LA LLAMADA DE CTHULHU
H. P. Lovecraft
(Título original: The Call of Cthulhu)
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), maestro indiscutible de la
literatura macabra y figura central de los Mitos, nació y pasó la
mayor parte de su vida en Providence, Rhode Island. Solitario y
enfermizo desde su juventud, se orientó hacia la lectura, la
astronomía y, evidentemente, la literatura fantástica, creando a su
alrededor un círculo de admiradores y seguidores literarios que
consitituirían algo menos que una secta, pero algo más que un mero
grupo de autores y lectores con gustos comunes.
Si el ciclo de relatos escritos por Lovecraft y sus continuadores se
denomina precisamente los Mitos de Cthulhu y no de otra forma, se
debe en gran medida a la siguiente narración, que se puede
considerar la iniciadora del ciclo, puesto que en ella se perfilan
definitivamente los parámetros que presidirían el desarrollo de la
narrativa lovecraftiana. Nada más adecuado, por tanto, que iniciar
esta antología con La llamada de Cthulhu.
I. El horror en arcilla
Lo más piadoso del mundo, creo, es la incapacidad de la mente humana
para relacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de
ignorancia en medio de negros mares de infinitud, y no estamos
hechos para emprender largos viajes. Las ciencias, esforzándose cada
una en su propia dirección, nos han causado hasta ahora poco daño;
pero algún día el ensamblaje de todos los conocimientos disociados
abrirá tan terribles perspectivas de la realidad y de nuestra
espantosa situación en ella, que o bien enloqueceremos ante tal
revelación, o bien huiremos de esta luz mortal y buscaremos la paz y
la seguridad en una nueva edad de tinieblas.
Los teósofos han sospechado la tremenda magnitud del ciclo cósmico
del que nuestro mundo y el género humano constituyen efímeros
incidentes. Han insinuado extrañas pervivencias en términos que
helarían la sangre, si no quedaran enmascaradas por un optimismo
complaciente. Pero no es de ellos de quienes me llegó la fugaz
visión de evos prohibidos que me hace estremecer cuando me vuelve a
la memoria y enloquecer cuando sueño con ella. Esa visión, como
todas las visiones de la verdad, surgió como un relámpago al encajar
accidentalmente las piezas separadas, en este caso, un artículo de
un periódico atrasado y las notas de un profesor ya fallecido.
Espero que nadie más llegue a encajar estas piezas; ciertamente, si
vivo, no facilitaré jamás intencionadamente un eslabón a tan
horrible cadena. Creo que el profesor también trató de guardar
silencio respecto de la parte que él sabía, y que habría destruido
sus notas de no sobrevenirle súbitamente la muerte.
Empecé a enterarme del asunto en el invierno de 1926-27, con la
muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor honorario de
lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Providence, Rhode
Island. El profesor Angell era ampliamente conocido como una
autoridad en epigrafía, y había sido consultado frecuentemente por
directores de prominentes museos; así que muchos recordarán su
fallecimiento a los noventa y dos años. Localmente, el interés
aumentó debido a la oscura causa de su muerte. El profesor murió
cuando regresaba del barco de Newport; se derrumbó súbitamente, como
declaró un testigo, tras recibir un empujón de un marinero negro que
surgió de una de esas casuchas oscuras y extrañas de la empinada
cuesta que constituye un atajo desde el muelle a la casa del difunto
en Williams Street. Los médicos no pudieron descubrir ninguna causa
visible, aunque concluyeron, después de una perpleja deliberación,
que la causa del desenlace debió de ser un oscuro fallo del corazón
provocado por el rápido ascenso de una cuesta tan pronunciada para
un hombre de tantos años. En aquel entonces no encontré ninguna
razón para disentir del dictamen, pero recientemente me inclino a
dudarlo... y más que a dudarlo.
Como heredero y testamentario de mi tío abuelo, pues murió viudo y
sin hijos, era natural que revisase yo sus papeles con cierto
detenimiento; así que con ese motivo me llevé toda la serie de
archivos y cajas a mi casa de Boston. Gran cantidad del material que
he logrado ordenar lo publicará más adelante la Sociedad Americana
de Arqueología; pero había una caja que me pareció enigmática por
demás y no me sentía decidido a enseñarla a nadie. Estaba cerrada, y
no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero
personal que el profesor llevaba siempre en el bolsillo. Entonces,
efectivamente, logré abrirla; pero fue para encontrarme tan sólo con
un obstáculo aún más grande y hermético. Pues ¿qué podían significar
el extraño bajorrelieve en arcilla y las notas y apuntes y recortes
del periódico que contenía? ¿Se había vuelto mi tío crédulo de las
más superficiales imposturas? Decidí buscar al excéntrico escultor
que ocasionó esta supuesta turbación de la paz espiritual del
anciano.
El bajorrelieve era un tosco rectángulo de unos dos centímetros de
espesor, y una superficie de doce por quince centímetros, de origen
moderno evidentemente. Sus dibujos, no obstante, no eran modernos ni
mucho menos, tanto por su atmósfera como por lo que sugerían; pues,
aunque los desvaríos del cubismo y del futurismo son muchos y
extravagantes, no suelen reproducir esa misteriosa regularidad que
encierra la escritura prehistórica. Y ciertamente, escritura parecía
aquella serie de trazos; aunque mi memoria, pese a estar muy
familiarizada con los papeles y colecciones de mi tío, no lograba
identificar en ningún sentido aquel tipo de escritura en particular,
ni descubrir su más remoto parentesco.
Sobre estos supuestos jeroglíficos había una figura de evidente
carácter representativo, aunque su ejecución impresionista impedía
hacerse una idea sobre su naturaleza. Parecía una especie de
monstruo, o símbolo representativo de un monstruo, de una forma que
sólo una imaginación enferma podría concebir. Si digo que a mi
imaginación algo extravagante le sugirió imágenes de un pulpo, un
dragón y una caricatura humana, no sería infiel a la naturaleza del
diseño. Una cabeza pulposa, tentaculada, coronaba un cuerpo grotesco
y escamoso, dotado de unas alas rudimentarias; pero era el contorno
general lo que lo hacía más estremecedor. Detrás de la figura, un
vago bosquejo de arquitectura ciclópea servía de fondo.
El escrito que acompañaba a esta rareza, aparte del montón de
recortes de periódico, estaba redactado con la más reciente letra
del profesor Angell, sin la menor pretensión literaria. El principal
documento, al parecer, era el que llevaba por título «EL CULTO DE
CTHULHU», escrito cuidadosamente en caracteres de imprenta para
evitar la lectura errónea de palabra tan insólita. Dicho manucristo
estaba dividido en dos secciones; la primera se titulaba: «1925.
Sueño y obra ejecutada en sueños, de H. A. Wilcox; Thomas St., 7;
Providence, R. L.»; y la segunda: «Informe del Inspector John R.
Legrasse; Bienville St., 121; Nueva Orleáns, La., a la A. A. Mtg.,
1928. Notas sobre la misma, y declaración del profesor Webb». Los
demás escritos eran todos anotaciones breves; algunas, referencias a
extraños sueños de distintas personas; otras, citas de libros
teosóficos y revistas (en particular, La Atlántida y la Lemuria
perdida, de W. Scott-Elliott), y el resto, comentarios sobre pasajes
de textos mitológicos y antropológicos como La rama dorada, de
Frazer y El culto de las brujas en la Europa occidental, de Margaret
Murray. Los recortes de periódicos aludían ampliamente al
desencadenamiento de una extremada enfermedad mental y accesos de
locura o manía colectiva en la primavera de 1925.
La primera mitad del manucristo principal relataba una historia muy
curiosa. Parece ser que el 1 de marzo de 1925, un joven delgado,
moreno y de aspecto neurótico y excitado había ido a visitar al
profesor Angell, con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces
excesivamente húmedo y fresco. Su tarjeta ostentaba el nombre de
Henry Anthony Wilcox, y mi tío le había reconocido como el hijo más
joven de una excelente familia ligeramente conocida suya, el cual
había estudiado recientemente escultura en la Escuela de Bellas
Artes de Rhode Island y había vivido solo en la Residencia Fleur-de-Lys,
próxima a dicha institución. Wilcox era un joven precoz de
reconocido genio pero de gran excentricidad, y había llamado la
atención desde niño por las extrañas historias y singulares sueños
que acostumbraba relatar. Decía de sí mismo que era «físicamente
hipersensible», pero la gente seria de la antigua ciudad comercial
le tenía simplemente por «raro». No relacionándose nunca mucho con
sus semejantes, se había ido alejando gradualmente de la visibilidad
social, y ahora sólo era conocido de un reducido grupo de estetas de
otras ciudades. El Círculo Artístico de Providence, deseoso de
preservar su conservadurismo, lo había considerado un caso perdido.
En esta visita, decía el manucristo del profesor, el escultor recabó
precipitadamente los conocimientos arqueológicos de su anfitrión
para que identificase los jeroglíficos del bajorrelieve. Hablaba en
un tono altisonante y pomposo que delataba afectación y le enajenaba
toda simpatía; y mi tío le contestó con cierta sequedad, pues el
evidente frescor de la tablita presuponía cualquier cosa menos que
se relacionara con la arqueología. La respuesta del joven Wilcox,
que impresionó a mi tío hasta el punto de recordarla después y
consignarla al pie de la letra, fue de una naturaleza tan
fantásticamente poética, que debió simbolizar su conversación
entera, y que más tarde he observado como característicamente suya.
Dijo:
—Es reciente, en efecto, pues la hice anoche mientras soñaba
extrañas ciudades; y los sueños son más antiguos que la taciturna
Tiro, la contemplativa Esfinge o la ajardinada Babilonia.
Y entonces comenzó a relatar esa peregrina historia que,
súbitamente, brotó de su memoria dormida, acaparando febrilmente el
interés de mi tío. Había habido un ligero temblor de tierra la noche
antes, el más fuerte que se había notado en Nueva Inglaterra desde
hacía años, y la imaginación de Wilcox se había visto hondamente
afectada. Una vez en la cama, había tenido un sueño sin precedentes
sobre ciudades ciclópeas de gigantescos sillares y monolitos que se
erguían hasta el cielo, que rezumaban un limo verdoso e irradiaban
un aura siniestra de latente horror. Los muros y pilares estaban
cubiertos de jeroglíficos, y desde algún lugar indeterminado de la
parte inferior había brotado una voz que no era voz, sino una
sensación caótica que sólo la fantasía podía transmutar en sonido,
pero que él intentó traducir en una impronunciable confusión de
letras: Cthulhu fhtagn.
Este galimatías fue la clave del recuerdo que excitó y turbó al
profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica y
examinó casi con frenética intensidad el bajorrelieve en el que el
joven se había sorprendido a sí mismo trabajando, muerto de frío y
en pijama, cuando, paulatinamente, se despertó desconcertado. Mi tío
atribuyó a su avanzada edad, dijo después Wilcox, su lentitud en
reconocer los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas
parecieron sin sentido a su visitante, en especial las que
pretendían relacionarle con cultos o sociedades extrañas; y Wilcox
no logró comprender las repetidas promesas de silencio que le
ofreció a cambio de que admitiese su afiliación a alguna sociedad
religiosa mística o pagana de ámbito mundial. Cuando el profesor
Angell se convenció de que el escultor ignoraba por completo todo
culto o sistema de ciencia críptica, asedió a su visitante con
peticiones de que le tuviese al corriente sobre sus nuevos sueños.
Su petición produjo cierto fruto, pues a partir de la primera
entrevista, el manucristo registraba diarias visitas del joven,
durante las cuales le contaba fragmentos espantosos de nocturnas
fantasías cuyo contenido se relacionaba siempre con algún terrible
escenario ciclópeo de oscura y rezumante piedra, con una voz o
llamada subterránea que gritaba monótonamente en forma de
enigmáticos impulsos sensitivos imposibles de describir. Los dos
sonidos más frecuentemente repetidos son los que podrían
transcribirse por las palabras Cthulhu y R'lyeh.
El 23 de marzo, proseguía el manucristo, Wilcox dejó de acudir; y al
preguntar por él en la residencia, el profesor se enteró de que le
había dado una oscura especie de fiebre y había regresado a casa de
su familia en Waterman Street. Había empezado a gritar por la noche,
despertando a varios otros artistas que vivían en el edificio, y
desde entonces alternaba su estado entre períodos de inconsciencia y
de delirio. Mi tío telefoneó inmediatamente a la familia, y a partir
de entonces siguió el caso de cerca, acudiendo frecuentemente al
despacho del doctor Tobey de Thayer Street, el médico que le
atendía. La mente febril del joven repetía con insistencia, al
parecer, cosas extrañas, y el médico se estremecía cada vez que
hablaba de ellas. No sólo repetía lo que había soñado al principio,
sino que aludía a un ser gigantesco que tenía «millas de estatura» y
caminaba o avanzaba pesadamente. En ningún momento describió a este
ser completamente, pero por las palabras frenéticas que el doctor
Tobey recordaba, el profesor se convenció de que debía ser la misma
criatura monstruosa que había tratado de representar en su
escultura. Cada vez que el joven aludía a este ser, añadió el
doctor, era invariablemente preludio de una recaída en el letargo.
Su temperatura, cosa rara, no era muy superior a la normal; pero su
estado parecía deberse más a una fiebre violenta que a un trastorno
mental.
El 2 de abril, a eso de las tres de la tarde, cesaron súbitamente
todos los síntomas de enfermedad en Wilcox. Se incorporó en la cama,
asombrado de encontrarse en su casa, completamente ignorante de
cuanto le había sucedido en sueños o en la realidad desde la noche
del 22 de marzo. Declarado sano por el médico, regresó a su
residencia a los tres días; pero ya no le sirvió de ninguna ayuda al
profesor Angell. Con su recuperación desaparecieron todos sus sueños
extraños, y tras una semana de anotar observaciones triviales sobre
visiones completamente ordinarias, mi tío dejó de consignar sus
nocturnas figuraciones.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las alusiones a
ciertas notas dispersas me dieron mucho que pensar... tanto, que
sólo el arraigado escepticismo que entonces constituía mi filosofía
puede explicar mi persistente desconfianza con respecto al artista.
Las notas a que me refiero describían los sueños de diversas
personas durante el mismo período en que el joven Wilcox había
tenido sus extrañas visiones. Mi tío, al parecer, había iniciado
rápidamente una dilatada encuesta entre casi todos los amigos a
quienes podía interrogar sin pecar de indiscreto, pidiéndoles que le
contasen sus sueños y le facilitasen los detalles de cualquier
visión excepcional que hubiesen tenido anteriormente. La información
recibida era muy variada; pero, en definitiva, debió de recibir más
respuestas de las que un hombre corriente habría podido manejar sin
ayuda de un secretario. No conservó la correspondencia original,
pero sus notas constituían una síntesis de lo más completa y
significativa. Las gentes corrientes y hombres de negocios —la
tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dieron un
resultado casi completamente negativo, aunque aparecieron casos,
dispersos aquí y allá, de inquietantes aunque imprecisas impresiones
nocturnas, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, período del
delirio del joven Wilcox. Los hombres de ciencia no se sintieron muy
afectados, si bien cuatro de los casos describían vagas visiones de
extraños paisajes, y uno de ellos atribuía el miedo a algo anormal.
Fue de los artistas y poetas de quienes recibió las respuestas más
interesantes, y comprendo el pánico que se habría desencadenado, de
haber podido ellos mismos comparar notas. Dado que no existían las
cartas originales, deduje que el compilador les había hecho
preguntas específicas, o había dirigido la correspondencia con el
fin de corroborar lo que personalmente había decidido ver. Esa es la
razón por la que seguí convencido de que Wilcox, conocedor de los
viejos documentos de mi tío, había estado embaucando al viejo
científico. Estas respuestas de los artistas contaban una historia
turbadora. Del 28 de febrero al 2 de abril, muchos tuvieron sueños
muy extraños, que alcanzaron su máxima intensidad durante el período
de delirio del escultor. Una cuarta parte narraban escenas y sonidos
parecidos a los descritos por Wilcox; y algunos confesaron haber
experimentado un gran miedo ante un ser abominable. Un caso, que las
notas describían con énfasis, resultaba particularmente triste. El
sujeto, un arquitecto muy conocido con afición a la teosofía y al
ocultismo, se volvió repentinamente loco el día que el joven Wilcox
sufrió el ataque, y murió unos meses más tarde, gritando
incesantemente que le salvaran de cierta criatura escapada del
infierno. De haber dejado mi tío la referencia nominal de estos
casos, en vez de reducirlos a números, habría intentado yo alguna
comprobación; de este modo, en cambio, sólo pude seguir la pista de
unos cuantos. Todos, sin embargo, corroboraron plenamente las notas.
Me he preguntado a menudo si todos aquellos a quienes el profesor
había interrogado se sentirían tan intrigados como éstos. Bien está
que no hayan llegado a saber jamás la explicación.
Los recortes de prensa, como he dicho ya, referían los casos de
pánico, manía y excentricidad durante dicho período. El profesor
Angell debió de emplear una oficina de recortes, pues el número de
extractos era enorme, y además procedían de todas las partes del
mundo. Uno hablaba de un suicidio en Londres durante la noche, en
que un hombre se había levantado de la cama y arrojado por la
ventana, luego de lanzar un grito espantoso. Otro era una carta
incoherente dirigida a un periódico sudamericano, en la que un
fanático auguraba un espantoso futuro por las visiones que había
tenido. Otro era un despacho procedente de California que relataba
que una colonia de teósofos empezó a vestirse en masa con ropas
blancas para cierto «glorioso acontecimiento» que nunca llegaba,
mientras que otras noticias de la India hablaban cautelosamente de
una grave agitación entre los nativos que había tenido lugar a
finales de marzo. Las orgías del vudú se habían multiplicado en
Haití, y las agencias africanas de noticias hablaban de murmullos
presagiosos. Los oficiales americanos con destino en Filipinas
habían observado la inquietud de algunas tribus en este mismo
tiempo, y algunos policías neoyorquinos habían sido atropellados por
orientales histéricos la noche del 22 al 23 de marzo. En el oeste de
Irlanda también corrían rumores insensatos, y un pintor llamado
Ardois-Bonnot colgó un blasfemo Paisaje onírico en el Salón de
Primavera de París, en 1926. Por otra parte, fueron tan numerosos
los disturbios registrados en los manicomios que sólo un milagro
pudo impedir que el cuerpo médico advirtiese extraños paralelismos y
extrajese confusas conclusiones. En suma, se trataba de una
escalofriante colección de noticias; y aún hoy, no comprendo qué
sequedad racionalista me impulsó a desecharlas. Pero estaba
convencido de que el joven Wilcox había tenido noticia de unos casos
anteriores citados por el profesor.II. El relato del inspector
Legrasse
Los casos anteriores que movieron a mi tío a dar tanta importancia
al sueño y el bajorrelieve del escultor constituían el tema de la
segunda parte de su largo manuscrito. Al parecer, el profesor Angell
había visto anteriormente la infernal silueta de la anónima
monstruosidad, había estudiado los desconocidos jeroglíficos y había
oído los siniestros vocablos que podrían traducirse por la palabra
Cthulhu, encontrándolo todo tan horriblemente relacionado que no es
extraño que acosara al joven Wilcox con preguntas y precisiones de
fechas.
Esta experiencia anterior había tenido lugar diecisiete años antes,
en 1908, cuando la Sociedad Americana de Arqueología celebró su
congreso anual en Saint Louis. El profesor Angell, debido a su
autoridad y sus méritos, había desempeñado un destacado papel en
todas las deliberaciones, viéndose abordado por varios extranjeros
que aprovecharon su ofrecimiento para aclarar las preguntas y
problemas que le quisieran formular.
El jefe de este grupo de extranjeros, que se convirtió pronto en
centro de atención de todo el congreso, era un hombre de aspecto
ordinario y edad mediana, que había venido de Nueva Orleáns en busca
de cierta información que no había podido conseguir de fuentes
locales. Se llamaba John Raymond Legrasse, y era inspector de
policía. Con él traía el objeto motivo de su viaje: una estatuilla
de piedra, de aspecto grotesco y repulsivo, aparentemente muy
antigua, cuyo origen no acertaba a determinar.
Esto no significa que el inspector Legrasse tuviera el más mínimo
interés por la arqueología. Al contrario, su deseo de saber se debía
a consideraciones puramente profesionales. La estatuilla, ídolo,
fetiche o lo que fuera, había sido confiscada unos meses antes en
los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, durante una
incursión para disolver una supuesta sesión de vudú; y tan extraños
y horribles eran los ritos relacionados con ella, que la policía no
pudo por menos de comprender que acababan de dar con un oscuro culto
totalmente desconocido para ellos e infinitamente más diabólico que
los más tenebrosos ritos de los círculos de vudú africanos. No
pudieron averiguar nada sobre su origen, aparte de las disparatadas
e increíbles historias arrancadas por la fuerza a los miembros
capturados; de ahí los deseos de la policía de acudir a algún
arqueólogo que pudiese ayudarles a identificar el espantoso símbolo,
y por él seguir la pista del culto hasta su fuente.
El inspector Legrasse no se esperaba la impresión que su
ofrecimiento causó. La aparición del objeto bastó para provocar en
los científicos una tensa excitación, e inmediatamente se
congregaron en torno a la estatuilla para contemplar la pequeña
figura cuya rareza y auténticamente abismal antigüedad hacían
vislumbrar perspectivas insospechadas y arcaicas. No aparentaba
pertenecer este objeto terrible a ninguna escuela escultórica
conocida, aunque parecían haberse inscrito los siglos y hasta los
milenios en la oscura y verdosa superficie de su piedra.
La figura, que finalmente pasó de mano en mano para ser examinada
cuidadosa y detenidamente, tenía unos veinte centímetros de altura,
y estaba artísticamente labrada. Representaba un monstruo de
contornos vagamente antropomorfos, aunque con cabeza de octópodo, y
cuyo rostro era una masa de palpos, un cuerpo de aspecto gomoso y
cubierto de escamas, garras prodigiosas en las extremidades traseras
y delanteras, y unas alas estrechas en la espalda. Este ser, que
parecía dotado de una perversidad espantosa y antinatural,
evidenciaba una pesada corpulencia, y descansaba sobre un bloque
rectangular o pedestal, cubierto de caracteres indescifrables. Las
puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, la figura
ocupaba el centro, mientras que las largas y curvadas garras de las
cuatro patas plegadas llegaban al borde delantero y colgaban una
cuarta de la altura del pedestal. Tenía la cabeza de cefalópodo
inclinada hacia adelante, de suerte que los extremos de los
tentáculos faciales rozaban el dorso de las enormes zarpas posadas
sobre las rodillas levantadas. La impresión general que producía era
de vida anormal y del más penetrante pavor, dado su origen
obsolutamente desconocido. Su inmensa, espantosa e incalculable edad
era innegable; sin embargo, no parecía tener relación con ningún
tipo conocido de arte perteneciente a los albores de la
civilización... ni, desde luego, con ningún otro tiempo.
Totalmente diverso e ignorado, su mismo material era un misterio;
aquella piedra jabonosa, verdinegra, con sus doradas o iridiscentes
manchas y estrías, resultaba desconocida para la geología y la
mineralogía. Los caracteres de la base eran igualmente
desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de
que constituían una representación de expertos de medio mundo y cada
uno era una autoridad en este campo, pudo aportar la más ligera idea
del parentesco lingüístico. Tanto la figurilla como el material
pertenecían a algo tremendamente remoto y distinto de la humanidad
tal como la conocemos; a algo que sugería de manera estremecedora
viejos e impíos ciclos de vida, en los que no participaban nuestro
mundo y nuestras concepciones.
Y sin embargo, mientras algunos de los miembros movían la cabeza y
confesaban su impotencia ante el problema del inspector, un hombre
de la reunión confesó que tanto la monstruosa figura como la
escritura le resultaban vagamente familiares, y a continuación contó
con cierta timidez un extraño incidente que conocía. Esta persona
era el fallecido William Channing Webb, profesor de antropología de
una Universidad de Princeton y explorador de no poca reputación.
El profesor Webb había participado, cuarenta y ocho años antes, en
una expedición a Groenlandia e Islandia, en busca de inscripciones
rúnicas que no pudo descubrir; y estando en la costa occidental de
Groenlandia, se habían tropezado con una extraña y degenerada tribu
de esquimales cuya religión, una rara forma de culto al diablo, les
había hecho estremecer por sus deliberadas ansias de sangre y su
repulsión. Era una fe poco conocida por los demás esquimales, a la
que aludían con un escalofrío, y decían que provenía de edades
inconcebiblemente remotas, aun anteriores a los comienzos del mundo.
Además de los ritos innominados y los sacrificios humanos, había
ciertos rituales transmitidos hereditariamente que se dirigían a un
demonio supremo y más antiguo o tornasuk; el profesor Webb había
tomado cuidadosa nota de la expresión fonética de un anciano angekok
o sacerdote-hechicero, y transcribió los sonidos lo mejor que pudo
en caracteres latinos. Pero ahora lo más importante era el fetiche
que adoraba ese culto, alrededor del cual danzaban sus adeptos
cuando la aurora boreal se derramaba por encima de los acantilados
de hielo. Era, declaró el profesor, un bajorrelieve de piedra,
formado por una figura horrenda y una especie de escritura críptica.
Y por lo que él podía decir, guardaba un rudimentario paralelo con
los rasgos esenciales de la bestial criatura que ahora constituía el
centro de atención de toda la asamblea.
Estos datos, acogidos con asombro y duda por los miembros allí
reunidos, parecieron excitar al inspector Legrasse, quien empezó
inmediatamente a asediar al profesor con preguntas. Dado que había
copiado una invocación ritual de los adoradores de los pantanos que
sus hombres habían arrestado, suplicó al profesor que tratase de
recordar lo mejor que pudiese las palabras de los esquimales
diabolistas. A continuación siguió una exhaustiva comparación de
detalles, y un silencio espantoso cuando el detective y el
científico coincidieron en la virtual identidad de frases en dos
rituales demoníacos separados por una distancia de tantos mundos. Lo
que en definitiva habían entonado los hechiceros esquimales y los
sacerdotes de los pantanos de Louisiana a sus ídolos era algo muy
parecido a esto —deducidas las separaciones entre vocablos de las
tradicionales pausas en la frase al cantar en voz alta:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues algunos
de sus prisioneros le habían revelado la significación de esas
palabras. La frase decía más o menos así:
«En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando.»
Y a continuación, respondiendo a una insistente petición general,
relató lo más detalladamente que pudo su experiencia con los
adoradores de los pantanos; y contó una historia a la que, ahora me
doy cuenta, mi tío debió de conceder suma importancia. Tenía cierta
semejanza con los sueños más absurdos y disparatados de los teósofos
y mixtificadores, y revelaba un asombroso grado de imaginación
cósmica, jamás sospechada en una sociedad de parias y de mestizos.
El 1 de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleáns había
recibido una llamada de los pantanos y la región situada al sur de
la laguna. Los colonos, gentes primitivas en su mayoría, pero
afables descendientes de los hombres de Lafitte, se sentían presa de
un insuperable terror a causa de algo desconocido que les había
sorprendido en la noche. Al parecer era un rito vudú, pero de una
naturaleza más terrible que los conocidos hasta entonces por ellos.
Y desde que empezó el incesante batir del tam-tam en el corazón de
los negros bosques donde ningún habitante se aventuraba, habían
desaparecido algunas mujeres y niños. Se oían gritos enloquecedores
y alaridos demenciales, cánticos estremecedores e infernales llamas
que crepitaban inquietas; y, añadió el aterrado mensajero, la gente
no podía resistirlo más.
Así que, atardecido ya, había salido un cuerpo de policías en dos
furgonetas y un automóvil, guiados por un colono tembloroso. Cuando
el camino se hizo intransitable, dejaron los vehículos y avanzaron
durante varios kilómetros chapoteando en silencio a través de los
terribles bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día.
Las raíces retorcidas y el nudoso musgo español obstruían el paso, y
de cuando en cuando, algún montón de piedras húmedas o los
fragmentos de un muro en ruinas hacían más intensa la opresiva
sensación que cada árbol deformado y cada islote fangoso contribuía
a crear. Finalmente, surgió ante ellos el poblado de colonos, una
miserable agrupación de cabañas; y los histéricos habitantes
salieron presurosos y se apiñaron alrededor de las balanceantes
linternas. El apagado batir de los tam-tam se oía ahora en la
lejanía; y a intervalos prolongados se escuchaba un alarido
aterrador, cuando el viento soplaba en dirección hacia ellos. Un
resplandor rojizo parecía filtrarse a través de la pálida maleza,
más allá de las interminables avenidas de la negrura del bosque. A
pesar de la repugnancia a quedarse solos otra vez, los colonos se
negaron a dar un paso más hacia el escenario del impío culto, de
modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve hombres se
sumergieron sin nadie que les guiase en las negras arcadas de horror
que ninguno de ellos había hollado jamás.
La región en que ahora penetraba la policía tenía tradicionalmente
una fama maligna, y en su mayor parte estaba inexplorada por el
nombre blanco. Había leyendas sobre un lago secreto jamás
contemplado por ojos humanos, en el que habitaba un inmenso ser
informe, blancuzco, semejante a un pólipo y de ojos refulgentes; y
decían los colonos en voz baja que había demonios con alas de
murciélago que surgían volando de las cavernas para adorarlo a
medianoche. Afirmaban que estaba allí antes que D'Iberville, antes
que La Salle, antes que los indios, y antes incluso que las
saludables bestias y aves de los bosques. Era una pesadilla, y verlo
significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y
eso bastaba para mantenerles alejados. La actual orgía vudú se
desarrollaba, efectivamente, en los límites de esta zona execrable,
pero aun así el paraje era bastante malo, y quizá fuera eso, más que
los espantosos gritos e incidentes, lo que había aterrorizado a los
colonos.
Sólo la poesía o la locura podían hacer justicia a los ruidos que
oyeron los hombres de Legrasse al abrirse paso a través de las
negras ciénagas hacia el rojo resplandor y los apagados sones del
tam-tam. Hay calidades vocales que son propias de los hombres y
calidades vocales características de los animales; y nada hay más
terrible que oír una de ellas cuando su fuente se halla en la otra.
La furia animal y la licencia orgiástica se elevaban a unas alturas
demoníacas con aullidos y graznidos extáticos que se desgarraban y
reverberaban a través de esos bosques tenebrosos como tempestades de
pestilencia surgidas de los abismos del infierno. De cuando en
cuando cesaban los gritos incoherentes y se elevaba un coro de voces
entonando la horrenda fórmula ritual:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Finalmente, los hombres llegaron a un lugar donde los árboles eran
más raros, y vieron de repente ante sí el espectáculo. Cuatro de
ellos se tambalearon, uno se desmayó y dos prorrumpieron en gritos
frenéticos que afortunadamente apagó la demente cacofonía. Legrasse
roció con agua el rostro del hombre desmayado; luego se quedaron
todos contemplando el espectáculo hipnotizados de horror.
En un claro natural del pantano había una isla cubierta de yerba de
quizá un acre de extensión, vacía de árboles y relativamente seca.
En ella saltaba y se contorsionaba la más indescriptible horda de
humana deformidad que nadie, a no ser un Sime o un Angarola, sería
capaz de plasmar. Despojados de toda indumentaria, aquella horda
híbrida bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera
monstruosa de forma circular; en su centro, al rasgarse de cuando en
cuando la cortina de las llamas, se veía un gran monolito de granito
de unos dos metros y medio de altura; en la parte superior,
desproporcionadamente pequeña, descansaba la maléfica estatuilla. En
diez cadalsos erigidos en espacios regulares formando círculo en
torno a las llamas, colgaban, cabeza abajo, los cuerpos desfigurados
de los desdichados colonos que habían desaparecido. Dentro de este
círculo, los adoradores saltaban y rugían, girando en masa de
izquierda a derecha en una interminable bacanal, entre el círculo de
cuerpos y el círculo de fuego. Puede que fuera sólo producto de la
imaginación, y puede que fuese sólo el eco lo que indujo a uno de
los hombres, un español excitable, a creer que había oído respuestas
antifonales del ritual desde algún punto lejano, no iluminado, más
al interior del bosque de antigua leyenda y horror. Este hombre,
José D. Gálvez, a quien fui a ver e interrogar más tarde, era
exageradamente imaginativo. Efectivamente, llegó incluso a insinuar
que había oído el batir de unas alas enormes, y que vio el brillo de
unos ojos fulgurantes y un bulto blancuzco y montañoso, más allá de
los lejanos árboles... pero supongo que habría oído demasiados
rumores supersticiosos de los nativos.
De hecho, la horrorizada pausa de los hombres fue de corta duración.
El deber era ante todo; y aunque debía de haber cerca de un centenar
de celebrantes mestizos, los policías sacaron sus armas y se
internaron decididamente en la repulsiva baraúnda. Durante cinco
minutos, el tumulto que se produjo fue indescriptible. Hubo golpes,
disparos y carreras; pero al final Legrasse pudo contar unos
cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse
apresuradamente y formar fila entre sus policías. Cinco de los
celebrantes murieron, y otros dos, heridos de gravedad, fueron
transportados en improvisadas parihuelas por sus camaradas
prisioneros. La imagen del monolito, naturalmente, fue retirada
cuidadosamente y confiscada por Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, tras un viaje agotador,
todos los prisioneros resultaron ser de muy baja condición, mestizos
y mentalmente trastornados. La mayoría eran marineros, entre ellos
negros y mulatos, casi todos originarios de las Islas Occidentales,
o portugueses procedentes de las islas de Cabo Verde, que daban
cierto matiz vudú a este culto heterogéneo. Pero, tras las primeras
preguntas, se puso de manifiesto que dicho culto era infinitamente
más antiguo que el fetichismo negro. A pesar de ser ignorantes y
degradadas, estas criaturas sostenían con sorprendente coherencia la
idea central de su repugnante culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Primordiales, que eran muy
anteriores a la aparición del hombre y habían llegado al joven mundo
desde el cielo. Estos Primordiales se habían retirado ahora al
interior de la tierra y bajo el mar, pero sus cuerpos muertos
revelaron secretos al primer hombre, mediante sueños, y éste
instauró un culto que jamás había muerto. Este era ese culto, y los
prisioneros dijeron que siempre había existido y siempre existiría,
ocultándose en alejados yermos y parajes retirados de todo el mundo
hasta el tiempo en que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su
tenebrosa morada en la poderosa ciudad sumergida de R'lyeh y
sometiese a la Tierra una vez más a su poder. Algún día vendría,
cuando los astros fueran favorables; y el culto secreto estaría
siempre allí, dispuesto a liberarlo.
Entretanto, nada más podían decir. Se trataba de un secreto que ni
aun la tortura les podría arrancar. La humanidad no era la única
clase de seres con conciencia sobre la Tierra, pues había formas que
surgían de las tinieblas para visitar a los pocos fieles. Pero éstas
no eran los Grandes Primordiales. Ningún ser humano había visto
jamás a los Primordiales. El ídolo esculpido representaba al gran
Cthulhu, aunque nadie podía decir si los demás eran o no semejantes
a él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura, si
bien se transmitían cosas oralmente. El cántico ritual no era el
secreto; éste no se expresaba jamás en voz alta. El cántico
significaba sólo esto: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto
aguarda soñando.»
Sólo dos de los prisioneros fueron declarados mentalmente sanos y se
les ahorcó; los demás fueron trasladados a diversas instituciones.
Todos negaron haber participado en los homicidios rituales, y
afirmaron que las muertes habían sido perpetradas por los
Alas-Negras, que habían venido desde su inmemorial refugio en el
bosque encantado. Pero no hubo manera de sacar en claro una
descripción coherente de estos misteriosos aliados. Lo que la
policía pudo averiguar se debió mayormente a un mestizo casi
centenario llamado Castro, el cual pretendía haber tocado extraños
puertos en sus viajes y haber hablado con los inmortales dirigentes
del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de una espantosa leyenda que
haría palidecer las lucubraciones de los teósofos y presentaban al
hombre y el mundo como algo reciente y efímero. Hubo milenios en que
la Tierra estuvo gobernada por otros Seres que habitaron en inmensas
ciudades. Sus vestigios, le habían contado los chinos inmortales, se
encontraban aún en forma de piedras ciclópeas en las islas del
Pacífico. Habían muerto miles y miles de años antes de la aparición
del hombre en la Tierra, pero había artes que podían hacerlos
revivir, cuando los astros volvieran a la correcta posición en el
ciclo de la eternidad. Habían venido, efectivamente, de las
estrellas, y habían traído sus imágenes con Ellos.
Estos Primordiales, prosiguió Castro, no estaban hechos de carne y
hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen de silueta
estrellada?—, pero esta forma no era material. Cuando los astros se
hallaban en la posición correcta, Ellos podían precipitarse de mundo
en mundo a través del firmamento; pero cuando los astros estaban en
posición adversa, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen,
tampoco morían definitivamente. Reposaban en las moradas de piedra
de la gran ciudad de R'lyeh, protegidos por los sortilegios del
poderoso Cthulhu, y aguardaban una gloriosa resurrección, el día en
que los astros y la Tierra estuviesen una vez más preparados para
Ellos. Pero aun entonces, alguna fuerza del exterior debía ayudarles
a liberar sus cuerpos. Los encantamientos que les conservaban
intactos les impedían asimismo realizar el movimiento inicial, y
sólo podían reposar despiertos en la oscuridad y pensar, mientras
transcurrían incontables millones de años. Todos Ellos sabían qué
ocurría entretanto en el universo, pues su lenguaje era telepático.
Aun ahora hablaban en sus tumbas. Cuando, después de infinitos caos,
aparecieron los primeros hombres, los Grandes Primordiales hablaron
a los más sensibles modulando sus sueños; pues sólo así podía llegar
su lenguaje a las mentes orgánicas de los mamíferos.
Luego, prosiguió Castro en voz baja, esos primeros hombres
instituyeron un culto en torno a pequeños ídolos que los
Primordiales les mostraron: ídolos traídos en edades lejanas desde
las oscuras estrellas. Ese culto no moriría jamás, hasta que las
estrellas volvieran a su correcta posición y los sacerdotes secretos
sacaran al gran Cthulhu de Su tumba para revivir a sus vasallos y
recobrar su dominio sobre la Tierra. Sería fácil conocer la llegada
de ese momento, pues entonces la humanidad se parecería a los
Primordiales: será libre y salvaje y estará más allá del bien y del
mal, arrojará a un lado las leyes y la moral, y todos los hombres
gritarán y matarán y se refocilarán jubilosos. Entonces los
Primordiales liberados les enseñarán nuevas formas de gritar y matar
y refocilarse y regocijarse, y toda la Tierra arderá en el
holocausto del éxtasis y la libertad. Entretanto, el culto,
ejecutado mediante ritos apropiados, debe mantener vivo el recuerdo
de esas antiguas formas y evocar la profecía de su retorno.
En otros tiempos, algunos escogidos habían hablado en sueños con los
Primordiales que descansaban en sus tumbas; pero luego algo había
ocurrido. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y
sepulcros, se había hundido bajo las olas; y las aguas profundas,
henchidas de un misterio primitivo, impenetrable incluso para el
pensamiento, habían interrumpido la espectral comunicación. Pero no
había muerto el recuerdo, y los altos sacerdotes decían que la
ciudad surgiría otra vez, cuando los astros fuesen favorables.
Entonces saldrían los negros espíritus de la tierra, mohosos y
sombríos, y propagarían los rumores recogidos en las cavernas de los
olvidados fondos de los mares. Pero de esto último no se atrevió a
hablar mucho el viejo Castro. Calló repentinamente, y no hubo medio
de persuasión ni de astucia que lograra sonsacarle nada más al
respecto. También se negó a dar detalles sobre el tamaño de los
Primordiales. En cuanto al culto, dijo que creía que su centro se
encontraba en la inexplorada región central de los desiertos de
Arabia, donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e
intacta. No tenía relación alguna con el culto de las brujas en
Europa, y era prácticamente desconocido fuera del círculo de sus
adeptos. Ningún libro aludía realmente a él, aunque los chinos
inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul
Alhazred subyacía un sentido oculto que los iniciados podían
interpretar a su criterio, especialmente el discutidísimo dístico:
Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y con los evos extraños aun la muerte puede morir.
Legrasse, hondamente impresionado y no poco confundido, había
tratado sin éxito de averiguar la filiación histórica del culto.
Parecía ser que Castro había dicho la verdad al afirmar que era
totalmente secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no
pudieron arrojar ninguna luz sobre dicho culto ni sobre la imagen, y
ahora el detective había acudido a las personalidades más
competentes del país, y se encontraba nada menos que con la historia
de Groenlandia del profesor Webb.
El febril interés que despertó en la asamblea la historia de
Legrasse, corroborada por la estatuilla, tuvo algún eco en la
correspondencia que luego intercambiaron los congresistas; en la
publicación oficial de la sociedad, en cambio, se citó meramente de
pasada. La prudencia es el primer cuidado de quienes están
acostumbrados a enfrentarse con el charlatanismo y la impostura.
Legrasse dejó la imagen durante un tiempo al profesor Webb, pero a
la muerte de éste volvió a sus manos, y sigue en su posesión, donde
la he visto no hace mucho. Es algo verdaderamente terrible, y se
parece de manera inequívoca a la escultura que modeló en sueños el
joven Wilcox.
No me cabía la menor duda de que mi tío se excitó ante la historia
del escultor; ¿qué pensamientos debieron venirle, sabiendo lo que
Legrasse había averiguado de ese culto, al contarle un joven
sensible que había soñado no sólo la figura y los exactos
jeroglíficos de la imagen encontrada en el pantano y de la tableta
de Groenlandia, sino que además había oído en sus sueños tres
palabras de la fórmula que pronunciaban tanto los diabolistas
esquimales como los mestizos de Louisiana? Evidentemente, era
natural que el profesor Angell iniciara una investigación minuciosa;
aunque yo sospechaba, personalmente, que el joven Wilcox había oído
hablar del culto y había inventado una serie de sueños para
acrecentar el misterio a costa de mi tío. Los relatos de los demás
sueños y los recortes coleccionados por el profesor constituían una
sólida corroboración de la historia del joven; pero mi acendrado
racionalismo y la extravagancia de todo este asunto me llevaron a
adoptar lo que me pareció la conclusión más palmaria. Así que,
después de estudiar con atención el manuscrito y cotejar las notas
teosóficas y antropológicas con el informe de Legrasse, hice un
viaje a Providence para ver al escultor y decirle lo que pensaba de
él por haber embaucado tan descaradamente a un sabio de tan avanzada
edad.
Wilcox vivía aún solo en la Residencia Fleur-de-lys de Thomas Street,
horrenda imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo
XVII, con su fachada de estuco en medio de amables casas coloniales
y a la sombra del más fino campanario georgiano que pudiera verse en
América. Le encontré trabajando en sus habitaciones, e
inmediatamente descubrí, por las obras que tenía allí, que su genio
era profundo y auténtico. Creo que dentro de un tiempo figurará
entre los grandes decadentes, pues ha logrado plasmar en barro y en
mármol esas pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en su
prosa y Clark Ashton Smith ha hecho visibles en verso y en pintura.
Moreno, endeble y de aspecto algo descuidado, se volvió
lánguidamente al llamar yo y me preguntó qué deseaba sin levantarse
de su silla. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés;
pues mi tío había despertado su curiosidad al estudiar sus extraños
sueños, aunque nunca había explicado la razón de su estudio. Yo no
le aclaré demasiado el asunto, y traté de sonsacarle con tacto.
Me bastó poco tiempo para convencerme de su absoluta sinceridad,
pues me habló de los sueños de un modo que nadie podría tergiversar.
Tanto los sueños como su residuo subconsciente habían influido en su
arte hondamente, y me enseñó una morbosa escultura cuyos contornos
casi me hicieron estremecer por su oscura potencia sugestiva. No
recordaba él si había visto el original de esta criatura, a no ser
en su propio bajorrelieve que modelara en sueños, pero sus perfiles
habían surgido insensiblemente bajo sus manos. Era sin duda la forma
gigantesca que tanto le atormentara en su delirio. Seguidamente,
aclaró que él no sabía en verdad nada del misterioso culto, aparte
de lo que las incansables preguntas de mi tío le habían permitido
inferir; y nuevamente me esforcé en averiguar de qué manera pudo
haber recibido las horribles impresiones.
Habló de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver
con terrible intensidad la húmeda ciudad ciclópea de piedras
verdosas y cubiertas de limo, cuya geometría, dijo extrañamente, era
totalmente errónea, y oír con aterrada expectación la incesante,
semimental llamada que surgía de la tierra: Cthulhu fhtagn, Cthulhu
fhtagn.
Estas palabras formaban parte de aquel espantoso ritual que hablaba
del sueño vigil de Cthulhu muerto en la cripta de piedra de R'lyeh,
y me sentí hondamente impresionado, a pesar de mis convicciones
racionales. Wilcox, estoy seguro, había oído hablar del culto de
alguna manera casual, y lo había debido olvidar poco después, en
medio de la masa de sus igualmente inquietantes lecturas y
figuraciones. Más tarde, en virtud de su acusada impresionabilidad,
debió de encontrar la expresión subconsciente en sus sueños, en el
bajorrelieve y en la terrible estatua que ahora tenía yo delante; de
modo que su impostura había sido involuntaria. El joven era a la vez
un poco afectado y descortés, la clase de carácter que nunca me ha
gustado; pero ahora estaba dispuesto a admitir su genio y su
honestidad. Me despedí amistosamente de él, y le deseé todos los
éxitos a su prometedor talento.
El asunto del culto seguía fascinándome, y a veces me imaginaba a mí
mismo alcanzando fama mundial al averiguar sus orígenes y
relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros sobre
aquella antigua redada, vi la espantosa imagen y hasta interrogué a
los mestizos prisioneros que aún vivían. El viejo Castro,
desgraciadamente, había fallecido hacía unos años. Lo que escuché
entonces de viva voz, aunque en realidad no fue más que una
confirmación de lo que mi tío había escrito, excitó de nuevo mi
interés; pues sentí la seguridad de que me hallaba sobre la pista de
una auténtica, secreta y antigua religión cuyo descubrimiento me
convertiría en un antropólogo de renombre. Mi actitud era todavía
absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y
deseché con la más inexplicable perversidad mental la coincidencia
de las transcripciones de sueños con los extraños recortes
coleccionados por el profesor Angell.
Una cosa empecé entonces a sospechar, y ahora temo saber, y es que
la muerte de mi tío no fue ni mucho menos natural. Se cayó en un
estrecho callejón que ascendía del barrio marinero donde pululan los
mestizos extranjeros, tras un empujón sin importancia de un marinero
negro. No olvidaba yo la mezcla de sangre y las ocupaciones
marineras de los miembros del culto de Louisiana, y no me hubiera
sorprendido averiguar la existencia de métodos secretos y agujas
envenenadas hace tiempo conocidas, y tan crueles como los
misteriosos ritos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no han sido
molestados; pero en Noruega ha muerto cierto marinero que había
visto ciertas cosas. ¿No podría ser que hubiesen llegado a oídos
siniestros las averiguaciones de mi tío, tras haber recogido la
información del escultor? Creo que el profesor Angell murió porque
sabía demasiado, o porque probablemente estaba a punto de sacar a la
luz demasiadas cosas. Ahora falta ver si voy a correr yo esa misma
suerte, pues he llegado demasiado lejos.
III. La locura del mar
Si alguna vez el cielo desea concederme un don, que sea el total
olvido del descubrimiento que hice casualmente al fijarse mis ojos
en determinado trozo de periódico que cubría un estante. Era un
ejemplar atrasado del australiano Sydney Bulletin, del 18 de abril
de 1925, y no tenía nada que llamase mi atención en mi rutina
diaria. Incluso había escapado a la agencia de recortes que en esas
fechas andaba recogiendo ávidamente material para mi tío.
Yo había abandonado casi por completo mis investigaciones sobre lo
que el profesor Angell llamaba el «Culto de Cthulhu», y había ido a
visitar a un científico amigo de Paterson, en Nueva Jersey,
conservador de un museo local y mineralogista de renombre. Al
examinar un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden
en los estantes de una estancia de la parte trasera del museo, me
fijé en una extraña fotografía que traía una de las hojas de
periódico extendidas debajo de las piedras. Era el Sydney Bulletin
al que me he referido, pues mi amigo estaba suscrito a la prensa de
todos los países imaginables; era una fotografía en sepia de una
espantosa imagen de piedra, casi idéntica a la que Legrasse había
encontrado en el pantano.
Despejé ansiosamente la hoja de su precioso contenido, leí el
artículo con toda atención, y me sentí decepcionado ante su
brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era sumamente significativo
para mi poco animada investigación; lo recorté con cuidado,
dispuesto a ocuparme de él inmediatamente. Decía lo siguiente:
MISTERIOSO HALLAZGO DE UN BUQUE ABANDONADO EN ALTA MAR
El Vigilant llega a puerto remolcando un yate armado de Nueva
Zelanda. Un superviviente y un muerto encontrados a bordo. Historia
de una desesperada batalla con muertes en alta mar. El marinero
rescatado se niega a dar detalles de tan extraña experiencia.
Misterioso ídolo encontrado en su posesión. Se inician las
investigaciones.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de
Valparaíso, ha atracado esta mañana en los muelles de Darling
Harbour trayendo a remolque, desmantelado y con graves averías, pero
fuertemente armado, el yate de vapor Alert de Dunedin, N. Z., al que
avistó el 12 de abril en 34° 21' latitud sur, 152° 17' longitud
oeste, con un superviviente y un muerto a bordo.
El Vigilant había zarpado de Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de
abril se vio obligado a desviarse considerablemente hacia el sur,
debido a fuertes temporales que provocaban olas excepcionalmente
grandes. El 12 de abril avistó el buque a la deriva; al principio
parecía abandonado, pero luego descubrieron a bordo a un
superviviente en estado de delirio y a un hombre que evidentemente
llevaba muerto más de una semana.
El superviviente tenía apretado en sus manos un horrible ídolo de
piedra de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto,
cuya procedencia tiene confundidas a las autoridades de la
Universidad de Sidney, de la Royal Society y del Museo de College
Street, y que el superviviente declaró haber encontrado en la cabina
del yate, en una pequeña hornacina.
Este hombre, tras recobrar el sentido, contó una historia de lo más
extraña de piratería y de muertes. Se trata de un noruego llamado
Gustaf Johansen, de cierta cultura, el cual iba de segundo piloto en
la goleta de dos palos Emma de Auckland, que había zarpado con
destino a El Callao el 20 de febrero, con una dotación de once
hombres.
La Emma, dijo, se demoró y se desvió considerablemente hacia el sur
en su rumbo por un gran temporal del 1 de marzo, y el 22 de ese
mismo mes se cruzó con el Alert en 49° 51' latitud sur, 128° 34'
longitud oeste, tripulado por un grupo de polinesios y mestizos mal
encarados y extraños. El capitán Collins se negó a obedecer la orden
de virar en redondo, y la extraña tripulación abrió fuego contra la
goleta sin previo aviso con un cañón enormemente pesado que formaba
parte del armamento del yate.
Los hombres de la Emma opusieron resistencia, dijo el superviviente,
y aunque la goleta comenzó a hundirse al ser alcanzada por los
disparos por debajo de la línea de flotación, se las arreglaron para
acercarse al enemigo para abordarlo, entablando lucha en la cubierta
del yate, viéndose obligados a matar a todos sus tripulantes, pese a
su número ligeramente superior, por su repugnante aunque torpe
manera de luchar.
Tres hombres de la Emma, incluidos el capitán Collins y el primer
piloto Green, murieron; los ocho restantes, bajo el mando del
segundo piloto Johansen, siguieron navegando en el yate capturado,
reanudando su rumbo original para ver si había alguna razón por la
que les habían ordenado virar en redondo.
Al día siguiente desembarcaron en un islote, aunque éste no figuraba
en sus cartas; allí murieron seis de los hombres, aunque Johansen se
muestra extrañamente reservado acerca de esta parte del relato; sólo
dice que se cayeron por una quebrada.
Más tarde, él y un compañero subieron a bordo del yate y trataron de
gobernarlo, pero el temporal les barloventeó el 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril en que fue rescatado, recuerda
poco, y ni siquiera sabe cuándo murió William Briden, su compañero.
La muerte de Briden no revela otra causa aparente que la excitación
o las privaciones.
Los cables recibidos de Dunedin informan que el Alert era muy
conocido allí como barco mercante, y que tenía mala fama. Su
tripulación la componía un extraño grupo de mestizos cuyas
frecuentes reuniones y excursiones nocturnas a los bosques habían
despertado no poca curiosidad; tras la tormenta y los temblores de
tierra del 1 de marzo, se echó a la mar apresuradamente.
Nuestro corresponsal en Aukland afirma que la Emma y su tripulación
gozaban de una excelente reputación, y describe a Johansen como un
hombre serio y digno de toda estima.
El almirantazgo iniciará una investigación sobre todo este asunto, y
presionará a Johansen para que sea más explícito de lo que ha sido
hasta ahora.
Esto era todo, además de la fotografía de la infernal imagen; pero
¡qué cantidad de ideas suscitó en mi mente! Aquí tenía datos
preciosísimos sobre el culto de Cthulhu que probaban que contaba con
extraños seguidores tanto en el mar como en tierra. ¿Qué motivo
impulsaría a la híbrida tripulación a ordenar a la Emma que diese
media vuelta, mientras ellos navegaban con su ídolo espantoso? ¿Cuál
era la desconocida isla en la que murieron seis de los tripulantes
de la Emma, y sobre la que tan reservado se mostraba el piloto
Johansen? ¿Qué habría averiguado ya el almirantazgo, y qué se sabía
del repulsivo culto en Dunedin? Y lo más sorprendente, ¿qué profunda
y natural relación de datos era ésta, que daba una maligna y ya
innegable significación a los diversos sucesos meticulosamente
consignados por mi tío?
El 1 de marzo —28 de febrero, según el huso horario internacional—,
tuvieron lugar el temporal y el terremoto. El Alert y su repulsiva
tripulación habían zarpado precipitadamente de Dunedin como si
hubiesen sido llamados imperiosamente, y en otra parte de la Tierra,
los poetas y los artistas habían empezado a soñar una extraña ciudad
ciclópea, mientras un joven escultor modelaba en sueños la forma
terrible de Cthulhu. El 23 de marzo, la tripulación de la goleta
Emma desembarcó en una isla desconocida, dejando en ella seis
hombres muertos; y en esa misma fecha, los sueños de los hombres de
acusada sensibilidad adquirieron una mayor intensidad y se vieron
atormentados por el temor de la malévola persecución de un monstruo
gigantesco, al tiempo que un arquitecto enloquecía y un escultor era
presa del delirio. ¿Y qué pensar de esta tormenta del 2 de abril,
fecha en que todos los sueños sobre la húmeda ciudad cesaron, y
Wilcox quedó libre de la esclavitud de la extraña fiebre? ¿Qué, de
aquellas alusiones del viejo Castro sobre los sumergidos, estelares
Primordiales, y sobre su reino venidero, su culto fiel y su dominio
de los sueños? ¿Acaso vacilaba yo en el borde de un abismo de
horrores cósmicos, insoportables para las fuerzas humanas? Si era
así, entonces se trataba de horrores mentales tan sólo, pues de
algún modo, el 2 de abril quedó paralizada la monstruosa amenaza que
había empezado a asediar el espíritu de los hombres.
Aquella noche, tras un día de enviar precipitados cablegramas y de
hacer preparativos, me despedí de mi anfitrión y cogí el tren para
San Francisco. Menos de un mes después estaba en Dunedin, donde, no
obstante, me encontré con que se sabía bien poco de los extraños
miembros del culto que habían vivido en las viejas tabernas
portuarias. La escoria es demasiado frecuente en los barrios
marineros para mencionarla especialmente; pero corría el rumor de
que estos mestizos por los que yo preguntaba habían realizado una
incursión hacia el interior, durante la cual se había escuchado el
lejano percutir de unos tambores y se había visto un resplandor rojo
en las lejanas colinas.
En Aukland me enteré de que Johansen había regresado de Sidney con
el pelo blanco, tras un interrogatorio poco convincente, y que poco
después vendió la casa que tenía en West Street y embarcó con su
esposa regresando a su vieja casa en Oslo. De su tremenda
experiencia no contó a sus amigos más que lo que ya había dicho a
los oficiales del Almirantazgo, y todo lo que ellos pudieron hacer
fue facilitarme su dirección en Oslo.
Después de eso fui a Sidney y hablé infructuosamente con los
marineros y los miembros del tribunal del Vicealmirantazgo. Vi el
Alert en el Circular Quay de la bahía de Sidney, pero su casco no me
dijo nada. La imagen acurrucada con su cabeza de pulpo, cuerpo de
dragón, alas escamosas y jeroglíficos en el pedestal, se conservaba
en el Museo de Hyde Park; y yo la examiné larga y minuciosamente, y
me pareció un objeto exquisitamente labrado, con el mismo profundo
misterio, la misma terrible antigüedad y la misma rareza de material
que había observado en el pequeño ejemplar de Legrasse. Los
geólogos, me dijo el conservador, la consideraban un enigma
monstruoso, y juraban que no existía en el mundo roca parecida.
Entonces recordé con un escalofrío lo que el viejo Castro le había
contado a Legrasse sobre los Primordiales : «Vinieron de las
estrellas, y trajeron sus imágenes con Ellos.»
Profundamente turbado ante un impacto de esta naturaleza, decidí
visitar al piloto Johansen en Oslo. Embarqué para Londres, y a
continuación volví a embarcar rumbo a la capital noruega; y un día
de otoño pisé tierra en los cuidados muelles al cobijo del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, se hallaba situada en la Ciudad Vieja
del rey Harold Haardrada, que conservó el nombre de Oslo durante los
siglos en que la ciudad más grande se disfrazara con el nombre de
Cristianía. Hice un breve viaje en taxi, y llamé, con el corazón
palpitante, a la puerta de un cuidado y antiguo edificio de
enjalbegada fachada. Una mujer de rostro triste y vestida de negro
respondió a mi llamada, y me informó en un inglés vacilante que
Gustaf Johansen había fallecido.
No había sobrevivido mucho tiempo a su regreso, dijo su esposa, pues
su experiencia en el mar en 1925 le había quebrantado. No le había
confiado a ella más que lo que había dicho públicamente, pero había
dejado un largo manuscrito —sobre «asuntos técnicos», decía él—,
escrito en inglés, evidentemente con el propósito de salvaguardarla
del peligro de una lectura casual. Cuando paseaba por un callejón
próximo a la dársena de Gothenberg, le cayó encima un paquete de
viejos periódicos desde la ventana de un ático y le derribó. Dos
marineros indios le ayudaron inmediatamente a ponerse de pie, pero
antes de que pudiese llegar la ambulancia había muerto. Los médicos
no encontraron una causa adecuada que justificase su muerte, y la
atribuyeron a una deficiencia del corazón y a su debilidad.
Entonces sentí en mis entrañas la mordedura de ese terror tenebroso
que ya nunca me abandonará hasta que muera yo también,
«accidentalmente» o como sea. Tras de convencer a la viuda de que mi
relación con los «asuntos técnicos» de su marido era suficiente como
para autorizarme el acceso a su manuscrito, me llevé el documento y
comencé a leerlo en el barco que me llevaba de regreso a Londres.
Era una historia simple, desordenada; un diario redactado de memoria
en el que trataba de consignar día a día aquel viaje espantoso. No
me es posible transcribirlo textualmente, a causa de su oscuridad y
sus redundancias, pero haré un resumen para mostrar por qué el
sonido del agua contra los costados del barco se me hizo tan
insoportable hasta el punto de tener que taponarme los oídos con
algodones.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aun cuando había visto
la ciudad y el monstruo, pero yo no volveré a dormir en paz mientras
recuerde los horrores que acechan constantemente detrás de la vida,
en el tiempo y el espacio, y las impías blasfemias venidas de las
más antiguas estrellas, que sueñan bajo el mar, conocidas y
favorecidas por un culto de pesadilla, deseoso de liberarlas sobre
nuestro planeta tan pronto como un temblor de tierra haga surgir
nuevamente su monstruosa ciudad de piedra al sol y a la luz.
El viaje de Johansen había empezado exactamente como había declarado
él al Vicealmirantazgo. La goleta Emma había zarpado de Aukland con
lastre el 20 de febrero, y había sentido toda la fuerza del temporal
originado por el terremoto que debió de sacar del fondo del mar los
horrores que invadieron los sueños de los hombres. Recuperado el
gobierno, el barco proseguía con normalidad, cuando le salió al
encuentro el Alert el 22 de marzo, y comprendí el sentimiento del
piloto cuando tuvo que describir el bombardeo y hundimiento de su
nave. Hablaba de los atezados adoradores del demonio que tripulaban
el Alert con significativo horror. Había en ellos algo abominable
que hacía que su exterminio pareciese casi un deber, y Johansen
manifiesta una auténtica sorpresa ante la acusación de crueldad
lanzada contra su grupo durante el curso de la encuesta judicial.
Luego, llenos de curiosidad, una vez el yate capturado bajo el mando
de Johansen, los hombres vieron un gran pilar que surgía del mar, y
en 47° 9' latitud sur, 126° 43' longitud oeste, avistaron una costa,
mezcla de negro barro, légamo, y ciclópea albañilería cubierta de
algas que no podía ser sino la materialización del supremo terror
del mundo: la pesadillesca ciudad-cadáver de R'lyeh, construida hace
innumerables evos antes del comienzo de la historia por las inmensas
y horrendas entidades que descendieron de las oscuras estrellas.
Allí, yacían el gran Cthulhu y sus hordas, ocultos en criptas
verdosas y cubiertas de légamo, desde donde enviaban, después de un
número incalculable de ciclos, los pensamientos que infundían miedo
a los sueños de quienes poseían una naturaleza sensible, y llamaban
imperiosamente a sus fieles para que acudiesen en peregrinaje de
liberación y restauración. Johansen no llegó a sospechar todo esto,
¡pero bien sabe Dios que había visto bastante!
Creo que sólo emergió de las aguas una simple cima de montaña, la
horrenda ciudadela que corona el monolito en donde está enterrado el
gran Cthulhu. Cuando pienso en las dimensiones de lo que puede estar
latente allí abajo, casi me dan ganas de quitarme inmediatamente la
vida. Johansen y sus hombres estaban aterrados ante el poder cósmico
de esta chorreante Babilonia habitada por demonios, y debieron de
adivinar que no pertenecía a un planeta normal. El terror ante las
increíbles proporciones de los bloques de verdosa piedra, ante la
vertiginosa altura del gran monolito labrado y ante la turbadora
identidad de las colosales estatuas y bajorrelieves con la extraña
imagen encontrada en la hornacina del Albert, se hace patéticamente
visible en cada línea de la aterrada descripción del piloto.
Sin tener idea de futurismo, Johansen llevó a cabo algo muy
semejante al hablar de la ciudad; pues en lugar de describir una
construcción concreta o un edificio cualquiera, hace hincapié sólo
en las impresiones generales de inmensos ángulos y superficies de
piedra... superficies demasiado grandes para que puedan corresponder
a seres normales o propios de esta tierra, e impíos con sus
horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono su referencia a los
ángulos porque sugieren algo que Wilcox me había contado de sus
horribles sueños. Había dicho que la geometría del lugar soñado por
él era anormal, no euclidiana, y de repugnantes esferas y
dimensiones distintas de las nuestras. Ahora, un marinero profano
sentía lo mismo al contemplar la terrible realidad.
Johansen y sus hombres desembarcaron en un plano sesgado y cubierto
de limo de esta monstruosa acrópolis, y subieron gateando por la
resbaladiza superficie de los titánicos bloques que de ningún modo
podían haber sido una escalera para hombres mortales. El mismo sol
del cielo parecía deformado al atravesar los polarizadores miasmas
que emanaban de esta perversión empapada de mar, y trenzaba la
amenaza y la incertidumbre que acechaban de soslayo en aquellos
ángulos locamente esquivos de roca tallada, en los que una segunda
mirada descubría una concavidad donde antes había visto una
convexidad.
Un terror indeterminado se apoderó de todos los exploradores, antes
de llegar a ver otra cosa que rocas y limo y algas. Por sí mismo,
cada uno habría echado a correr, de no haber temido la burla de los
demás; así que muy poco convencidos, buscaron —en vano, como quedó
demostrado— algún recuerdo que llevarse.
El portugués Rodríguez trepó hasta el pie del monolito y gritó que
había encontrado algo. Los demás le siguieron, y miraron curiosos la
inmensa puerta labrada con el ahora familiar bajorrelieve del
dragón-cefalópodo. Era, dice Johansen, como una gran puerta de
granero; y les pareció puerta por los adornos del dintel, umbral y
jambas, aunque no pudieron determinar si estaba horizontal como una
trampa o inclinada como la puerta exterior de una bodega. Como
Wilcox había dicho, la geometría de este lugar era totalmente
errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fuesen
horizontales, de aquí que la relativa posición de todo lo demás
pareciese fantasmalmente variable.
Briden empujó la piedra en varios lugares sin resultado. Luego
Donovan la palpó delicadamente en los bordes, presionando cada punto
separadamente. Subió muy despacio por la grotesca piedra esculpida
—o sea, puede decirse que subía si es que la piedra no estaba, en
definitiva, horizontal—, y los hombres se preguntaban cómo una
puerta, por grande que fuese, podía serlo tanto. En ese momento, el
descomunal panel empezó a ceder hacia el interior, girando sobre el
quicio de arriba, y vieron que la piedra estaba contrapesada.
Donovan se deslizó o subió de algún modo hacia abajo o a lo largo de
la jamba y se unió a sus compañeros, y todos contemplaron el extraño
retroceso de la monstruosa puerta esculpida. En esta fantasía de
distorsión prismática, la piedra se movía de manera anormal,
diagonalmente, de modo que parecía transgredir todas las leyes de la
materia y la perspectiva.
La abertura dejó ver una oscuridad casi material. Esta negrura era
efectivamente una cualidad positiva, pues oscurecía la parte de las
paredes interiores que debían ser visibles, y de hecho, brotó como
el humo liberado de su milenario encierro, oscureciendo visiblemente
el sol al esparcirse en aleteos membranosos por el contraído y
curvado cielo. El hedor que se elevó de las recién abiertas
profundidades se hizo intolerable; por último, a Hawkins le pareció
oír un ruido nauseabundo, cenagoso, en el interior. Prestaron todos
atención, y aún escuchaban, cuando surgió la monstruosidad,
baboseando y tanteando, constriñó su verde inmensidad gelatinosa en
la entrada, y se irguió en el aire mefítico de esa ciudad de locura.
La letra del pobre Johansen se vuelve nerviosa al hablar de esto. De
los seis hombres que no llegaron jamás al barco, cree que dos
perecieron de miedo en ese instante fatal. No es posible describir a
ese Ser; no hay lenguaje que pueda transcribir semejante abismo de
locura inmemorial, semejante transgresión de las leyes de la
materia, la fuerza y el orden cósmico. Era una montaña lo que
caminaba bamboleante. ¡Dios! ¿Qué tiene de extraño que en la Tierra
se volviese loco un gran arquitecto, y que el pobre Wilcox delirase
de fiebre en aquel instante telepático? La Entidad de los ídolos, la
viscosa criatura de las estrellas, había despertado para reclamar lo
que era suyo. Las estrellas estaban en conjunción otra vez, y lo que
un culto intemporal no había conseguido intencionalmente, un grupo
de inocentes marineros lo había hecho por casualidad. Después de
millones de años, el gran Cthulhu era libre otra vez, y estaba
sediento de goce.
Tres hombres fueron barridos por las blandas zarpas antes de que
nadie tuviese tiempo de volverse. Dios les dé eterno descanso, si es
que hay descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrero y Angstrom.
Parker resbaló mientras los otros tres echaban a correr
frenéticamente por el interminable paisaje de roca verdosa en
dirección al barco, y Johansen jura que se sintió ábsorbido hacia
arriba por un ángulo rocoso que no debía haber estado allí, un
ángulo que era agudo, pero que se comportó como si fuese obtuso. Así
que sólo Brinden y Johansen llegaron al bote, y bogaron
desesperadamente hasta el Alert, mientras la montañosa monstruosidad
se dejaba deslizar por el limo de las piedras y vacilaba en el borde
del agua.
La caldera no había perdido presión, a pesar de que todos los
hombres habían saltado a tierra, y tras unos momentos de afanoso
correr entre engranajes y mecanismos, pusieron al Alert en
movimiento. Lentamente, en medio de los horrores distorsionados de
aquel escenario indescriptible, comenzó el barco a agitar sus aguas
letales; entretanto, sobre las rocas de esa costa sepulcral, ajena a
este mundo, el titánico Ser de las estrellas baboseaba y farfullaba
como Polifemo maldiciendo el barco fugitivo de Ulises. Luego, más
audaz que los cíclopes, el gran Cthulhu se deslizó vigorosamente en
el agua y comenzó a perseguirlo dando enormes zarpazos de cósmica
potencia que levantaban grandes olas. Briden miró hacia atrás y
enloqueció, y no paró de soltar carcajadas, hasta que la muerte le
sorprendió en el camarote, mientras Johansen deambulaba delirando
por la cubierta.
Pero Johansen no se había rendido todavía. Sabiendo que el monstruo
alcanzaría indefectiblemente al Alert antes de que la caldera
tuviese toda la presión, decidió probar una posibilidad desesperada;
dio toda la potencia a la máquina, subió veloz a cubierta y giró la
rueda del timón todo lo que daba de sí. Se produjo un fuerte
remolino en las pestilentes aguas y, mientras aumentaba la presión,
el valeroso noruego enfiló la proa de su embarcación contra el
gelatinoso Ser que le perseguía, y que se elevaba por encima de la
turbia espuma como la popa de un galeón diabólico. Su espantosa
cabeza de cefalópodo de tentáculos contorsionantes llegaba casi
hasta el bauprés del porfiado yate, pero Johansen siguió
implacablemente.
Hubo un estallido como si se reventase una vejiga, manó una fangosa
suciedad como cuando se rasga el cuerpo de un promotio, un hedor
equivalente a un millar de tumbas abiertas, y se oyó un rugido que
el cronista no tuvo el valor de consignar en un manuscrito. Por un
instante, el barco quedó envuelto en una nube verdosa, acre,
cegadora, y luego sólo hubo una ponzoñosa efervescencia a popa,
donde —¡Dios del cielo!— la dispersa plasticidad de aquella
abominable criatura estelar se recomponía nebulosamente y recobraba
su horrenda forma original, mientras se agrandaba la distancia, a
medida que el Alert ganaba velocidad al aumentar la presión.
Eso fue todo. Después, Johansen se limitó a meditar sobre el ídolo
de la cabina y a procurar un poco de alimento para sí y para el
maníaco que tenía a su lado. No trató de gobernar la nave; pues
después de su audaz maniobra, había perdido como una parte de su
alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, y un cúmulo de
nubes ofuscaron aún más su conciencia. Se apoderó de él una
sensación de vértigo espectral, de que giraba en un torbellino que
descendía hacia líquidos abismos de infinitud, era arrastrado
vertiginosamente por la cola de un cometa fugaz y sacudido
histéricamente de los abismos marinos a la luna, y de la luna a los
abismos marinos, azuzado por el coro de carcajadas de los antiguos
dioses y de los verdosos y burlescos trasgos del Tártaro, de alas de
murciélago.
De más allá del sueño le llegó el rescate: el Vigilant, el tribunal
del Vicealmirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de
regreso a su casa natal junto al Egeberg. Nada podía contar: todos
pensarían que se había vuelto loco. Escribiría cuanto sabía antes de
que le sobreviniese la muerte, pero su esposa no debía saber nada.
La muerte sería una bendición que le borraría esos recuerdos.
Éste es el documento que leí, y ahora lo he guardado en la caja de
hojalata junto al bajorrelieve y los papeles del profesor Angell.
Guardaré también mi relato, esta prueba de mi propia cordura, en
donde he unido lo que espero no se vuelva a unir jamás. He
considerado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y
aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán
ponzoñosos. Pero no creo que mi vida sea muy larga. Tal como
desapareció mi tío, tal como ha desaparecido el pobre Johansen, así
moriré yo. Sé demasiado, y el culto sigue vivo aún.
Cthulhu vive aún, también, supongo, en ese refugio de piedra que le
ha protegido desde que el Sol era joven. Su ciudad maldita se ha
sumergido otra vez, pues el Vigilant cruzó por su demarcación
después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra
rugen y se contorsionan y matan en torno a los monolitos coronados
por el ídolo, en los parajes solitarios. Ha debido quedar encerrado
en su trampa y hundirse en los negros abismos; si no, el mundo
gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el final? Lo que ha emergido
puede sumergirse, y lo que se hundió puede volver a emerger. La
abominación aguarda y sueña en las profundidades, y sobre las
vacilantes ciudades de los hombres fluctúa la destrucción. Llegará
un tiempo..., ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Pido que, si no
sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas eviten cometer
imprudencias, e impidan que caiga en manos de nadie.
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