundo. Jamás se había preguntado si, una vez formado, seguiría siendo tan atractivo. En aquel momento empezó a describirle un doloroso accidente automovilístico sufrido por una de sus amigas.
—Mister Bateman —dijo George, brevemente, como si deseara pasar a cosas más importantes.
Un joven, de aspecto serio y cara pálida, se inclinó.
—Y ahora —continuó George— debo presentarle a la condesa Radzky.
La condesa Radzky había estado conversando con mister Bateman. Reclinada contra el sofá y con las piernas cruzadas en forma bastante atrevida, fumaba un cigarrillo en una boquilla increíblemente larga, con incrustaciones de turquesa.
Bundle se dijo que era una de las mujeres más hermosas que jamás hubiera visto. Sus ojos eran muy grandes y azules, el cabello tenía el color del carbón, su cutis era suave y delicado, y su cuerpo esbelto y sinuoso. Bundle tuvo la certeza de que en Wyvern Abbey jamás se vieran unos labios tan rojos como los de la condesa.
—Es mistress Macatta, ¿verdad? —dijo animadamente.
Al replicar George en forma negativa y presentarle a Bundle, la condesa la saludó con un breve movimiento de cabeza y prosiguió su conversación con el grave mister Bateman.
Bundle oyó la voz de Jimmy que murmuraba algo a su oído.
—Pongo está totalmente fascinado por la adorable eslava —dijo—. ¿No le parece patético? Venga usted, vamos a tomar una taza de té.
Una vez más se acercaron al lugar en que se encontraba sir Oswald Coote.
—Su residencia de Chimneys es magnífica —observó el gran hombre.
—Me complace que le gustara —repuso Bundle, modosa.
—Sin embargo, necesita tuberías nuevas —observó sir Oswald—. Deberían modernizarla.
Permaneció pensativo durante un momento.
—Pienso tomar en arriendo la residencia del duque de Alton por tres años mientras encuentro una que me convenga y esté en venta. Supongo que su padre no podría vender Chimneys aunque quisiera, ¿verdad?
Bundle se sintió sorprendida. Tuvo una horrible visión de Inglaterra con innumerables sir Oswald Coote residiendo en innumerables Chimneys, todos ellos desde luego con nuevas tuberías.
Y de pronto sintió un violento resentimiento que, se dijo, era absurdo. Sir Oswald poseía una de aquellas poderosas personalidades que hacen palidecer a cuantos se encuentran a su alrededor. Como lord Caterham dijera, era una apisonadora humana. Y, sin embargo, en muchos sentidos resultaba estúpido. Dejando aparte los conocimientos que tenía de su industria, seguramente era muy ignorante. Aquellas cien delicadas apreciaciones de la vida que lord Caterham sabía gozar eran un libro cerrado para sir Oswald.
Mientras así reflexionaba, Bundle seguía charlando agradablemente. Supo que herr Eberhard había llegado, pero que estaba descansando, pues sufría de dolores de cabeza nerviosos. Esta información le fue dada por mister O'Rourke, que logró sentarse a su lado.
Bundle fue a vestirse para la cena, sintiendo una agradable expectación, así como cierto nervioso temor, cuando pensaba en la inminente llegada de mistress Macatta. Barruntó que relacionarse con mistress Macatta no sería un camino de rosas.
Recibió la primera sorpresa cuando bajó, elegantemente vestida con un traje negro, y cruzó el vestíbulo. Un lacayo estaba de pie allí; por lo menos, era un hombre vestido de lacayo. Pero aquel cuerpo grande y fuerte no se prestaba a la decepción. Bundle se detuvo y le miró fijamente.
—Superintendente Battle —susurró.
—Sí, lady Eileen.
—¡Oh! —exclamó Bundle, vacilando—. ¿Está usted aquí para... para...?
—Para vigilar.
—Comprendo.
—Aquella carta amenazadora —dijo el superintendente— asustó bastante a mister Lomax, que insistió en que viniera yo para encargarme de que nada desagradable ocurriera.
—Pero, ¿no cree usted...? —empezó a decir Bundle.
No osaba sugerir al superintendente que su disfraz no era muy bueno. Era como si las palabras «agente de policía» estuvieran escritas en él, lo cual, creyó Bundle, no dejaría de ser visto por el menos desconfiado criminal.
—Usted cree —dijo el superintendente— que puedo ser reconocido.
—Yo... oh... creo que sí —admitió Bundle.
Algo parecido a una sonrisa distendió el rostro del superintendente Battle.
—Y que el criminal, o los criminales, estarán sobre aviso. Bien, lady Eileen, ¿por qué no habría de ser así?
—¿Por qué no? —repitió Bundle, algo estúpidamente según ella misma creyó.
El superintendente asentía con la cabeza.
—No queremos que suceda nada desagradable, ¿verdad? —dijo—. No hay que ser demasiado listos, y sólo debemos mostrar a quienes puedan tener malos deseos que hay alguien vigilando.
Bundle le miró con admiración. Fácilmente imaginó que la súbita aparición de un personaje tan importante como el superintendente Battle podía tener un efecto deprimente sobre los planes que alguien acaso se hubiera forjado.
—Es un gran error querer ser demasiado inteligente —repetía el superintendente Battle—. Lo importante es que nada desagradable suceda este fin de semana.
Bundle se separó del superintendente, pensando en cuántos de los invitados habían reconocido, o reconocerían, al detective de Scotland Yard. Encontró a George en el salón, con el ceño fruncido y un sobre amarillento en la mano.
—Muy desagradable —dijo—. Es un telegrama de mistress Macatta, diciendo que no podrá venir por tener a sus hijos con paperas.
Bundle sintió considerable alivio.
—Lo siento especialmente por usted, Eileen —afirmó George, bondadosamente—. Conozco el interés que usted tenía por conocerla. También la condesa se sentirá muy desilusionada.
—No importa —dijo Bundle—. Me molestaría mucho que, por haber venido, me contagiara las paperas.
—Una enfermedad muy desagradable —asintió George—. Pero no creo que la infección se transmita así. Mistress Macatta jamás hubiera querido correr tamaño riesgo; es mujer de muy nobles sentimientos, con un verdadero sentido de responsabilidad para con la comunidad. En estos días de interés nacional, todos debemos tener en cuenta que...
Estaba a punto de empezar un discurso, pero se contuvo a tiempo.
—Afortunadamente —dijo—, no hay prisa en su caso. Pero, por desgracia, la condesa está en nuestro país sólo por corto tiempo.
—Creo que es húngara, ¿verdad? —observó Bundle, que sentía mucha curiosidad por ella.
—Sí. Seguramente habrá usted oído hablar del partido de la Joven Hungría. La condesa es uno de los jefes. Esa mujer de grandes riquezas, que enviudó muy joven, ha dedicado su dinero y su talento al servicio de su pueblo. Siente especial inclinación por el problema de la mortalidad infantil, terrible en Hungría en la actualidad. Yo... ¡Ah! Aquí está herr Eberhard.
El inventor alemán era más joven de lo que Bundle creyera, y probablemente no contaba más allá de treinta y tres o treinta y cuatro años. Era tosco y no parecía encontrarse a gusto y, sin embargo, no resultaba desagradable.
Habló algo torpemente con Bundle en un inglés pomposo y ambos agradecieron la interrupción del alegre mister O'Rourke. Poco después hizo acto de presencia Bill, dirigiéndose seguidamente hacia el lugar en que se encontraba Bundle. Parecía perplejo y embarazado.
—Hola, Bundle. Oí que habías llegado. He tenido que trabajar toda la tarde; de lo contrario hubiera venido a saludarte antes.
—¿Han sido pesadas las tareas del Estado esta noche? —preguntó O'Rourke con conmiseración.
Bill gruñó:
—No sé cómo es tu jefe —se quejó—. Parece buena persona. Pero Codders es absolutamente imposible. Trabajar, trabajar, trabajar, de la mañana a la noche. Todo lo que uno hace está mal hecho, y deja por hacer todo lo que debería haber hecho.
—Parece que cites frases de tu libro de oraciones —observó Jimmy, que se reunía con ellos en aquel momento.
Bill le miró con reproche.
—Nadie sabe lo que tengo que soportar —dijo patéticamente.
—Agasajando a la condesa, ¿verdad? —sugirió Jimmy—. Pobre Bill, ha debido ser un esfuerzo considerable para ti, que odias a las mujeres.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bundle.
—Después del té —explicó Jimmy sonriendo—, la condesa pidió a Bill que le sirviese de cicerone.
—No pude negarme, ¿no os parece? —repuso Bill.
Bundle se sintió inquieta. Conocía muy bien la susceptibilidad de Bill para los encantos femeninos. Mister William Eversleigh sería como cera blanda en manos de la condesa. Una vez más se preguntó si Jimmy Thesiger había hecho bien al confiar en Bill.
—La condesa —dijo Bill— es una mujer encantadora y muy inteligente. Tendrías que haberla visto mientras recorríamos la casa. No hacía sino preguntar cosas.
—¿Qué clase de cosas? —inquirió Bundle.
Bill fue vago en su contestación.
—¡Oh, no sé!, acerca de su historia, y los muebles... y toda clase de cosas.
En aquel momento la condesa entró en el salón. Tenía un aspecto majestuoso con un ceñido vestido de terciopelo negro. Bundle observó que Bill gravitaba inmediatamente cerca de ella y que el joven serio de las gafas se unía a él.
—Bill y Pongo están completamente prendados de ella —observó Jimmy Thesiger, riendo.
Bundle no estaba muy segura de que aquello pudiera tomarse a risa.

CAPÍTULO XVII
DESPUÉS DE LA CENA


George no creía en las innovaciones modernas y Wyvern Abbey desconocía algo tan al día como la calefacción central. En consecuencia, cuando las señoras entraron en el salón después de la cena, la temperatura carecía allí de los grados necesarios para llevar sin riesgo los modernos vestidos de noche. El fuego que ardía en la chimenea fue como un imán. Las tres mujeres se apiñaron junto a él.
—¡Brrrrr! —dijo la condesa, emitiendo un exótico sonido.
—El tiempo está refrescando ya —observó lady Coote, echándose sobre los hombros un horrible chal.
—¿Por qué no procura George que su casa esté bien caldeada? —preguntó Bundle.
—Ustedes, los ingleses, nunca calientan bien sus casas —dijo la condesa.
Sacó su larga boquilla y empezó a fumar.
—Este hogar está mal construido —observó lady Coote—. El calor se marcha por la chimenea en lugar de expandirse por el salón.
—¡Oh! —exclamó la condesa.
Se produjo una pausa. La condesa se sentía tan claramente aburrida que la conversación se hacía difícil.
—Es curioso —dijo lady Coote, tratando de animar las escenas— que los niños de mistress Macatta tengan paperas. Bueno, no quiero decir exactamente curioso...
—¿Qué son paperas? —preguntó la condesa.
Bundle y lady Coote empezaron a explicárselo a la vez. Finalmente, entre las dos lograron que comprendiera.
—Supongo que los niños húngaros también las tienen —observó lady Coote.
—¿Padecen también las paperas los niños húngaros?
—No lo sé —repuso la condesa—. ¿Por qué habría de saberlo?
Lady Coote la miró, sorprendida.
—Pero yo creía que usted se ocupaba en...
—¡Oh, eso!
La condesa descruzó las piernas, se quitó la boquilla de la boca y empezó a hablar rápidamente.
—Les contaré algunos horrores —dijo—. Horrores que yo he presenciado y que ustedes se resistirán a creer.
Cumplió su palabra. Habló fluidamente y con gráfica fuerza descriptiva. Contó a sus oyentes increíbles escenas de hambre y miseria. Habló de Budapest poco después de la guerra y de sus vicisitudes hasta aquel momento. Era dramática y también, en opinión de Bundle, como un disco de gramófono. No faltaba más que darle cuerda.
Lady Coote estaba enormemente excitada. Permanecía sentada, haciendo algún comentario de vez en cuando.
—Una vez, los tres hijos de una prima mía sufrieron tan graves quemaduras que murieron.
La condesa no le prestó atención. Seguía hablando sin cesar. Y finalmente calló, tan súbitamente como empezara.
—Ya se lo he explicado —dijo—. Tenemos dinero, pero nos falta organización.
Lady Coote suspiró.
—Muchas veces he oído decir a mi esposo que nada se puede hacer a menos que se lleve a cabo con un sistema regular. A ello atribuye él su propio éxito.
Volvió a suspirar. Por un momento se imaginó a un sir Oswald que no había existido. Un sir Oswald que hubiera retenido, en lo esencial, los atributos de aquel alegre joven del taller de bicicletas. Y pensó en lo mucho más agradable que hubiera podido ser la vida para ella si sir Oswald no hubiera tenido sistemas regulares para todo.
Por una muy comprensible asociación de ideas se volvió hacia Bundle.
—Dígame, lady Eileen —dijo—, ¿le gusta su jardinero jefe?
—¿McDonald? Pues... —Bundle vaciló—. No creo que a nadie pueda gustarle McDonald —explicó—, pero es un magnífico jardinero.
—En efecto, lo es —asintió lady Coote.
—Pero hay que mantenerlo en su sitio —dijo Bundle.
—Supongo que sí —murmuró lady Coote.
Miró con envidia a Bundle, que parecía considerar muy tranquila la forma de poner a McDonald en su lugar.
—Adoro los jardines hermosos —suspiró la condesa.
Bundle la miró fijamente, pero en aquel momento se presentó Jimmy Thesiger y le dijo con voz extraña y tono apresurado:
—¿Quiere venir a ver aquellos esbozos? La están esperando.
Bundle salió precipitadamente.
—¿Qué esbozos? —preguntó al cerrarse tras ella la puerta.
—Ninguno —repuso Jimmy—. Tenía que buscar cualquier pretexto. Vamos. Bill nos espera en la biblioteca. No hay nadie allí.
Bill se paseaba a grandes zancadas por la habitación, encontrándose profundamente agitado.
—Mira —dijo—. Eso no me gusta nada.
—¿Qué es lo que no te gusta nada?
—Que te mezcles en eso. Apuesto diez contra uno a que habrá alguna lucha y entonces...
La miró con cierto patético desmayo que dio a Bundle un cálido sentimiento de agrado.
—Debe permanecer fuera de ello, ¿no te parece, Jimmy? —dijo, apelando al otro.
—Ya se lo he dicho —repuso Jimmy.
—Pero, Bundle —suplicó Bill—, alguien puede salir herido.
Bundle se volvió hacia Jimmy.
—¿Qué le ha dicho usted?
—Todo.
—No lo acabo de comprender —confesó Bill—. Quiero decir, eso de esconderte en el Club Seven Dials y todo eso —La miró tristemente—. Oye, Bundle, quisiera que no lo hicieras.
—¿Que no hiciera qué?
—Mezclarte en esa clase de cosas.
—¿Por qué no? —objetó Bundle—. Son excitantes.
—Oh, sí, excitantes; pero pueden ser terriblemente peligrosas. Recuerda lo que le sucedió al pobre Ronny.
—Sí —asintió Bundle—. De no haber sido por tu amigo Ronny, jamás me hubiera mezclado en esto. Pero lo estoy y de nada sirve que protestes.
—Ya sé que tú eres encantadora, Bundle, pero...
—Déjate de cumplidos y hagamos nuestros planes.
Vio con alivio que Bill reaccionaba favorablemente a su insinuación.
—Tienes razón acerca de la fórmula —dijo—. Eberhard tiene algunos planos consigo o quizás ese sir Oswald. Se han hecho pruebas en sus acerías, muy secretamente, desde luego. Eberhard ha estado allí con él. Ahora están todos en el gabinete.
—¿Cuánto tiempo permanecerá aquí sir Stanley Digby? —preguntó Jimmy.
—Mañana regresará a la ciudad.
—¡Ajá! —dijo Jimmy—. Entonces algo está completamente claro. Sí, como supongo, sir Stanley se lleva la fórmula mañana, cualquier intento de apoderarse de ella tendrá lugar esta noche.
—Supongo que sí.
—No lo dudéis. Eso hace que la situación sea favorable para nosotros. Quienes intenten hacerlo deberán desplegar toda su inteligencia. Entremos en detalles. Ante todo, ¿dónde estará la fórmula sagrada esta noche? ¿La tendrá Eberhard o sir Oswald Coote?
—Ninguno de los dos. Tengo entendido que esta noche le será entregada al ministro del Aire, para que la lleve a Londres mañana. En tal caso, O'Rourke la tendrá en su poder. Estoy casi seguro de ello.
—Bien, sólo cabe hacer una cosa. Si creemos que alguien intentará apoderarse de ella esta noche, debemos montar guardia, Bill, amigo mío.
Bundle abrió la boca como si fuera a protestar, pero la cerró sin decir nada.
—A propósito —prosiguió Jimmy—, ¿se trata de un vendedor de los Almacenes Harrods o es nuestro amigo Lestrate , de Scotland Yard, a quien he visto esta noche en el vestíbulo?
—Muy inteligente, Watson —dijo Bill.
—Supongo —observó Jimmy— que nos estamos metiendo en su terreno.
—No podemos evitarlo —repuso Bill—, si queremos seguir nuestros planes hasta el fin.
—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Jimmy—. ¿Dividimos la noche en dos guardias?
Nuevamente Bundle abrió la boca y también esta vez la cerró sin decir nada.
—Desde luego —asintió Bill—, ¿quién hará el primer turno?
—¿Lo echamos a suertes?
—Como quieras.
—Muy bien. Si sale cara, tú harás el primer turno, y yo el segundo, y si sale cruz, será al revés.
Bill asintió. La moneda fue lanzada al aire y Jimmy se inclinó para mirarla cuando cayó al suelo.
—Cruz —dijo.
—¡Maldita sea! —exclamó Bill—. Te toca el primer turno y, probablemente, toda la diversión.
—Eso nunca se sabe —repuso Jimmy—. Los criminales tienen sistemas determinados. ¿A qué hora quieres que te despierte? ¿Te parece bien a las tres y media?
—Bueno.
Y en aquel momento Bundle, por fin, habló.
—¿Y qué papel juego yo en todo esto? —preguntó.
—Ninguno. Usted se irá a la cama, acostándose como una buena chica.
—¡Oh! —exclamó—. Eso no es nada divertido.
—No lo asegure todavía —observó Jimmy—. A lo mejor la asesinan mientras duerme.
—Es una probabilidad —comentó Bundle—. Oye, Jimmy. Esa condesa no me gusta nada. Sospecho de ella.
—No digas tonterías —dijo Bill, acaloradamente—. Está por encima de toda sospecha.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Bundle.
—Porque sí. Uno de los funcionarios de la Embajada húngara lo garantiza.
—¡Oh! —exclamó Bundle, momentáneamente sorprendida por el fervor de Bill.
—Las mujeres sois todas iguales —gruñó Bill—. Sólo porque ella es hermosa...
Bundle estaba familiarizada con ese injusto argumento masculino.
—Bueno, pero no le murmures confidencias a su sonrosada oreja —observó—. Me voy a la cama. Estaba aburrida como una ostra en el salón y no quiero regresar allí.
Salió de la biblioteca. Bill miró a Jimmy.
—Es buena muchacha —dijo—. Temí que pudiera ser más difícil de manejar. Ya sabes lo dispuesta que siempre está para tomar parte en esto. Creo que lo ha aceptado muy bien.
—Yo también —asintió Jimmy—. Y me sentí sorprendido.
—Tiene sentido común. Sabe cuándo una cosa es imposible para ella. A propósito, ¿no te parece que debiéramos contar con algún arma?
—Tengo una automática pavonada —repuso Jimmy, con cierto orgullo—. Pesa varias libras. Te la prestaré cuando llegue tu turno.
Bill le miró con expresión de respeto y envidia.
—¿Qué te hizo pensar en traerla? —preguntó.
—No lo sé —repuso Jimmy—. Simplemente, se me ocurrió; eso es todo.
—Espero que no disparemos contra quien no debamos —observó Bill, con ansiedad.
—Sería muy lamentable —repuso Jimmy, gravemente.

CAPÍTULO XVIII
LAS AVENTURAS DE JIMMY


Nuestra crónica debe dividirse ahora en tres partes distintas y separadas. La noche había de ser pródiga en sucesos y cada una de las tres personas involucradas en ella la vio desde su punto de vista particular. Empezaremos con ese agradable y simpático joven, mister Jimmy Thesiger, en el momento en que se despide de otro conspirador, Bill Eversleigh.
—No te olvides de llamarme a las tres —dijo Bill—. Es decir, si estás aún vivo.
—Puedo ser un borrico —repuso Jimmy, al recordar, irritado, la observación que Bundle le repitiera—, pero no tanto como parezco.
—Eso mismo dijiste de Gerry Wade, ¿recuerdas? —observó Bill, lentamente—. Y aquella misma noche ocurrió...
—¡Cállate, estúpido! —le interrumpió Jimmy—. ¿No tienes tacto?
—Claro que tengo tacto —contestó Bill—. Soy un incipiente diplomático, y todos los diplomáticos lo tienen.
—¡Ah! —exclamó Jimmy—. Pero debes de estar en lo que llaman estado larval.
—No acabo de comprender a Bundle —dijo Bill, volviendo a un tópico tratado anteriormente—. Hubiera creído que nos ocasionaría alguna dificultad. Pero veo que ha mejorado mucho.
—Eso mismo decía tu jefe —observó Jimmy—. Dijo que se sentía agradablemente sorprendido.
—Me pareció que Bundle estaba exagerando algo —repuso Bill—, pero Codders es capaz de creer cualquier cosa, por absurda que sea. Creo que tendrás alguna dificultad en despertarme cuando me llegue el turno, pero no te acobardes si me cuesta abrir los ojos.
—No me servirá de mucho zarandearte si has tomado una dosis de lo que ingirió Gerry Wade —dijo Jimmy, maliciosamente.
—Vamos a ver —observó Bill—. ¿Qué sacas con ponerme nervioso?
—Te estoy devolviendo la pelota —dijo Jimmy—. Vamos, vete ya a dormir.
Pero Bill permaneció con Jimmy un rato más, balanceando el peso de una pierna sobre la otra y un algo nervioso.
—Oye —dijo.
—¿Sí?
—Quiero decir que... Bueno, supongo que no te pasará nada. Está muy bien bromear, pero cuando pienso en el pobre Gerry... y después en el pobre Ronny...
Jimmy le miró con exageración. Bill era de aquellas personas que no tienen sino buenas intenciones, pero que a veces son algo descorazonadoras.
—Veo que tendré que presentarte a Leopold —repuso Jimmy.
Metió la mano en un bolsillo de su traje azul oscuro que poco antes se pusiera y sacó algo que mostró a Bill.
—Una pistola automática pavonada —dijo, con modesto orgullo.
—No me digas —repuso Bill—. ¿Es de verdad?
Era indudable que se sentía impresionado.
—Stevens, mi mayordomo, la compró para mí. No tienes sino que apretar el gatillo y Leopold hace lo demás.
—¡Oh! —exclamó Bill—. Oye, Jimmy.
—¿Sí?
—Tendrás cuidado, ¿verdad? Quiero decir, espero que no empieces a disparar contra la gente. Sería muy desagradable que le pegaras un tiro al viejo Digby cuando camina dormido.
—No te preocupes —dijo Jimmy—. Desde luego, quiero sacar todo el provecho posible de Leopold, pero refrenaré mis instintos sanguinarios tanto como me sea posible.
—Bueno, hasta luego —dijo Bill, por enésima vez.
Jimmy se quedó solo, montando su guardia.
Sir Stanley Digby ocupaba una habitación al extremo del ala occidental. A un lado de ella había un cuarto de baño, y, al otro, estaba el dormitorio, más pequeño, destinado a mister Terence O'Rourke, que comunicaba con una pequeña puerta con el de su jefe. Las puertas de las tres habitaciones daban a un corto pasillo. La tarea de la persona que vigilaba era bien sencilla. Sentada en una silla colocada a la sombra de un armario de roble, en el lugar en que el pasillo desemboca en la galería principal, gozaría de una posición ventajosa. Aquella galería era el único camino por el que podía llegarse al ala occidental. Una luz seguía aún encendida.
Jimmy se sentó cómodamente, cruzó las piernas y esperó. Leopold estaba preparado sobre sus rodillas.
Consultó su reloj. Faltaban veinte minutos para la una. Sólo hacía una hora que los invitados se retiraron a descansar. Ningún ruido quebraba el silencio de la noche, excepto el lejano tic-tac de un reloj.
Aquel sonido no complacía a Jimmy. Le recordaba cosas: Gerald Wade y los siete despertadores en la repisa. ¿Quién los había colocado allí y por qué? Un temblor le estremeció de pies a cabeza.
Aquella espera era angustiosa. No le extrañó que en las sesiones espiritistas ocurrieran cosas extrañas. Sentado en la penumbra, la ansiedad se apoderaba de uno, haciéndole saltar al menor sonido. Y los pensamientos desagradables se sucedían.
¡Ronny Devereux! ¡Ronny Devereux y Gerry Wade! Ambos jóvenes, llenos de vida y energía; hombres alegres y saludables. ¿Y dónde estaban ya? Bajo tierra, comidos por los gusanos... ¡Puah! ¿Por qué no podía apartar de su mente aquellos horribles pensamientos?
Volvió a consultar el reloj. La una y veinte, tan sólo. ¡Qué despacio transcurría el tiempo!
¡Extraordinaria chica, Bundle! Tuvo valor al osar esconderse en el club Seven Dials. ¿Por qué no tuvo él el atrevimiento e iniciativa de pensar en ello? Supongo que era debido a que se trataba de algo muy fantástico.
El número siete. ¿Quién diantres podía ser? ¿Se encontraba, acaso, en la casa en aquel momento? Quizá disfrazado de criado. Seguramente no se trataba de uno de los invitados. No, eso era imposible. Pero todo el asunto también parecía imposible, si Bundle no hubiera dicho siempre esencialmente la verdad, hubiera creído que ella había inventado toda la historia.
Bostezó. Era extraño tener sueño y, al mismo tiempo, estar nervioso. Volvió a mirar el reloj. Las dos menos diez. Y entonces, súbitamente, contuvo la respiración y se inclinó hacia delante, aguzando el oído. Y oyó algo.
Los minutos pasaban... Ahí estaba otra vez. Una tabla crujía... Pero el ruido provenía de abajo. ¡Otra vez! Era un crujido suave, ominoso. Alguien se movía cautamente por la casa.
Jimmy se puso en pie y se dirigió, sin hacer ruido, hacia la escalera. Todo parecía estar completamente tranquilo. Sin embargo, poseía la certeza de haber oído aquel furtivo ruido. No era imaginación suya.
Bajó lentamente, empuñando con fuerza a Leopold en la mano derecha. Ningún sonido en el gran vestíbulo. Sí estuvo en lo cierto al suponer que el ruido llegaba directamente desde abajo del lugar en que se encontraba, debió producirse en la biblioteca.
Jimmy se acercó de puntillas a la puerta, aguzó el oído, pero no oyó nada. Entonces la abrió súbitamente y encendió las luces.
¡Nada! La habitación estaba inundada de luz, pero vacía.
—Podría haber jurado...
Jimmy frunció el ceño.
La biblioteca ocupaba una gran habitación con tres puertas cristaleras que daban a la terraza. Jimmy avanzó decidido. La puerta del medio no estaba cerrada con la aldabilla. La abrió, salió al exterior y miró a uno y otro lado. ¡Nadal
—¡Parece que todo está bien! —se dijo—. Y, sin embargo...
Permaneció un minuto sumido en sus pensamientos. Entonces regresó a la biblioteca, cruzó la habitación y cerró la puerta con llave, que guardó en el bolsillo. Después apagó la luz. Permaneció con el oído atento durante un momento y se dirigió a la puerta cristalera abierta, con la pistola preparada en la mano.
¿Era un suave ruido de pasos lo que se oía en la terraza? No. Su imaginación le engañaba. Apretó la mano en torno a la culata de la pistola y permaneció escuchando.
Un reloj dio las dos.

CAPÍTULO XIX
LAS AVENTURAS DE BUNDLE


Bundle Brent era una muchacha de recursos y también de imaginación. Había previsto que Bill, y acaso Jimmy, se negarían a que ella participase de los posibles peligros de aquella noche. No deseaba perder tiempo discutiendo. Tenía sus propios planes y había hecho sus propios arreglos. La mirada que echó desde la ventana de su habitación poco antes de cenar fue muy satisfactoria. Así comprobó que las grises paredes de Wyvern Abbey estaban cubiertas de hiedra y que la que estaba junto a su ventana tenía un aspecto particularmente resistente y no presentaría dificultad alguna a sus habilidades atléticas.
Nada tenía que oponer a los arreglos que Jimmy y Bill habían hecho. Pero, en su opinión, no los creía suficientes, y no los criticó, porque pensaba hacer por sí misma lo que ellos no habían previsto. En pocas palabras, mientras Jimmy y Bill se ocupaban en el interior de la mansión, ella prestó atención al exterior.
Su manso asentimiento a lo dispuesto por Bill y Jimmy le causaba gran placer, aunque se preguntaba, burlonamente, cómo pudieron ambos dejarse engañar con tanta facilidad. Desde luego Bill jamás fue famoso por su agilidad mental. Por otra parte, él conocía o debía conocer, a Bundle. Y consideró que Jimmy Thesiger, a pesar de lo breve de su conocimiento, debió haber supuesto que ella no podría ser descartada de aquella manera.
Una vez en la intimidad de su habitación, Bundle se preparó rápidamente. Se quitó su traje de noche y las escasas ropas que debajo de él llevaba y empezó a vestirse, por decirlo así, desde el principio. Bundle no se había hecho acompañar por su doncella y preparó ella misma su maleta. De lo contrario, la asombrada francesa se hubiera preguntado por qué razón su señorita sólo llevó unos pantalones de montar y ninguna otra pieza del equipo de amazona.
Ataviada con pantalones de montar, zapatos con suela de goma y un jersey oscuro, Bundle estaba preparada. Miró la hora en su reloj, viendo que eran sólo las doce y media. Era demasiado temprano. Los ocupantes de la casa deberían estar, antes de ocurrir algo, entregados al sueño. Bundle fijó la una y media como el momento de empezar las operaciones.
Apagó la luz y se sentó junto a la ventana. Se levantó puntualmente a la hora fijada, apartó las cortinas y pasó una pierna por la jamba de la ventana. La noche era hermosa, fría y quieta. Brillaban las estrellas, pero no había luna.
El descenso fue fácil. Bundle y sus dos hermanas habían correteado por el parque de Chimneys cuando eran niñas y trepaban como gatos a los árboles. Bundle cayó de pie sobre un macizo de flores, respirando algo afanosamente.
Se detuvo allí un minuto para revisar sus planes. Sabía que las habitaciones ocupadas por el ministro del Aire y su secretario se encontraban en el ala occidental, que estaba en el lado opuesto a aquel en que ella se hallaba entonces. Una terraza circundaba los lados sur y oeste de la casa, terminando al llegar al muro de un huerto de árboles frutales.
Bundle salió del macizo de flores y dobló la esquina de la casa en el lugar en que la terraza empezaba en el lado sur. La recorrió quedamente manteniéndose en la sombra proyectada por el edificio. Pero al llegar a la segunda esquina sintió un sobresalto, pues un hombre estaba allí, con la clara intención de impedirle el paso.
Le reconoció al instante.
—¡Superintendente Battle! ¡Qué susto me ha dado!
—Para eso estoy aquí —dijo el superintendente, en tono amable.
Bundle le miró. En aquel momento le llamó la atención, como antes también, que no procurara ocultar su identidad. Era un hombre alto y fuerte y, en cierto modo, muy inglés. Pero de algo estaba Bundle bien segura: el superintendente Battle no era tonto.
—¿Qué hace usted? —preguntó Bundle, en un susurro.
—Simplemente, cuidando de que nadie que no deba hacerlo pasee por aquí —repuso Battle.
—¡Oh! —exclamó Bundle, sorprendida.
—Usted, por ejemplo, lady Eileen. No creo que acostumbre dar un paseo a estas horas de la noche.
—¿Quiere decir que desea que vuelva a mi habitación?
El superintendente asintió con la cabeza.
—Éste es exactamente el significado de mis palabras. ¿Salió usted por... ah... la puerta o por la ventana aquélla?
—Por la ventana. Bajar por la hiedra es la cosa más fácil del mundo.
El superintendente Battle miró la pared, pensativo.
—Sí —dijo—. Debe ser muy fácil.
—¿Y quiere que vuelva a mi cuarto? —repitió Bundle—. Yo deseaba ir hasta la terraza del ala oeste.
—Acaso no sea usted la única persona que quiera hacerlo —observó Battle.
—Nadie dejará de verle —repuso Bundle, irritada.
El superintendente pareció complacido.
—Espero que así sea —dijo—. No quiero que suceda nada desagradable. Y si me permite decírselo, lady Eileen, creo que es hora de que regrese a su cama.
La firmeza de su tono no admitía réplica. Alicaída, Bundle volvió sobre sus pasos. Estaba ya subiendo por la hiedra cuando algo se le ocurrió, que casi le hizo soltar las manos.
¿Y si el superintendente Battle sospechaba ahora de ella?
Algo había en su modo de hablar que vagamente lo sugería. No pudo evitar reír cuando entró en su habitación por la ventana.
Aunque había obedecido las órdenes del superintendente de regresar a su dormitorio, Bundle no tenía la menor intención de acostarse y dormir, ni tampoco, realmente, creía que Battle así lo desease. No era hombre capaz de esperar lo imposible. Y permanecer quieta cuando algo excitante iba a suceder era imposible para Bundle.
Consultó el reloj: eran las dos menos diez minutos. Después de un momento de vacilación abrió la puerta con cautela. No se oía ruido alguno; todo estaba quieto y tranquilo. Se deslizó cautamente por el pasillo.
Se detuvo una vez, creyendo haber oído crujir una tabla, pero se convenció de haberse equivocado, y siguió andando. Se encontraba en el pasillo principal, dirigiéndose hacia el ala del oeste. Llegó al ángulo de intersección y miró cautelosamente, deteniéndose, sorprendida.
Jimmy Thesiger no se encontraba en el lugar de guardia.
Bundle se sintió desconcertada. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué había Jimmy abandonado su puesto? ¿Cuál era el significado de aquello?
Y entonces oyó que un reloj daba las dos.
Se encontraba todavía allí, pensando en lo que debiera hacer a continuación, cuando el corazón le dio un vuelco.
El pomo de la puerta de la habitación de Terence O'Rourke giraba lentamente.
Bundle lo miraba, fascinada. Pero la puerta no se abrió. El pomo volvió, despacio, a su posición original. ¿Qué significado tenía aquello? No dejaba de ser verdaderamente misterioso.
Súbitamente, Bundle tomó una resolución. Por alguna razón desconocida, Jimmy había abandonado su puesto. Tenía que hablar con Bill. Y entró poco ceremoniosamente en la habitación ocupada por éste.
—¡Despierta, Bill! ¡Despierta!
Habló en un susurro, pero no obtuvo respuesta alguna.
—¡Bill! —llamó.
Impaciente, encendió la luz y quedó paralizada por la sorpresa.
La habitación estaba vacía y nadie había dormido en la cama.
¿Dónde estaba Bill?
Contuvo el aliento. Aquélla no era su habitación. El delicado salto de cama arrojado sobre una silla, los adminículos femeninos en el tocador, el vestido de noche de terciopelo negro tirado de cualquier manera en una silla... Se había confundido de puerta. Aquélla era la habitación de la hermosa condesa Radzky.
¿Y dónde estaba la condesa?
Mientras Bundle se hacía esta pregunta, el silencio de la noche se quebró ruidosamente por un ruido insólito.
El rumor llegaba de la planta baja. Bundle salió corriendo de la habitación de la condesa y descendió no menos apresuradamente la escalera. El ruido llegaba de la biblioteca, donde parecía que arrojaran las sillas contra los otros muebles, produciendo choques.
Bundle golpeó en vano la puerta. Estaba cerrada con llave. Pero podía oír claramente la lucha en su interior, la respiración agitada, los pies golpeando el suelo fuertemente, maldiciones y juramentos en diversos tonos...
Y entonces, siniestros y claros, quebrando definitivamente la paz de la noche, sonaron dos disparos en rápida sucesión.

CAPÍTULO XX
LAS AVENTURAS DE LORAINE


Loraine Wade se sentó en la cama y encendió la luz. Era exactamente la una menos diez. Se había acostado temprano, a las nueve y media. Poseía el don de despertarse por sí misma a la hora que deseara y así pudo gozar de algunas horas de reconfortable sueño.
Dos perros dormían en la habitación con ella. Uno de los canes levantó la cabeza y la miró interrogativamente.
—Quieto, «Lurcher» —le dijo Loraine.
Cierto es que Bundle sospechó en cierta ocasión de la mansedumbre de Loraine, pero aquel breve instante de sospecha había ya pasado. Loraine había parecido tan razonable, tan dispuesta a permanecer apartada de todo...
Y, sin embargo, al estudiar la cara de la muchacha se veía la fuerza de voluntad en su pequeña barbilla y en los labios que se cerraban con severa firmeza.
Loraine se levantó y vistió con una falda y una chaqueta de mezclilla, en uno de cuyos bolsillos guardó una linterna eléctrica. Después abrió el cajón de su tocador y sacó una pequeña pistola con cachas de nácar, que parecía un juguete. La compró el día antes en «Harrods» y se sentía muy complacida de su adquisición.
Dio una ojeada final a la habitación para cerciorarse de que no olvidaba nada y en aquel momento el perro se levantó, acercándose a ella, mirándola con ojos suplicantes y meneando la cola.
Loraine movió la cabeza.
—No, «Lurcher». No puedes venir. No puedo llevarte. Quédate aquí y pórtate bien.
Besó la cabeza del animal, lo hizo echarse nuevamente sobre la alfombra y abandonó quedamente la habitación, cerrando la puerta.
Salió de la casa por una puerta lateral, dirigiéndose al garaje en el que guardaba su pequeño coche de dos asientos. El camino era ligeramente pendiente y dejó que el coche se deslizara sin poner en marcha el motor hasta que estuvo a cierta distancia de la casa. Entonces consultó la hora en el reloj y pisó el acelerador a fondo.
Aparcó en un lugar que de antemano había elegido. Había allí una abertura en el seto por la que podía fácilmente entrar. Unos instantes después, Loraine, algo sucia de barro, estaba en los terrenos de Wyvern Abbey.
Tan silenciosamente como le fue posible, se dirigió hacia el venerable edificio cubierto de hiedra. A lo lejos, un reloj dejó oír dos campanadas.
El corazón de Loraine latió más apresuradamente al acercarse a la casa. No se veía a nadie; no había señal alguna de vida. Todo parecía tranquilo y silencioso. Llegó a la terraza y se detuvo, mirando a su alrededor.
De pronto, algo cayó a sus pies con sordo ruido. Loraine se agachó para recogerlo. Era un paquete envuelto en papel manila. Con él en las manos, Loraine miró hacia arriba.
Sobre su cabeza había una ventana abierta. Una pierna cruzó sobre el alféizar y un hombre empezó a deslizarse por la hiedra.
Loraine no esperó más. Dio media vuelta y corrió, agarrando fuertemente el paquete.
A sus espaldas se oyó el rumor de una lucha.
—Suélteme —decía una voz ronca.
—Eso quieres, ¿eh? —repuso otra voz, que ella conocía muy bien.
Loraine siguió corriendo, ciegamente, como presa del pánico, doblando la esquina de la casa, para encontrarse entre los brazos de un hombre alto y fuerte.
—Vamos, vamos —dijo el superintendente Battle, bondadosamente.
Loraine pugnaba por hablar.
—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Se están matando...! ¡Corra!
Sonó un disparo de pistola, y después otro.
El superintendente Battle echó a correr. Loraine le siguió por la terraza hasta la puerta cristalera de la biblioteca. Estaba abierta.
Battle se agachó y alumbró con una linterna eléctrica. Loraine estaba detrás de él, mirando por encima de su hombro, y de su garganta salió un sollozo.
Jimmy Thesiger yacía en el umbral de la puerta, caído sobre lo que parecía ser un charco de sangre. Su brazo derecho pendía en una curiosa posición.
Loraine dejó escapar un grito.
—Está muerto —gimoteó—. ¡Oh, Jimmy! ¡Jimmy está muerto!
—Vamos, vamos —dijo el superintendente Battle, queriendo calmarla—. No se lo tome así. No tema, no está muerto. Procure encontrar el interruptor de la luz y enciéndala.
Loraine obedeció. Cruzó, tambaleándose, la biblioteca, encontró el interruptor junto a la puerta y lo apretó, inundando la habitación de luz. El superintendente Battle suspiró, aliviado.
—Está bien. Sólo tiene una herida en el brazo derecho. Se ha desmayado por la pérdida de sangre. Venga y ayúdeme.
Alguien aporreaba la puerta de la biblioteca.
Loraine miró a Battle, vacilante.
—¿Quiere que...?
—No hay prisa. Ya entrarán después. Ahora, ayúdeme.
Loraine obedeció. El superintendente había sacado su pañuelo y con él vendó el brazo del herido. Loraine le ayudaba.
—No es nada —dijo el superintendente—. No se preocupe. Estos jóvenes tienen siete vidas, como los gatos. No fue la pérdida de sangre lo que le hizo perder el conocimiento. Debe de haberse golpeado la cabeza contra el suelo al caer.
Los golpes en la puerta de la habitación eran cada vez más estruendosos. Se oía la voz de George Lomax, furiosa, chillona...
—¿Quién está ahí? ¡Abran en seguida!
El superintendente Battle suspiró.
—Supongo que tendremos que abrir —dijo—. Es una lástima.
Miró a su alrededor. Junto a Jimmy aparecía una pistola automática. El superintendente la recogió, y sosteniéndola cuidadosamente la examinó. Gruñó algo y la dejó encima de la mesa. Cruzó la habitación y abrió la puerta.
Varias personas penetraron atropelladamente. Todas ellas hablaban a la vez. George Lomax intentaba pronunciar palabras que se negaban a salir de sus labios en forma coherente.
—¿Qué... qué... significa esto? ¡Ah! Es usted, superintendente. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué... qué... ha pasado?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Bill Eversleigh—. ¡Jimmy!
Y miró el cuerpo caído.
Lady Coote, vestida con un resplandeciente salto de cama de color púrpura, dejó oír una nota conmiserativa.
—¡Pobre muchacho! —dijo, y pasó junto al superintendente Battle para inclinarse sobre el postrado Jimmy, con aire maternal.
—¡Loraine! —exclamó Bundle.
—Gott in Himmel! —interpuso herr Eberhard, pronunciando a continuación otras palabras en alemán.
—¿Qué es eso? —preguntó, consternado, sir Stanley Digby.
—Miren la sangre —observó una doncella, con excitación.
—¡Oh! —gimió un lacayo.
El mayordomo intervino entonces, con mayor serenidad que la que había demostrado pocos minutos antes.
—¡Todos a sus habitaciones! —ordenó, dirigiéndose a la servidumbre.
Se produjo un corto silencio.
—¡Es increíble! —dijo Lomax—. ¿Qué ha sucedido, Battle?
El superintendente le miró y George recobró sus discretas maneras.
—Vuélvanse a la cama, por favor —suplicó—. Se ha producido un... ah...
—Un pequeño accidente —dijo el superintendente Battle, acabando la frase.
—Sí; un accidente —repitió George—: Les agradeceré tengan la bondad de regresar a sus habitaciones.
Pero todos parecían dispuestos a quedarse allí.
—Lady Coote, por favor...
—¡Pobre muchacho! —dijo lady Coote, con acento maternal.
Se levantó, con desgana, del lado de Jimmy, y éste, acto seguido, recobró el conocimiento.
—¡Hola! —dijo con voz vacilante—. ¿Qué ha pasado?
Miró a su alrededor, con ojos asombrados, y entonces pareció comprender.
—¿Le han cogido? —preguntó, con ansia.
—¿A quién?
—Al hombre. Bajó por la hiedra. Yo estaba junto a la puerta cristalera. Nos enzarzamos en una lucha.
—Alguno de esos terribles ladrones nocturnos, ¿verdad? —murmuró lady Coote—. Pobre muchacho.
Jimmy seguía mirando a su alrededor.
—Temo... temo que hayamos armado un buen estropicio. Ese individuo era fuerte como un toro y nos zarandeamos de lo lindo.
El estado de la habitación era clara prueba de lo que decía. Todo cuanto de fácil y quebradizo había en un radio de doce pies estaba roto.
—¿Qué sucedió?
Pero Jimmy buscaba algo.
—¿Dónde está Leopold, el orgullo de las pistolas automáticas?
Battle señaló el arma encima de la mesa.
—¿Es suya, mister Thesiger?
—Sí. Es mi pequeño Leopold. ¿Cuántos tiros disparó?
—Uno.
Jimmy pareció apenado.
—Me siento desilusionado —murmuró—. No debí haber apretado el gatillo debidamente, pues, de lo contrario, habría seguido disparando.
—¿Quién lo hizo primero?
—Yo —dijo Jimmy—. El hombre logró zafarse. Vi que se dirigía hacia la puerta cristalera y apreté el gatillo de Leopold. Entonces se volvió y disparó contra mí y... bien, supongo que me desmayé.
Sir Stanley Digby se alarmó.
—¿Bajando por la hiedra, dice? ¡Dios mío, Lomax! ¿Cree que los habrán robado?
Salió corriendo de la habitación. Por alguna curiosa razón nadie habló durante su ausencia. Pocos momentos después sir Stanley regresó. Su cara redonda y regordeta estaba pálida como la muerte.
—Dios mío, Battle —murmuró—. Los han robado. O'Rourke está dormido como un tronco. Creo que ha sido narcotizado. No puedo despertarle. Y los documentos han desaparecido.

CAPÍTULO XXI
RECUPERACIÓN DE LA FÓRMULA


—Der liebe Gott! —dijo herr Eberhard en un susurro. Su cara tenía el color de la cera.
George miró a Battle con reproche.
—¿Es cierto, Battle? Lo dejé todo en sus manos.
La calidad roqueña del superintendente se evidenció. Ni un solo músculo de su rostro se contrajo.
—Los mejores de nosotros somos a veces vencidos, señor —repuso quedamente.
—Entonces, quiere decir... quiere realmente decir... que los documentos han desaparecido.
Pero, ante la sorpresa general, el superintendente Battle meneó la cabeza.
—No, mister Lomax. La cosa no es tan mala como usted cree. Todo está bien, pero no puede agradecérmelo a mí. Tiene que dar las gracias a esta joven.
Señaló a Loraine, que le miraba sorprendida. Battle se dirigió hacia ella y tomó el paquete envuelto en papel oscuro que aún sostenía mecánicamente.
—Creo, mister Lomax —indicó—, que encontrará aquí lo que desea.
Sir Stanley Digby, de acción más rápida que George, cogió el paquete y lo abrió examinando rápidamente su contenido. Un suspiro de alivio se escapó de sus labios y se pasó la mano por la frente. Herr Eberhard cayó sobre el fruto de su ingenio y lo apretó contra su corazón, mientras una sarta de frases en alemán salía de su boca.
Sir Stanley se volvió a Loraine, estrechándole vigorosamente la mano.
—Mi estimada señorita —le dijo—, le estamos todos infinitamente agradecidos.
—Sí, desde luego —dijo George—, aunque... ah...
Calló, perplejo, con los ojos fijos en aquella joven, que le era totalmente desconocida. Loraine miraba, suplicante, a Jimmy, que acudió en su ayuda.
—Es miss Wade —anunció—, la hermana de Gerry Wade.
—¡Oh, sí! —exclamó George, cogiéndola de la mano calurosamente—. Mi querida miss Wade, quiero expresarle mi profunda gratitud por lo que ha hecho. Debo admitir que no se me alcanza...
Calló delicadamente, y cuatro de las personas allí presentes sintieron que las explicaciones serían fraguadas con mucha lentitud. El superintendente Battle acudió en su ayuda.
—Acaso sea mejor que no entremos en detalles ahora, señor —sugirió con tacto.
El eficiente mister Bateman creó otra desviación.
—¿No sería conveniente que alguien viera a O'Rourke? ¿No le parece, señor, que debemos mandar a buscar al médico?
—Naturalmente —repuso George—. Desde luego. Debíamos haber pensado en ello antes —miró a Bill—. Llame al doctor Cartwright por teléfono y pídale que venga. Indíquele que es conveniente guardar discreción.
—Subiré con usted, Digby —dijo George—. Quizá podamos hacer algo mientras llega el médico.
Miró, desolado, a Rupert Bateman. La eficiencia es siempre necesaria. Pongo dominaba realmente la situación.
—¿Quiere que suba con usted, señor?
George aceptó el ofrecimiento, aliviado. Veía en aquel joven alguien con quien podía contar plenamente.
Los tres hombres salieron juntos de la biblioteca.
—Pobre muchacho. Acaso yo pueda ayudarle en algo —murmuró lady Coote, saliendo tras ellos.
—Es una señora muy maternal —observó el superintendente Battle, pensativo—. Muy maternal. Pero yo me pregunto...
Tres pares de ojos se posaron en él inquisitivamente.
—Me pregunto —prosiguió el superintendente, despacio— dónde puede encontrarse sir Oswald Coote.
—¡Oh! —exclamó Loraine—. ¿Cree que le han asesinado?
Battle meneó la cabeza con aire de reproche.
—No hay que pensar en cosas tan melodramáticas. No... más bien imagino...
Hizo una pausa, inclinando la cabeza para escuchar, con la mano levantada, pidiendo silencio.
Un momento después los demás oyeron lo que su agudo oído había ya percibido. Alguien caminaba por la terraza. Los pasos sonaban fuertemente. A los pocos segundos una corpulenta figura apareció en la puerta cristalera. Permaneció allí, mirándoles, y dando la sensación de que dominaban la situación.
Sir Oswald, pues era él, pasó la mirada lentamente de una cara a otra. Sus agudos ojos lo examinaron todo con detalle. Jimmy, con el brazo toscamente vendado; Bundle, con su extraña vestimenta; Loraine, una perfecta desconocida para él. Sus ojos se posaron en último término en el superintendente Battle.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó con voz seca.
—Robo frustrado, señor.
—¿Frustrado, verdad?
—Gracias a esta joven, miss Wade, los ladrones no lograron su intento.
—¡Ah! —dijo, terminando su escrutinio—. ¿Qué me dice de esto?
«Esto» era una pequeña pistola «Mauser», que sostenía delicadamente, cogiéndola por el cañón.
—¿Dónde la encontró, sir Oswald?
—En el césped. Supongo que ha debido ser arrojada por uno de los ladrones al huir. He tenido cuidado al cogerla, por si desea usted examinar celosamente las huellas digitales.
—Piensa usted en todo, sir Oswald —repuso Battle.
Cogió la pistola con igual cuidado y la colocó encima de la mesa, junto a la de Jimmy.
—Y ahora, si me hace el favor —siguió sir Oswald—, me gustaría saber exactamente lo sucedido.
El superintendente Battle hizo un breve resumen de los sucesos de la noche. Sir Oswald frunció el ceño, pensativo.
—Ya comprendo —dijo—. Después de herir e inutilizar a mister Thesiger, el individuo huyó, arrojando la pistola. Sin embargo, no alcanzo a comprender por qué nadie le persiguió.
—Sólo supimos que había alguien a quien perseguir cuando mister Thesiger nos lo contó —observó el superintendente en tono seco.
—¿No lo vio usted... ah... al doblar la esquina de la terraza?
—No. Debe habérseme escapado por unos segundos. No hay luna y sería invisible en la oscuridad tan pronto saliera de la terraza. Debió desaparecer inmediatamente después de disparar.
—Sin embargo —observó sir Oswald—, sigo creyendo que hubiera debido organizarse una búsqueda. Alguien más debió haber estado vigilando...
—Hay tres de mis hombres vigilando —le interrumpió el superintendente con voz queda.
—¡Oh!
Sir Oswald pareció sorprendido.
—Les encargué detuvieran a quien intentara salir de aquí.
—¿Y no lo han hecho?
—No lo han hecho —asintió Battle gravemente.
Sir Oswald le miró como si algo en sus palabras le asombrara.
—¿Me está usted diciendo cuanto sabe, superintendente Battle? —preguntó con voz seca.
—Todo cuanto sé, sir Oswald. Lo que pienso es distinto. Quizás imagino algunas cosas curiosas, pero hasta que mis pensamientos se confirmen no vale la pena hablar de fallos.
—Sin embargo —repuso sir Oswald despacio—, me gustaría conocerlos, superintendente.
—Por una parte, señor, pienso que hay demasiada hiedra en este lugar. Excúseme, señor, pero tiene un poco de ella en la chaqueta. Sí, demasiada hiedra. Complica las cosas.
Sir Oswald le miró fijamente, pero la contestación que tenía a flor de labios murió al entrar Rupert Bateman.
—Ah, está usted aquí, sir Oswald. Al no verle por parte alguna, lady Coote creía que había sido usted asesinado por los ladrones. Creo, sir Oswald, que haría usted bien en ir a su lado. Está terriblemente asustada.
—María es una mujer increíblemente tonta —observó sir Oswald—. ¿Por qué había yo de ser asesinado? Acompáñeme, Bateman.
Salió de la biblioteca junto con su secretario.
—He aquí un joven muy eficiente —comentó Battle—. ¿Cómo se llama?
—Bateman, Rupert Bateman —dijo Jimmy—, comúnmente conocido como Pongo. Estudiamos juntos en el colegio.
—Esto es muy interesante, mister Thesiger. Dígame, ¿qué opinión tenía usted de él en sus tiempos escolares?
—Era la misma clase de borrico que ahora.
—Jamás se me hubiera ocurrido considerarlo un borrico.
—Ya sabe lo que quiero decir. Desde luego, no lo era, realmente. Muy inteligente y siempre empollando, pero terriblemente serio y sin sentido del humor.
—Es una lástima —observó el superintendente—. Los caballeros que carecen del sentido del humor suelen tomarse a sí mismos demasiado en serio, y eso lleva por malos caminos.
—No puedo imaginarme a Pongo por ningún mal camino —dijo Jimmy—. Ha logrado situarse muy bien como secretario particular del viejo Coote.
—Superintendente Battle —dijo Bundle.
—¿Sí, lady Eileen?
—¿No le parece muy raro que sir Oswald no dijera qué estaba haciendo al vagar por el jardín a estas horas de la noche?
—¡Ah! —exclamó Battle—. Sir Oswald es un hombre muy importante, y los hombres importantes jamás dan una explicación a menos que les sea pedida. Apresurarse a dar explicaciones y excusas constituye un signo de debilidad, y sir Oswald lo sabe tan bien como yo. No sólo no está dispuesto a explicarse, sino que me pide explicaciones a mí. Sir Oswald es un hombre muy importante. He conocido pocos como él.
Bundle no insistió más en el asunto.
—Y ahora —dijo el superintendente Battle mirando a su alrededor con cierto brillo en los ojos—, ahora que estamos solos y en actitud amistosa, me gustaría saber por qué llegó miss Wade tan a tiempo.
—Debieras estar avergonzada de ti misma —observó Jimmy—, por engañarnos a todos de esta manera.
—¿Por qué había yo de quedar apartada de esa forma? —gritó Loraine apasionadamente—. Jamás intenté permanecer al margen; no, ni siquiera aquel día en tu departamento cuando ambos explicasteis que lo mejor que podía hacer era permanecer en casa y estar fuera de todo peligro. Nada dije entonces, pero después de pensarlo, tomé una decisión.
—Así lo sospeché —dijo Bundle—. Se mostró usted demasiado mansa.
—Yo creí que obrabas en forma muy sensata —observó Jimmy Thesiger.
—Fue muy fácil engañarte, Jimmy querido —repuso Loraine.
—Gracias por estas palabras —dijo Jimmy—. Sigue hablando y no te preocupes por mí.
—Cuando telefoneaste y dijiste que podía haber peligro, me sentí más dispuesta que nunca —prosiguió Loraine—. Entonces fui a «Harrods» y compré una pistola. Hela aquí.
Sacó la pequeña arma, que el superintendente cogió, examinándola.
—Es un juguete mortífero, miss Wade —dijo—. ¿Ha tenido usted... ah... mucha práctica con él?
—Ninguna en absoluto —repuso Loraine—. Pero pensé que si la llevaba conmigo me sentiría más segura y tranquila.
—Comprendo —asintió Battle gravemente.
—Mi idea era venir aquí y ver lo que estaba sucediendo. Dejé el coche en la carretera, atravesé el seto y llegué a la terraza. Estaba mirando a mi alrededor cuando, de pronto, algo cayó junto a mí. Lo recogí y entonces alcé la mirada para ver de dónde había caído; vi al hombre que bajaba por la hiedra y salí corriendo.
—Ya —dijo Battle—. ¿Puede usted describir a ese hombre, miss Wade?
La muchacha meneó la cabeza.
—Estaba demasiado oscuro para ver con claridad. Creo que se trataba de un hombre grueso. No pude observar nada más.
—Y ahora usted, mister Thesiger —Battle se volvió hacia Jimmy—. Usted luchó con ese hombre. ¿Puede decirme algo de él?
—Era bastante fornido; eso es cuanto puedo decir. Gruñó algo con voz ronca cuando le cogí por el cuello. Dijo: «Suélteme», o algo así.
—¿Era un hombre vulgar?
—Supongo que sí. Hablaba como si lo fuera.
—Todavía no llego a comprender lo del paquete —observó Loraine—. ¿Por qué lo tiró a la terraza? ¿Acaso le molestaba para bajar por la hiedra?
—No —repuso Battle—. Tengo otra teoría acerca de esto. Este paquete le fue deliberadamente arrojado a usted; por lo menos, así lo creo.
—¿A mí?
—Digamos que a la persona que el ladrón creyó que usted era.
—Esto se complica —murmuró Jimmy.
—¿Encendió la luz de la biblioteca cuando entró en esta habitación, mister Thesiger?
—Sí.
—¿No había nadie en ella?
—Nadie.
—Pero anteriormente le pareció oír un ruido, como si alguien anduviese por aquí, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y apagó usted la luz después de acercarse a la puerta cristalera y cerró la puerta que da al vestíbulo?
Jimmy asintió.
El superintendente Battle paseó la mirada lentamente a su alrededor. Su mirada se detuvo en un gran biombo cerca de una de las estancias. Se dirigió allí y miró tras él. Entonces lanzó una brusca exclamación. Los tres jóvenes se acercaron.
Caída en el suelo, desmayada, se encontraba la condesa Radzky.

CAPÍTULO XXII
EL RELATO DE LA CONDESA RADZKY


La vuelta en sí de la condesa fue mucho más prolongada e infinitamente más artística que la de Jimmy Thesiger.
«Artística», pensaba Bundle. Fue celosa en sus cuidados, que consistieron, mayormente, en una generosa aplicación de agua fría, a los que la condesa respondió rápidamente, pasándose la mano por la frente y murmurando desmayadamente.
En aquel momento, Bill, relevado ya de sus deberes con el teléfono y los médicos, entró en la habitación y procedió, en opinión de Bundle, a hacer el idiota de una manera muy notable.
Se inclinó sobre la condesa con la preocupación y la ansiedad retratadas en el rostro, haciéndole varias estúpidas observaciones.
—Todo está bien, condesa. Todo está bien. No intente hablar, no le conviene. Permanezca quieta. Dentro de un minuto se sentirá bien nuevamente y lo recordará todo. No diga nada hasta que esté completamente bien. Tómese todo el tiempo que quiera. Quédese echada y cierre los ojos. Lo recordará todo en seguida. Tome otro sorbo de agua; un poquito de brandy. Eso es. ¿No crees tú, Bundle, que un poco de brandy...?
—Por el amor de Dios, Bill; déjala tranquila —repuso Bundle—. En seguida estará bien.
Y con mano experta hizo una generosa aplicación de agua fría en el exquisito maquillaje de la cara de la condesa. Ésta se estremeció y se sentó. Parecía mucho más despierta.
—¡Ah! —murmuro—. Estoy aquí. Sí, estoy aquí.
—Tómese tiempo —dijo Bill—. No hable hasta que se sienta del todo bien.
La condesa se arrebujó entre los pliegues de su muy transparente salto de cama.
—Ya recuerdo —susurró—. Sí, ya recuerdo.
Posó los ojos en el pequeño grupo que la rodeaba. Acaso algo en una de aquellas caras no le pareció agradable. De todas maneras sonrió deliberadamente a aquel rostro que reflejaba una muy opuesta emoción.
—Ah, mi gran inglés —dijo muy suavemente—, no se apene. Ya estoy bien.
—¿Está usted segura? —preguntó Bill con ansiedad.
—Sí —repuso, sonriéndole—. Los húngaros tenemos nervios de acero.
La cara de Bill reflejó el alivio que sentía.
—Beba un poco de agua —le aconsejó Bundle.
La condesa meneó la cabeza. Jimmy propuso un combinado y ella reaccionó favorablemente a esa invitación. Así que lo tomó y miró a su alrededor, esta vez más animada.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó vivamente.
—Esperábamos que usted pudiera contárnoslo —repuso el superintendente Battle.
La condesa le miró fijamente, pareciendo darse cuenta por vez primera de la presencia de aquel hombre.
—Fui a su habitación —dijo Bundle—. La cama estaba intacta y usted no se encontraba en ella.
Hizo una pausa, mirándola con ojos acusadores. La condesa cerró los suyos y asintió.
—Sí, sí. Ahora lo recuerdo todo. ¡Fue horrible! —Se estremeció—. ¿Quieren que se lo cuente?
—Si nos hace usted el favor —asintió el superintendente Battle.
—No lo haga si no se siente lo bastante bien para ello —observó Bill al mismo tiempo.
La condesa pasó la mirada de uno a otro, pero fue el tranquilo y reposado superintendente quien venció.
—No podía dormir —empezó a decir—. La casa parecía oprimirme. Me sentía muy nerviosa y sabía que era inútil que me metiera en la cama, pues no dormiría. Paseé por mi habitación. Después leí, pero los libros que allí había no me interesaban. Entonces decidí bajar a la biblioteca y buscar algo más interesante.
—Es muy natural —observó Bill.
—Creo que es cosa bastante corriente —dijo Battle.
—Así que tan pronto se me ocurrió hacerlo, salí de mi habitación y bajé. La casa estaba silenciosa y...
—Perdóneme —la interrumpió el superintendente Battle—. ¿Puede darme una idea de la hora que era entonces?
—Nunca sé la hora —repuso la condesa majestuosamente, continuando su relato—. La casa estaba en silencio. Bajé las escaleras muy quedamente...
—¿Muy quedamente?
—Sí. No quería despertar a nadie —observó con un deje de reproche en la voz—. Y vine aquí, a este rincón, y busqué en las estanterías un libro que me interesara.
—Habiendo, naturalmente, encendido primero la luz.
—No. Como puede ver, tenía conmigo una pequeña linterna eléctrica y me serví de ella para examinar los libros.
—¡Ah! —exclamó el superintendente.
—De pronto —prosiguió dramatizando— oigo algo, un ruido furtivo, una pisada ahogada. Apago la linterna y escucho. Los pasos se acercan... furtivos y horribles pasos. Me encojo detrás del biombo. Un momento después se abre la puerta y alguien enciende la luz. El hombre, el ladrón, entra en la biblioteca.
—Pero... —empezó a decir mister Thesiger.
Un pie grande se posó sobre el suyo. Dándose cuenta de que el superintendente le daba una indicación, Jimmy calló.
—Casi muero de miedo —continuó relatando la condesa—. Trato de no respirar. El hombre espera un momento, escuchando. Entonces, aún con ese paso horrible y furtivo...
Nuevamente Jimmy volvió a abrir la boca para protestar y volvió a cerrarla otra vez sin haberlo hecho.
—...se dirige a la puerta cristalera y mira al exterior.
Permanece allí un minuto o dos. Luego vuelve a cruzar la habitación, apaga la luz y cierra la puerta con llave. Me siento atemorizada. Está en la habitación, moviéndose en ella, furtivamente, en la oscuridad. ¡Es horrible! Temo que dé conmigo. Un momento después le oigo nuevamente junto a la puerta cristalera. Silencio. Espero que haya salido por ella. Al transcurrir algunos minutos y no oír ningún otro ruido, estoy casi segura de que lo ha hecho. Voy a encender la linterna cuando, prestissimo!, todo empieza.
—¿Sí?
—¡Fue terrible! ¡Jamás podré olvidarlos! Dos hombres trataban de matarse mutuamente. ¡Qué horror! Se tambaleaban por la habitación, destrozando muebles al golpearse. Me pareció oír gritar a una mujer, pero no fue en la biblioteca, sino fuera. El criminal tenía una voz ruda. Gruñía más que hablaba. «Suélteme, suélteme», decía. El otro era un caballero.
Jimmy la miró, agradecido.
—Sólo juraba —prosiguió la condesa.
—Era claramente un caballero —asintió Battle.
—Y en aquel momento —siguió diciendo la condesa— un fogonazo y una detonación. La bala dio en la estantería junto a mí. Entonces debí desmayarme.
Miró a Bill, que le cogió la mano, acariciándola.
—¡Pobrecilla! —dijo, compungido—. ¡Cómo debió sufrir!
«¡Idiota!», pensó Battle.
El superintendente se dirigió a la estantería, algo a la derecha del biombo, y se inclinó, buscando. Poco después recogió algo.
—No fue la bala, condesa —dijo—, sino el casquillo. ¿Dónde estaba usted cuando disparó, mister Thesiger?
Jimmy se colocó junto a la puerta cristalera.
—Creo que aquí, más o menos.
El superintendente fue a aquel lugar.
—Sí —asintió—. El casquillo hubiera ido a parar allí. Es del calibre 45. No me extraña que la condesa creyera que se trataba de una bala. Golpeó la estantería a un pie de donde ella se encontraba. La bala rozó el marco de la puerta cristalera. Mañana la encontraremos, a menos que el asaltante la lleve en el cuerpo.
Jimmy meneó la cabeza, pesaroso.
—Temo que Leopold no se haya cubierto de gloria —observó.
La condesa le miraba con expresión halagadora.
—¡Su brazo! —exclamó—. ¡Está vendado! Entonces fue usted...
Jimmy hizo una cómica reverencia.
—Me complace tener una voz culta —dijo—; y puedo asegurarle que no se me hubiera ocurrido emplear aquel lenguaje de haber sabido que había una dama presente.
—No lo comprendí todo —se apresuró a explicar la condesa—. Aunque tuve una gobernante inglesa de niña...
—No eran palabras que ella hubiese podido enseñarle —repuso Jimmy—. Seguramente la tenía ocupada con aquello de la pluma de mi tío, el paraguas de la sobrina del jardinero y otras zarandajas.
—Pero..., ¿qué ha ocurrido? —preguntó la condesa—. ¿Quieren explicármelo?
Se produjo un corto silencio, durante el cual todos miraron al superintendente Battle.
—Es muy sencillo —explicó éste suavemente—. Robo frustrado. Los ladrones casi consiguieron escapar llevándose unos documentos políticos de sir Stanley Digby, pero gracias a esta señorita —señaló a Loraine— no lo lograron.
La condesa miró a la muchacha. Había algo extraño en sus ojos.
—¡Ah! —exclamó fríamente.
—Por una afortunada coincidencia ella se encontraba aquí —dijo el superintendente, sonriendo.
La condesa suspiró levemente y volvió a cerrar los ojos.
—Es absurdo, pero me siento desmayada —murmuró.
—Claro que sí —exclamó Bill—. Déjeme acompañarla a su habitación. Bundle también vendrá.
—Lady Eileen es muy amable —repuso la condesa—, pero prefiero estar sola. Estoy bien, realmente. ¿Quiere ayudarme solamente a subir las escaleras?
Se levantó, aceptó el brazo de Bill y, apoyándose fuertemente en él, salió de la habitación. Bundle los siguió hasta el vestíbulo, pero al insistir algo tercamente la condesa en que estaba bien, no les acompañó hasta el piso alto.
Mientras observaba cómo la condesa, ayudada por Bill, subía lentamente las escaleras, su cuerpo se tornó rígido. Como se ha dicho anteriormente, el salto de cama de la condesa era muy transparente: un simple velo de gasa color naranja. A través de él, Bundle vio claramente un pequeño lunar debajo del hombro derecho.
Conteniendo una exclamación de sorpresa, Bundle se dirigió impetuosamente hacia la biblioteca, de la cual salía Battle. Jimmy y Loraine le habían precedido.
—He cerrado la puerta cristalera, dejando un hombre de guardia junto a ella, y ahora cerraré esta puerta y me llevaré la llave. Por la mañana haremos lo que los franceses llaman «reconstrucción del crimen» —dijo—. Sí, lady Eileen, ¿quiere usted algo?
—Debo hablarle inmediatamente, superintendente.
—Bien.
En aquel momento apareció George Lomax, acompañado del doctor Cartwright.
—¡Ah, está usted aquí, Battle! Le complacerá saber que O'Rourke no corre peligro alguno.
—Jamás pensé que lo corriera —observó el superintendente.
—Se le ha administrado una fuerte dosis de narcótico —dijo el médico—. Por la mañana se despertará como si nada le hubiera ocurrido. Quizá tenga la cabeza algo pesada, o acaso no. Y ahora, joven, examinemos esa herida de bala.
—Vamos, enfermera —dijo Jimmy a Loraine—, ven y cógeme de la mano, y contemplarás la agonía de un hombre fuerte.
Jimmy, Loraine y el doctor salieron juntos. Bundle siguió mirando con ansiedad al superintendente Battle, a quien George estaba hablando.
El superintendente esperó con paciencia hasta que se produjo una pausa en la locuacidad de George, y entonces supo valerse hábilmente de ella.
—Desearía hablar en privado con sir Stanley. ¿Podríamos hacerlo en aquel pequeño gabinete?
—Claro —dijo George—. Voy a avisar a sir Stanley.
Subió apresuradamente al piso alto. Battle llevó a Bundle al salón y cerró la puerta.
—¿De qué se trata, lady Eileen?
—Se lo explicaré lo más de prisa que pueda, pero es algo largo y complicado.
Bundle relató concisamente su conocimiento del Club Seven Dials y sus subsiguientes aventuras allí. Cuando hubo terminado, el superintendente Battle suspiró. Por una vez su rostro perdió su impasibilidad.
—¡Asombroso! —exclamó—. Francamente asombroso. Jamás hubiera creído que alguien pudiese hacerlo, ni siquiera usted, lady Eileen. Debí haber sido menos confiado.
—Pero usted me dijo que le preguntara a Bill.
—Es peligroso dar indicaciones a personas como usted, lady Eileen. Jamás creí que haría usted lo que hizo.
—Ya está hecho, superintendente, y por otra parte, no será usted responsable de mi muerte.
—No todavía, desde luego —repuso Battle, sonriendo.
Permaneció pensativo un instante.
—No alcanzo a comprender cómo pudo mister Thesiger permitir que corriera tamaño peligro —observó.
—No lo supo sino cuando ya nada podía hacer para evitarlo —repuso Bundle—. No soy ninguna niña tonta, superintendente Battle, y, además, bastante tiene Jimmy que hacer cuidando a miss Wade.
—¿Sí? —dijo el superintendente—. ¡Ah!
Hizo un pequeño guiño.
—Tendré que encargar a mister Eversleigh que cuide de usted, lady Eileen.
—¡Bill! —atajó Bundle despectivamente—. Pero no ha oído usted el final de mi historia. La mujer a quien vi allí, Anna, la número uno, es la condesa Radzky.
Y rápidamente procedió a describir cómo la identificó por el lunar.
Ante su sorpresa, Battle vacilaba y dudaba.
—Un lunar es muy poca cosa en que basar una afirmación tan grave, lady Eileen. Es muy posible que dos mujeres tengan un lunar en idéntico lugar de su cuerpo. Debe usted recordar que la condesa Radzky es muy conocida en Hungría.
—Entonces ésta no es la verdadera condesa. Le aseguro que se trata de la misma mujer a quien vi allí. Y fíjese en qué estado la hemos encontrado esta noche. No creo ni que estuviera verdaderamente desmayada.
—Yo no diría eso, lady Eileen. El rebote del casquillo en la estantería, en tales circunstancias, habría asustado terriblemente a cualquier mujer.
—¿Por qué había ella de estar allí, superintendente? No se va a buscar un libro con una linterna eléctrica.
—Voy a depositar mi confianza en usted, lady Eileen. La conducta de la condesa es verdaderamente sospechosa. Lo sé tan bien como usted. No debemos tener dificultades con la Embajada de su país. Hemos de asegurarnos primero.
—Ya comprendo. Si usted estuviera seguro...
—Hay algo más. Durante la guerra la gente protestaba de que había espías alemanes por todas partes y que nada hacíamos contra ellos. No prestamos atención a esas manifestaciones, de las que los periódicos se hicieron eco. Dejamos que los espías de poca importancia siguieran sus andanzas, pues ellos nos llevaban al hombre verdaderamente importante, al que dirigía.
—¿Quiere usted decir...?
—No se preocupe por el significado de mis palabras, lady Eileen. Pero recuerde que sé todo cuanto hay que saber acerca de la condesa, y que no quiero que se haga nada contra ella.
Bundle le miró sin protestar.
—Y ahora —añadió el superintendente—, tengo que pensar en algo que decir a sir Stanley Digby.

CAPÍTULO XXIII
EL SUPERINTENDENTE BATTLE ACTÚA


Eran las diez de la mañana siguiente. El sol penetraba a raudales por las puertas cristaleras de la biblioteca, en la que el superintendente estaba trabajando desde las seis. Acudiendo a su llamada, George Lomax, sir Oswald Coote y Jimmy Thesiger acababan de entrar en la habitación, después de haberse reconfortado de las fatigas pasadas con un suculento desayuno. Jimmy llevaba el brazo en cabestrillo, única señal de los sucesos de la noche anterior.
El superintendente les miró con benevolencia, con el aspecto de un bondadoso conservador de museo, mostrándoselo a unos muchachos. Encima de una mesa junto a él había varios objetos, cada uno de los cuales ostentaba una etiqueta. Jimmy reconoció a Leopold entre ellos.
—Estoy ansioso por conocer cuáles han sido sus progresos, superintendente —dijo George Lomax—. ¿Ha sido detenido el hombre?
—Nos costará mucho lograrlo —repuso el superintendente, sin que su fracaso en ese aspecto pareciera importarle mucho.
George Lomax no pareció muy complacido.
—Tengo las cosas bien clasificadas —prosiguió el detective—. Aquí tenemos dos balas —añadió, cogiendo dos objetos de la mesa—; la mayor es del calibre 45, disparada por la pistola automática «Colt», de mister Thesiger. Rozó el marco de la vidriera y la encontré incrustada en el tronco de un árbol. Ésta más pequeña fue disparada por la «Mauser» del calibre 5; después de atravesar el brazo de mister Thesiger, se incrustó en este sillón. En cuanto a la pistola en sí...
—¿Ha encontrado algunas huellas? —preguntó, vivamente, sir Oswald.
Battle meneó la cabeza.
—El hombre que la disparó llevaba guantes —dijo lentamente.
—Es lástima —observó sir Oswald.
—Es natural que los llevara, si conocía su negocio. ¿Estoy en lo cierto, sir Oswald, al creer que encontró la pistola a unas veinte yardas del pie de los escalones que conducen a la terraza?
Sir Oswald se dirigió hacia la puerta cristalera.
—Casi exactamente a esa distancia —dijo.
—No deseo criticar, pero creo que hubiera sido preferible, señor, que la hubiera dejado donde la encontró.
—Lo siento —repuso sir Oswald, fríamente.
—No importa, ahora. He podido reconstruir las cosas. Allí estaban las huellas de sus pisadas, que empezaban al pie de las gradas, hasta un lugar en el que claramente se detuvo y se agachó. Además, el césped presentaba una marca muy sugestiva. A propósito, señor, ¿cuál es su teoría acerca de la pistola que encontró?
—Supongo que el hombre debió dejarla caer en su huida.
Battle meneó la cabeza.
—No la dejó caer, sir Oswald. Hay dos cosas que indican lo contrario. En primer lugar, sólo se ven unas huellas allí: las de usted.
—Comprendo —repuso sir Oswald pensativo.
—¿Está seguro de lo que dice, Battle?—preguntó George.
—Completamente, señor. Hay otras pisadas que cruzan el césped, pero son las de miss Wade, y están bastante hacia la izquierda. —Hizo una pausa y prosiguió—: Además, tenemos la señal en el césped. La pistola cayó con bastante fuerza. Todo indica que fue arrojada allí.
—¿Y por qué no? —objetó sir Oswald—. Digamos que el hombre huyó por el sendero de la izquierda. No dejaría huellas de ninguna clase. Y entonces debió arrojar la pistola al césped. ¿No lo cree usted así, Lomax?
George asintió.
—Ciertamente, no dejaría huellas en el sendero —admitió Battle—, pero por la forma de la marca en el suelo y el corte en el césped, no creo que fuera arrojada desde esa dirección, sino desde la terraza.
—Es muy posible que así haya sido —dijo sir Oswald—. ¿Cree usted en absoluto que ello puede tener alguna importancia?
—Sí —dijo entonces George—. ¿Es importante?
—Quizá no, mister Lomax, pero nos gusta saber cómo ocurren exactamente las cosas. Les agradecería que uno de ustedes, caballeros, cogiera esta pistola y la arrojara. ¿Quiere hacerlo usted, sir Oswald? Es usted muy amable. Sitúese aquí, junto a la puerta cristalera. Ahora arrójela al césped.
Sir Oswald obedeció, tirando la pistola con poderoso impulso. Jimmy Thesiger se acercó a él, con no reprimido interés. El superintendente fue a buscarla y regresó sonriente.
—Eso es, señor. Exactamente la misma clase de señal. Aunque, por cierto, la mandó sus buenas diez yardas más lejos. Pero hay que tener en cuenta que su constitución es muy robusta. Perdóneme, pero creo haber oído un ruido junto a la puerta.
El oído del superintendente debía de ser mucho más agudo que el de los demás. Nadie había oído nada, pero Battle tenía razón, pues lady Coote estaba en el vestíbulo, con un vaso en la mano.
—Tu medicina, Oswald —dijo al entrar en la habitación—. Olvidaste tomarla después del desayuno.
—Estoy muy ocupado, María —repuso sir Oswald—. No quiero la medicina ahora.
—Nunca la tomarías si no fuera por mí —prosiguió su esposa—. Eres como un niño pequeño. Vamos, tómala.
Humilde y obediente, el gran magnate del acero bebió el contenido del vaso.
Lady Coote sonrió, y dulcemente se dirigió a todos.
—¿Les interrumpo? ¿Están muy ocupados? ¡Oh, esos revólveres! ¡Qué aspecto siniestro tienen! Y pensar, Oswald, que el ladrón pudo haberte matado anoche.
—Debió usted alarmarse al no verle, lady Coote, ¿verdad? —observó Battle.
—No me asusté de momento— admitió lady Coote—. Este pobre joven —señaló a Jimmy— con una herida de bala en el brazo, y todo tan terrible, pero tan excitante también. Sólo cuando mister Bateman me preguntó dónde estaba sir Oswald recordé que había salido a dar un paseo media hora antes.
—¿No podía usted dormir, sir Oswald? —preguntó el superintendente.
¿Era imaginación suya o realmente vaciló sir Oswald antes de contestar?
—Sí.
—Y calzando zapatillas —observó lady Coote—, en lugar de ponerse unos zapatos. ¿Qué sería de ti si no me tuvieras para cuidarte?
Lady Coote meneó la cabeza tristemente.
—Creo que debieras dejarnos ahora, María. Tenemos mucho de qué tratar todavía.
—Ya me voy, querido.
Lady Coote se retiró, llevándose el vaso como si se tratara de un cubilete con el que hubiera administrado una mortífera poción.
—Bien, Battle —dijo George Lomax—, creo que todo está muy claro. Sí, perfectamente claro. El hombre dispara contra mister Thesiger, inutilizándole, arroja el arma, corre por la ventana y sale al sendero.
—Donde mis hombres le hubieran detenido —observó Battle.
—Sus hombres, Battle, me parecen singularmente negligentes. No vieron entrar a miss Wade y pudieron muy bien no ver tampoco al ladrón al huir.
El superintendente abrió la boca para hablar, pero pareció pensarlo mejor y calló. Jimmy Thesiger le miró con curiosidad. Hubiera dado mucho por saber lo que Battle estaba pensando.
—Debe tratarse de un campeón de carreras a pie —fue cuanto el hombre de Scotland Yard se contentó con decir.
—¿Qué significan sus palabras, Battle?
—Exactamente lo que he dicho, mister Lomax. Yo doblé la esquina de la terraza menos de cincuenta segundos después de que el disparo fuera hecho. Y un hombre que pueda recorrer esa distancia en mi dirección y desaparecer tras el recodo del sendero antes de que yo llegara a la esquina de la casa, debe ser un corredor formidable.
—No le comprendo, Battle. Tiene usted alguna idea que no alcanzo a vislumbrar. Primero dice que el hombre no cruzó el césped y ahora sugiere... ¿Qué sugiere usted exactamente? ¿Que el hombre no huyó por el sendero? ¿Por dónde, pues, desapareció?
Por toda contestación el superintendente señaló a lo alto, con la mano cerrada y el pulgar hacia arriba.
—¿Eh? —exclamó George.
El superintendente repitió el gesto con más vigor. George levantó la cabeza y miró al techo.
—Tonterías, superintendente. Lo que usted sugiere es imposible.
—No del todo, señor. Lo había hecho una vez y bien pudo repetirlo.
—No quiero decir imposible en este sentido. Si el hombre quería escapar jamás se hubiera encerrado en el interior de la casa.
—Era el lugar más seguro para él, mister Lomax.
—Pero la puerta del aposento de mister O'Rourke estaba todavía cerrada cuando entramos.
—¿Y cómo entraron ustedes? Por la habitación de sir Stanley. Ése es el camino que siguió nuestro hombre. Lady Eileen me ha dicho que vio moverse el pomo de la puerta del cuarto de mister O'Rourke. Eso fue cuando nuestro amigo subió la primera vez. Sospecho que la llave debía de encontrarse debajo de la almohada de mister O'Rourke. El camino que recorrió la segunda vez aparece claramente: por la puerta de comunicación entró en la habitación de sir Stanley, que estaba vacía, desde luego. Al igual que los demás, sir Stanley bajó corriendo a la biblioteca. Ningún obstáculo se interponía ante nuestro hombre.
—¿Y dónde fue después?
El superintendente se encogió de hombros.
—Pudo haber ido a muchas partes; acaso penetró en una habitación desocupada al otro lado de la casa y se descolgó por la hiedra nuevamente, o salió por una puerta lateral. Cabe también la posibilidad de que permaneciera en el interior de la casa si trabajó desde dentro.
George le miró con irritada sorpresa.
—En verdad, Battle... Sentiría muy profundamente que uno de mis criados... ah... en quienes tengo plena confianza... Me dolería mucho tener que sospechar...
—Nadie le pide que sospeche, mister Lomax. Estoy simplemente exponiendo diversas posibilidades. Los sirvientes pueden ser de toda confianza y seguramente lo son.
—Me ha causado usted mucha pena —dijo George—. Sí, me siento muy apenado.
Sus ojos parecían más protuberantes que nunca.
Para poner fin a la embarazosa situación, Jimmy señaló un curioso objeto negro que se encontraba encima de la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es la prueba Z —dijo Battle—; la última de ellas. Es, o más bien fue, un guante.
Cogió aquella cosa requemada y la mostró con orgullo.
—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó sir Oswald.
—En la chimenea, casi quemado del todo, pero no completamente. Parece como si hubiera sido masticado por un perro.
—Acaso sea de miss Wade —sugirió Jimmy—. Tiene varios perros.
El superintendente meneó la cabeza.
—No es un guante de señora, no; ni siquiera de la clase que llevan hoy día. Pruébeselo usted durante un momento, señor.
Ajustó aquella cosa ennegrecida en la mano de Jimmy.
—¿Ve? Es grande aun para usted.
—¿Concede usted importancia a este descubrimiento? —preguntó sir Oswald fríamente.
—Uno nunca puede saber lo que tendrá importancia o no la tendrá.
Llamaron a la puerta y Bundle entró.
—Lo siento —dijo, excusándose—, pero papá me acaba de llamar por teléfono. Dice que debo ira casa en seguida, pues todo el mundo le está molestando.
Hizo una pausa.
—¿Sí, querida Eileen? —dijo George, animándola, y observando que no había dicho todo.
—No les hubiera interrumpido; lo he hecho por creer que acaso estuviera relacionado con todo esto. Mi padre está angustiado porque uno de nuestros lacayos ha desaparecido. Salió anoche y no ha regresado.
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó sir Oswald.
—John Bauer.
—¿Es inglés?
—Creo que dice ser suizo; en mi opinión, debe de ser alemán. Sin embargo, habla inglés perfectamente.
—¡Ah! —exclamó sir Oswald—. ¿Cuánto tiempo ha estado en Chimneys?
—Algo menos de un mes.
Sir Oswald se volvió a los otros.
—Ahí está nuestro hombre. Usted sabe tan bien como yo, Lomax, que varios Gobiernos extranjeros están detrás de esta cosa. Ahora recuerdo al lacayo perfectamente: es un hombre alto, que sabe bien su trabajo. Llegó alrededor de quince días antes de que nosotros marcháramos. Muy inteligente. Aquí se hubieran examinado cuidadosamente los antecedentes de un nuevo servidor, pero en Chimneys, a cinco millas de distancia...
No acabó la frase.
—¿Cree usted que el plan fue elaborado con tanta anticipación?
—¿Por qué no? Esa fórmula vale millones, Lomax. Sin duda, Bauer esperó tener acceso a mis papeles privados en Chimneys y enterarse de planes futuros relacionados con ella. Parece probable que tenga un cómplice en esta casa, alguien que le describió el lugar y se encargó de narcotizar a O'Rourke. Pero Bauer fue el hombre que miss Wade vio bajar por la hiedra; el hombre fornido.
Se volvió al superintendente Battle.
—Bauer es su hombre, superintendente. Y de una manera u otra le dejó escapar por entre sus dedos.

CAPÍTULO XXIV
BUNDLE DUDA


El superintendente Battle se sintió claramente sorprendido. Se acarició la barbilla, pensativamente.
—Sir Oswald tiene razón, Battle —dijo George—. Ése es el hombre. ¿Espera detenerle?
—Quizá sí, señor. Ciertamente parece sospechoso. Desde luego, puede volver a aparecer en Chimneys.
—¿Lo cree usted probable?
—No —admitió Battle—. Sin embargo, parece como si Bauer fuese el hombre. Pero no alcanzo a comprender cómo pudo entrar y salir de estos terrenos, sin ser observado.
—Ya le he comunicado mi opinión acerca de los hombres que usted colocó de vigilancia —dijo George—. Son totalmente ineficaces. No quiero culparle a usted, superintendente, pero...
Su pausa fue elocuente.
—Mis espaldas son anchas —observó Battle, en tono ligero.
Meneó la cabeza, exhalando un suspiro.
—Debo telefonear ahora. Excúsenme, señores. Lo siento, mister Lomax. Temo que las cosas están embrolladas, muy embrolladas.
Salió apresuradamente de la habitación.
—Vamos al jardín —dijo Bundle a Jimmy—. Quiero hablar con usted.
Salieron juntos por la puerta cristalera. Jimmy miró al césped, con el ceño fruncido.
—¿Qué sucede? —preguntó Bundle.
Jimmy le contó el episodio de la pistola.
—Me pregunto —dijo— qué se proponía Battle cuando hizo que Coote arrojara la pistola. Cayó unas diez yardas más allá de donde debiera haberlo hecho. Battle es un hombre muy profundo, Bundle.
—Es extraordinario —afirmó Bundle—. Quiero contarle a usted algo acerca de anoche.
A continuación procedió a relatarle su conversación con Battle. Jimmy la escuchaba atentamente.
—Así, pues, la condesa es el número uno —dijo, pensativo—. Todo encaja muy bien. El número dos, Bauer, sale de Chimneys y trepa a la habitación de O'Rourke, sabiendo que a éste se le ha administrado un narcótico. Puede haberlo hecho la condesa u otra persona. El plan prevé que arrojará los papeles a la condesa, que estará esperando en la terraza. Ella regresará a su habitación, entrando por la biblioteca. Si detienen a Bauer al salir de aquí, no se le encontrará nada. Sí, era un buen plan, pero salió mal. Apenas llegaba a la biblioteca, la condesa me oye y debe de esconderse detrás del biombo. Estaba en una situación delicada, porque no podía avisar a su cómplice. El número dos comete el robo, mira por la ventana y cree ver a la condesa abajo esperando; le tira los papeles y baja por la hiedra. Al llegar abajo, tiene una desagradable sorpresa al verme a mí, esperándole. La condesa debió sentirse muy nerviosa en su escondite. Considerando cómo sucedieron las cosas, supo preparar una buena excusa. Sí, todo encaja perfectamente bien.
—Demasiado bien —dijo Bundle, con decisión.
—¿Eh? —repuso Jimmy, sorprendido.
—¿Y qué hay del número siete, que jamás aparece y se mantiene siempre en la oscuridad? ¿La condesa y Bauer? No, no es tan sencillo como parece. Bauer estuvo aquí anoche, desde luego, pero sólo por si las cosas salían mal, como han salido. Su papel era el de víctima propiciatoria; alejar toda sospecha del jefe, del número siete.
—¿No habrá leído usted demasiadas novelas de misterio? —preguntó Jimmy con ansiedad.
Bundle le miró con significado reproche.
—Tenemos una hipótesis con todos los visos de realidad y usted se niega a aceptarla, simplemente porque quiere hacer las cosas más difíciles —dijo Jimmy.
—Lo siento, sí —repuso Bundle—, pero me aferró tercamente a mi opinión de que el misterioso número siete se encuentra en esta casa.
—¿Qué piensa Bill?
—Bill está imposible —dijo Bundle fríamente.
—¡Oh! —exclamó Jimmy—. ¿Le ha contado usted lo de la condesa? Debiera decírselo, pues de lo contrario sólo Dios sabe lo que es capaz de confiarle.
—Se niega a escuchar cuanto vaya contra ella. Es un idiota. Quisiera que usted le hiciera comprender que el lunar no es simple curiosidad.
—Olvida usted que yo no estaba dentro del aparador —observó Jimmy—. De todas formas, prefiero no discutir con él acerca del lunar de su enamorada. Pero no creo que sea lo suficientemente borrico para no comprender que todo encaja.
—Pues lo es —afirmó Bundle—. Cometió un grandísimo error al confiar en él, Jimmy.
—Lo siento. No creí que fuera tan estúpido. Cometí una tontería, ciertamente, pero...
—Ya sabe usted cómo son las aventureras extranjeras —dijo Bundle—. Cómo encandilan a la gente.
—En realidad, a mí no me ha causado ninguna sensación —observó Jimmy—. Nadie ha tratado todavía de encandilarme.
Jimmy suspiró. Se produjo un corto silencio, mientras él daba vueltas a algunas ideas. Cuanto más pensaba en ellas, menos satisfactorias le parecían.
—Dice usted que Battle quiere que no se haga ni diga nada contra la condesa —dijo finalmente.
—Sí.
—Y que su idea es llegar a alguien a través de ella.
Bundle asintió.
Jimmy pensó furiosamente, tratando de comprender. Battle debía tener alguna idea definida en la cabeza.
—Sir Stanley Digby fue a Londres esta mañana temprano, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
—¿Le acompañó O'Rourke?
—Creo que sí.
—¿No cree que...? No, es imposible.
—Que O'Rourke esté mezclado en todo ello.
—Sí, pero es imposible.
—A lo mejor —repuso Bundle, después de pensar durante un minuto— tiene lo que algunos llaman una personalidad muy viva. No me sorprendería que... A decir verdad, nada puede ya sorprenderme. Sólo existe una persona de quien estoy segura que no es el número siete.
—¿Quién es?
—El superintendente Battle.
—Creí que iba a decir George Lomax.
—Calle. Ahí viene.
George se dirigía hacia ellos, decidido. Jimmy murmuró una excusa y se alejó. George se sentó junto a Bundle.
—¿Debe realmente dejarnos, mi querida Eileen?
—Sí, parece que sí. Papá no está muy tranquilo. Deberé regresar a casa.
—Comprendo sus razones, querida Eileen, que la honran mucho. En estos tiempos de agitación...
«¡Pobre de mí!», pensó Bundle.
—...cuando la vida, la vida familiar está en peligro y las viejas tradiciones se tambalean, corresponde a los de nuestra clase demostrar, con el ejemplo, que nosotros no nos dejamos afectar por estas condiciones. Nos llaman fanáticos y reaccionarios. Me siento orgulloso de merecer tales calificativos. Existen cosas que exigen nuestro fanatismo, nuestra airada reacción: la dignidad, la belleza, la modestia, la santidad de la vida familiar, el respeto filial... ¿Vale la pena vivir si todo eso muere? Como le decía, mi querida Eileen, le envidio los privilegios de su juventud. ¡Juventud! ¡Qué maravilloso tesoro! Y pensar que no lo apreciamos hasta que nuestros años maduran. Confieso, querida niña, que en el pasado me desilusionaba su ligereza. Ahora comprendo que era sólo la actitud propia de una niña, y admiro la grave y fervorosa belleza de su mente. Espero que me permitirá ayudarla en sus lecturas, ¿verdad, Eileen?
—¡Oh, gracias! —repuso Bundle modestamente.
—Y no debe volver a sentirse asustada de mí. Me sentí avergonzado cuando lady Caterham me dijo que usted me temía. Puedo asegurarle que soy una persona corriente.
Bundle se sintió perpleja ante la modestia de George.
—No sea nunca reservada conmigo, querida niña. Y no tema aburrirme. Será un gran placer, si me permite decirlo, formar el capullo de su mente. Seré su mentor político. Jamás como ahora hemos necesitado en el partido mujeres jóvenes, de talento y encanto. ¿Quién le dice que no esté usted destinada a seguir los pasos de su tía, lady Caterham?
Aquella terrible posibilidad asustó completamente a Bundle, y miró perpleja a George, que no se sintió desanimado por ello. Su principal oposición a las mujeres se basaba en que hablaban demasiado. Raramente encontraba lo que él llamaba un buen oyente. Entonces sonrió, con benignidad, a Bundle.
—La mariposa sale de la crisálida. ¡Qué maravilla! Tengo un tratado sobre economía política muy interesante. Ahora lo buscaré para que pueda llevarlo consigo a Chimneys. Cuando lo haya leído lo comentaremos. No vacile en escribirme si hay algo que no comprende. Mis deberes políticos son muchos, pero siempre encuentro tiempo para mis buenos amigos. Voy a buscar el libro.
Se alejó. Bundle le miraba aturdida. La llegada de Bill la sacó de su distracción.
—¿Qué diantres te estaba diciendo Codders, acercándose tanto a ti?
—Me hablaba del capullo de mi mente —dijo Bundle.
—No seas tonta.
—Lo siento, Bill, pero estoy preocupada. ¿Recuerdas que dijiste que Jimmy corría un gran peligro al venir aquí?
—Sí —asintió Bill—. Es terriblemente difícil escapar de Codders una vez que se ha interesado por alguien.
—No es Jimmy quien no podrá escapar, sino yo —dijo Bundle tristemente—. Tendré que conocer a infinitas mistress Macatta y leer tratados de economía política y comentarlos con George.
Bill silbó.
—¡Pobre Bundle! —exclamó—. ¡En qué líos te ves!
—Me siento muy deprimida, Bill.
—No te atormentes —la consoló éste—. George no cree conveniente que las mujeres se presenten en las elecciones para el Parlamento. No tendrás que pronunciar discursos subida a una plataforma, ni besar niños. Vamos a tomar un aperitivo. Ya es casi hora de comer. Y lo necesitamos.
Bundle se levantó y marchó con él, obediente como una niña bien educada.
—¡Y pensar que odio la política! —exclamó.
—Claro que sí. Toda persona sensata la odia. Sólo individuos como Codders y Pongo se gozan de ella. De todas maneras —dijo Bill, presa de súbita sospecha—, no dejes que Codders te coja la mano.
—¿Por qué no? —preguntó Bundle—. Me conoce desde que yo era niña.
—Pues no me gusta pensar que pueda hacerlo.
—¡El virtuoso William! Mira. Ahí está el superintendente Battle.
Entraban por una puerta lateral. A su izquierda había una pequeña habitación, en la que guardaban palos de golf, raquetas, bolos y otros adminículos deportivos. El superintendente Battle estaba examinando minuciosamente los palos de golf, y levantó la cabeza al oír la exclamación de Bundle.
—¿Va a jugar al golf, superintendente Battle? —preguntó.
—Otras cosas peores podría hacer, lady Eileen. Dicen que jamás se es demasiado viejo para empezar. Además, poseo una cualidad que es muy buena en todo juego.
—¿Cuál es? —preguntó Bill.
—Que jamás me doy por vencido. Si todo sale mal, vuelvo a empezar.
Y con una expresión firme en el rostro, el superintendente salió de la habitación y se unió a ellos, cerrando la puerta tras de sí.

CAPÍTULO XXV
JIMMY PREPARA SUS PLANES


Jimmy Thesiger se sentía deprimido. Evitando a George, de quien temía estuviera dispuesto a hablarle de asuntos serios, escapó furtivamente después de comer. A pesar de sus ya profundos conocimientos de la disputa fronteriza de Santa Fe, no deseaba exponer cuánto había aprendido.
Un momento después sucedió lo que él esperaba. Loraine Wade, también sola, apareció paseando por uno de los umbríos senderos del jardín. Jimmy se dirigió inmediatamente al lugar en que ella se encontraba. Caminaron unos momentos en silencio.
—Loraine.
—¿Sí?
—¿Qué te parece si sacáramos una licencia y nos casáramos, viviendo felices después?
Loraine no mostró embarazo alguno ante tan súbita proposición. Por el contrario, echó la cabeza hacia atrás y rió.
—No te rías de mí —dijo Jimmy en tono de reproche.
—No puedo evitarlo. Lo dices tan serio...
—Eres un diablillo, Loraine.
—No es cierto. Soy una muchacha perfecta. Por lo menos así lo dicen.
—Pero sólo quienes no te conocen. Dejémonos de circunloquios y vayamos al grano. ¿Quieres que nos casemos?
Loraine dejó de reír. Su pequeña boca se endureció y echó la barbilla hacia delante, en forma agresiva.
—No, Jimmy. Por lo menos hasta que todas estas cosas se hayan acabado.
—Sé que no hemos hecho lo que nos propusimos —dijo Jimmy—. Pero de todas maneras... Bien, es el fin de un capítulo. Los papeles están seguros en el Ministerio del Aire. La virtud ha triunfado. Y por el momento...
—Por el momento, casémonos, ¿verdad? —le interrumpió Loraine sonriendo.
—Tú lo has dicho.
Pero Loraine meneó la cabeza.
—No, Jimmy. Hasta que esto esté terminado y estemos a salvo...
—¿Crees que nos encontramos en peligro?
—¿Y tú, no?
La sonrosada cara de Jimmy se ensombreció.
—Tienes razón —dijo finalmente—. Si esa extraordinaria historia de Bundle es cierta, y supongo que, por increíble que parezca, lo es, no estaremos seguros hasta que hayamos arreglado las cuentas con ese misterioso número siete.
—¿Y los demás?
—Ellos no cuentan. Es el número siete, con su forma de operar, quien me asusta. Porque no sé quién es ni dónde encontrarle.
Loraine se estremeció.
—He estado asustada —dijo en voz baja— desde la muerte de Gerry.
—No hay nada que debas temer. Déjalo todo de mi cuenta. Puedes estar segura, Loraine, de que atraparé al número siete. Una vez le tengamos, no creo encontrar mucha dificultad con el resto de la banda, sean quienes fueren.
—Si le atrapas... ¿Y si es él quien al fin consigue atraparte a ti?
—Imposible —repuso Jimmy alegremente—. Soy demasiado inteligente. Uno debe tener siempre buena opinión de sí mismo.
—Cuando pienso en las cosas que pudieron haber ocurrido anoche... —dijo Loraine temblando.
—Pero no ocurrieron —contestó Jimmy—. Ambos estamos aquí, sanos y salvos, aunque debo admitir que el brazo me duele bastante.
—¡Pobrecillo!
—Uno tiene que sufrir algo por las buenas causas. Además, debido a mi herida y a mi alegre conversación, he conquistado por completo a lady Coote.
—¿Crees que eso puede ser importante?
—Tengo una idea que puede sernos útil.
—Tú tienes algún plan, Jimmy. ¿Cuál es?
—El héroe jamás cuenta sus planes —repuso Jimmy con firmeza—. Deja que maduren en la oscuridad.
—¡Qué tonto eres!
—Lo sé, lo sé; todo el mundo lo dice. Pero puedo asegurarte, Loraine, que mi cerebro trabaja mucho. Y tú, ¿tienes algunos planes?
—Bundle ha sugerido que pase algunos días en Chimneys con ella.
—Excelente —repuso Jimmy—. Nada podría ser mejor. Me gustaría vigilar a Bundle. Uno nunca sabe qué locura puede ocurrírsele. Piensa las cosas más absurdas, y lo que es más asombroso, le salen bien. Hay que vigilar sin tregua a Bundle.
—Bill podría hacerlo —sugirió Loraine.
—Ése ya tiene en qué ocuparse.
—No lo creas —repuso Loraine.
—¿Cómo? ¿Y la condesa? Está loco por ella.
Loraine meneó la cabeza.
—Hay algo ahí que no acabo de comprender. Bill no está interesado por la condesa, sino por Bundle. Esta mañana Bill estaba hablándome, cuando mister Lomax salió y se sentó junto a Bundle. Se inclinaba mucho hacia ella y Bill estaba a punto de estallar.
—¡Qué gustos más extraños tienen algunas personas! —observó Jimmy—. ¿Cómo puede alguien que esté hablando contigo pensar en otra cosa? Tus palabras me sorprenden mucho, Loraine. Creí que Bill estaba preso en las redes de la hermosa aventurera extranjera. Bundle así lo cree.
—Quizá Bundle lo crea —objetó Loraine—, pero puedes estar seguro de que no es así.
—¿Qué imaginas que puede ser, pues?
—¿No te parece posible que Bill esté haciendo averiguaciones por su cuenta? —repuso Loraine.
—¿Bill? Ése tiene menos cerebro que un mosquito.
—No comparto tu opinión. Cuando alguien sencillo y fuerte como él se propone ser sutil, nadie quiere creerlo.
—Y por tanto puede llevar a cabo lo que se ha propuesto. Sí, creo que hay algo en lo que dices. Pero de todas maneras, jamás lo hubiera creído de Bill. Está haciendo maravillosamente el papel de falderillo de la condesa. Sin embargo, creo que estás equivocada, Loraine. La condesa es una mujer extraordinariamente hermosa, aunque no es mi tipo, desde luego —explicó apresuradamente—, y Bill siempre ha tenido un corazón como un hotel.
Loraine meneó la cabeza, no convencida aún.
—Bueno —dijo Jimmy—; sea como tú quieras. Parece que hemos dejado las cosas bastante definidas. Ve con Bundle a Chimneys y, por el amor de Dios, procura evitar que vuelva a meter las narices en el Club Seven Dials otra vez. Sólo Dios sabe lo que puede suceder si lo hace.
Loraine asintió.
—Y ahora —prosiguió Jimmy—, creo que será conveniente que hable un momento con lady Coote.
Lady Coote estaba en el jardín haciendo calceta. Hizo sitio a su lado a Jimmy, y éste, con tacto, admiró su trabajo.
—¿Le gusta? —preguntó, complacida—. Lo empezó mi tía Selina una semana antes de fallecer. Murió de cáncer del hígado, la pobrecilla.
—¡Qué terrible! —murmuró Jimmy.
—¿Y cómo está su brazo?
—¡Oh!, bastante mejor. Me molesta algo, pero pronto sanará.
—Debe ir con cuidado —dijo lady Coote, con ansia en la voz—. Sé de algunos casos de envenenamiento de la sangre. Podría perder el brazo.
—Espero que no.
—Sólo le estoy previniendo.
—¿Dónde residen ustedes ahora? ¿Están en la ciudad o en el campo? —preguntó Jimmy.
Teniendo en cuenta que sabía perfectamente la contestación a su pregunta, impuso notable ingenuidad en sus palabras.
Lady Coote suspiró pesadamente.
—Sir Oswald ha alquilado la mansión del duque de Alton, en Letherbury. ¿La conoce usted?
—Sí. ¿No le parece un lugar maravilloso?
—Pues no lo sé —repuso lady Coote—. Es una casa muy grande y triste. Hay muchas galerías con retratos de personajes majestuosos y solemnes. Los cuadros de los antiguos maestros me parecen muy deprimentes. Debiera usted haber visto una casita que teníamos, en Yorkshire, mister Thesiger, cuando sir Oswald no era sino mister Coote. Recuerdo que escogí el papel de la salita de estar. El comedor miraba al noroeste y no tenía mucho sol, pero con papel rojo en las paredes y unos grabados de caza era tan alegre como unas pascuas.
En el transcurso de aquellas reminiscencias, lady Coote dejó caer varias veces el ovillo de lana, que Jimmy recogió atentamente.
—Gracias, querido —dijo—. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Las casas. ¡Me gusta tanto una casa alegre! Y escoger las cosas para ella me causa gran placer.
—Supongo que sir Oswald adquirirá una bonita residencia cualquier días de éstos —sugirió Jimmy— y entonces podrá arreglarla a su gusto.
Lady Coote meneó la cabeza tristemente.
—Sir Oswald habla de encargar de ello a unos agentes, y ya sabe usted lo que eso significa.
—Pero ellos le consultarían a usted.
—Será un edificio enorme y antiguo. No se preocuparán de aquellas cosas que yo considero cómodas y hogareñas. No es que sir Oswald no estuviera cómodo y satisfecho en su casa siempre, y me atrevo a decir que, en el fondo, sus gustos no han cambiado, pero nada sino lo mejor puede satisfacerle ahora. Ha tenido un gran éxito en la vida y quiere demostrarlo, pero me pregunto dónde acabará.
Jimmy la miró benévolamente.
—Es como un caballo desbocado —prosiguió lady Coote—. Ha tascado el freno y sigue corriendo. Corre y corre, hasta que no pueda más. Es uno de los hombres más ricos de Inglaterra, pero ¿cree usted que se siente satisfecho? No, todavía quiere más. Quiere ser... ¡Yo qué sé lo que quiere ser! Algunas veces me asusta.
—Es como aquel persa que pedía continuamente nuevos mundos para conquistar —dijo Jimmy.
Lady Coote asintió, sin comprender el significado de las palabras de Jimmy.
—Me pregunto si su estómago lo resistirá —prosiguió lady Coote llorosa—. Sería intolerable que quedara inválido, con las ideas que tiene.
—Parece muy sano —observó Jimmy, intentando consolarla.
—Tiene algo metido en la cabeza —dijo lady Coote—. Y está muy preocupado. Yo lo sé.
—¿Por qué ha de estarlo?
—Lo ignoro. Quizá pasa algo en las acerías que le preocupa. Afortunadamente, puede descansar mucho en mister Bateman. Es un joven muy dispuesto y consciente.
—Maravillosamente consciente —asintió Jimmy.
—Oswald tiene en mucho las opiniones de mister Bateman. Dice que siempre tiene razón.
—Ésa era una de sus peores características hace años —observó Jimmy.
Lady Coote le miró extrañada.
—Pasé un magnífico fin de semana con ustedes en Chimneys —dijo Jimmy—. Quiero decir, de no haber sido por la muerte del pobre Gerry. Las chicas eran muy simpáticas.
—Yo las encuentro demasiado atolondradas —repuso lady Coote—. No son románticas. Cuando sir Oswald y yo éramos novios, le bordé unos pañuelos con sus iniciales con cabello mío.
—¿Sí? ¡Qué maravilloso! —exclamó Jimmy—. Pero supongo que las chicas de hoy llevan el cabello demasiado corto para hacerlo.
—Es cierto —admitió lady Coote—. Pero pueden demostrarlo de otras maneras. Recuerdo que cuando era joven, uno de mis... bien, un muchacho que me admiraba recogió un puñado de tierra. Una amiga mía me dijo que lo había hecho porque mis pies lo habían pisado y que era como un tesoro para él. Pensé que era una idea muy bonita. Después resultó que estudiaba mineralogía, ¿o sería geología?, en una escuela técnica. Pero me gustó la idea, como la de robar el pañuelo de una muchacha y todas estas cosas.
—Sería muy embarazoso para la muchacha si después quisiera sonarse las narices —observó el práctico mister Thesiger.
Lady Coote dejó de hacer punto y le miró bondadosamente.
—¿No hay alguna buena chica que le guste?
Jimmy se sonrojó y murmuró algo.
—Me pareció que sentía usted cierta preferencia por una de las muchachas que pasaron el fin de semana en Chimneys: Vera Daventry.
—¿Socks?
—Así la llaman —admitió lady Coote—. Aunque no comprendo por qué. No es un nombre bonito.
—Es una chica magnífica —dijo Jimmy—. Me gustaría volverla a ver.
—Pasará con nosotros el próximo fin de semana por entero.
—¿Sí? —repuso Jimmy, tratando de imponer un melancólico deseo en esa sola pregunta.
—Sí. ¿Le gustaría... le gustaría a usted venir?
—¡Oh, muchas gracias, lady Coote! —repuso Jimmy calurosamente—. ¡Muchas gracias!
Y, reiterándole su fervoroso agradecimiento, Jimmy se alejó.
Sir Oswald se reunió poco después con su esposa.
—¿Qué te estaba diciendo ese mequetrefe? —preguntó—. No puedo soportarle.
—Es un buen muchacho —repuso lady Coote—. ¡Y tan valiente! Fíjate en lo que hizo anoche y la herida que sufrió.
—Sí, metiéndose donde no le importa.
—Creo que no eres justo con él, Oswald.
—No ha trabajado ni un solo día en su vida. Es un haragán que se moriría de hambre si tuviera que ganarse el sustento con su esfuerzo.
—Anoche debiste haberte mojado los pies —observó lady Coote—. Espero que no cojas una pulmonía. Hace pocos días Freddie Richards murió de eso... Se me hiela la sangre en las venas al pensar que estabas paseando por ahí fuera anoche, mientras había un peligroso ladrón en la casa. Podía haberte matado. A propósito, he invitado a mister Thesiger a pasar el próximo fin de semana con nosotros.
—¡Qué tontería! —repuso sir Oswald—. No quiero ver a ese joven en mi casa, ¿te enteras, María?
—¿Por qué no?
—Eso es cosa de mi incumbencia.
—Lo siento, querido —dijo lady Coote plácidamente—. Ya le he invitado y nada puede hacerse. ¿Quieres recogerme ese ovillo de lana, Oswald?
Sir Oswald obedeció, con el rostro congestionado. Miró a su esposa y vaciló. Lady Coote seguía haciendo punto.
—No quiero a Thesiger en mi casa el próximo fin de semana —dijo finalmente—. Me he enterado de algunas cosas acerca de él por Bateman. Estudiaron juntos en el mismo colegio.
—¿Qué dijo mister Bateman?
—Nada bueno. En realidad me previno contra él.
—¿Sí? —repuso lady Coote pensativamente.
—Y tengo en gran aprecio el buen juicio de Bateman. Jamás se ha equivocado.
—Es culpa mía —suspiró lady Coote—. Desde luego, de haberlo sabido no le hubiera invitado. Debiste haberme avisado, Oswald. Ahora es demasiado tarde.
Empezó a recoger su labor cuidadosamente. Sir Oswald la miró, pareció querer decir algo y, finalmente, se encogió de hombros y la siguió al interior de la casa. Lady Coote sonreía débilmente. Quería a su esposo, pero también le gustaba salirse con la suya de una manera quieta, muy femenina.

CAPÍTULO XXVI
EN EL QUE SE HABLA PRINCIPALMENTE DE GOLF


—Esa amiga tuya es encantadora, Bundle —dijo lord Caterham.
Loraine llevaba ya casi una semana en Chimneys. Había ganado una magnífica reputación ante su anfitrión a causa principalmente de su maravillosa disposición para dejarse instruir en la ciencia de la jugada de golf con la maza de hierro.
Aburrido por el invierno pasado en el extranjero, lord Caterham se dedicaba al golf. Era un jugador pésimo y empleaba la mayor parte de la mañana ensayando golpes con los mazos, intentando hacer pasar la pelota sobre setos y arbustos, con lo que sólo lograba arrancar grandes pedazos de césped y causar la desesperación de McDonald.
—Debemos preparar un pequeño campo —dijo lord Caterham, hablando a una margarita—. Un bonito campo. Fíjate en este golpe, Bundle. Se apoya uno en la rodilla derecha, la espalda hacia atrás, la cabeza firme y juego de muñecas.
La pelota, que recibió el fuerte golpe en la parte superior, se deslizó rápidamente por el césped y desapareció en la insondable profundidad de un gran macizo de rododendros.
—Es curioso —dijo lord Caterham—. ¿Cómo le habré dado? Como te estaba diciendo, Bundle, esa amiga tuya es encantadora. Creo verdaderamente que la estoy interesando en el juego. Esta mañana ha hecho unos buenos tiros, realmente tan buenos como los podría hacer yo mismo.
Lord Caterham balanceó descuidadamente el mazo y volvió a arrancar otra pella de césped. McDonald, que acertaba a pasar por allí en aquel momento, la recogió, colocándola acto seguido en su lugar. La mirada que dirigió a lord Caterham hubiera hecho desear a cualquiera que no fuera un ardiente jugador de golf que la tierra le tragara.
—Si McDonald se portó cruelmente con los Coote, cosa que en verdad sospecho —dijo Bundle—, en estos momentos está recibiendo su justo castigo.
—¿Por qué no he de poder hacer lo que me venga en gana en mi propio jardín? —preguntó lord Caterham—. McDonald debiera sentir interés por mis progresos en el juego. Los escoceses constituyen un pueblo de grandes jugadores de golf.
—Pobre papito —observó Bundle—. Jamás serás un buen jugador, pero tu afición, por lo menos, impide que hagas cosas peores.
—No lo creas —repuso lord Caterham—. Hace unos días hice en cinco tiradas el hoyo número seis. El profesor se sintió muy sorprendido cuando se lo dije. Hablando de Coote, sir Oswald juega bastante bien, aunque su estilo no es bonito. Sin embargo, no se siente interesado en la teoría del juego; dice que sólo lo hace por ejercicio y que el estilo no le preocupa en absoluto. En cambio, su secretario, ese tal Bateman, es muy distinto. La teoría es primordial para él. El otro día me dio unos magníficos consejos. Yo estaba fallando con el mazo y dijo que ello se debía a que daba demasiada importancia al brazo derecho, y que el izquierdo es el que cuenta. Asegura que juega al tenis con la mano izquierda y al golf con mazos corrientes porque así se nota su indiscutible superioridad con el brazo izquierdo.
—¿Y jugó bien? —preguntó Bundle.
—No —contestó lord Caterham—, aunque acaso ello se debiera a estar desentrenado. Comprendo muy bien su teoría y creo que está en lo cierto. ¡Ah! ¿Qué te ha parecido éste, Bundle? Ha pasado por encima de los rododendros. El tiro ha sido perfecto. Si estuviera seguro de que cada vez me saliera así... Sí, Tredwell, ¿qué sucede?
Tredwell se volvió hacia Bundle.
—Mister Thesiger desea hablarle por teléfono, milady.
Bundle se dirigió corriendo hacia la casa, llamando a Loraine mientras lo hacía; Loraine se unió a ella cuando cogía el auricular.
—¡Hola! ¿Es usted, Jimmy?
—Sí. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, pero bastante aburrida.
—¿Y Loraine?
—Creo que lo mismo que yo. Está aquí conmigo. ¿Quiere hablar con ella?
—Dentro de un momento. Tengo que decirle a usted varias cosas. Para empezar, pasaré el fin de semana con los Coote —dijo, significativamente—. Oiga, Bundle, ¿sabe cómo podría hacerme con unas llaves maestras?
—No tengo la menor idea. ¿Cree necesario proveerse de ellas para ir a casa de los Coote?
—Pensé que acaso fuera conveniente tenerlas. ¿No sabe en qué clase de tienda podría cuanto antes adquirirlas?
—Lo que en realidad necesita usted es un ladrón bondadoso que le enseñe el oficio.
—Tiene razón, Bundle; pero, desgraciadamente, carezco de amistades de esta clase. Pensé que acaso usted podría ayudarme a encontrar una solución, pero supongo que, como de costumbre, deberé solicitar la ayuda de Stevens. Creo que se formará una extraña opinión de mí; primero, le encargué que me comprara una pistola y ahora tendré que consultarle acerca de llaves maestras. A lo mejor supondrá que he sido admitido en el hampa.
—Jimmy —dijo Bundle.
—¿Sí?
—Tendrá cuidado, ¿verdad? Quiero decir que si sir Oswald le encuentra hurgando en su casa con llaves maestras puede ser muy desagradable para usted.
—No tema; seré cuidadoso. Es a Pongo a quien verdaderamente temo. Camina sin ruido con sus pies planos. Nunca se le oye llegar. Además, siempre fue un genio metiendo las narices donde no debía. Pero tengo confianza en el héroe.
—Quisiera que Loraine y yo estuviéramos a su lado para cuidarle.
—Gracias, enfermera. En realidad, tengo un plan.
—¿Cuál es?
—¿Cree que usted y Loraine podrían sufrir una avería en el coche mañana por la mañana, cerca de Letherbury? No está demasiado lejos.
—Sólo cuarenta millas.
—Pero tenga cuidado y no mate a Loraine. Siento cierta inclinación por esa chica. Entonces, quedamos en que el accidente será hacia las doce y cuarto o doce y media.
—¿Para que nos inviten a comer?
—Ésa es la idea. Oiga, Bundle. Ayer me encontré con esa chica Socks y me dijo que Terence O'Rourke también pasará en Letherbury el fin de semana. ¿Qué le parece?
—¿Cree, acaso, que...?
—Es conveniente sospechar de todo el mundo. Por lo menos, eso es lo que dicen los expertos. Es un tipo muy decidido y no me extrañaría que hubiese sido capaz de formar una sociedad secreta. Acaso él y la condesa estén mezclados en este asunto. Estuvo en Hungría el año pasado.
—Pero podría hacerse con la fórmula en cualquier momento.
—Eso es precisamente lo que no puede hacer. Tendría que llevarlo a cabo en circunstancias muy sospechosas para él. Pero volver a encaramarse por la hiedra y meterse en cama otra vez sería un trabajo muy notable. Veamos las instrucciones, ahora. Después de decir algunas palabras corteses a lady Coote, usted y Loraine deberían entretener a Pongo y O'Rourke hasta la hora de comer. ¿Comprende? Dos muchachas bonitas como ustedes no debieran encontrar dificultad en lograrlo.
—Está usted muy galante esta mañana.
—No digo sino la verdad.
—Bien. Sus instrucciones han sido debidamente anotadas. ¿Quiere hablar con Loraine, ahora?
Bundle pasó el auricular a la muchacha y salió de la habitación.

CAPÍTULO XXVII
AVENTURA NOCTURNA


Jimmy Thesiger llegó a Letherbury una soleada tarde de otoño, y fue afectuosamente acogido por lady Coote y con frío desagrado por sir Oswald. Al observar la mirada de lady Coote puesta en él, Jimmy trató por todos los medios de hacerse agradable a Socks Daventry.
O'Rourke se encontraba de excelente humor. Estaba inclinado a ser reservado acerca de los misteriosos sucesos en Wyvern Abbey, sobre los cuales Socks le interrogaba ávidamente, pero su reticencia oficial tomó una nueva forma, es decir, rodeó los hechos de tanta fantasía que nadie hubiera sido capaz de adivinar la verdad.
—¿Cuatro hombres enmascarados provistos de armas? ¿Sucedió realmente así? —preguntó Socks, con severidad.
—¡Ah! Y ahora recuerdo que había una media docena agarrándome, para obligarme a tomar el soporífero. Creí que era veneno y que mi última hora había sonado.
—¿Qué fue lo que robaron o intentaron robar?
—Pues nada menos que las joyas de la corona de Rusia, que fueron llevadas en secreto a mister Lomax para que las depositara en el Banco de Inglaterra.
—¡Qué embustero eres! —dijo Socks.
—¿Embustero yo? Mi mejor amigo pilotó el avión en que las joyas fueron traídas. Es un relato secreto el que te estoy contando, Socks. Pregúntaselo a Jimmy Thesiger, si no quieres creerme. Aunque yo no confiaría mucho en lo que él pueda decir.
—¿Es cierto que George Lomax bajó sin ponerse la dentadura postiza? —preguntó Socks—. Eso es lo que quiero saber.
—Había dos revólveres —dijo lady Coote—. ¡Qué horrible! Yo los vi. Es un milagro que no mataran a ese pobre chico.
—Yo no he nacido para morir ahorcado —dijo Thesiger.
—Creo que había una condesa rusa de sutil belleza —siguió hablando Socks—, que Bill se enamoró perdidamente de ella.
—Algunas de las cosas que nos contó de Budapest eran sencillamente horribles —dijo lady Coote—. Jamás las olvidaré. Oswald, tienes que mandar algún donativo.
Sir Oswald gruñó.
—Tomaré nota de ello, lady Coote —dijo Bateman.
—Gracias, mister Bateman. Creo que debemos hacer algo como acción de gracias. No sé cómo pudo sir Oswald evitar que lo mataran, y también librarse de una pulmonía.
—No seas tonta —repuso sir Oswald.
—Siempre he tenido un miedo terrible a los ladrones nocturnos —dijo lady Coote.
—¡Cómo me gustaría encontrarme cara a cara con uno! —exclamó Socks—. Debe ser algo sutilmente excitante.
—No lo creas —repuso Jimmy—. Es endiabladamente doloroso —prosiguió, acariciándose el brazo.
—¿Cómo está su herida? —preguntó lady Coote.
—Casi bien del todo, pero ha sido muy molesto tener que valerme sólo de la mano izquierda.
—Debiera enseñarse a los niños a ser ambidextros —observó sir Oswald.
—¡Oh! —exclamó Socks—. ¿Es eso lo que son las focas?
—No. Las focas son anfibias —observó mister Bateman—. Ser ambidextro significa poder valerse de ambas manos con igual facilidad.
—¡Oh! —repitió Socks, mirando con admiración a sir Oswald—. ¿Puede usted hacerlo?
—Ciertamente. Escribo bien con ambas manos.
—¿Con las dos a la vez?
—No sería práctico —repuso sir Oswald.
—No —admitió Socks, pensativa—. Supongo que sería demasiado sutil.
—Sería algo sensacional en un Ministerio —observó mister O'Rourke— si no pudiera evitar que la mano derecha supiera lo que está haciendo la izquierda.
—¿Puede usted valerse de ambas manos?
—No. Lo hago todo con la mano derecha.
—Pero reparte las cartas con la mano izquierda —dijo el observador mister Bateman—. La otra noche me fijé en ello.
—Eso es muy distinto —repuso mister O'Rourke.
Un batintín dejó oír una triste nota y todos se dirigieron a sus habitaciones a vestirse para la cena.
Después de la cena, mister Oswald y lady Coote, mister Bateman y mister O'Rourke jugaron al bridge y Jimmy oyó decir aquella noche a sir Oswald, cuando se retiraba a sus habitaciones:
—Nunca sabrás jugar al bridge, María.
Y su contestación:
—Ya lo sé, querido. Siempre lo dices. Debes otra libra a mister O'Rourke, Oswald.
Una o dos horas después, Jimmy se deslizó sin ruido (o así, por lo menos, lo creía) por la escalera. Hizo una breve visita al comedor y entonces se dirigió al gabinete de sir Oswald. Después de escuchar atentamente durante un minuto o dos, se puso a trabajar. La mayor parte de los cajones del escritorio estaban cerrados, pero su pedazo de alambre de curiosa forma, pronto los abrió.
Examinó cuidadosamente el contenido de cada uno, cuidando de dejar las cosas tal como estaban. Una o dos veces se detuvo en su trabajo, aguzando el oído, pero nada oyó.
Examinó el último cajón. Jimmy conocía en aquel momento (o podía haber conocido, si hubiera prestado atención a ellos) muchos interesantes detalles relacionados con el acero; pero nada encontró de lo que buscaba: una referencia al invento de herr Eberhard o algo que pudiera darle la clave de la identificación del misterioso número siete. No había esperado encontrarlo. Quiso, sin embargo, probar suerte, sin esperar grandes resultados a menos que fuera por pura suerte.
Probó los cajones para cerciorarse de que estaban bien cerrados. Conocía el poder de observación de Rupert Bateman y miró a su alrededor para cerciorarse de que no había dejado huella en su contra.
—Eso es —murmuró para sí—. No hay nada aquí. Quizá mañana por la mañana tenga mejor suerte, si las chicas hacen bien su papel.
Salió del gabinete, cerrando la puerta tras de sí. Por un momento le pareció oír un ruido, pero decidió que se había equivocado. Buscó a tientas el camino por el gran vestíbulo. Por las grandes ventanas entraba luz suficiente para impedirle que tropezara con algún mueble.
Nuevamente volvió a oír un suave sonido; esta vez tuvo la certeza de que no era imaginación suya. No estaba solo en el vestíbulo. Había alguien más allí, moviéndose tan cautelosamente como él. Su corazón latía apresuradamente.
De un salto alcanzó el interruptor y encendió las luces. Un súbito reflejo le deslumbró, pero pudo ver con suficiente claridad. A menos de cuatro pies de él se encontraba Rupert Bateman.
—¡Qué susto me has dado. Pongo! —exclamó.
—¡Oí ruido! —repuso mister Bateman, con severidad—, y bajé para averiguar si habían entrado ladrones en la casa.
Jimmy miró pensativamente los pies de mister Bateman, calzados de suela de goma.
—Piensas en todo, Pongo —observó, con descuido—. Incluso en las armas.
Su mirada se posó en el abultado bolsillo del otro.
—Nunca está de más llevar una pistola. Uno nunca sabe a quién puede encontrar.
—Me alegro de que no dispararas —dijo Jimmy—. Ya me estoy cansando de que tiren al blanco conmigo.
—Pude fácilmente haberlo hecho —repuso mister Bateman.
—Hubiera sido algo totalmente contrario a la ley —arguyó Jimmy—. Tienes que cerciorarte de que alguien fuerza su entrada en la casa antes de disparar. No debes llegar a conclusiones demasiado rápidas, de lo contrario podrías encontrarte en la incómoda posición de explicar por qué mataste a un invitado que hacía algo tan inocente como yo.
—A propósito, ¿a qué has bajado?
—Tenía apetito —repuso Jimmy— y sentí ganas de comer una galleta.
—Las hubieras encontrado en una caja junto a tu cama —dijo Rupert Bateman.
Miraba fijamente a Jimmy a través de sus gafas.
—Por lo visto, la servidumbre ha sufrido un olvido, amigo Pongo. En efecto, en la mesita de noche hay una lata en la cual está escrito: «Galletas para los invitados hambrientos», pero cuando el invitado hambriento la abrió no encontró nada en ella. Así que no me quedó más remedio que bajar al comedor.
Y con una ingenua sonrisa, Jimmy metió la mano en un bolsillo y sacó un buen puñado de apetitosas galletas.
Se produjo una momentánea pausa.
—Y ahora regreso a la cama —dijo Jimmy—. Buenas noches, Pongo. Sueña con los angelitos.
Y haciendo un gesto con la mano subió la escalera, seguido de Rupert Bateman. Jimmy se detuvo junto a la puerta de su habitación como si fuera nuevamente a desearle las buenas noches.
—Es extraordinario lo de las galletas —dijo mister Bateman—. ¿Te importa que...?
—Claro que no, muchacho. Cerciórate por ti mismo.
Mister Bateman cruzó la habitación, abrió la caja y miró fijamente su vacío interior.
—¡Qué descuido! —murmuró—. Bien, buenas noches.
Se retiró. Jimmy se sentó en el borde de la cama.
—¡Qué sospechoso es Pongo! —murmuró para sí—. Parece que nunca duerme. ¡Y qué fea costumbre esa de andar con un revólver en el bolsillo!
Se levantó y abrió uno de los cajones del tocador. Debajo de un surtido de corbatas apareció un montón de galletas.
—No me queda más remedio que comerlas —dijo Jimmy—. Diez a uno a que Pongo registrará el cuarto por la mañana.
Y con un suspiro se preparó a comerse las galletas, sin sentir la menor gana de hacerlo.

CAPÍTULO XXVIII
SOSPECHAS


A la hora convenida, Bundle y Loraine cruzaron la puerta de los jardines, después de haber dejado el «Hispano» en un garaje cercano.
Lady Coote saludó a las dos muchachas con sorpresa y placer, invitándolas seguidamente a comer.
O'Rourke, que estaba sentado en un inmenso sillón, empezó acto seguido a hablar con Loraine presa de gran animación, mientras ella prestaba oídos a la explicación técnica que Bundle daba acerca de la avería sufrida por el «Hispano».
—Y pensamos que era maravilloso que el coche decidiera pararse aquí —decía Bundle—. La última vez que sucedió era domingo, al llegar a un lugar llamado Little Spendlington.
—¿Dónde estará mister Thesiger? —preguntó lady Coote.
—En el salón de billar, supongo —repuso Socks—. Iré a buscarle.
Escasamente un minuto después de salir Socks apareció Rupert Bateman con su aspecto grave de costumbre.
—Sí, lady Coote, Thesiger dijo que usted preguntaba por mí. ¿Cómo está usted, lady Eileen?
Saludó a las dos muchachas, y Loraine inmediatamente le tomó por su cuenta.
—¡Oh, mister Bateman! Estaba deseando verle. ¿No fue usted quien me dijo lo que había que hacerle a un perro al que continuamente se le hieren las patas?
El secretario meneó la cabeza.
—Debe tratarse de alguna otra persona, miss Wade. Aunque, en realidad, casualmente sé...
—¡Es usted maravilloso! —exclamó Loraine—. Lo sabe todo.
—Hay que estar al corriente siempre —dijo mister Bateman, con seriedad—. En cuanto a las patas de su perro...
Terence O'Rourke murmuró entonces sotto voce a Bundle:
—Son hombres de esta clase los que escriben aquella sarta de tonterías en los periódicos semanales. «No es de conocimiento general para mantener brillantes los guardafuegos de latón... El coleóptero es una de las criaturas más matrimoniales de los afganos...» y otras estupideces por el estilo.
—Información general, en realidad.
—¿Puede usted imaginar dos palabras más terribles? —preguntó mister O'Rourke—. ¡Gracias a Dios que soy un hombre educado que no sabe nada de nada!
—Veo que tiene campo de golf aquí —dijo Bundle a lady Coote.
—¿Quiere que juguemos un partido, lady Eileen? —preguntó O'Rourke.
—Desafiemos a esos dos —repuso Bundle—. Loraine, mister O'Rourke y yo te desafiamos a ti y mister Bateman a un partido.
—Juegue, mister Bateman —dijo lady Coote al ver que el secretario parecía vacilar—. Estoy segura de que sir Oswald no le necesita ahora.
Los cuatro salieron al exterior.
—Lo hemos hecho muy bien —susurró Bundle a Loraine—. Debemos felicitarnos mutuamente por nuestro tacto.
El partido terminó poco antes de la una, resultando vencedores Bateman y Loraine.
—Pero creo que estará de acuerdo conmigo, compañera —dijo mister O'Rourke—, que nuestro juego ha sido mejor.
O'Rourke se había retrasado con Bundle.
—El viejo Pongo es un jugador cauteloso y no se arriesga. Conmigo, es todo o nada. ¿No le parece una divisa muy acertada, lady Eileen?
—¿No le ha causado nunca ningún trastorno?
—Muchos, pero sigo en mis trece. Nada puede vencer a Terence O'Rourke.
En aquel momento Jimmy Thesiger apareció.
—¡Qué agradable sorpresa, Bundle! —exclamó.
—Te has perdido un buen partido de golf —dijo O'Rourke.
—Salí a dar un paseo —repuso Jimmy—. ¿De dónde habéis salido, chicas?
—Vinimos andando —contestó Bundle—. El «Hispano» sufrió una avería.
Y entonces narró las circunstancias del fallo del motor del coche.
Jimmy la escuchaba con atención.
—Mala suerte —dijo—. Si tarda en ser reparado, os llevaré en mi coche, después de la comida.
Al acabar Jimmy de hablar, sonó un batintín y todos entraron en la casa. Bundle observaba a Jimmy discretamente. Creyó haber captado cierta nota de exultación en su voz, y tenía el presentimiento de que todo había salido bien.
Después de comer se despidieron de lady Coote y Jimmy se ofreció a llevarlas al garaje en su coche. Las dos muchachas hicieron simultáneamente la misma pregunta tan pronto el coche se puso en marcha.
—¿Bien?
Jimmy hizo el remolón.
—¿Bien?
—Oh, muy bien, gracias. Una ligera indigestión debido a una dosis algo excesiva de galletas y mermelada que he tenido que tragarme.
—¿Qué ha sucedido?
—Os lo contaré. Mi devoción a la causa me obligó a comer demasiadas galletas. ¿Creéis que nuestro héroe se acoquinó? De ninguna manera.
—Oh, Jimmy —dijo Loraine en tono suplicante.
Jimmy se ablandó.
—¿Qué queréis saber?
—Todo. ¿Verdad que lo hicimos bien nosotras? Quiero decir, al retener a Pongo y Terence O'Rourke a nuestro lado.
—Os felicito por la forma en que habéis dominado a Pongo. O'Rourke debía sentirse dispuesto a dejarse acaparar, pero Pongo está hecho de otra manera. Sólo existe una palabra para describirle. El otro día la encontré en un crucigrama del Sunday: Newbag. Palabra de seis letras que significa: en todas partes, y, lo que es peor, jamás se le oye llegar.
—¿Crees que es peligroso?
—¿Peligroso? Claro que no. Imaginaos a Pongo como peligroso. Es un borrico, pero un borrico ubicuo. Parece que ni tan siquiera necesita dormir como los demás mortales. Francamente, es un tipo muy fastidioso.
Y entonces Jimmy procedió a relatarles los sucesos de la noche anterior.
Bundle no se mostró muy de acuerdo con su proceder.
—No sé qué creerá usted que está buscando al registrar la casa.
—El número siete —repuso Jimmy fríamente—. Eso es lo que estoy haciendo: buscar al número siete.
—¿Y cree que lo encontrará aquí?
—Pensé que podría hallar alguna pista.
—¿Y la encontró?
—Anoche, no.
—Pero esta mañana —interpuso Loraine—, Jimmy, esta mañana has encontrado algo. Lo leo en tu cara.
—Ignoro si será importante, pero durante mi paseo...
—Que no te llevó muy lejos de la casa.
—Pues sí, no tuve que salir de ella, en efecto. Podríamos llamarlo un viaje de ida y vuelta por el interior. Como os decía, no sé si tendrá alguna importancia. He encontrado esto.
Con la celeridad de un prestidigitador sacó un pequeño frasco del bolsillo de su pantalón y se lo alargó a la muchacha.
—¿Qué supone usted que es? —preguntó Bundle.
—Un polvo blanco cristalino —repuso Jimmy—. Son palabras que todo lector de novelas policíacas conoce. Desde luego si resulta ser una nueva clase de polvos para limpiar los dientes me sentiré muy defraudado.
—¿Dónde lo encontró? —inquirió Bundle.
Y no quiso soltar prenda, a pesar de cuantos ruegos se le hicieron.
—Ya hemos llegado al garaje —dijo—. Esperemos que la avería esté ya reparada.
El hombre del garaje presentó una factura por cinco chelines e hizo algunas observaciones acerca de tornillos flojos. Bundle le pagó, sonriendo dulcemente.
—Es agradable saber que uno recibe dinero por nada algunas veces —murmuró Jimmy.
Los tres permanecieron un momento en silencio en la carretera, examinando la situación.
—Ya lo sé —dijo Bundle de pronto.
—¿Qué sabe?
—Algo que quería preguntarle y que casi había olvidado. ¿Recuerda aquel guante medio quemado que encontró el superintendente Battle?
—Sí.
—¿No dijo que Battle se lo había probado a usted?
—En efecto, pero era demasiado grande. Eso induce a la idea de que quien lo llevaba era un hombre fornido y grande.
—No es eso lo que me preocupa. Ni tampoco el tamaño. George y sir Oswald estaban también allí, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿No hubiera podido probárselo a cualquiera de ellos?
—Sí, desde luego.
—Pero no lo hizo. Le escogió a usted. ¿No comprende lo que eso significa?
Mister Thesiger la miró fijamente.
—Lo siento, pero posiblemente mi cerebro no funciona de la manera acostumbrada. No tengo la menor idea de lo que quiere usted decir.
—¿Y tú, Loraine?
Loraine la miró con curiosidad, y también meneó la cabeza.
—¿Tiene algún significado particular?
—Claro que sí. ¿No comprendes? Jimmy llevaba el brazo derecho en cabestrillo.
—¡Por Júpiter! —dijo Jimmy lentamente—. Ahora que pienso en ello me parece algo raro; quiero decir, que se tratara del guante de la mano izquierda. Battle no lo mencionó.
—No querría llamar la atención sobre ello. Al probarlo en usted este hecho pudo pasar inadvertido, y habló del tamaño sólo para despistar. Pero ello significa seguramente que el hombre que disparó contra usted sostenía la pistola en la mano izquierda.
—Y entonces debemos buscar a un zurdo —dijo Loraine meditativamente.
—Sí, y te diré algo más. Cuando Battle estaba en el cuarto en que se guardan las raquetas de tenis y los mazos de golf, trataba de encontrar algunos que pertenecieran a una persona zurda.
—¡Caramba! —exclamó Jimmy de pronto.
—¿Qué sucede?
Entonces Jimmy procedió a relatar la conversación del día anterior a la hora del té.
—De donde resulta que sir Oswald es ambidextro —observó Bundle.
—Sí, y ahora recuerdo que aquella noche en Chimneys, es decir, cuando Gerry Wade murió, yo estaba contemplando la partida de bridge y pensando vagamente en la forma rara en que se distribuían las cartas. Y de pronto me di cuenta de que alguien las repartía con la mano izquierda. Desde luego, debió haber sido sir Oswald.
Los tres se miraron. Loraine movió la cabeza.
—¡Un hombre como sir Oswald Coote! Es imposible. ¿Qué saldría él ganando en todo ello?
—Parece absurdo —observó Jimmy—; y, sin embargo...
—El número siete trabaja a su propia manera —dijo Bundle, recordando las palabras que oyera desde su escondrijo en el Seven Dials—. ¿Y si fuera así como sir Oswald ha labrado su fortuna?
—Pero entonces no comprendo la necesidad de preparar toda esa escena en Wyvern Abbey después de haber tenido la fórmula en sus manos y haberla comprobado en sus acerías.
—Eso puede explicarse —aclaró Loraine— con el mismo argumento que empleaste acerca de mister O'Rourke. Debía alejar las sospechas de él y hacerlas recaer en otra parte.
Bundle asintió.
—Todo encaja. Las sospechas han de recaer en Bauer y la condesa. ¿Quién osaría sospechar de sir Oswald Coote?
—Me pregunto si Battle lo hace —dijo Jimmy despacio.
Una cuerda vibró en la mente de Bundle: el superintendente Battle quitando una hoja de hiedra de la chaqueta del millonario.
¿Habría Battle sospechado desde el primer momento?

CAPÍTULO XXIX
EXTRAÑO COMPORTAMIENTO DE GEORGE


—Mister Lomax está aquí, milord.
Lord Caterham se sobresaltó violentamente, pues, absorto en las complicaciones de lo que no debe hacerse con la muñeca izquierda, no había oído acercarse al mayordomo caminando sobre el suave césped. Miró a Tredwell más con pena que con enfado.
—Esta mañana, a la hora del desayuno, le he dicho, Tredwell, que estaría muy ocupado.
—Sí, milord, pero...
—Vaya y diga a mister Lomax que se ha equivocado, que he ido al pueblo o que estoy enfermo de gota, y si eso le falla, dígale que me he muerto.
—Mister Lomax ha visto a milord desde la carretera.
Lord Caterham suspiró pesadamente.
—Muy bien, Tredwell. Vamos allá.
Lord Caterham era bastante dúctil. Saludó a George con exquisita cordialidad.
—Mi querido amigo, mi querido amigo. Es un placer verle. Estoy sencillamente encantado. Siéntese y tome algo. ¡Bien, bien, es espléndido tenerlo aquí!
Después de hacer que George se acomodase en una gran butaca, se sentó frente a él.
—Tenía muchos deseos de verle —dijo George.
—¡Oh! —exclamó lord Caterham, desmayadamente, mientras pensaba furiosamente en las terribles posibilidades que acaso se escondieran tras aquella sencilla frase.
—¡Muchos deseos! —repitió George con énfasis.
El corazón de lord Caterham se le cayó a los pies. Sintió que se aproximaba algo peor de lo que podía imaginar.
—¿Sí? —repuso intentando parecer despreocupado.
—¿Está Eileen en casa?
Lord Caterham se sintió aliviado, aunque algo sorprendido.
—Sí, sí —afirmó—. Bundle está aquí. Una amiga suya, la pequeña chica Wade, está pasando unos días con ella. Es una muchacha encantadora, sencillamente encantadora. Y será muy buena jugadora de golf algún día.
—Me complace que Eileen esté en casa —le interrumpió George—. ¿Podía hablar con ella después?
—Ciertamente, mi querido amigo, ciertamente.
Lord Caterham se sentía aún sorprendido y la sensación de alivio no le había abandonado.
—Si no le aburre —prosiguió.
—Nada podría ser menos aburrido para mí —dijo George—. Creo, Caterham, si me permite decirle, que usted no se da cuenta de que Eileen no es ya una niña. Se ha convertido en una mujer de gran encanto y talento. El hombre que logre ganar su amor será muy afortunado. Lo repito.
—Quizá sí —dijo lord Caterham—. Pero es muy inquieta. No puede permanecer más de dos minutos en el mismo sitio. Sin embargo, creo que a los jóvenes de hoy esto no les importa.
—Diga, mejor, que no se conforma con estancarse. Eileen es muy inteligente, Caterham; tiene ambiciones. Se interesa en los asuntos del día y se esfuerza por que su mente fresca y vívida lo comprenda.
Lord Caterham le miró, pensando que aquello a lo que la gente suele llamar «la tensión de la vida moderna» se estaba manifestando en George. Su descripción de Bundle le parecía ridículamente inexacta.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó con ansiedad.
George no hizo caso de la pregunta.
—Acaso se esté usted dando cuenta del verdadero objeto de mi visita, Caterham. No soy hombre que adopte a la ligera la intención de adquirir nuevas obligaciones. Creo poseer el sentido de la responsabilidad para con la posición que ostento. He dedicado a este asunto la más profunda y meditada consideración. El matrimonio, especialmente a mi edad, no debe contraerse sin... ah... sin haberlo sopesado en todos sus aspectos. Igualdad de cuna, semejanza de gustos, facilidad de adaptación, idéntico credo religioso, son cosas esenciales. Creo que puedo ofrecer a la que haya de ser mi esposa una envidiable posición en sociedad. Eileen adornará esa posición con su gracia, y su inteligencia y agudo sentido político no pueden por menos que ayudarme en mi carrera, en beneficio mutuo. Me doy cuenta de que... ah... existe cierta diferencia de edad, puedo asegurarle que me siento lleno de vigor, como en mi juventud. Es conveniente que el marido sea mayor que la esposa. Además, Eileen tiene gustos serios y le conviene más un hombre que la aventaje en años que uno de esos jóvenes zascandiles que carecen de experiencia y de savoir faire. Puedo asegurarle, mi querido Caterham, que cuidaré con adoración de su... ah... exquisita juventud. ¡Qué privilegio será contemplar el florecimiento de su privilegiada mente! ¡Y pensar que jamás había imaginado...!
Movió la cabeza tristemente. Lord Caterham, que no salía de su asombro, pudo apenas encontrar voz para hablar.
—¿Debo entender...? Pero, mi querido amigo, no irá usted a querer casarse con Bundle, ¿verdad?
—¿Se sorprende usted? Supongo que le parece algo súbito. ¿Me concede su permiso para hablar con ella?
—Oh, sí —asintió lord Caterham—. Si es mi permiso lo que desea, lo tiene. Pero, Lomax, en su lugar yo no lo haría. Váyase a casa y piénselo. Cuente hasta veinte, primero, y haga todas esas cosas que se suelen aconsejar. Es siempre penoso declararse y hacer el tonto.
—Creo que lo dice con buena intención, Caterham, aunque debo confesar que emplea usted unos términos algo extraños. Pero he tomado ya mi decisión. ¿Puedo hablar a Eileen?
—No tiene nada que ver conmigo —repuso lord Caterham rápidamente—. Eileen arregla sus asuntos a su manera. Si mañana me dijera que quería casarse con el chófer, yo no me opondría. Hoy en día es la única manera de entenderse con los hijos, que pueden hacer que la vida de uno sea intolerable si no accede a sus caprichos. Yo le digo a Bundle que haga lo que quiera y no me moleste, y se sorprendería usted de cuan bien sigue mis instrucciones.
George se puso en pie.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Pues no lo sé —repuso lord Caterham—. Puede estar en cualquier parte. Como le he dicho antes, jamás permanece dos minutos en el mismo sitio. Es realmente incansable.
—Supongo que miss Wade estará con ella. Creo, Caterham, que lo mejor sería que usted llamase a su mayordomo y le encargara que la buscase, diciéndole que deseo hablarle.
Lord Caterham hizo sonar el timbre.
—Busque a milady, Tredwell —dijo cuando el mayordomo acudió a la llamada—, y dígale que mister Lomax desea hablarle unos momentos en el salón.
Tredwell se retiró. George cogió la mano de lord Caterham y la estrechó vigorosamente.
—Mil gracias —dijo—. Espero poder traerle buenas noticias.
Salió precipitadamente de la habitación.
—Bien —murmuró lord Caterham—. ¡Bien!
Después de una larga pausa:
—¿Qué diantres habrá estado haciendo Bundle?
La puerta se abrió de nuevo.
—Mister Eversleigh, milord.
Cuando Bill entró, lord Caterham le tendió la mano y habló rápidamente,
—Hola, Bill. ¿Busca a Lomax? Si quiere hacer una buena acción vaya al salón y dígale que se ha convocado una inmediata reunión del Gabinete o cualquiera otra cosa que le haga salir rápidamente. En realidad, no es justo dejar que ese pobre diablo haga el ridículo por una muchacha como Bundle.
—No he venido en busca de Codders —repuso Bill—. No sabía que estuviese aquí. Quiero ver a Bundle. ¿Sabe usted dónde está?
—No la puede ver —contestó lord Caterham—. Por el momento, desde luego. George está con ella.
—Bueno. ¿Qué importa?
—Creo que importa mucho —dijo lord Caterham—. Lomax debe estar tartamudeando horriblemente en este instante y no debemos empeorar las cosas para él.
—¿Qué está haciendo?
—Sólo Dios lo sabe —repuso lord Caterham—. Probablemente un montón de tonterías. Nunca se debe hablar demasiado; ésa es mi divisa. Basta con coger la mano de la muchacha y dejar que las cosas sigan su curso.
Bill le miró asombrado.
—Pero, señor, tengo mucha prisa. Debo hablar a Bundle...
—Supongo que no deberá usted esperar mucho, Bill. He de admitir que me complace mucho que esté usted conmigo. Supongo que Lomax insistirá en hablarme cuando haya terminado.
—¿Cuando haya terminado qué? ¿Qué está haciendo Codders?
—Se está declarando.
—¿Declarando? ¿Qué declara?
—Se declara a Bundle, pidiéndole que se case con él. No me pregunte la razón. Supongo que ha llegado a eso que llaman la edad peligrosa. No puedo explicármelo de otra manera.
—¿Declarándose a Bundle? ¡Viejo verde! ¿A su edad?
Bill enrojeció hasta las raíces del cabello.
—Dice que está en la plenitud de la vida —repuso lord Caterham cautamente.
—¡Pero si es un viejo decrépito! Yo... yo...
Las palabras se le atragantaban.
—No tanto, Bill, no tanto —observó lord Caterham fríamente—. Es cinco años menor que yo.
—¡Qué caradura! ¡Codders y Bundle! ¡Una chica como Bundle! No debió usted haberlo permitido, señor.
—Jamás me meto en nada.
—Debió usted haberle dicho lo que piensa de él.
—Desgraciadamente, la civilización moderna impide hacer tales cosas —repuso lord Caterham apenado—. En la Edad de Piedra, bueno... aunque supongo que entonces tampoco hubiera podido hacerlo, siendo bajo y no muy fuerte.
—¡Bundle! ¡Bundle! Y pensar que nunca me he atrevido a pedirle que se case conmigo por temor de que se burlara de mí. Y ahora George, ese charlatán sin escrúpulos, político, hipócrita, rufián, engreído...
—Siga, siga —dijo lord Caterham—. Me estoy divirtiendo mucho.
—¡Dios mío! —murmuró Bill con pena—. Me voy.
—¡No! No se vaya. Prefiero que se quede. Además, quiere ver a Bundle.
—Ahora no. Todo esto me ha atolondrado. ¿Sabe usted dónde se encuentra Jimmy Thesiger por casualidad? Creo que estaba con los Coote. ¿Sabe si todavía está allí?
—Supongo que regresó a Londres ayer. Bundle y Loraine estuvieron allí el sábado. Si quiere esperar...
Pero Bill negó enérgicamente y se marchó casi corriendo. Lord Caterham se dirigió de puntillas al vestíbulo, cogió un sombrero y salió apresuradamente por una puerta lateral. Desde los jardines vio a Bill corriendo desaforadamente en el coche.
«Este muchacho sufrirá un accidente», pensó.
Sin embargo, Bill llegó incólume a Londres y dejó el coche en Saint James Square, dirigiéndose entonces al departamento de Jimmy Thesiger. Éste se encontraba en casa.
—¡Hola, Bill! ¿Qué sucede? Estás cambiado. No pareces el mismo.
—Estoy preocupado —repuso Bill—. Ya lo estaba cuando sucedió algo que hizo mi preocupación todavía mayor.
—¡Oh! —exclamó Jimmy—. ¿De qué se trata? ¿Puedo hacer algo por ti?
Bill no contestó. Permaneció sentado con la mirada fija en la alfombra. Jimmy sintió que su curiosidad se excitaba.
—¿Ha ocurrido algo muy extraordinario, William? —preguntó suavemente.
—Algo terriblemente extraño. No alcanzo a comprenderlo.
—¿Acerca del Seven Dials, acaso?
—Sí. He recibido una carta esta mañana.
—¿Una carta? ¿De qué clase?
—Una carta de los albaceas de Ronny Devereux.
—¡Dios mío! ¡Después de tanto tiempo!
—Parece que dejó ciertas instrucciones. Si moría súbitamente, cierto sobre sellado había de serme remitido, exactamente quince días después de su fallecimiento.
—¿Te lo han remitido?
—Sí.
—¿Lo has abierto?
—Sí.
—¿Cuál es su contenido?
Bill le miró de tal manera que Jimmy se sintió sobresaltado.
—Anímate, Bill —dijo—. Sea lo que fuere, pareces apesadumbrarte mucho. Toma un trago.
Preparó un whisky con seltz muy cargado y se lo llevó a Bill, que lo bebió precipitadamente. Su cara seguía reflejando la misma expresión de angustia.
—Es el contenido de la carta —dijo—. Simplemente, no puedo creerlo.
—Tonterías —repuso Jimmy—. Debes acostumbrarte a creer seis cosas imposibles todos los días antes del desayuno. Yo lo hago regularmente. Vamos, cuéntamelo. Pero espera un momento.
Salió.
—¿Stevens?
—Sí, señor.
—Vaya a comprarme unos cigarrillos. Se me han terminado.
—Muy bien, señor.
Jimmy esperó hasta que oyó cerrarse la puerta del departamento y entonces regresó a la salita. Bill dejaba en aquel momento el vaso encima de la mesa. Parecía sentirse mejor, más animado y dueño de sí.
—He mandado a Stevens fuera para que nadie pueda oírnos —dijo Jimmy—. ¿Estás dispuesto a contármelo?
—Es increíble.
—Entonces debe ser verdad. Vamos, desembucha ya.
Bill suspiró profundamente.
—Sí, te lo contaré.

CAPÍTULO XXX
LLAMADA URGENTE


Loraine estaba jugando con un cachorro pequeño y peludo y se sintió algo sorprendida cuando Bundle se reunió con ella después de una ausencia de veinte minutos, casi sin poder respirar y con una indescifrable expresión en el rostro.
—¡Uf! —exclamó Bundle, dejándose caer en un asiento en el jardín—. ¡Uf!
—¿Qué sucede? —preguntó Loraine, mirándola con curiosidad.
—George tiene la culpa. George Lomax.
—¿Qué ha estado haciendo?
—Declarándoseme. Ha sido terrible. Balbucía y tartamudeaba, pero no se ha arredrado. Ha debido leerlo en un libro y se lo aprendió de memoria. No había manera de hacerle callar, ¡cómo me disgustan las personas que tartamudean! Y, desgraciadamente, no sabía qué contestarle.
—Pero debes saber lo que quieres hacer.
—Desde luego, no estoy dispuesta a casarme con un tonto apoplético como George. Lo que quiero decir es que no me he aprendido la contestación adecuada en ningún libro de etiqueta. Sólo supe decirle llanamente: «No, no quiero.» Creo que debí haberle dicho algo acerca de que agradecía el honor que me hacía y otras cosas por el estilo. Pero me atolondré tanto que acabé saltando por la ventana.
—En verdad, Bundle, no es muy propio de ti.
—Es que jamás pude suponer que me sucedería algo por el estilo. Y mucho menos con George, de quien siempre supuse que me odiaba. ¡Qué fatal resulta pretender interesarse en la afición predilecta de un hombre! Debieras haber oído las tonterías que dijo acerca de mi mente juvenil y del placer que tendría en formarla. ¡Mi mente! Si hubiese sabido la cuarta parte de lo que pasaba en ella en aquellos momentos, George se hubiera desmayado, horrorizado.
Loraine no pudo menos que reír.
—Ya sé que tengo .yo. misma la culpa de todo ello. Yo me lo busqué —hizo una ligera pausa—. Mira, ahí está papá, escondiéndose tras aquellos rododendros. Hola, papá.
Lord Caterham se acercó.
—¿Se ha ido Lomax? —preguntó.
—En bonito lío me has metido —dijo Bundle—. George me aseguró que tenía tu aprobación total y absoluta.
—¿Y qué querías que dijera? —se defendió lord Caterham—. En realidad, no fue eso lo que le dije.
—Ya me parecía a mí —observó Bundle—. Supuse que George te había acorralado, reduciéndote a tal estado que sólo pudiste asentir débilmente con un gesto de la cabeza.
—Más o menos, eso fue lo que sucedió. ¿Cómo se lo ha tomado?
—No esperé a verlo —repuso Bundle—. Temo haber sido algo bruta con él.
—Oh, bien —observó el padre—; quizás haya sido mejor así. Gracias a Dios que, en el futuro, Lomax no estará siempre preocupándome con sus absurdas cosas. ¿Has visto mi maza de golf?
—Creo que un partido me calmaría los nervios —dijo Bundle—. Te apuesto seis peniques, Loraine.
Transcurrió una hora apaciblemente, y los tres regresaron a la casa de excelente humor. Una nota esperaba en la mesa del vestíbulo.
—Mister Lomax la ha dejado para milord —explicó Tredwell—. Sintió mucho que milord hubiese salido.
Lord Caterham rasgó el sobre. Lanzó un doloroso quejido y alargó el papel a su hija. Tredwell se retiró.
—Creo, Bundle, que debiste haberle hablado con claridad.
—¿Qué quieres decir?
—Lee esto.
Bundle leyó:

Mi querido Caterham:
Siento mucho no haber podido hablar con usted. Creí haberle dicho claramente que deseaba volver a verle después de mi entrevista con Eileen. La pobre niña desconocía mis sentimientos hacia ella y se sintió muy asombrada. No quiero de ningún modo apremiarla. Su confusión juvenil fue simplemente encantadora y aprecio en grado sumo su candorosa reserva. Debo darle tiempo para que se acostumbre a la idea. Su propia confusión es prueba clara de que no le soy indiferente, por lo que confío en mi éxito final. Créame, querido Caterham.
Su muy sincero amigo,
George Lomax.

—Diantres —dijo Bundle—. ¡Diantres!
No encontraba palabras para expresar su estado.
—Ese hombre debe estar loco —observó lord Caterham—. Nadie en su sano juicio puede escribir eso de ti, Bundle. ¡Pobre muchacho! Pero qué persistencia. No me extraña que haya llegado a meterse en el Gabinete. Le estaría muy bien empleado que te casaras con él, Bundle.
El timbre del teléfono sonó y Bundle fue a contestar. Un minuto después George y su declaración habían sido olvidados, y Bundle hacía apremiantes señas a Loraine. Lord Caterham se dirigió a su propio refugio.
—Es Jimmy —dijo Bundle—, y está extremadamente excitado por algo.
—Gracias a Dios que la encuentro —decía Jimmy—. No hay tiempo que perder. ¿Está también Loraine ahí?
—Sí, aquí está.
—No tengo tiempo de explicarlo todo; es más, no es conveniente hacerlo por teléfono. Bill ha venido a verme y me ha contado la historia más asombrosa que pueda usted imaginarse. Si es verdad, será la noticia más importante del siglo. Le diré lo que deben hacer. Vengan a Londres en seguida. Las dos. Dejen el coche en cualquier garaje y después vayan directamente al Club Seven Dials. ¿Podría usted deshacerse de ese antiguo criado suyo?
—¿Alfred? Claro que sí. Yo me encargo de eso.
—Bien. Deshágase de él y vigile nuestra llegada. No se dejen ver en ninguna ventana, pero cuando lleguemos abran la puerta en seguida. ¿Comprenden?
—Sí.
—Eso es todo. ¡Ah! Que nadie sepa que van a Londres. Den cualquier excusa. Puede usted decir, por ejemplo, que lleva a Loraine a su casa.
—Bueno. Estoy excitadísima, Jimmy.
—No se olvide de hacer testamento antes de salir.
—Mejor que mejor. Pero me gustaría saber de qué se trata.
—Lo sabrá tan pronto nos reunamos. Puedo anticiparle algo. ¡El número siete se va a encontrar con una sorpresa inesperada!
Bundle colgó el auricular y se volvió a Loraine, resumiéndole rápidamente la conversación. Loraine corrió a su aposento y empaquetó sus cosas rápidamente, mientras Bundle iba a hablar con su padre.
—Llevo a Loraine a su casa, papá.
—¿Por qué? No sabía que marchara hoy.
—La necesitan. Acaban de telefonear. Adiós.
—Espera un momento, Bundle. ¿Cuándo regresarás?
—No lo sé. Ya me verás cuando llegue.
Después de esta poco ceremoniosa despedida, Bundle corrió a sus habitaciones, se puso el sombrero y el abrigo de pieles, y estuvo preparada para partir. Ya había ordenado que llevaran el «Hispano» frente a la puerta.
El viaje a Londres transcurrió sin novedad alguna, excepto la excitación propia de cuando Bundle conducía. Dejaron el coche en un garaje y se dirigieron al Club Seven Dials.
Alfred les abrió la puerta. Bundle entró sin ceremonia alguna y Loraine la siguió.
—Cierre, Alfred —dijo Bundle—. Mire. He venido aquí para hacerle un favor. La policía le busca y sin duda le encontrará.
—¡Oh, milady!
Alfred palideció.
—He venido a avisarle porque usted me ayudó la otra noche —prosiguió Bundle, rápidamente—. Se ha librado orden de detención contra mister Mosgorovky y lo mejor que usted puede hacer es desaparecer de aquí lo más rápidamente posible. Si no le encuentran, no le molestarán. Tome estas diez libras, que le ayudarán a trasladarse a alguna parte.
Tres minutos después, el aterrorizado e incoherente Alfred abandonó el número 14 de Hunstanton Street, con una sola idea en la cabeza: no regresar jamás.
—Esta parte ya está arreglada —dijo Bundle, satisfecha.
—¿Era necesario obrar de una manera tan drástica? —objetó Loraine.
—Así es más seguro —repuso Bundle—. No sé lo que Jimmy y Bill proyectan, pero no quiero que Alfred pueda estropearlo todo. Mira, ahí están. No han perdido mucho tiempo. Probablemente estaban por los alrededores, esperando que Alfred saliera. Baja y ábreles la puerta, Loraine.
Loraine obedeció. Jimmy Thesiger salió del asiento del coche, detrás del volante.
—Quédate aquí un momento, Bill —dijo—. Haz sonar la bocina si crees que alguien está vigilando el lugar.
Entró rápidamente en el edificio, cerrando de golpe la puerta tras de sí. Parecía muy excitado.
—Hola, Bundle. Veo que ya está aquí. Vamos directamente al grano. ¿Dónde está la llave de la habitación en que se escondió usted la otra noche?
—La abrimos con la llave de una de las puertas de abajo. Será mejor que las traigamos todas.
—Sí, pero dése prisa. Tenemos poco tiempo.
No fue difícil encontrar la llave con que abrir la puerta acolchada. Los tres entraron en la habitación, que estaba exactamente igual a como Bundle la viera, con las siete sillas alrededor de la mesa. Jimmy la contempló en silencio durante un momento. Entonces su mirada se dirigió a los dos aparadores.
—¿En cuál se escondió, Bundle?
—En éste.
Jimmy fue hacia el que Bundle señalara y lo abrió. La misma colección de vajilla y cristalería apareció en los estantes.
—Tendremos que trasladar todo esto —murmuró—. Dile a Bill que suba, Loraine. No es necesario que siga vigilando en la calle.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Bundle, impaciente.
Jimmy estaba arrodillado, tratando de mirar por una rendija en la puerta del otro aparador.
—Espere hasta que Bill suba y entonces lo sabrá todo. Este trabajo es obra suya, y puede creerme que es algo admirable. ¡Hola! ¿Por qué sube Loraine la escalera tan de prisa, como si la persiguiese el diablo?
Loraine estaba ciertamente subiendo la escalera lo más rápidamente que podía. Entró en la habitación con la cara blanca como la cera y una mirada de terror en los ojos.
—Bill... Bill... ¡Oh, Bundle! ¡Bill!
Jimmy la cogió por el hombro.
—Por el amor de Dios, Loraine, ¿qué ha sucedido?
Loraine casi no podía hablar.
—Bill... creo que está muerto... está en el coche... pero no habla ni se mueve. Estoy segura de que ha muerto.
Jimmy soltó un juramento y bajó corriendo la escalera, seguida de Bundle, cuyo corazón latía apresuradamente, sintiéndose presa de un profundo sentimiento de desolación.
—¿Bill muerto? ¡Oh, no! ¡Oh, no! Eso no, Dios mío; eso no.
Ella y Jimmy llegaron juntos al coche, y tras de ellos, Loraine.
Bill estaba sentado en la misma posición en que le dejara, recostado contra el respaldo, pero tenía los ojos cerrados y no hizo movimiento alguno cuando Jimmy le cogió del brazo.
—No puedo comprenderlo —murmuró Jimmy—. Pero no está muerto. Anímate, Bundle. Tenemos que llevarle al interior de la casa. Roguemos para que no aparezca ningún policía. Si alguien dijera algo, debemos manifestar que se trata de algún amigo enfermo.
Entre los tres llevaron a Bill al interior sin mucha dificultad y sin llamar demasiado la atención, con la excepción de un caballero sin afeitar, que dijo comprensivamente:
—El muchacho ha bebido... hip... un par de copas de más... hip —dijo, moviendo la cabeza con aire significativo.
—Llevémosle a la pequeña habitación de arriba —dijo Jimmy—. Hay un sofá allí.
Lo depositaron cuidadosamente en él. Bundle se arrodilló a su lado y le cogió de la muñeca.
—El pulso late —dijo—. ¿Qué le sucede?
—Estaba bien cuando llegamos —afirmó Jimmy—. Me pregunto si alguien habrá podido inyectarle algo. Puede haber sido muy fácil acercarse a él so pretexto de preguntarle la hora y pincharle. Sólo podemos hacer una cosa: buscar un médico. Quedaos aquí cuidándole.
Se dirigió apresuradamente hacia la puerta.
—No os asustéis. Sin embargo, quizá sea mejor que os deje mi revólver por si acaso. Volveré tan pronto como pueda.
Dejó el revólver en una mesita junto al sofá y salió. Las dos muchachas oyeron cerrarse la puerta de la calle.
Las dos chicas permanecieron inmóviles junto a Bill. Bundle seguía observando su pulso, que parecía latir muy de prisa e irregularmente.
—Quisiera poder hacer algo —susurró Loraine—. Esto es terrible.
Loraine asintió.
—Parece que haya transcurrido una eternidad desde que Jimmy ha salido y, sin embargo, sólo hace un minuto y medio.
—Me parece estar oyendo ruidos —dijo Bundle—. Pasos, tablas que crujen arriba, pero sé que es mi imaginación.
—¿Por qué nos dejaría Jimmy el revólver? —observó Loraine—. No creo que pueda haber realmente peligro.
—Si encontraran a Bill aquí... —empezó a decir Bundle.
Loraine se estremeció.
—Ya lo sé, pero nadie puede entrar sin que lo oigamos; de todas maneras, tenemos el revólver.
Bundle volvió su atención a Bill.
—Quisiera saber lo que debo hacer. Quizá sería conveniente darle café caliente.
—Tengo sales aromáticas en el bolso —repuso Loraine—. Y algo de brandy. ¿Dónde está? Acaso lo haya dejado en la habitación de arriba.
—Iré a buscarlas —dijo Bundle—. Pueden sentarle bien.
Subió rápidamente la escalera, cruzó la sala de juego y entró en la habitación donde se reunían las siete esferas. El bolso de Loraine estaba encima de la mesa.
Cuando Bundle alargaba la mano para cogerlo oyó un ruido a sus espaldas. Escondido detrás de la puerta, un hombre estaba preparado con una bolsa de arena en mano. Antes de que Bundle pudiera volver la cabeza, la golpeó.
Bundle se deslizó al suelo con un desmayado quejido.

CAPÍTULO XXXI
LAS SIETE ESFERAS


Bundle recobró el sentido muy lentamente. Estaba rodeada de una oscura negrura, que giraba a su alrededor, y cuyo centro era un dolor violento y palpitante. Oía sonidos. Una voz que conocía muy bien repetía la misma cosa una y otra vez.
La oscuridad giraba menos violentamente. El dolor se había localizado en la cabeza de Bundle, que estaba lo bastante clara para interesarse en lo que la voz decía.
—Bundle querida. ¡Oh, Bundle querida! Está muerta, sé que lo está. ¡Oh, Bundle! Te quiero tanto. ¡Bundle, Bundle!
Bundle permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, pero estaba ya plenamente consciente. Los brazos de Bill la ceñían.
—Bundle mía... ¡Oh, Bundle, amor mío! ¿Qué puedo hacer? Te quiero, Bundle, te quiero. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? ¡Yo la he matado!
Con reluctancia, con mucha reluctancia, Bundle habló.
—No me has matado, tonto —dijo.
Bill lanzó una exclamación de sorpresa.
—¿Estás viva, Bundle?
—Claro que lo estoy.
—¿Cuánto tiempo has estado? Quiero decir, ¿cuándo has recobrado el sentido?
—Hace unos cinco minutos.
—¿Y por qué no has abierto los ojos y dicho algo?
—No quería hacerlo. ¡Ah! Me estaba divirtiendo mucho.
—¿Divirtiéndote?
—Sí. Oyéndote hablar. Jamás volverás a decir esas cosas tan bien.
Bill se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.
—Pero..., ¿no te importó? Te quiero mucho. Te he querido siempre, pero jamás me atreví a decírtelo.
—¡Tonto! ¿Por qué?
—Pensé que acaso te burlarías de mí. Quiero decir... eres inteligente... y te casarás con alguien importante.
—¡Como George Lomax! —sugirió Bundle.
—No me refiero a un borrico presuntuoso como Codders, sino alguien digno de ti, aunque no creo que nadie pueda serlo.
—¡Qué bueno eres, Bill!
—Pero, hablando seriamente, Bundle, ¿podrías decidirte alguna vez...?
—¿Decidirme a qué?
—A casarte conmigo. Ya sé que soy muy cabezota, pero te quiero, Bundle. Sería como un perro, tu esclavo o lo que quisieras.
—Tu carácter es más parecido al de un perro —repuso Bundle—. Me gustan los perros. Son amistosos, fieles... Creo que quizá pudiera llegar a casarme contigo, Bill. Haciendo un gran esfuerzo, desde luego.
La reacción de Bill fue soltarla y echarse hacia atrás violentamente, mirándola con ojos asombrados.
—¿De veras, Bundle?
—No tienes remedio, Bill —dijo Bundle—. Veo que voy tener que desmayarme otra vez.
—¡Bundle, querida! —Bill la estrechó contra su pecho. Estaba temblando violentamente—. ¿Quieres decir... Bundle... que...? Te quiero, te quiero, Bundle.
—¡Oh, Bill! —exclamó Bundle.
No hay necesidad de transcribir detalladamente la conversación que siguió durante los próximos diez minutos, que consistió casi toda ella en continuas repeticiones.
—¿Es verdad que me quieres? —preguntó Bill por enésima vez, incrédulo aún, soltándola por fin.
—Sí, sí, sí. Seamos sensatos ahora. La cabeza todavía me duele y tú casi me has quebrado los huesos con tus brazos. Quiero saber lo sucedido.
Por primera vez Bundle miró a su alrededor. Se encontraba en la habitación secreta y la puerta acolchada estaba cerrada, seguramente con llave. Debían de estar prisioneros.
Bundle volvió a posar los ojos en Bill, que parecía no haber comprendido sus palabras y la miraba con adoración.
—Bill, querido —dijo Bundle—. Recóbrate. Tenemos que salir de aquí.
—¿Eh? —repuso Bill—. ¿Cómo? ¡Ah, sí! Está bien. No habrá dificultades de ninguna clase.
—Piensas así porque estás enamorado —observó Bundle—. A mí me sucede lo mismo. Parece que todo sea fácil y posible.
—Y lo es —afirmó Bill—. Ahora que sé que me quieres...
—Calla —ordenó Bundle—. Si volvemos a empezar, no podremos hablar de cosas serias. Si no recobras la lucidez y te portas sensatamente, puedo cambiar en seguida de pensamiento.
—No te dejaré hacerlo —repuso Bill—. ¿Crees que podría ser tan tonto como para perderte ahora?
—Espero que no me coaccionarás —dijo Bundle con voz grave.
—¿Eso crees? Dame cuando quieras ocasión para ello y verás.
—Temí que pudieras acoquinarte, pero veo que no existe peligro de ello. Dentro de media hora me estarías dando órdenes. Oh, Bill, ya nos estamos poniendo tontos otra vez. Lo importante ahora es salir de aquí.
Calló, obediente a la presión de Bundle en su mano. Estaba inclinada hacia delante, para mejor oír. Sí, no había estado equivocada. Alguien se encontraba en la habitación vecina e introdujo una llave en la cerradura. Bundle contuvo la respiración. ¿Sería Jimmy, que acudía en su auxilio...?
La puerta se abrió, apareciendo el barbudo mister Mosgorovky, que se detuvo en el umbral.
Bill dio inmediatamente un paso hacia delante, frente a Bundle.
—Quiero hablar con usted privadamente.
El ruso no contestó en seguida. Se acariciaba la larga y sedosa barba negra, sonriendo.
—¡Aja! —dijo finalmente—. Muy bien. La señorita hará el favor de venir conmigo.
—Está bien, Bundle —dijo Bill—. Yo me encargo de todo. Ve con él. Nadie te hará daño. Sé lo que estoy haciendo.
Bundle se levantó obediente. Aquella nota autoritaria en la voz de Bill era desconocida para ella. Parecía estar completamente seguro de sí mismo y de poder dominar por el momento la situación. Bundle se preguntó qué se proponía Bill.
—Por aquí, tenga la bondad —dijo.
Señaló la escalera y Bundle subió humildemente al piso superior. Una vez en él, el ruso le indicó que entrara en una pequeña habitación que ella creyó fuese el dormitorio de Alfred.
—Espere tranquilamente aquí, por favor —dijo el ruso—. No debe hacer ruido alguno.
Y salió, cerrando también aquella puerta con llave.
Bundle se sentó en una silla. Le dolía mucho la cabeza aún y se sentía incapaz de pensar atentamente. Bill parecía dominar la situación. Supuso que, tarde o temprano, alguien la dejaría salir de allí.
Transcurrió el tiempo. El reloj de Bundle se había parado, pero creyó que había pasado por lo menos una hora desde que el ruso la condujera a aquella habitación. ¿Qué pasaba? ¿Qué había sucedido?
Por fin oyó unos pasos en la escalera. Era Mosgorovky otra vez. El ruso se dirigió a ella con mucha formalidad.
—Lady Eileen Brent, se desea su presencia en una reunión muy importante de la Sociedad de las Siete Esferas. Tenga la bondad de seguirme.
Ella le miró sin protestar. Abrió la puerta de la habitación secreta, dando paso a Bundle, que contuvo la respiración, sorprendida, al penetrar allí.
Veía por segunda vez aquello que sólo observara rápidamente la vez anterior a través del agujero en la puerta del aparador. Las figuras enmascaradas estaban sentadas en torno a la mesa. Y ella permaneció allí, azarada. Entretanto, Mosgorovky se dirigió a su silla, poniéndose el antifaz.
Aquella vez la silla de la cabecera de la mesa estaba ocupada. El número siete se encontraba allí.
El corazón de Bundle latió violentamente. Estaba al pie de la mesa, frente a él, mirándole fijamente, viendo aquella máscara con la esfera pintada, que escondía sus facciones.
Permanecía sentado, inmóvil. Bundle sintió que de él irradiaba una poderosa fuerza. Su inmovilidad no era la inactividad del débil. Bundle deseó ardientemente, casi histéricamente, que hablara, que hiciera algún movimiento, algún gesto, que quebrara aquella quietud que le hacía aparecer como una araña gigantesca esperando despiadadamente la llegada de su presa.
Se estremeció. En aquel momento Mosgorovky se levantó; su voz suave, persuasiva, parecía llegar de muy lejos.
—Lady Eileen, usted se ha encontrado presente, sin haber sido invitada a ello, en una reunión secreta de esta sociedad. Por tanto, es preciso que yo explique cuáles son sus fines y ambiciones. Como puede observar, la silla correspondiente al número dos está vacía. Se la ofrecemos.
Bundle se sobresaltó. Aquello era una fantástica pesadilla. ¿Sería posible que se pidiera a ella, a Bundle Brent, que entrara a formar parte de una criminal sociedad secreta? ¿Habrían hecho aquella misma proposición a Bill, mereciendo su repulsa?
—No puedo aceptarla —dijo rotundamente.
—No se precipite en su contestación.
Le pareció que Mosgorovky, oculto el rostro bajo la máscara, sonreía burlonamente.
—Ignora usted, lady Eileen, lo que se niega a aceptar.
—Pero puedo muy bien imaginarlo —observó ella.
—¿Lo cree usted así?
Era la voz del número siete, que despertó un vago recuerdo en la mente de Bundle. Estaba segura de haberla oído antes.
Despacio, el número siete se llevó la mano a la cabeza y manipuló el broche del antifaz.
Bundle contuvo el aliento. Por fin sabría...
La máscara cayó.
Bundle vio ante sí el rostro inexpresivo del superintendente Battle.

CAPÍTULO XXXII
BUNDLE SE SIENTE CONFUNDIDA


—Acérquele una silla —dijo Battle a Mosgorovky, que se dirigía hacia Bundle—. Veo que la sorpresa ha sido muy grande.
Bundle se sentó. Se sentía lacia y desmayada. Battle siguió hablando en aquel tono tranquilo que le era característico.
—No esperaba usted verme, lady Eileen; y tampoco lo esperaban varios de los que están sentados alrededor de esta mesa. Mister Mosgorovky ha sido lo que podríamos llamar mi lugarteniente. Los demás han recibido órdenes por su mediación.
Bundle seguía callada. Se sentía totalmente incapaz de hablar, sensación que desconocía por completo.
Battle asintió, como dándole a comprender que comprendía la naturaleza de sus sentimientos.
—Tendrá que descartar una o dos ideas preconcebidas, lady Eileen, acerca de esta sociedad. Sé que en las novelas acostumbra a aparecer una sociedad supercriminal secreta, a cuya cabeza hay alguien a quien nadie jamás ve. Acaso también existe en la vida real, pero debo confesar que jamás he tenido conocimiento de ello. Y crea que mi experiencia policíaca es muy grande.
Hizo una pequeña pausa.
—Pero existe mucha fantasía en el mundo, lady Eileen. La gente joven, especialmente, gusta de leer acerca de tales cosas y, más aún, llevarlas a cabo. Ahora le voy a presentar un grupo notable de aficionados que han llevado a cabo una excelente labor para mi Departamento, y que nadie, sino ellos, podría haber hecho. Acaso se hayan rodeado de mucho dramatismo. ¿Por qué no? Han estado dispuestos a afrontar graves peligros, y lo han hecho por estas razones: amor por el peligro en sí, lo cual es muy notable en estos días en que sólo se piensa en la propia seguridad, y por el honrado deseo de servir a su país.
»Y ahora, lady Eileen, permítame que proceda a hacer las presentaciones. Ante todo, mister Mosgorovky, a quien de manera especial ya conoce. Como usted sabe, dirige este club y muchas otras cosas también. Es el más importante agente antibolchevique en Inglaterra. El número cinco es el conde Andras, de la Embajada de Hungría, íntimo amigo del fallecido mister Gerald Wade. El número cuatro es mister Hayward Phelps, periodista americano, que siente grandes simpatías por nuestro país y cuyo olfato para las noticias es notable. El número tres...
Calló, sonriendo, y Bundle miró, confundida, el rostro animado de Bill Eversleigh.
—El número dos —prosiguió Battle con voz grave— ha dejado vacante esta silla. Correspondía a mister Ronald Devereux, ese bravo joven que murió por su país. El número uno... bien, el número uno era mister Gerald Wade, otro valiente joven que también dio su vida por el bien de la patria. Su lugar ha sido ocupado, no sin graves dudas por mi parte, por una señora que ha probado ser merecedora de ello y que nos ha prestado considerable ayuda.
El número uno se quitó la máscara y Bundle miró, sin sorpresa, el hermoso rostro de la condesa Radzky.
—Debí haber supuesto —observó Bundle— que se parecía usted demasiado a una hermosa aventurera extranjera para que, en efecto, lo fuera.
—Pero no sabes lo bueno del caso —comentó Bill—. Bundle, ésta es Babe Saint Maur. ¿Recuerdas que te conté lo buena actriz que era? Ha demostrado serlo.
—Sí —dijo miss Saint Maur con fuerte acento americano—. Pero no merezco mucho crédito por ello porque mis padres eran originarios de esa parte de Europa y no me costó mucho hablar como ellos. Sin embargo, casi me traicioné a mí misma una vez en Wyvern Abbey al hablar de jardines.
Hizo una pausa y luego dijo abruptamente:
—No ha sido sólo... diversión. Ronny y yo estábamos casi comprometidos en matrimonio, y cuando él murió... bien, yo debía hacer cuanto pudiera por descubrir al que le asesinó. Eso es todo.
—Estoy completamente aturdida —dijo Bundle—. Nada es lo que parece ser.
—Es muy sencillo, lady Eileen —dijo el superintendente Battle—. Todo empezó porque algunos de estos jóvenes deseaban algo excitante. Mister Wade vino a verme y sugirió la creación de una banda de aficionados para llevar a cabo misiones del servicio secreto. Le previne que podía ser peligroso, pero él no se asustaba fácilmente. Le hice comprender que quienquiera que ingresara en la organización habría de hacerlo sólo después de ser advertido del peligro que podía correr. Tampoco los amigos de mister Wade se arredraron.
—Pero... ¿cuál es el objeto de todo esto? —preguntó Bundle.
—Estábamos detrás de un hombre; queríamos detenerle. No era un ladrón ordinario. Se movía en el mundo de mister Wade y era una especie de Raffles, pero mucho más peligroso aún. Sólo le interesaban las cosas grandes, internacionales. Por dos veces habían desaparecido importantes inventos secretos; el trabajo debía haber sido hecho por alguien que conocía bien su importancia y tenía información desde dentro. Los profesionales fracasaron en su búsqueda. Entonces entraron en acción los aficionados y tuvieron éxito.
—¿Tuvieron éxito?
—Sí, pero no sin sufrir bajas. El hombre era peligroso. Mató a dos personas. Pero las Siete Esferas no se arredraron. Como le digo, tuvieron éxito. Gracias a mister Eversleigh, el hombre fue cogido y sorprendido con las manos en la masa.
—¿Quién es? —preguntó Bundle—. ¿Le conozco yo acaso?
—Le conoce muy bien, lady Eileen. Su nombre es Jimmy Thesiger, que ha sido detenido esta tarde.

CAPÍTULO XXXIII
BATTLE EXPLICA


El superintendente Battle procedió a explicar el caso. Hablaba con voz tranquila.
—Durante mucho tiempo no sospeché de él. El primer indicio lo tuve cuando supe cuáles habían sido las últimas palabras de mister Devereux. Naturalmente, usted creyó que mister Devereux quería comunicar que las Siete Esferas le habían matado. Ése era el significado aparente de sus palabras. Pero, desde luego, yo sabía que eso era imposible. Mister Devereux quería informar a las Siete Esferas de algo concerniente a mister Jimmy Thesiger.
»La cosa parecía increíble porque mister Devereux y mister Thesiger eran íntimos amigos. Pero yo recordé entonces que los robos tenían que haber sido cometidos por alguien que tenía información exacta, alguien que, si no formaba parte del Foreign Office, estaba en situación de conocer muchas de las cosas que en este departamento se trataban. Y no me fue fácil averiguar de dónde venía el dinero de mister Thesiger. La renta que su padre le había dejado era muy pequeña y, sin embargo, vivía con gran lujo. ¿De dónde salía el dinero?
»Yo sabía que mister Wade estaba muy excitado por algo que había averiguado. Estaba seguro de estar sobre la verdadera pista. No confió a nadie sus sospechas, pero dijo algo a mister Devereux acerca de que estaba a punto de hacer un importante descubrimiento. Eso fue poco antes de que ambos fueran a Chimneys a pasar el fin de semana. Como usted sabe, mister Wade murió allí, aparentemente por haber tomado una dosis excesiva de somnífero.
»La explicación parecía normal, pero mister Devereux se negó rotundamente a aceptarla. Tenía el convencimiento de que mister Wade había sido hábilmente asesinado y que alguien que se encontraba entonces en la casa era el hombre a quien todos buscábamos. Creo que estuvo a punto de hacer algunas confidencias a mister Thesiger, pues no sospechaba en lo más mínimo de él.
»Entonces hizo algo bastante curioso. Dispuso siete relojes en la repisa, tirando el octavo. Era como un símbolo de que las Siete Esferas vengarían la muerte de uno de sus miembros. Vigiló atentamente para ver si alguien se traicionaba, dando alguna señal de perturbación.
—¿Fue Jimmy Thesiger quien envenenó a Gerry Wade?
—Sí. Puso la droga en un whisky con soda que mister Wade tomó antes de subir a su habitación para acostarse. Por eso se sentía tan somnoliento mientras escribía aquella carta a miss Wade.
—¿No tuvo, pues, Bauer, el lacayo, nada que ver con ello? —preguntó Bundle.
—Bauer era uno de los nuestros, lady Eileen. Pensamos que el hombre a quien perseguíamos intentaría hacerse con la fórmula de herr Eberhard y por ello hicimos entrar a Bauer al servicio de lord Caterham, para que pudiera vigilar por nuestra cuenta. Pero no pudo hacer nada. Como decía, mister Thesiger no tuvo gran dificultad en administrar la droga. Más tarde, cuando todos dormían, fue fácil colocar un frasco vacío de cloral, un vaso y una botella de agua en la mesita de noche de mister Wade. Éste estaba inconsciente entonces y probablemente mister Thesiger le cogió la mano, apretando los dedos sobre el vaso y la botella para que se encontraran sus huellas en caso de que se suscitara alguna cuestión. Ignoro el efecto que los siete despertadores en la repisa causaron a mister Thesiger. Desde luego, no dejó traslucir nada a mister Devereux. De todas formas, creo que de vez en cuando debió pasar algún mal rato al pensar en ellos y supongo que después debió vigilar a mister Devereux.
»No sabemos exactamente lo que sucedió a continuación. Nadie vio mucho a mister Devereux después de la muerte de mister Wade. Sin embargo, está claro que trabajó en la misma dirección en que lo había hecho mister Wade, y llegó a idéntico resultado, es decir, que mister Thesiger era el hombre a quien buscábamos. Imagino que fue traicionado en la misma forma.
—¿Cómo?
—Por medio de miss Loraine Wade. Mister Wade la quería mucho; creo, incluso, que deseaba casarse con ella, puesto que no era verdaderamente hermana suya. No hay duda de que le dijo más de lo que debiera. Pero miss Wade pertenecía a mister Thesiger en cuerpo y alma, y estaba dispuesta a hacer cuanto él quisiera. Le transmitió toda la información. Mister Devereux, más tarde, se sintió atraído por ella y, probablemente, la previno contra mister Thesiger. Por tanto, mister Devereux fue silenciado a su vez, y murió tratando de hacer llegar a conocimiento de las Siete Esferas que mister Thesiger era un asesino.
—¡Qué horrible! —exclamó Bundle—. Si yo lo hubiera sabido...
—No era posible que pudiera saberlo. En realidad, casi ni yo mismo le daba crédito. Entonces, llegamos al asunto de Wyvern Abbey. Recuerde cuan extraño fue, y especialmente embarazoso para mister Eversleigh. Usted y mister Thesiger obraban de acuerdo. Mister Eversleigh se sintió muy turbado por su insistencia en que la trajera a este lugar, y cuando supo que había oído lo sucedido en una reunión de la sociedad, su asombro fue grande.
El superintendente hizo una pausa y sonrió.
—También yo me sentí desconcertado. Jamás pensé que fuera posible. Mister Eversleigh se encontraba ante un dilema. No podía comunicarle el secreto de las Siete Esferas sin que también mister Thesiger se enterara, y eso no debía suceder de ninguna manera. Todo ello fue muy conveniente para mister Thesiger, pues le dio una razón excelente para lograr ser invitado a Wyvern Abbey, con lo cual sus planes se beneficiaron mucho. Las Siete Esferas habían ya escrito una carta a mister Lomax, cuyo solo objeto era obligarle a que pidiera ayuda, justificando así mi presencia en el lugar. Como usted sabe, en ningún momento intenté pasar inadvertido.
Nuevamente el superintendente sonrió.
—Ostensiblemente, mister Eversleigh y mister Thesiger debían dividir la noche en dos turnos de guardia. En realidad, mister Eversleigh y miss Saint Maur así lo hicieron. Ella se encontraba en la biblioteca, vigilando, cuando oyó bajar a mister Thesiger, debiendo entonces ocultarse precipitadamente detrás del biombo.
»Y ahora llega el momento en que mister Thesiger dio grandes pruebas de inteligencia. Nos contó una historia que tenía muchos visos de verosimilitud, y debo admitir que llegué incluso a preguntarme si él tenía, en realidad, algo que ver con el robo y si estaríamos sobre la pista verdadera. Una o dos sospechosas circunstancias señalaban en otra dirección. Me encontraba sin saber cómo interpretar todo aquello, cuando sucedió algo que puso las cosas en su punto.
»Encontré el guante quemado en la chimenea, con huellas de dientes en él, y entonces supe que no me había equivocado. Pero créame cuando le digo que fue verdaderamente inteligente.
—¿Qué fue lo que realmente sucedió? —preguntó Bundle—. ¿Quién era el otro hombre?
—No había otro hombre. Preste atención y le contaré cómo, finalmente, reconstruí toda la escena. Para empezar, debo decir que mister Thesiger y miss Wade trabajaban de común acuerdo. Estaban citados a una hora determinada. Miss Wade llegó en su coche, cruzó el seto y se dirigió a la casa. Tenía una buena historia que contar si alguien la descubría: la que nos dijo más tarde. Pero pudo llegar a la terraza, poco después de las dos de la madrugada, sin que nadie la molestara.
»Se la vio entrar en los jardines. Mis hombres la estaban observando, pero tenían órdenes de no impedir la entrada a nadie, y sí solamente de evitar la salida de quien intentara partir. Miss Wade llegó a la terraza, y en aquel instante un paquete cayó a sus pies y ella lo recogió. Un hombre bajaba por la hiedra y ella empezó a correr. ¿Qué sucedió a continuación? La lucha... y dos disparos de arma de fuego. ¿Qué había de hacer todo el mundo? Correr al lugar en que sonaron los tiros. Y así miss Wade hubiera podido partir, llevándose tranquilamente la fórmula.
»Pero las cosas no sucedieron exactamente así. Miss Wade corrió a mis brazos, sin saberlo, y en aquel momento el juego cambió. Ya no era ataque, sino defensa. Miss Wade contó su historia, que era perfectamente creíble.
«Llegamos ahora a mister Thesiger. Algo me llamó inmediatamente la atención. La herida de bala no hubiera podido, por sí sola, privarle del conocimiento. O había caído, golpeándose la cabeza, o no se había desmayado. Más tarde oímos el relato de miss Saint Maur, que coincidía perfectamente con el de mister Thesiger. Sin embargo, observé en él un punto muy sugestivo. Miss Saint Maur dijo que después que las luces fueron apagadas y mister Thesiger se dirigió a la puerta cristalera, nuestro hombre permaneció tan inmóvil que ella creyó que debía de haber salido de la biblioteca. Cuando alguien se encuentra en una habitación es casi imposible no oír su respiración, si uno aguza bien el oído. Supongamos, pues, que mister Thesiger salió. ¿Qué hizo? Subió a la habitación de mister O'Rourke por la hiedra. Este caballero había ya tomado el whisky con seltz, al que se había añadido una buena dosis de soporífero. Cogió los documentos, los arrojó a la muchacha por la ventana, descendió por la hiedra y... empezó la lucha. En realidad, es algo muy fácil de hacer. No hay más que golpear los muebles, tambalearse, hablar con la voz de uno y disfrazarla y gruñir algo ininteligible. Y después, el toque final: dos disparos. Hizo uno contra su imaginario asaltante con la pistola "Colt" que el día anterior había ostensiblemente exhibido. Entonces, con la mano izquierda, enguantada, sacó del bolsillo la pequeña "Mauser" y disparó contra la parte carnosa de su brazo derecho. Tiró la pistola por la ventana, se quitó el guante cogiéndolo con los dientes y lo arrojó al fuego. Cuando yo llegué al lugar del hecho, estaba en el suelo, al parecer desmayado.
—¿No comprendió todo esto en aquel momento, superintendente Battle? —preguntó Bundle.
—No. Me dejé engañar igual que los demás. No fue sino bastante después cuando resolví el rompecabezas. El guante me dio la clave. Entonces hice que sir Oswald arrojara la pistola por la puerta. Cayó bastante más lejos de lo que debiera. Pero un hombre diestro no alcanza la misma distancia al tirar algo con la mano izquierda. Ésta fue la primera sospecha, aunque bastante débil.
»Algo me llamó la atención. Los papeles fueron arrojados por la ventana para que alguien los recogiera. ¿Quién debería recogerlos, en el caso de que miss Wade se hubiera encontrado allí accidentalmente? Desde luego, quienes no estuvieran en el secreto señalarían inmediatamente a la condesa, pero yo sabía que ella no era, no podía serlo. Entonces, los documentos fueron recogidos por la persona a quien iban destinados. Y cuanto más pensaba en ello, más me parecía extraordinariamente coincidente que miss Wade hubiera llegado en el momento preciso.
—Debió usted sentirse bastante embarazado cuando le conté mis sospechas acerca de la condesa.
—Sí, por cierto, lady Eileen. Tenía que decir algo para despistarla. También mister Eversleigh pasó un mal rato cuando miss Saint Maur volvió en sí de su desmayo, pensando que podría hablar imprudentemente.
—Pobre Bill —dijo miss Saint Maur—. Tuvo que dejarse enamorar contra su voluntad.
—Bien —prosiguió el superintendente Battle—. Yo sospechaba de mister Thesiger, pero no tenía pruebas. Por otra parte, el propio mister Thesiger se sentía aturdido. Se daba cuenta, más o menos claramente, de lo que las Siete Esferas significaban, pero deseaba ardientemente saber quién era el número siete. Entonces se hizo invitar a casa de los Coote, pues sospechaba que sir Oswald podía ser el jefe secreto de la Sociedad.
—Yo sospeché de sir Oswald —dijo Bundle—, especialmente cuando llegó procedente del jardín.
—Yo, no —afirmó Battle—, pero no quiero negar que llegué a pensar mal de su secretario.
—¿Pongo? —exclamó Bill—. ¡Pobre Pongo!
—Sí, mister Eversleigh; del pobre Pongo, como usted dice. Se trata de un caballero muy eficiente, capaz de llevar a cabo cualquier cosa que se proponga. Sospeché de él, principalmente, por haber sido quien entró los despertadores en la habitación de mister Wade. Le hubiera sido muy fácil poner el frasco y el vaso en la mesita de noche. También sospeché porque es zurdo. El guante parecía señalarle a él, de no haber sido por una cosa.
—¿Cuál?
—Las huellas de dientes. Sólo un hombre cuyo brazo derecho hubiera estado incapacitado habría necesitado quitarse el guante con ayuda de los dientes.
—Y así Pongo quedó libre de sospecha.
—Sí. Creo que mister Bateman se sentiría muy sorprendido si supiera que llegué a sospechar de él.
—Me imagino su cara si lo supiera —dijo Bill.
—Mister Thesiger es lo que uno podría describir como un joven caballero con la cabeza repleta de serrín. Uno de los dos estaba representando una comedia. Cuando decidí que se trataba de mister Thesiger me sentí muy interesado por conocer la opinión que mister Bateman tenía acerca de mister Thesiger, y se lo había comunicado a sir Oswald en varias ocasiones.
—Es curioso —observó Bill— que Pongo siempre tenga razón. Es algo enloquecedor.
—Como decía —prosiguió el superintendente Battle—, teníamos hasta cierto punto acorralado a mister Thesiger, que estaba terriblemente aturdido por el papel que pudieran jugar las Siete Esferas, y sin saber dónde se encontraba el peligro. Sólo gracias a mister Eversleigh pudimos al fin cogerle. Mister Eversleigh era conocedor del peligro que corría, y arriesgó la vida con una sonrisa. Pero jamás sospechó que usted podía compartir su suerte, lady Eileen.
—¡Oh, no! —exclamó Bill.
—Fue al departamento de mister Thesiger con una historia preparada —siguió diciendo Battle—. Debía pretender haber recibido ciertos papeles de mister Devereux, cuyo contenido arrojaba sospechas contra mister Thesiger. Naturalmente, mister Eversleigh, en su calidad de buen amigo. fue a contárselo a mister Thesiger, seguro de que éste podría darle una explicación totalmente satisfactoria. Calculamos que, si nuestras graves sospechas eran ciertas, mister Thesiger trataría de deshacerse de mister Eversleigh, y estábamos casi seguros de la forma en que intentaría hacerlo. Como suponíamos, mister Thesiger le ofreció un whisky con seltz. Eversleigh vació el contenido del vaso en un jarrón de la repisa, pero debía pretender, naturalmente, que la droga estaba produciendo efecto. Había de ser lento, desde luego. Mister Eversleigh empezó a relatar su historia y mister Thesiger, al principio negó, indignado, pero cuando vio o creyó que la droga estaba surtiendo efecto lo admitió todo y dijo a mister Eversleigh que él era la tercera víctima.
»Cuando mister Eversleigh fingió estar casi inconsciente, mister Thesiger le llevó a su coche y le ayudó a entrar en él. Seguramente la había ya telefoneado a usted, lady Eileen, sin que mister Eversleigh lo supiera. Le hizo una inteligente sugestión. Debía usted decir que llevaba a miss Wade a su casa.
«Mister Eversleigh siguió representando su papel de hombre inconsciente. Tan pronto como mister Thesiger y mister Eversleigh se alejaron de Jeremyn Street, uno de mis hombres entró en el departamento y encontró un whisky preparado, que contenía suficiente clorato de morfina para matar a dos personas. El coche fue seguido. Mister Thesiger salió de la ciudad, dirigiéndose a un campo de golf muy conocido, donde se dejó ver ostensiblemente, hablando de su intención de jugar un partido. Eso, desde luego, era una coartada, para el caso de necesitarla. Dejó el coche, con mister Eversleigh en su interior, a corta distancia del club de golf. Entonces regresó a Londres, viniendo directamente al Club Seven Dials. Tan pronto vio salir a Alfred, llegó hasta la puerta, habló a mister Eversleigh por si estaba usted escuchando y entró, representando su pequeña comedia.
«Cuando pretendió ir en busca de un médico, cerró la puerta de golpe, pero, en lugar de salir, subió hasta aquí, escondiéndose detrás de la puerta de esta habitación, adonde miss Wade la mandaría más tarde con cualquier excusa. Mister Eversleigh, naturalmente, se sintió horrorizado cuando la vio a usted, pero pensó que era preferible seguir representando la comedia. Sabía que nuestros hombres vigilaban la casa e imaginó que no corría usted mucho peligro. Desde luego, podía "resucitar" en cualquier momento. Cuando mister Thesiger dejó el revólver encima de la mesa y, aparentemente salió de la casa, la situación le pareció más segura. En cuanto a lo que siguió, quizás usted mismo, mister Eversleigh, prefiera contarlo.
—Yo estaba echado en el sofá —explicó Bill— tratando de aparecer que estaba en las últimas. Entonces oí que alguien bajaba las escaleras corriendo. Loraine se levantó y fue a la puerta. Oí la voz de Thesiger, aunque no lo que decía. Loraine observó: «Todo está bien; ha salido espléndidamente.» Entonces él dijo: «Ayúdame a llevarle arriba. Será algo pesado, pero quiero que aparezcan juntos. El número siete se llevará una gran sorpresa.» No comprendí exactamente el significado de sus palabras. Me llevaron arriba. Fue realmente algo pesado. Una vez llegados a esta habitación, oí que Loraine decía: «¿Estás seguro de que ella no recobrará el sentido?» Y Jimmy, ese maldito bandido, contestó: «No tengas miedo. Golpeé con todas mis fuerzas.» Salieron, cerrando la puerta, y entonces abrí los ojos y te vi, Bundle. Jamás he pasado un momento tan terrible. Creí que de veras estabas muerta.
—Supongo que el sombrero me salvó.
—En parte, sí —asintió el superintendente Battle—. Mister Thesiger no se dio cuenta de que, con el brazo herido, había perdido la mitad de su fuerza. Sin embargo, esto no es ninguna buena nota para mi Departamento, lady Eileen. No cuidamos de usted en la forma en que debimos haberlo hecho.
—Tengo la cabeza muy dura —observó Bundle— y, además, soy muy afortunada. Sin embargo, no acabo de comprender cómo pudo Loraine mezclarse en este sucio asunto. ¡Es una chica tan agradable!
—También lo era la mujer de Pentoville que asesinó cinco niños —repuso el superintendente—. No puede uno guiarse por estos detalles. Lleva mala sangre en las venas. Creo que su padre debió pasar más de una temporada en la cárcel.
—¿La han detenido también?
El superintendente asintió.
—No creo que la condenen a muerte —dijo—. Los jurados son blandos de corazón. Pero Thesiger penderá del extremo de una soga. Jamás he conocido un criminal más depravado.
Su cara pareció animarse al seguir hablando.
—Y ahora —añadió—, si su cabeza no le duele demasiado, lady Eileen, podríamos celebrarlo. Hay un pequeño restaurante cerca de aquí.
Bundle asintió.
—Estoy muerta de hambre, superintendente Battle —dijo—. Además —prosiguió, mirando a su alrededor—, tengo que conocer a todos mis colegas.
—Las Siete Esferas —dijo Bill—. ¡Vivan las Siete Esferas! Necesitamos champaña. ¿Cree usted que lo tendrán en ese restaurante, Battle?
—No tendrá usted motivos de queja, señor. Déjelo todo de mi cuenta.
—Superintendente Battle —dijo Bundle—, es usted un hombre maravilloso. Siento que esté ya casado. Por tanto, tendré que apechugar con Bill.

CAPÍTULO XXXIV
LORD CATERHAM APRUEBA


—Papá —dijo Bundle—, tengo que darte una noticia. Vas a perderme.
—¡Tonterías! —repuso lord Caterham—. No me irás a decir que sufres de consunción galopante, que tienes el corazón débil u otra cosa por el estilo.
—No es la muerte, papá —dijo Bundle—, sino el matrimonio.
—Lo cual es casi tan malo —observó lord Caterham—. Supongo que deberé asistir a la boda, para entregarte al novio, vestido con un incómodo traje de ceremonia. Y acaso Lomax crea necesario besarme en la sacristía.
—¡Cielo santo! —exclamó Bundle—. No creerás que me voy a casar con George, ¿verdad?
—La última vez que te vi ésa parecía ser la idea en líneas generales —repuso el padre—; y eso fue ayer por la mañana.
—Me voy a casar con alguien cien veces mejor que George —afirmó Bundle.
—Eso espero —dijo lord Caterham—, aunque uno nunca sabe. No me parece que sepas valorar muy justamente los caracteres, Bundle. Me dijiste que el joven Thesiger era un tipo alegre e ineficiente, y por lo que he sabido se trata de uno de los más distinguidos asesinos del día. Siento no haberle conocido. Estaba pensando en escribir mis memorias, con un capítulo especial para los criminales que he conocido; desgraciadamente, debido a un involuntario olvido, no me ha sido nunca presentado y no podré incluirle.
—No seas tonto, papá —repuso Bundle—. Sabes sobradamente que no tienes la energía necesaria para hacerlo.
—No iba a escribirlas yo mismo —observó lord Caterham—. Creo que no es costumbre hacerlo. Pero conocí a una joven encantadora hace unos días, que se dedica a estas cosas. Se encarga de reunir el material y lo escribe muy pulcramente.
—¿Y qué hace el interesado?
—Darle detalles durante media hora al día y nada más. —después de una pequeña pausa, lord Caterham prosiguió—: Es una muchacha muy bonita.
—Presiento que si no estoy a tu lado, papá —observó Bundle—, te encontrarás verdaderamente en peligro; eso me escama.
—Existe una clase de peligro para cada clase de gente —repuso lord Caterham.
Se alejaba cuando, de pronto, se detuvo y preguntó:
—A propósito, Bundle, ¿con quién te vas a casar?
—Me extrañaba que no me lo preguntases. Me casaré con Bill Eversleigh.
El egoísta permaneció en silencio, pensando. Después asintió, totalmente satisfecho.
—Excelente —dijo—. Juega al golf, ¿verdad? Él y yo podremos tomar parte en el partido de parejas del Torneo de Otoño.

F I N