CUENTOS DE KENJI MIYAZAWA #7

 

El ratón Tsue

(Tsue nezumí)

 

Traducción: Elena Gallego Andrada

 

En el oscuro techo de una vieja casa vivía un ratón llamado Tsue. Un día, Tsue, al recorrer los pasadizos subterráneos echando un vistazo por todos los rincones, vio a lo lejos una comadreja que se dirigía hacia él como una ráfaga de viento, cargada de cosas, al parecer, muy sabrosas. Al ver a Tsue, se detuvo un momento, y dijo con grandes prisas:

 

—Oye, ratón Tsue, en el agujero de la alacena de tu madriguera se han desparramado unos confites. Vete rápido a recogerlos.

 

Tsue se alegró tanto que los bigotes se le movieron de excitación y, sin dar las gracias a la comadreja, se dirigió hacia allí corriendo. Pero cuando llegó bajo la alacena, sintió una picadura en el pie.

 

—¡Alto! ¿Quién está ahí? — dijo una voz pequeña y aguda.

 

Tsue, asustado, miró con detenimiento y vio una hormiga. Un escuadrón de hormigas había levantado una serie de barricadas alrededor de los confites y todas esgrimían negras hachas. Veinte o treinta de ellas estaban ocupadas haciendo añicos los confites o derritiéndolos para llevárselos a sus hormigueros. El ratón Tsue se puso a temblar.

 

—¡Prohibido avanzar! ¡Márchate de inmediato! ¡Venga, fuera, rápido! — ordenó con su voz baja y grave el brigadier de las hormigas.

 

Tsue dio media vuelta y, a todo correr, subió al techo. Entró en su madriguera y durante un rato se quedó echado, sin poder aguantar tan tremendo disgusto. Las hormigas eran un ejército, tenían mucha fuerza, así que no podía hacer nada contra ellas. Pero le enfurecía, después de haber ido tan corriendo, haber sido detenido rudamente por el brigadier de las hormigas, y todo a causa de aquella comadreja tan modosita.

 

Entonces, de nuevo salió en silencio de su madriguera y fue al fondo de la pequeña cabana de madera, donde se encontraba la comadreja triturando maíz con los dientes.

 

— ¿Qué? Había confites, ¿no?

— Oye, comadreja, eres muy cruel por haber engañado a una débil criatura como yo.

— ¡No te he engañado! Había confites, de verdad.

— Sí, había, pero allí estaban las hormigas.

— ¿Ah, sí? Qué rápidas las condenadas, ¿eh?

— Todos los cogieron ellas. ¡Mira que engañar a alguien como a mí! ¡Te exijo una compensación!

— ¡No fue culpa mía! El problema es que llegaste un poco tarde.

 

— Lo único que sé es que me has engañado, ¡quiero una compensación!

— ¡Qué pesadito te pones! Interpretas al revés la amabilidad de la gente. Está bien. En ese caso, te daré mis confites.

— ¡Quiero un desagravio! ¡Quiero un desagravio!

— ¡Ya está bien! Toma y llévate todos los que puedas. No quiero volver a ver a alguien tan blandengue y debilucho como tú. ¡Llévatelos pronto y desaparece! — dijo la comadreja enfurecida, arrojándole los confites.

 

Tsue recogió todos los que pudo e hizo una reverencia.

 

—¡Vete rápido y no vuelvas! Los que has dejado se los daré a los gusanos — gritó cada vez más furiosa.

 

El ratón Tsue volvió como un rayo a su madriguera y comió los crujientes confites de azúcar.

 

De esta forma, Tsue, poco a poco, fue haciéndose odioso y nadie quería estar a su lado. Entonces, empezó a hacer amistad con la columna, el recogedor de polvo roto, el balde, la escoba y otros objetos parecidos. Con quien mejor se llevaba era con la columna.

 

—Oye, ratón, dentro de poco vendrá el invierno —dijo la columna — Nosotras nos quedaremos secas y no podemos evitar el rechinar de frío. Por eso, es mejor que prepares ahora un cálido lecho para el invierno. Por suerte, justo encima de mi cabeza, en primavera los gorriones dejaron cálido plumón. Puedes llevarte un poco antes de que bajen las temperaturas, ¿qué te parece? Mi cabeza quedará un poco fría, pero ya me arreglaré.

 

Tsue pensó que era una magnífica idea y, a partir de aquel día, empezó a transportarlo con gran diligencia. Pero a mitad del camino había una empinada cuesta y en su tercer viaje se cayó cuan largo era.

 

—Eh, ratón, ¿no te has hecho daño? ¿Estás bien?

— preguntó la columna muy asustada y preocupada, doblando con gran esfuerzo su cuerpo.

—¡Columna, tú también eres muy mala! ¡Me has hecho pasar por este trago a mí que soy tan débil! — reprochó Tsue con gesto enfurecido cuando consiguió levantarse.

— ¡Perdóname, ratón! Te pido mil disculpas — dijo la columna, muy afligida. ¡Eso no tiene perdón! Si me hubieras avisado, no tendría estos dolores. ¡Dame una compensación! ¡Te exijo una compensación! — replicaba Tsue engreído hasta la médula.

— ¡Por favor, no me digas eso! ¡Te pido que me perdones!

— ¡De ninguna manera! Detesto a quienes maltratan a las criaturas débiles. ¡Te pido una compensación! ¡Venga, compénsame!

 

La columna, viéndose en ese tremendo apuro, se puso a llorar. Y Tsue, resignado, se volvió con las manos vacías a su madriguera. Después de eso, la columna le tomó miedo y ya no le volvió a hablar.

 

Unos días más tarde, el recogedor de polvo le dio a Tsue la mitad de una torta que le había sobrado. Justo al día siguiente, el ratón tenía unos dolores terribles de estómago y, como era habitual, le reclamó cien veces una compensación. El recogedor de polvo también quedó harto y dejó de relacionarse con él.

 

Poco tiempo después, el cubo le dio a Tsue un resto de polvos de soda.

—Utilízalos para lavarte la cara todos los días — dijo.

 

El ratón se alegró mucho y a partir del día siguiente empezó a lavarse con esos polvos. Pero, entretanto, se le habían caído diez pelos del bigote y fue de inmediato donde el cubo para exigirle doscientas cincuenta veces que reparase su error. Como, por desgracia, el cubo no tenía bigotes de recambio ni nada con que compensarle, no pudo sino echarse a llorar pidiendo perdón. Y a partir de entonces dejó de hablarle.

 

Así, uno a uno, todos los utensilios habían escarmentado después de estos sucesos y nada más ver al ratón miraban hacia otro lado. Entre ellos sólo uno no había tenido nada que ver con Tsue. Era una ratonera.

 

En teoría, se supone que la ratonera está de parte del ser humano. Sin embargo, recientemente, incluso en los periódicos aparecen anuncios mostrando una ratonera junto a un gato, con un letrero calificando a ambos de "antiguallas" en lo que se refiere a cazar ratones. Dejando aparte estos anuncios, el hombre nunca ha tratado bien a las ratoneras de alambre. Nunca, en efecto. Y siempre ha evitado tocarlas, como si fueran objetos inmundos. Por tanto, éstas sienten más simpatía por los ratones que por las personas. Sin embargo, la mayoría de los ratones les tiene terror y no se acerca.

 

—Ratoncillos, venid — llamaba con voz melosa todos los días la ratonera — Hoy tengo para cenar una cabeza de caballa. Sujetaré con firmeza la puerta mientras la coméis. Estad tranquilos. Cuidaré de que no se cierre de golpe. Detesto a los humanos tanto como vosotros.

 

Pero los ratones respondían: "¡A otro perro con ese hueso!", "Claro, desde luego que sí" o "Consultaré con mi familia" mientras salían huyendo.

 

A la mañana siguiente, el criado de rostro enrojecido iba sin falta a echar una ojeada a la ratonera.

 

— No hay ninguna novedad. Los ratones ya lo saben porque lo aprenden en la escuela. De todos modos, esperaré un día más — decía mientras cambiaba el cebo.

— ¡Venid, venid! Esta noche hay tierna pasta de pescado. Os daré sólo el cebo. No os preocupéis. ¡Venid pronto! — llamó también aquel día.

 

Justo en ese momento pasó el ratón Tsue.

— Ratonera, ¿de verdad podré comer el cebo sin peligro? — preguntó.

— Eres nuevo por aquí, ¿verdad? Sí, así es. Te daré el cebo sin que te pase nada. Ven rápido a comerlo.

 

Tsue entró, comió la pasta de pescado con gran fruición y salió de estampida, al tiempo que decía:

 

—Estaba muy bueno, gracias.

— ¿Ah, sí? ¡Qué bien! Entonces, ven de nuevo mañana por la noche.

— ¡Ha comido sólo el cebo y se ha ido! Es un ratón muy astuto. De todos modos, me admira que haya entrado.

 

— Hoy pondré sardinas — dijo enfadado el criado cuando al día siguiente fue a ver la ratonera.

 

Tras poner media sardina se marchó. La ratonera esperó impaciente a que viniera Tsue, que llegó así que anocheció.

— Buenas noches, tal y como prometí, he venido — dijo, no sin cierto tono condescendiente.

— Bien, sírvete — contestó escuetamente la ratonera, reprimiendo su indignación.

 

Tsue entró como un rayo, devoró el cebo con avidez, y salió a toda prisa.

 

—Bien, mañana volveré y te haré el favor de comerme el cebo — dijo con arrogancia, lo que hizo rugir derabia a la ratonera.

 

A la mañana siguiente, el criado montó en cólera al ver lo acontecido.

 

— ¡Es un ratón muy astuto! — exclamó — No entiendo cómo se las arregla todas las noches para hacerse con el cebo. Seguro que ha sobornado a la ratonera.

— ¡No es cierto! ¡No hay ningún soborno! — protestó la interesada a gritos. Pero, por supuesto, el criado no la oyó. Ese día puso un trozo de pasta de pescado podrida

y se marchó.

 

La ratonera se pasó todo el día echando chispas al ver que sobre ella recaía una injusta sospecha. Llegó la noche, apareció Tsue y le habló en tono altivo.

 

—Buenas noches, ratonera. ¡Ah! Se me está haciendo pesado venir todos los días hasta aquí. Y todo por una miserable cabeza de pescado. Ya me aburre. De todas formas, como he recorrido un largo camino, te haré el favor de comerlo.

 

Todos sus alambres temblaron de rabia, pero la ratonera se contuvo.

 

—Cómelo — se limitó a decir.

 

Tsue entró al instante y, al descubrir el trozo de pescado podrido, se puso furioso.

 

—¡Ratonera, qué malvada eres! Este cebo está podrido. ¡Me has engañado a mí, que soy una criatura tan débil! ¡Esto es el colmo! ¡Dame una compensación! ¡Compénsame!

 

La ratonera no pudo evitar ponerse a temblar violentamente de exasperación, lo que hizo rechinar todo su cuerpo de alambre. Y con todo ese crujir y rechinar se soltó el seguro del cebo y la puerta se cerró sin remedio. Fue algo tremendo.

 

El ratón Tsue se puso frenético.

 

—¡Ratonera, me has engañado! ¡Eres muy cruel! ¡Esto es el colmo! — gritaba mientras mordía los alambres, daba vueltas enloquecido, pateaba el suelo, chillaba y lloraba organizando un gran alboroto. En aquellos momentos, ya no tenía fuerza ni para pedir la eterna compensación.

 

Por su parte, la ratonera, magullada y dolorida, no podía hacer otra cosa que rechinar, sacudirse, traquetear y estremecerse. Este desbarajuste duró toda la noche, y por fin llegó la mañana. Cuando el criado de rostro enrojecido fue a echar un vistazo a la ratonera brincó de alegría:

 

—¡Por fin! ¡Por fin lo atrapé! ¡El fastidioso ratón! ¡Venga, sal de ahí, pequeñajo!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     El caso del pescador furtivo