Navidad en los Andes
Ciro Alegría (1909 - 1967)
Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las
postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañon. Compónenla
cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas
desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente
que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles
aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego
triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes
calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra,
acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas
cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras
tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la
tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable
transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de
cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.
Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones.
Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara
desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme.
Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao.
Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos.
Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india
dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio
que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía
invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo
todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel.
Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de
caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo
más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra
el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
- ¿Cómo dices que bien?
- Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación.
El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto
de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos,
milenarias.
Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más
espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un
carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la
oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era,
porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de
nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a
perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo.
Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como
barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas
siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y
anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no
marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito,
la amplia habitación olía a bosque recién cortado.
Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el
centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y
el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el
puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una
síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y
toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que
oportunamente era cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo
tierno y jubiloso:
- José, pero si tú eres ateo...
- Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes
eso ahora y...a los chicos les gusta la Navidad...
Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que
hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por
las obras y cotidianamente.
Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando
obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos,
a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá.
Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas
cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos,
rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un
venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.
Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas
"pastoras", banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y
dos mocetones cuyo papel diré luego.
El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los
sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la
edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía
refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis
tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas
botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la
despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse
rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente,
en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las
cosas adquirían un aire de fiesta.
Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa
iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de
pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi
madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento
aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a
nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que
cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se
arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz,
sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de
cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado
alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era
un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras"
entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía.
Recuerdo algunos versos:
En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que esta en la cuna.
Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar...
Súbitamente las "pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y
bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más
simples.
Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los
patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas
vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues
precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos
adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas
calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos".
Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto
de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y
canto, los "viejos" lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las
muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De
cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los
pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros
peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la
igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa
noche.
La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la
puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía
entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
- Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos
La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos
manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las
enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las
"pastoras" cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas,
dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota
puramente emocional era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba:
A mi niño Manuelito
todas le trae un don
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca
faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el
corazón para ofrendarlo.
Las "pastoras" íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido
entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en
las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.
Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos
y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la
costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los
juguetes. Como es de suponer, las "pastoras" también consumían sus ofrendas.
Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las "pastoras" de mejor voz,
que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para
escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a
modo de alta y plácida plegaria.
La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me
acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me
gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían
dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con
mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que
la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo
bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios
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