LOS PERROS DE TINDALOS
Frank Belknap Long
(Título original: The Hounds of Tindalos)
Frank Belknap Long (n. 1903) pertenece al antiguo Kalem Klub, el
primer Círculo de Lovecraft, y su amplia producción incluye dos
libros de poemas, además de numerosos relatos de terror y ciencia
ficción.
Los Perros de Tíndalos tiene el interés de ahondar en un concepto
que en la narrativa lovecraftiana aparece a menudo, pero sólo como
mera e inquietante alusión: el de una «geometría blasfema» de planos
imposibles y «ángulos obscenos» que desafían a la lógica humana y
permiten los desplazamientos transespaciales y transtemporales de
las siniestras entidades evocadas en los Mitos.
1
—Me alegro de que haya venido —dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana y tenía el semblante muy pálido.
Dos altas velas que goteaban cerca de su codo arrojaban una luz
enfermiza y ambarina sobre su larga nariz y su barbilla ligeramente
deprimida. No había nada moderno en el apartamento de Chalmers.
Tenía alma de asceta medieval, y prefería los manuscritos ilustrados
a los automóviles, y las gárgolas de piedra de torva mirada a los
aparatos de radio y las máquinas de calcular.
Al cruzar la habitación hasta el sofá, que había despejado para mí,
miré hacia su mesa y me sorprendió descubrir que había estado
estudiando las fórmulas matemáticas de un célebre físico
contemporáneo, y que había llenado cantidades de hojas de delgado y
amarillento papel con curiosos dibujos geométricos.
—Extraña vecindad la de Einstein y John Dee —dije, al tiempo que mis
ojos iban de los diagramas matemáticos a los sesenta o setenta
libros raros que componían su curiosa y pequeña biblioteca. Plotino
y Emmanuel Moscopulus, santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy se
codeaban en la oscura estantería de ébano, y las sillas, la mesa y
el escritorio estaban repletos de folletos sobre hechicería y
brujería medievales y magia negra, así como sobre todas las cosas
fascinantes y audaces que el mundo moderno ha arrumbado.
Chalmers sonrió con simpatía, y me tendió un cigarrillo ruso en una
bandeja curiosamente tallada.
—Estamos descubriendo ahora precisamente —dijo— que los viejos
alquimistas y hechiceros tenían razón en unas dos terceras partes, y
que su moderno biólogo materialista está equivocado en nueve
décimas.
—Usted siempre se ha burlado de la ciencia moderna —dije con cierta
impaciencia.
—Sólo del dogmatismo científico —replicó—. Siempre he sido un
rebelde, un defensor de las causas perdidas; por eso he decidido
rechazar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
—¿Y Einstein? —pregunté.
—¡Es un sacerdote de las matemáticas trascendentales! —murmuró
reverentemente—. Es un místico profundo, un explorador de la gran
sospecha.
—Entonces no menosprecia enteramente la ciencia.
—Por supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo
científico de estos últimos cincuenta años, del positivismo de
Haeckel y de Darwin y de Bertrand Russell. Creo que la biología ha
fracasado lamentablemente al intentar explicar el misterio del
origen y destino del hombre.
—Déles tiempo —repliqué.
Los ojos de Chalmers relampaguearon.
—Amigo mío —murmuró—, su juego de palabras es sublime. Darles
tiempo. Eso es precisamente lo que haría. Pero su moderno biólogo se
ríe del tiempo. Tiene la clave, pero se niega a utilizarla. ¿Qué
sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es relativo, que
puede interpretarse en términos de espacio, de un espacio curvo.
Pero ¿debemos detenernos aquí? Cuando las matemáticas nos abandonan,
¿no podemos seguir con... la intuición?
—Está usted pisando un terreno peligroso —observé—. Esa es una
trampa que el verdadero investigador evita. Por eso ha avanzado tan
despacio la ciencia moderna. No acepta nada que no pueda
demostrarse. Pero usted...
—Yo tomaría hashish, opio, toda clase de drogas. Yo quisiera emular
a los sabios orientales. Y entonces, quizá, captaría...
—¿El qué?
—La cuarta dimensión.
—Eso es un disparate teosófico.
—Quizá. Pero creo que las drogas dilatan la conciencia humana.
William James coincide conmigo. Y he descubierto una nueva.
—¿Una nueva droga?
—La utilizaban hace siglos los alquimistas chinos; pero es
prácticamente desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son
asombrosas. Con ayuda de mis conocimientos matemáticos, creo que
puedo retroceder en el tiempo.
—No comprendo.
—El tiempo es meramente nuestra percepción imperfecta de una nueva
dimensión del espacio. Tiempo y movimiento son dos ilusiones. Todo
lo que ha existido desde el principio del mundo existe todavía. Los
acontecimientos que ocurrieron hace siglos en este planeta siguen
existiendo en otra dimensión del espacio. Los acontecimientos que
sucederán dentro de siglos existen ya. Nosotros no podemos percibir
su existencia porque no podemos entrar en la dimensión del espacio
que los contiene. Los seres humanos, tal como los conocemos, son
meramente fracciones, fracciones infinitamente pequeñas de un todo
enorme. Cada ser humano se halla vinculado a toda la vida que le ha
precedido en este planeta. Todos sus antepasados son partes de él.
Sólo el tiempo le separa de sus predecesores, y el tiempo es una
ilusión y no existe.
—Creo que comprendo —murmuré.
—Bastará para mi propósito con que se forme una vaga idea de lo que
deseo llevar a cabo. Quiero arrancarme de los ojos el velo de la
ilusión que el tiempo ha arrojado sobre ellos, y ver el principio y
el fin.
—¿Y cree usted que esta nueva droga le ayudará?
—Estoy seguro de que sí. Y quiero que me ayude usted. Me propongo
tomar la droga inmediatamente. No puedo esperar. Debo ver —sus ojos
fulguraron extrañamente—. Voy a retroceder, a retroceder en el
tiempo.
Se levantó y dio unos pasos hasta la chimenea. Cuando se volvió
hacia mí otra vez sostenía en la palma de la mano una cajita
cuadrada.
—Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el
filósofo chino Lao-Tsé, y bajo su influjo llegó a ver el Tao. El Tao
es la fuerza misteriosa del mundo; lo envuelve y lo penetra todo;
contiene al universo visible, a todo cuanto llamamos realidad. El
que capte los misterios del Tao ve claramente todo cuanto existió y
cuanto existirá.
—¡Tonterías! —repliqué.
—El Tao se asemeja a un gran animal, tumbado, inmóvil, que contiene
en su inmenso cuerpo todos los mundos de nuestro universo, los
pasados, los presentes y los futuros. Nosotros vemos las porciones
del inmenso monstruo a través de un resquicio que llamamos tiempo.
Con la ayuda de esta droga, ensancharé este resquicio. Contemplaré
la gran figura de la vida, la gran bestia yacente en su totalidad.
—¿Y qué es lo que desea que haga yo?
—Presenciarlo, amigo mío. Presenciarlo y tomar nota. Y si retrocedo
demasiado de prisa, devolverme a la realidad. Puede hacerlo
sacudiéndome violentamente. Si le parece que sufro algún dolor
físico agudo, debe hacerme volver inmediatamente.
—Chalmers —dije—, desearía que no hiciese ese experimento. Va a
correr riesgos horribles. No creo que exista ninguna cuarta
dimensión, y además no creo en absoluto en el Tao. No apruebo su
deseo de someterse a drogas desconocidas.
—Conozco las propiedades de esta droga —replicó él—. Sé con toda
precisión de qué modo actúa sobre el animal humano y conozco sus
peligros. El riesgo no reside en la droga misma. Mi único temor es
el de perderme en el tiempo. Mire, ayudaré a la droga. Antes de
tragarme esta píldora concentraré mi atención en los símbolos
geométricos y algebraicos que he trazado sobre este papel —alzó la
carta matemática que tenía sobre sus rodillas—. Prepararé mi mente
para un viaje por el tiempo. Me acercaré a la cuarta dimensión con
la mente consciente, antes de tomar la droga que me permitirá
ejercer poderes ocultos de percepción. Antes de penetrar en el mundo
del sueño de los místicos orientales recabaré toda la ayuda
matemática que la moderna ciencia puede ofrecer. Estos conocimientos
matemáticos, este acercamiento consciente a una aprehensión real de
la cuarta dimensión del tiempo, complementa la acción de la droga.
La droga abrirá nuevas y prodigiosas perspectivas; la preparación
matemática me permitirá aprehenderlas intelectualmente. He captado a
menudo la cuarta dimensión en sueños, emocionalmente,
instintivamente, pero nunca he podido recordar, en la vida vigil,
los ocultos esplendores que se me revelaron de manera fugaz.
»Pero con su ayuda, creo que podré recordarlos. Usted tomará nota de
todo lo que diga mientras esté bajo el influjo de la droga. Por muy
extraño o incoherente que sea lo que diga, no deberá omitir nada.
Cuando despierte, podré facilitar la clave de todo cuanto parezca
misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo, pero si lo
consigo —sus ojos centellearon extrañamente—, ¡el tiempo dejará de
existir para mí!
Se sentó repentinamente.
—Haré la prueba ahora mismo. Por favor, póngase allí, junto a la
ventana, y preste atención. ¿Tiene una pluma estilográfica?
Asentí lúgubremente y saqué mi pluma Waterman verde del bolsillo
superior de mi chaqueta.
—¿Y cuaderno de notas, Frank?
Saqué a regañadientes una agenda.
—Insisto en que desapruebo este experimento —murmuré—. Va a correr
un riesgo espantoso.
—¡No se ponga usted como una vieja medrosa! —me reprendió—. Nada de
cuanto diga me hará detenerme ahora. Le ruego que guarde silencio
mientras estudio estos diagramas.
Alzó los diagramas y los examinó atentamente. Miré cómo el reloj de
la repisa de la chimenea marcaba los segundos; una rara sensación de
miedo me oprimía el corazón hasta sofocarme.
De súbito, se paró el reloj, y exactamente en ese instante Chalmers
se tragó la droga.
Me levanté inmediatamente y fui hacia él, pero sus ojos me
suplicaron que no interfiriese.
—El reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan
aprueban mi experimento. El Tiempo se ha parado, y yo he tomado la
droga. Pido a Dios que no extravíe mi camino.
Cerró los ojos y se reclinó en el sofá. La sangre había desaparecido
en su rostro y respiraba con fatiga. Evidentemente, la droga estaba
obrando con extraordinaria rapidez.
—Empieza a oscurecer —murmuró—. Escriba eso. Empieza a oscurecer, y
los objetos familiares de la habitación están desapareciendo. Puedo
distinguirlos vagamente a través de las pestañas, pero están
desvaneciéndose rápidamente.
Sacudí la pluma para hacer salir la tinta, y escribí
taquigráficamente, mientras él seguía hablando.
—Voy a abandonar la habitación. Las paredes se están diluyendo y ya
no puedo ver ninguno de los objetos familiares. Su rostro, sin
embargo, aún sigue siendo visible para mí. Espero que siga
escribiendo. Creo que voy a dar un gran salto... un salto a través
del espacio. O quizá a través del tiempo. No sé. Todo es oscuro,
indistinto.
Permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza apoyada sobre
su pecho. Luego, de pronto, se enderezó y sus párpados se agitaron y
abrieron.
—¡Dios del cielo! —exclamó—. ¡Veo!
Hacía esfuerzos en su butaca como para incorporarse, mirando
fijamente hacia la pared opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá
del muro, y que los objetos de la habitación no existían para él.
—¡Chalmers! —grité—. Chalmers, ¿le despierto?
—¡No! —gritó—. ¡Lo veo todo! Todos los billones de vidas que me
precedieron en este planeta están ante mí en este momento. Veo
hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los
colores. Luchan, se matan, construyen, bailan, cantan. Se sientan
alrededor de toscas fogatas en desiertos solitarios y grises, y
surcan el aire en monoplanos. Cruzan los mares en canoas y en
enormes vapores, pintan bisontes y mamuts en las paredes de oscuras
cavernas y cubren enormes telas con extraños dibujos futuristas.
Contemplo las migraciones desde Atlanta. Y desde Lemuria. Veo las
razas anteriores: una horda extraña de enanos negros sojuzga el
Asia, y los neandertales de cabeza hundida y rodillas encorvadas se
extienden obscenamente por Europa. Veo a los aqueos invadiendo las
islas griegas, y los rudos comienzos de la cultura helénica. Estoy
en Atenas y Pericles es joven. Estoy en tierras de Italia. Asisto al
rapto de las sabinas; marcho con las legiones imperiales. Tiemblo
con pasmo y horror al avanzar los enormes estandartes, y el suelo se
estremece bajo las pisadas de los victoriosos hastati. Mil esclavos
desnudos se arrastran ante mí cuando paso en una litera de oro y
marfil tirada por bueyes de Tebas negros como la noche, y las
jóvenes, arrojándome flores, me gritan al pasar: Ave Caesar; y yo
hago un gesto de asentimiento y sonrío. Ahora soy esclavo en una
galera mora. Veo cómo erigen una gran catedral. Se levanta piedra a
piedra, y a lo largo de meses y años sigo ahí, y veo cómo van
encajando cada piedra en su sitio. Me queman en una cruz con la
cabeza hacia abajo en los perfumados jardines de Nerón, y contemplo
con burla y regocijo a los afanosos torturadores, en las cámaras de
la Inquisición.
»Recorro los más sagrados santuarios; entro en los templos de Venus.
Me arrodillo en adoración ante la Magna Mater, y arrojo monedas a
las rodillas desnudas de las sagradas cortesanas sentadas con velado
rostro en los bosquecillos de Babilonia. Entro en un teatro
isabelino y me mezclo con el populacho maloliente y aplaudo El
mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas calles de
Florencia. Veo a la joven Beatriz, y el borde de su vestido roza mis
sandalias mientras la miro con arrobamiento. Soy sacerdote de Isis,
y mi magia maravilla a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante
mí, implorando mi ayuda, y el faraón tiembla cuando yo me acerco. En
la India, hablo con los Maestros y huyo gritando de su presencia,
pues sus revelaciones son como sal en la herida que sangra.
»Lo percibo todo simultáneamente. Lo contemplo todo desde todos los
ángulos, soy una parte de esos prolíficos miles de millones de seres
que bullen a mi alrededor. Existo en todos los hombres y todos los
hombres existen en mí. Percibo la totalidad de la humana historia en
un simple instante, la pasada y la presente.
»Con un simple esfuerzo, puedo ver más y más atrás. Ahora retrocedo
a través de extraños ángulos y curvas. Los ángulos y las curvas se
multiplican en torno mío. Percibo grandes segmentos de tiempo a
través de las curvas. Hay un tiempo curvo y un tiempo angular. Los
seres que existen en el tiempo angular no pueden entrar en el tiempo
curvo. Es muy extraño.
»Retrocedo más y más. El hombre ha desaparecido de la Tierra. Los
reptiles gigantescos se acurrucan bajo las enormes palmeras y nadan
en las aguas repugnantemente negras de los lagos. Ahora han
desaparecido los reptiles. No quedan animales en la tierra; pero
bajo las aguas, claramente visibles para mí, se mueven lentamente
oscuras formas por entre una vegetación corrompida.
»Las formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son meras
células. A mi alrededor hay ángulos... ángulos extraños sin paralelo
en la Tierra. Estoy desesperadamente asustado.
»Hay un abismo de ser que el hombre no ha sospechado jamás.
Le miré fijamente. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba con
los brazos.
—Ahora cruzo ángulos extraterrestres; me acerco... ¡Oh, el miedo
abrasador!
—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quiere que le interrumpa?
Se llevó vivamente la mano derecha al rostro, como para cubrir una
visión inenarrable.
—¡Aún no! —exclamó—; seguiré. Veré... lo que... hay... más allá...
Un sudor frío bañó su frente, y sus hombros se estremecieron
espasmódicamente.
—Más allá de la vida —su rostro se puso ceniciento de terror—, hay
seres que no puedo distinguir. Se mueven con lentitud a través de
los ángulos. No tienen cuerpo, y se desplazan lentamente por ángulos
atroces.
Fue entonces cuando me di cuenta del olor que reinaba en la
habitación. Era un olor acre, indescriptible, tan nauseabundo que
apenas se podía soportar. Me dirigí rápidamente a la ventana y la
abrí de par en par. Cuando me volví hacia Chalmers, y le miré a los
ojos, casi me desmayé.
—¡Creo que me han olfateado! —exclamó—. Se están volviendo hacia mí.
Temblaba horriblemente. Por un momento, arañó en el aire con las
manos. Luego sus piernas perdieron fuerzas y se desplomó de bruces,
gimiendo y profiriendo ruidos inarticulados.
Le contemplé en silencio mientras se arrastraba por el suelo. Ya no
era un hombre. Enseñaba los dientes y le caía la saliva por las
comisuras de la boca.
—¡Chalmers —exclamé—, déjelo! ¡Déjelo!, ¿me oye?
Como en respuesta a mi súplica comenzó a proferir una serie de
sonidos roncos y convulsivos que más parecían ladridos de perro que
otra cosa, y a retorcerse espantosamente en círculo alrededor de la
habitación. Me incliné y le agarré por los hombros. Le sacudí
violentamente, desesperadamente. Él volvió la cabeza y me mordió la
muñeca. Me puse enfermo de horror, pero no me atreví a soltarlo por
temor a que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
—Chalmers —murmuré—, deténgase. No hay nada en la habitación que
pueda hacerle ningún daño. ¿Me entiende?
Seguí sacudiéndole y amonestándole, y, gradualmente, la locura se
fue borrando de su rostro. Temblando convulsivamente, se desplomó
grotescamente acurrucado sobre la alfombra china.
Lo llevé al sofá y lo acomodé en él. Su semblante estaba contraído
de dolor; comprendí que luchaba torpemente por escapar de los
abominables recuerdos.
—Whisky —susurró—. Encontrará una botella en la vitrina junto a la
ventana... en el estante de arriba a la izquierda.
Cuando le tendí la botella, sus dedos se apretaron alrededor de ella
hasta que sus nudillos se pusieron azules.
—Casi acaban conmigo —boqueó. Tomó grandes sorbos de la estimulante
bebida, y poco a poco le volvió el color a la cara.
—Esa droga es muy perniciosa —murmuré.
—No ha sido la droga —gimió él.
Sus ojos no habían perdido el fulgor demente, pero todavía tenía
aspecto de alma perdida.
—Me habían olfateado en el tiempo —gimió—. He ido demasiado lejos.
—¿Cómo eran? —pregunté, por seguirle la comente.
Se inclinó hacia adelante y me agarró del brazo. Temblaba
horriblemente.
—¡No hay palabras en nuestra lengua que puedan describirlos!
—hablaba en un ronco susurro—. Simbolizan vagamente el mito de la
Caída, en una forma obscena que a veces se encuentra grabada en
antiguas tabletas. Los griegos tenían un nombre para ellos, que
ocultaba su impureza esencial. El árbol, la serpiente y la manzana
son símbolos vagos de un misterio espantoso.
Su voz se había elevado hasta el grito.
—Frank, Frank, en el principio se cometió una terrible e inenarrable
acción. Antes del tiempo, aconteció esa acción, y a partir de
ella...
Se había levantado y paseaba histéricamente por la habitación.
—Las acciones de los muertos se desplazan a través de ángulos en las
oscuras oquedades del tiempo. ¡Están hambrientos y sedientos!
—Chalmers... —Supliqué que se sosegara—. Vivimos en la tercera
década del siglo XX.
—¡Están flacos y sedientos! —gritó—. ¡Son los Perros de Tíndalos!
—Chalmers, ¿quiere que llame a un médico?
—Un médico no puede ayudarme ahora. Son horrores del alma, y sin
embargo —se miró las manos y gimió—, son reales, Frank. Los he visto
durante un horrible momento. Durante un instante, he estado en el
otro lado. He estado en las grises y pálidas orillas del otro lado
del tiempo y del espacio. En una horrible luz que no era luz, en un
silencio que gritaba, y los he visto.
»En sus cuerpos flacos y hambrientos se concentraba toda la maldad
del universo. Pero ¿tenían cuerpo? Los he visto sólo un momento; no
estoy seguro. Pero los he oído resollar. Durante un instante
indescriptible los he sentido respirar sobre mi rostro. Se han
vuelto hacia mí, y he huido gritando. En un instante, he huido
gritando a través del tiempo. Me he alejado millones y millones de
años.
»Pero me han olfateado. Los hombres despiertan en ellos un hambre
cósmica. Hemos escapado momentáneamente de la impureza que los
circundaba. Tienen sed de aquello que hay de limpio en nosotros, de
aquello que dimana de las acciones sin mancha. Hay una parte de
nosotros que no participa de la acción, y que ellos odian. Pero no
imagine que son literalmente, prosaicamente malvados. Están más allá
del bien y del mal, según los conocemos nosotros. Son ellos quienes
se apartaron al principio de la pureza. Por medio de la acción, se
convirtieron en cuerpo de muerte, receptáculos de toda la impureza.
Pero no son malos en nuestro sentido, porque en las esferas, a
través de las cuales se mueven, no existe el pensamiento, ni la
moral, ni lo justo, ni lo injusto, según lo entendemos nosotros.
Únicamente existe lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa mediante
el ángulo; lo puro mediante las curvas. El hombre, su parte pura,
procede de una curva. No se ría. Me refiero literalmente.
Me levanté y busqué mi sombrero.
—Le compadezco de veras, Chalmers —dije, y me dirigí a la puerta—.
Pero no tengo intención de seguir escuchando semejante galimatías.
Le mandaré mi médico para que le vea. Es persona madura y amable, y
no se ofenderá si le manda usted al diablo. Pero espero que escuche
su consejo. Una semana de descanso en un buen sanatorio le sentará
inmensamente bien.
Le oí reírse mientras bajaba yo las escaleras, pero su risa era tan
absolutamente carente de alegría que me hizo llorar.
2
Cuando Chalmers telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso
fue colgar el receptor en el acto. Su petición era tan inusitada y
su voz tan tremendamente histérica que temí que el seguir
relacionándome con él pusiese en peligro mi propia salud mental.
Pero no podía dudar de su aflicción, y cuando se desmoronó
completamente y le oí sollozar por el teléfono, decidí acceder a lo
que me pedía.
—Muy bien —dije—. Iré inmediatamente y llevaré el yeso.
De camino a casa de Chalmers, me detuve en un almacén y compré
veinte libras de yeso de París. Cuando entré en la habitación de mi
amigo, se hallaba éste acurrucado junto a la ventana, vigilando la
pared opuesta con unos ojos enfebrecidos de pavor. Al verme se
levantó y agarró el saco del yeso con una avidez que me asombró y
horrorizó. Había desalojado todo el mobiliario y la habitación
presentaba un aspecto desolado.
—¡Cabe dentro de lo posible que podamos burlarlos! —exclamó—. Pero
debemos actuar rápidamente. Tráigala aquí de prisa, Frank; hay una
escalera de mano en el recibidor. Tráigala en seguida. Y traiga un
cubo con agua.
—¿Para qué? —murmuré.
Se volvió vivamente, y vi su rostro agitado.
—¡Para amasar el yeso! —exclamó—. Para amasar el yeso que salvará
nuestros cuerpos y nuestras almas de una contaminación nefanda. Para
amasar el yeso que salvará al mundo de... ¡Frank, hay que impedir
que entren!
—¿Quiénes? —pregunté.
—¡Los Perros de Tíndalos! —gruñó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros
a través de ángulos. Voy a enyesar todos los rincones, todas las
aberturas. Debemos hacer que esta habitación se parezca al interior
de una esfera.
Yo sabía que habría sido inútil discutir con él. Traje la escalera
de mano, Chalmers amasó el yeso, y trabajamos febrilmente durante
tres horas. Recubrimos las cuatro esquinas de la pared y las
intersecciones del suelo con la pared y de la pared con el techo, y
redondeamos los ángulos del hueco de la ventana.
—Permaneceré en esta habitación hasta que vuelvan en el tiempo
—afirmó cuando nuestra tarea quedó concluida—. Cuando descubran que
el olor les lleva a través de curvas, darán media vuelta. Regresarán
hambrientos, gruñendo insatisfechos, a la impureza que existió en el
principio antes del tiempo, más allá del espacio.
Asentí cortésmente y encendí un cigarrillo.
—Ha hecho bien en ayudar —dijo.
—¿Irá a que le vea un médico, Chalmers? —le rogué.
—Tal vez... mañana —murmuró—. Ahora tengo que vigilar y esperar.
—¿Esperar a qué? —pregunté apremiante.
Chalmers sonrió pálidamente.
—Sé que cree que estoy chiflado —dijo—. Tiene usted una mente
perspicaz pero prosaica, y no puede concebir un ser que no dependa
para existir de la fuerza y de la materia. Pero ¿se le ha ocurrido
alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia son meramente
barreras para la percepción impuestas por el tiempo y el espacio?
Cuando uno sabe, como yo, que el tiempo y el espacio son idénticos y
que son falaces porque no son sino manifestaciones imperfectas de
una realidad superior, uno ya no busca en el mundo visible una
explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—Perdóneme —exclamó—. No quiero ofenderle. Usted tiene una
inteligencia superlativa, pero yo... yo la tengo sobrehumana. Es
natural que yo comprenda sus limitaciones.
—Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé los escalones de dos en
dos—. Le enviaré un médico en seguida —murmuré para mis adentros—.
Es un caso perdido, y sabe Dios lo que sucederá si no le atiende
alguien inmediatamente.
3
Lo que sigue es un resumen de dos noticias que aparecieron en la
Partridgeville Gazette del 3 de julio de 1928.
UN TERREMOTO SACUDE EL DISTRITO FINANCIERO
A las dos en punto de esta madrugada, un temblor de tierra de
inusitada intensidad ha roto varios cristales de ventanas en Central
Square y ha averiado completamente el sistema eléctrico y los raíles
del tranvía. La sacudida se ha sentido en los distritos periféricos,
y el campanario de la Primera Iglesia Anabaptista de Angell Hill
(construida por Christopher Wren en 1717) se ha derrumbado
completamente. Los bomberos están tratando actualmente de apagar un
incendio que amenaza destruir la fábrica de adhesivos de
Partridgeville. Se ha prometido la más urgente y completa
investigación para determinar la responsabilidad de tan desastroso
suceso.
ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR UN VISITANTE DESCONOCIDO
Crimen horrible en Central Square
El misterio rodea la muerte de Halpin Chalmers
A las 9 horas del día de hoy ha sido hallado el cuerpo de Halpin
Chalmers, autor y periodista, en una habitación vacía sobre la
joyería de Smithwick & Isaacs, en el número 25 de Central Square.
Las indagaciones del forense han revelado que la habitación había
sido alquilada amueblada por el señor Chalmers el 1 de mayo, y que
éste había eliminado los muebles hacía un par de semanas. Chalmers
era autor de varios libros sobre temas de ocultismo y miembro de la
Sociedad de Bibliófilos. Anteriormente había residido en Brooklyn,
Nueva York.
A las 7, el señor L. E. Hancock, que ocupa el apartamento opuesto a
la habitación de Chalmers del edificio Smithwick & Isaacs, notó un
olor extraño al abrir la puerta para entrar a su gato y recoger la
edición matinal de la Partridgeville Gazette. Describe el olor como
extremadamente acre y nauseabundo, y afirma que era tan fuerte en la
proximidad de la habitación de Chalmers, que se vio obligado a
taparse la nariz al pasar por delante.
Estaba a punto de volver a su propio apartamento, cuando se le
ocurrió que Chalmers podía haber olvidado accidentalmente cerrar el
gas de su pequeña cocina. Se sintió alarmado ante tal pensamiento,
así que decidió averiguarlo; y al no obtener respuesta de Chalmers a
sus repetidas llamadas a la puerta, lo notificó al conserje. Este
abrió con una llave maestra, y los dos hombres irrumpieron
rápidamente en la habitación de Chalmers. La estancia se hallaba
totalmente desprovista de mobiliario, y Hancock afirma que tan
pronto como vio el suelo se le heló el corazón; el conserje, sin
decir palabra, se dirigió a la ventana abierta y desde allí
inspeccionó el edificio de enfrente lo menos durante cinco minutos.
Chalmers yacía tendido de espaldas en el centro de la habitación.
Estaba completamente desnudo, y tenía el pecho y los brazos
cubiertos de un extraño pus o licor azulenco. La cabeza descansaba
grotescamente sobre el pecho, cercenada del cuerpo, y tenía la cara
contraída y horriblemente mutilada. No se veían rastros de sangre en
ninguna parte.
La habitación presentaba un aspecto de lo más singular. Las
intersecciones de las paredes, techo y suelo habían sido rellenadas
con yeso de París, si bien algunos trozos se habían resquebrajado y
desprendido, y alguien había reunido los cascotes en el suelo
alrededor del hombre asesinado, de suerte que formaban un triángulo.
Junto al cadáver se han encontrado varias hojas de papel amarillento
y chamuscado. Dichas hojas contenían fantásticos dibujos geométricos
y símbolos y varias frases garabateadas apresuradamente. Estas
frases resultan casi ilegibles, y tan absurdas que no han
proporcionado ninguna clave sobre la identidad del que ha perpetrado
el crimen: «Espero y vigilo —escribió Chalmers—. Estoy sentado junto
a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que puedan
cogerme, pero debo tener cuidado con los Doels. Tal vez ellos puedan
contribuir a que irrumpan aquí. Los sátiros colaborarán, y pueden
avanzar a través de los círculos escarlata. Los griegos sabían un
medio de prevenir eso. Es una lástima que hayamos olvidado tantas
cosas.»
En otra hoja de papel, la más chamuscada de los siete u ocho
fragmentos encontrados por el sargento detective Douglas (del
destacamento de Partridgeville), tenía garabateado lo siguiente:
«¡Gran Dios, el yeso se está cayendo! Una terrible sacudida ha
desprendido el yeso y se está cayendo. ¡Tal vez haya sido un temblor
de tierra! No podía haber prevenido esto. Se está haciendo oscuro en
la habitación. Tengo que telefonear a Frank. Pero ¿llegará a tiempo?
Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Recitaré... ¡Dios,
están irrumpiendo! ¡Están entrando! De los rincones de la pared
brota humo. Sus lenguas... ¡Aaahhh!...»
En opinión del sargento detective Douglas, Chalmers ha sido también
envenenado por algún químico desconocido. Ha enviado muestras del
extraño limo azul encontrado sobre el cuerpo de Chalmers a los
Laboratorios Químicos de Partridgeville, y espera que el informe
arroje alguna luz sobre uno de los más misteriosos crímenes de los
recientes años. Es cierto que Chalmers tuvo un invitado la noche
antes del terremoto, pues su vecino oyó claramente un murmullo bajo
de conversación en la habitación de aquél, al cruzar por delante de
la puerta cuando se dirigía a la escalera. Se sospecha seriamente de
este desconocido visitante, y la policía se esfuerza activamente en
descubrir su identidad.
4
INFORME DE JAMES MORTON, QUÍMICO Y BACTERIÓLOGO
Estimado señor Douglas:
El fluido que usted me envió para su análisis es el más raro que he
examinado jamás. Parece protoplasma viviente, pero carece de las
sustancias conocidas como enzimas. Los enzimas catalizan las
reacciones químicas que tienen lugar en las células vivas, y cuando
la célula muere, la desintegran por hidrolización. Sin enzimas, el
protoplasma poseería una vitalidad resistente, esto es, la
inmortalidad. Los enzimas son componentes negativos, por así decir,
del organismo unicelular, que es la base de toda vida. Los biólogos
niegan categóricamente que la materia viviente pueda existir sin
enzimas. Y sin embargo, la sustancia que usted me ha enviado está
viva y carece de estos cuerpos «indispensables». Buen Dios, señor,
¿se da cuenta de las asombrosas perspectivas que esto abre?
5
EXTRACTO DE El Vigilante Secreto, DEL FALLECIDO HALPIN CHALMERS
¿Qué diríamos si, paralelamente a la vida que conocemos, existiese
otra vida que no muere, que carece de los elementos que destruyen
nuestra vida? Quizá en otra dimensión existe una fuerza distinta de
aquella que genera nuestra vida. Quizá esta fuerza emite energía, o
algo similar a la energía, que pasa de la dimensión desconocida
donde está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra
dimensión. Nadie sabe que dicha nueva vida celular existe en nuestra
dimensión. Ah, pero yo he visto sus manifestaciones. He hablado con
ellos. En mi habitación, de noche, he hablado con los Doels. Y en
sueños, he visto a su hacedor. He estado en el dudoso borde del otro
lado del tiempo y la materia y lo he visto. Se mueve a través de
extrañas curvas y atroces ángulos. Algún día viajaré en el tiempo, y
me enfrentaré con ello cara a cara.
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